Pese a la encomiable labor del servicio de correos, tanto británico como español, que consiguió llevar una carta casi lanzada en una botella desde Londres a Madrid y desde allí a la pequeña localidad de Portolín en Santander, la misiva tardó más de lo previsto, tres meses más. Ese retraso postal, quién sabe si no fruto de la beatífica intervención del Señor, hizo que cuando Leonardo Torres puso sus pies de nuevo en la capital del Imperio, el cinco de septiembre de mil ochocientos ochenta y ocho, yo hubiera olvidado casi por completo el contenido de aquella misiva. Acababa de abandonar una vez más el sistema penitenciario inglés, mi domicilio más común en los diez años que mediaron entre nuestros dos encuentros.
Había pasado los dos últimos meses en la prisión de Pentonville, caminando de arriba abajo por el patio, encadenado a otros compañeros que expiaban entre esos muros sus faltas, y enmascarado no por mi fealdad, que a todos nos ponían una careta que no nos dejaba ver más que el suelo por donde andábamos; separados y en silencio. El no hablar con nadie, solo lo hice con uno de entre los quinientos o seiscientos hombres que allí penábamos, ni casi ver a nadie era el mejor bálsamo para las heridas de mi espíritu. Rezaba porque ninguno de mis enemigos acabara encerrado conmigo, enemigos que seguro me esperaban a la salida. No me fue mal, en tres ocasiones recibí treinta y seis latigazos por mi irredenta violencia, en una decena más fui confinado un par de días en la «celda oscura», sin apenas comida, supongo que a causa de desórdenes cometidos durante los servicios religiosos o por hablar con algún compañero, insultarle más bien; salvo por esos incidentes menores, mi vida en la cárcel era preferible a la que me deparaba la calle.
No voy a entrar, de momento, en el motivo de mi reclusión, uno de tantos, la memoria no puede almacenar tanta pequeña fechoría. El peor de mis actos, el que cometí contra Kelly, del que antes o después tendremos que hablar, no era el que en esa ocasión pesaba sobre mí, al menos a ojos de la justicia. Lo importante es que cumplí mi condena, el primer día de septiembre estaba de nuevo en la calle, y el segundo había llegado a Londres, sin dinero ni techo en el que cobijarme, situación que no me era en nada ajena. Tampoco les aburriré con los detalles de mis andanzas en los tres días siguientes, que les aseguro fueron muy atareados, corriendo tras un caldero de oro que imaginaba cada vez más cerca.
En esto Torres se presentó el citado día cinco, entrada ya la tarde, ante Timothy Donovan, el encargado de la Pensión Comunal de Crossingham en la calle Dorset, hombre amable y educado, más teniendo en cuenta lo triste de su ocupación, quien de seguro lo conduciría a su oficina y allí le diría algo semejante a:
—¿El Cara Podrida? Me debe seis chelines, así que espero que esté en la mazmorra más oscura de los infiernos… —Tras abonar el español mi deuda, cantidad acrecentada con intereses que consideró apropiados para apaciguar las iras del guardés, el tono del señor Donovan tuvo que ser más explícito—. Creo que está en Pentonville cumpliendo condena, o allí deberían encerrarlo. Mala gente ese Ray, no debiera mezclarse usted con semejante calaña. Está siempre acompañado de la «aristocracia» de esta ciudad, no sé si usted me entiende.
Esa advertencia no estaba fuera de lugar, como apreció Torres, más que incómodo en ese barrio. Quedó varado en medio de lo más deprimido de Londres, preguntándose si aquel viaje absurdo no era una necedad desde un principio. No había imaginado un lugar así, tan triste y gris comparado con sus queridos verdes cántabros. Las miradas que recibía a cada momento de buena parte del vecindario no le auguraban nada bueno. En la calle buscó la presencia de un policía con avidez; la encontró, que los había haciendo rondas, y no le tranquilizó demasiado.
Al día siguiente iría a la estación Victoria, cogería un tren, cruzaría el canal y se olvidaría de toda esa locura. Todavía era hoy, y tenía que buscar el modo de pasar el día lejos de esas calles, si era posible. Iría a por el billete, tal vez en la legación española. Don Ángel Ribadavia, que con tanta diligencia le había proporcionado alojamiento confortable, podía gestionarle los trámites. Había recibido un trato excepcional en la embajada desde que pusiera pie en tierras británicas, en especial por parte de este singular caballero. Mejor ir a hablar con él de nuevo. Entretanto podría…
—De todas formas, señor —dijo Donovan a su espalda, que lo había acompañado un trecho, tal vez temiendo la suerte que un caballero tan desprendido podía correr en el barrio—, si ese malnacido anda por aquí, lo podrá encontrar en el Ringers, a veces paraba por ahí, no creo que haya otro lugar donde permitan entrar a un sujeto como ese. —Torres miró aturdido—. Sí, lo habrá visto, un pub al principio de la calle. —Lo cierto es que yo no frecuentaba demasiado ese lugar, no más que otros; mi cara y mis actos me hacían persona non grata incluso en los burdeles del infierno. No era menos cierto que alguna vez había reposado mis huesos maltrechos allí, acompañado de una cerveza y de compañeros de fechorías. Puede que en una de esas ocasiones me viera Donovan o que le dijera alguien, cuando andaba buscándome por moroso, que paraba por el pub. Esa imprecisa indicación salvó mi vida y permitió nuestro segundo encuentro.
El ingeniero fue para allá. A falta de otro plan mejor para gastar esas horas perdidas en el Reino Unido decidió dar una oportunidad más a aquel precipitado viaje. Hacía una tarde agradable, aunque las nubes amenazaban descargar, como es costumbre en esa ciudad. En su corto paseo hasta el establecimiento pudo contemplar el East End, el «abismo», lugar abandonado por Dios, el hombre, y las políticas urbanísticas de Laboristas y Tories. Mujeres y niños sin hogar sentados en la calle, suciedad, pobreza, vocerío, más pobreza. Toda la zona era un babel de etnias, en especial se notaba clara la presencia de gran número de judíos. A sus oídos llegaron diferentes sones de lenguas eslavas: ruso, polaco… no abundaban los latinos, solo vio a un italiano vendiendo helados en su colorido carrito. La calle Dorset estaba llena de pensiones y casas de mala muerte que daban una cama por el precio de dos cervezas, y que suponían el único hogar ocasional que muchos desdichados podían costearse.
Un par de muchachos se le acercaron a pedir unos peniques, atraídos por su porte de persona acomodada. Torres vivía con holgura, tanto que podía permitirse no trabajar y dedicar su tiempo en «pensar en sus cosas», como le gustaba decir. Unas parientes que le criaron de niño, las señoritas Barrenechea, y que seguro lo colmaron de atenciones y mimos, disponían de buen capital y no de descendencia. A su muerte, Torres heredó una considerable suma. Benditas estas buenas mujeres, porque gracias a esa posición cómoda que dejaron a su querido Leonardo pude yo encontrarme con él. Este desahogo no lo alejaba sin embargo del dolor de los menos favorecidos; un corazón caritativo por naturaleza lo empujaba siempre a estimar el mal ajeno, y en el East End londinense ese mal era imposible de ignorar para alguien incluso diez veces más endurecido que él.
El Britannia, que era el nombre real del pub al que se refería Donovan, hacía esquina con Commercial Street, una calle ancha y bulliciosa. Allí era difícil circular rodeado de puestos de fruta, carboneros, vendedores de lanas o comida para gatos, arrieros en sus carros o que portaban mercancías al hombro, el tranvía que recorría la calle arriba y abajo y un centenar de personas que se agolpaban, enredados en sus quehaceres. Al otro lado de la calle, frente a la bonita fachada del pub en madera, acristalada y con anuncios de cerveza (no tenía licencia para vender bebidas espirituosas), estaban los jardines de Christ Church, cementerio abandonado y ahora lugar donde se hacinaban los menesterosos a pasar los días y las noches entre mantas mugrientas y llantos de niños, por lo que la gente conocía el parque como Itchy Park, un triste sitio cuya única finalidad era oscurecer más el barrio que tanto espantara al señor Jack London. Y hacia el noreste, proyectando su sombra sobre el viejo camposanto, la propia iglesia, —mi querida iglesia, grande y fría, alta y seria, muy seria, como apartándose de la fealdad del suelo, mostrando a los londinenses que ni siquiera la mirada de nuestro Señor se posaba sobre ese barrio, demasiado abajo para que su misericordia lo alcanzara—.
Sopesó Torres si entrar o no en el Britannia, por dar una última oportunidad al imposible encuentro conmigo. A punto estaba de marcharse y de que mi historia acabara aquí, cuando las voces de un muchacho vendiendo prensa llamaron su atención. El titular que encabezaba el enorme montón de periódicos que acarreaba el crío, que casi doblaban su peso, no podía ser menos llamativo:
«DELANTAL DE CUERO»
EL ÚNICO NOMBRE RELACIONADO CON LOS
ASESINATOS DE WHITECHAPEL
EL TERROR SILENCIOSO DE MEDIANOCHE
Un extraño individuo que deambula por Whitechapel
después de medianoche. Tiene aterrorizadas a todas las
mujeres. Pies ligeros y cuchillo afilado.
Torres adquirió un ejemplar. En su interior el diario relataba, de modo tan escandaloso o más que la cabecera que lo prologaba, las andanzas de ese tal Delantal de Cuero, un judío fabricante de zapatillas que, según el gacetillero de turno, había abandonado su profesión en pos de molestar y torturar a las prostitutas por la noche. Parece que el reportero relacionaba a este sujeto, de quien nadie conocía su nombre real, con una serie de tres horribles asesinatos acaecidos recientemente sobre putas de los barrios de Whitechapel y Spitalfields, lugar donde estaba el Britannia. Torres entró en el local, distraído y sin mirar a la concurrencia. Pidió una cerveza en la barra, por pedir algo, no tenía hábito de beber.
El artículo proporcionaba una descripción minuciosa y sobreadjetivada del sujeto: un hombre bajo y grueso, entre treinta y ocho y cuarenta años, pelo negro muy corto y negro bigote, cuello macizo, de expresión siniestra y vestido siempre con la prenda que le daba su sobrenombre. Gente que decía conocerlo aseguraba cosas como: «está completamente loco» o «cualquiera que se lo encuentre cara a cara lo nota… sus ojos nunca están quietos, siempre moviéndose de un lado a otro y nunca mira a nadie directamente».
Delantal de Cuero atormentaba a las prostitutas, entrando con sumo sigilo en sus habitaciones golpeándolas, martirizándolas y robando lo poco de que disponían. Aunque testigos aseguraban haberlo oído amedrentar a alguna diciendo que las iba a acuchillar, no se le conocía ningún delito de sangre, su puñal no había cortado mujer, que se supiera, cosa que desde luego no coincidía con los recientes crímenes, de naturaleza cruenta en extremo. Pese a eso, el diario mencionaba a un testigo que aseguraba haberlo visto en compañía de la mujer hallada muerta el treinta y uno de agosto, hacía cinco días, en una calle llamada Buck’s Row, al otro extremo del barrio donde ahora se hallaba Torres.
Encontró otro periódico en la barra, el Morning Advertiser. En él se hablaba más de «el asesino de Whitechapel». Con poco detalle aseguraba que la policía andaba sin pistas de ese criminal sanguinario, que no había detenciones aunque se repetían los interrogatorios…
—¿Es usté extranjero? —preguntó la mujer que atendía tras la barra, la señora Ringer, causa del nombre con el que se conocía al establecimiento. La interrupción en la lectura devolvió al español a donde estaba. La tabernera tenía cierto aire de rusticidad bondadosa que le agradó, pese a que lo tratara con recelo. Ojeó el local, abarrotado a esas horas, lleno de mujeres gastando lo conseguido con tantas penurias, acompañadas de tipos mal encarados y con la mirada ensombrecida por los vapores alcohólicos.
—Sí.
—¿Le interesan los crímenes? —siguió la mujer suspicaz, señalando los diarios que leía—. Sí, a tos les interesan. Dicen que ese mostruo no es daquí, un judío, dicen.
—Ya… —Le costaba entender a los castenders, de acento tan marcado y lleno de modismos, pero aun así intentó hacerse comprender—. Discúlpeme, ¿frecuenta por aquí un hombre… Raimundo Aguirre se llama? —La dueña del local no dejó esa mirada desconfiada por un minuto—. Es tuerto, desnarigado, tiene una gran cicatriz en la cara… supongo que llevará una máscara o… no tiene confusión posible.
Mencionar «una máscara», no fue la mejor elección posible entre las palabras a utilizar, menos en una ciudad acosada por la muerte en su más siniestra forma. Es disculpable a la vista del conocimiento del inglés que tenía Torres, muy superior al de diez años atrás, pero aún deficiente. La señora Ringer se estremeció, y algo fue a decir cuando una de las parroquianas, una mujer con trazas de estar ebria que se sentaba en una mesa junto a una joven pelirroja, se aproximó a la barra.
—Sé de quién habla —dijo con acento germánico, acercándose demasiado al español para su gusto, tanto que el olor a alcohol le hizo dar un paso atrás—. ¿Qué pue buscá un caballero como usté en alguien como Drunkard Ray?
—¿Le conoce? Es un viejo amigo mío. ¿Sabe de él?
—Es posible —dijo con burda coquetería—. ¿No me vas a invitá a algo, guapo?
—Déjale en paz, Julia —dijo su amiga, más joven y muy atractiva, acercándose a su vez—. Este caballero no quiere saber nada de ti, solo se interesa por los asesinatos, como todos, ¿ha leído lo que dicen…?
—¡Déjame tú a mí, Ginger! —gritó la otra, evidenciando su borrachera—. A ti qué te va…
—¡Vale, me voy! —dijo la pelirroja, y con andar algo menos bebido que Julia fue a la puerta—. Luego te quejarás de que si Harry… —Y salió del Britannia, por evitar una pelea con su amiga borracha, supongo.
—Dicen que Delantal de Cuero sacó las tripas a esa Nichols —siguió la tal Julia, creyendo tener un posible cliente—, ¿y crees que eso le importa a la policía?
—Supongo que…
—¡Na! Ese asesino seguirá ahí, matándonos y haciéndose cinturones con nuestras entrañas.
—Es lamentable, pero…
—Tal vez la próxima sea yo. Tengo miedo, ¿sabes? —Se apoyó en su brazo—. Necesito que un hombre fuerte como tú me proteja, ¿te gustaría protegerme esta noche?
—Disculpe señora, pero debo irme. —Torres pago su consumición con prisa manteniendo la compostura en lo posible, pagó otra para Julia y decidió volver a España de inmediato. Ese viaje había sido un acto poco sensato, empujado por lo extraño de aquel encuentro diez años atrás, ya olvidado o quizá almacenado entre ese grupo de hablillas curiosas para comentar en el café.
Al salir no acabaron las molestias. Se vio sorprendido, y casi atropellado, por un airado tumulto que bajaba por Commercial Street, inundando la calle ya de por sí siempre concurrida. Mujeres y hombres corrían gritando, agitando las manos, arrollando a los transeúntes que de inmediato se unían a la carrera. Oyó gritos:
—¡¡Delantal de Cuero!!
—¡¡Asesino!!
—¡¡Otra muerta!!
Torres se apartó a un lado, eludiendo en lo posible al gentío. Esos crímenes de los que hablaba la prensa parecían haber soliviantado mucho a la ciudadanía, más en aquella zona de Londres, donde se estaban produciendo los asesinatos. Se podía apreciar la mezcla de ira y miedo entre los que corrían en pos del asesino.
—Señor. —Alguien le tiraba de la manga. Era la pelirroja atractiva, Ginger, la que saliera minutos antes del Britannia—. El hombre al que busca, su amigo Drunkard, creo que es al que persiguen. —La muchacha mantenía un descaro no exento de encanto, pero al tiempo se mostraba asustada, como muchas mujeres que frecuentaban las noches por ese tiempo. Torres se encontró sorprendido por esa muestra de humanidad en la chica al querer ayudar a un extranjero desconocido. La bondad florece en terrenos inesperados, le gustaba pensar a mi amigo español, aunque yo me inclinaría más a pensar que esa esperaba obtener algún premio por su información.
—¿Rai…?
—Le falta media cara.
Efectivamente era yo. La prensa sensacionalista e irresponsable iba a traerme la ruina, si no la muerte con ayuda de mi propia e irreflexiva actitud. No sabría decirles con exactitud qué causó este revuelo. Caminando por el mercado creí ver a alguien y grité, cosa que con mi aspecto no es nunca muy prudente. Eché a andar en pos del hombre, que al final no resultó ser quién yo esperaba… no sé si es más correcto decir «temía» que «esperaba», pero… lo mismo da. Choqué con alguien, tiré un puesto o hice cualquier otra tontería. Discutí, posiblemente con el tendero al que le chafé el género. En la trifulca se oyó el nombre Delantal de Cuero. Puede que lo dijera yo, o que me lo llamaran a mí, a algunos de los que pasaban, o puede que uno de los implicados en la bronca lo mencionara por azar; ese nombre circulaba por todo el barrio desde que nos amanecimos con la prensa gritándolo en letras negras. El tendero echó con imprudencia mano a mi cuello, y se quedó con mi máscara en su lugar. Lo tumbé de un golpe. Una mujer, una puta, miró atraída por el nombre que había oído, y vio mi tamaño y complexión, y mi cara de monstruo mientras forcejeaba.
—¡Es él! ¡Es Delantal de Cuero!
Y la histeria prendió una llama que se propagó como en zarza seca. Me vi corriendo, apedreado y perseguido por una turba enloquecida que crecía a medida que avanzaba por Whitechapel en dirección sur, aferrando bajo mi abrigo todas mis posesiones, casi más temeroso de perder el hatillo de papeles que las formaban que mi propia vida. Ya saben que la velocidad no era una de mis virtudes, aunque había aprendido a llevar un trote ágil pese a mi cojera y era capaz de moverme con más rapidez de lo que mi aspecto daba la impresión, no era rival para esa barahúnda enloquecida. Me vi forzado a hacerles frente como pude. Corría unos pasos, me volvía y golpeaba aquí y allá. Capaz de ejercer una violencia muy superior a la de mis oponentes, la promesa de partir un par de cabezas que crecía en mi mirada retenía el ímpetu de los que me hostigaban, y así aguanté. Pero la multitud acaba dotando de cierto valor cobarde, si existe ese término, a los que la constituyen. Más pronto que tarde alguna de aquellas gentes indignadas y atemorizadas acertaría a darme, o saltaría sobre mí y yo estaría muerto.
Dios bendiga a la Policía Metropolitana, porque ella acudió en mi rescate. No tardaron en aparecer dos agentes corriendo llamados por el escándalo e intentaron calmar los ánimos. Imposible, la gente les gritaba a ellos casi tanto como a mí. Les recriminaban su torpeza, o que ignoraran el sufrimiento de los pobres: «¡si esto ocurriera en otro barrio!», «¡dejadnos a ese asesino!». Un agente más apareció enfrente, y me dirigí hacia él como si fuera mi salvavidas. Me amenazó con su porra. Ni se me ocurrió eludirlo, todo lo contrario, deseaba más que nada que me diera una paliza y acabar en un calabozo. Me detuve a su lado hecho un ovillo y gritando.
—¡Nnnn… no ssssoy…!
Los tres policías, asustados pero celosos con su deber, se pusieron a en torno a mí, exigiendo serenidad a la concurrencia que no cesaba de tirar verduras y objetos más sólidos mientras pedían mi cuello. Amagaban con sus defensas sin llegar a utilizarlas, no eran novatos en esa ciudad, ni en ese barrio, y sabían que un golpe de ellos supondría una revuelta inmediata, no hacía ni un año del Domingo Sangriento que aún recordaban los londinenses con amargura e ira contenida.
—¡Cálmense, nosotros nos ocuparemos de él y…! —Trataban sin éxito de tranquilizar el ímpetu de la chusma.
—¡Hay que meterlo en algún sitio! —dijo uno de los agentes, el más veterano. No había refugio cerca. Un par de policías más se incorporaron a mi defensa, y a la suya. Tengo cierta experiencia en linchamientos y ese no parecía augurar buen fin. Por mi cabeza pasó la terrible idea de que alguno de mis antiguos compañeros estuvieran entre la turba, jaleando a la manada de lobos.
Un estruendo de caballos espantó al gentío. Un carro, con un agente sobre el pescante junto al cochero, se cruzó ante nosotros. En cuanto el coche se detuvo a trompicones, con los cascos del animal resbalando por el firme, el policía hizo gestos a sus compañeros para que me subieran. La gente se abalanzó contra el vehículo, agitando más a la bestia que tiraba de él, casi derribándolo. Los policías tuvieron que emplearse más, pasando de amenazas a algún topetazo.
Me izaron de un empujón al interior del carro, que se puso en marcha acribillado de sucios proyectiles e insultos. Yo me atrincheré en el suelo cubierto de sacos de harina que pronto me empolvaron la ropa, preocupado de que los papeles no se me cayeran, protegiéndolos con mi cuerpo, y enterrando la cabeza bajo mis brazos; esperaba que ahora los policías de ahí dentro la emprendieran a golpes conmigo. Mejor ellos que la gente.
—Ya puedes dar las gracias a este caballero —dijo el agente que conducía—, él te ha salvado la vida.
—Estoy encantado de volver a verle, don Raimundo.
Estaba allí, cambiado, pero esa mirada franca que bien recordaba no había desaparecido con la edad. Ahora el pelo se retiraba algo en su frente y lucía una espesa barba, varonil y negra, que lo dotaba de no poca austeridad. Había pagado la deuda contraída conmigo, o que él pensaba que tenía, salvándome esta vez la vida. En cuanto se percató de la situación, corrió en busca de un cochero, encontró un carro de harina en Flower & Dean, mala calle para adentrarse, y ofreció al dueño que miraba pasmado la situación buen dinero por interponerse en la trifulca, mucho para un carretero de Whitechapel. Aun así, el hombre dudó un instante, tiempo del que no disponía Torres y yo mucho menos así que, resuelto a ayudarme, paró a un agente que corría hacia el tumulto y en pocas y simples palabras le explicó su plan. Así, sin tener en cuenta las quejas del harinero, los tres entraron a bordo del carro a salvarme y a evitar una jornada sangrienta, otra más en el este de Londres que tanta sangre exhibía en el presente otoño.
Pese a tan arrojado rescate, mis problemas con la ley no concluían. Los agentes querían saber qué había de cierto en los gritos que la multitud me dedicaba, y viendo mis trazas de mala pieza y mi rostro desfigurado, no dudaron en llevarme preso. Otra vez, y qué bien me supo esta. Dimos un rodeo en el carro hasta llegar a la comisaría de Commercial Street, acompañados de las quejas continuas del dueño de la harina. La comisaría estaba al norte de la calle, de donde venía la turba, así que era mejor dar tiempo a que las aguas se calmaran.
Llegados allí, el carro devuelto y los desperfectos en él costeados por Torres, me encerraron en un calabozo. Torres siguió mediando por mí, haciendo referencia a todos sus contactos, los de la embajada española y los del país, que no podían ser demasiados. El ser un delincuente común tiene pocas ventajas, si es que tiene alguna, pero es fácil que descarten a alguien de mi condición como autor de cosas más grandes que robar una bolsa, entrar a oscuras en un almacén o escamotear unos peniques en el mercado. Un tal sargento Thick, un hombre que caminaba recto como una baqueta, de aspecto muy serio tras su bigote rubio, se ocupó de Torres.
—No guarde cuidado —dijo al español. No es el tal Delantal de Cuero, lamentablemente la prensa ha creado este caos.
—¿No están buscando a ese…?
—Estamos buscando muchas cosas, señor…
—Torres.
—Torres, pero en absoluto nada que tenga que ver con… su amigo. Pasará aquí un día, por su bien, y saldrá.
—Se lo agradezco, sargento. No será necesario, yo puedo llevármelo…
—Escuche señor, ese Aguirre, aunque no sea… no es alguien del que se pueda uno fiar, conozco bien a estas gentes. Tal vez su apellido le empuje a socorrer a un compatriota, pero le aseguro que no es buena gente. ¿Qué negocios puede tener usted con alguien así, si me permite la pregunta?
—Ningún negocio. Es un amigo que me ayudó hace mucho y ahora quisiera yo devolverle el favor.
A las dos horas, tras mucho regatear con Torres, salí a la calle seguido de admonitorias advertencias por parte del sargento Thick y otros policías. Un coche que pidió Torres nos llevó hasta el lugar donde se hospedaba, una agradable pensión en Mornington Crescent, en Camden, que le habían proporcionado desde la embajada de su país. Durante el viaje Torres apenas dijo nada; me saludó de nuevo, me ofreció su pañuelo para que me lo colocara en mi mitad ausente de facciones, y poco más. Yo, dada mi locuacidad, aún hablé menos, aunque estaba deseando poder contarle mis planes. Sí, ahora tenía planes. Había cambiado mucho en los últimos diez años y mi cerebro, alejado de la autohumillación a través de una década de delincuencia, había aprendido a razonar, a articular mis ideas de forma más provechosa. El agudizar mi ingenio para ganarme la existencia del modo más deshonesto posible, había activado partes de mi cabeza que, digo yo, quedaron atrofiadas tras la guerra. Tenía un plan, uno muy distinto al que me llevó a escribir aquella carta que trajo por fin a mi amigo español, aunque su llegada le venía al pelo a mi nueva idea. Idea que había dado un giro positivo al ver cómo él, solo mostrando su posición y respetabilidad, y avalado por sus amigos, había conseguido que una rata de celda saliera indemne de este lance.
Torres, ya llegando a nuestro destino, mencionó los asesinatos; el tema de conversación habitual en la ciudad por entonces, escandalizado porque me relacionaran de algún modo con ellos.
—Supongo que toda esta gente está sufriendo mucho con los crímenes y liberan su rabia con arrebatos de desesperación como el de hoy. Rezo porque pronto cojan al autor, y lamento que se viera atrapado en medio.
—Mmmm… mmmataron a tres p… putas. Lll… las rajaron y…
—Terrible —dijo ya bajando del coche—. Parece que no hay límites para la crueldad del hombre. No mostró por ningún momento interés de verdad en los crímenes, no como yo. Saludó con cordialidad a su patrona, la señora Arias, que nos recibía bajo el pequeño soportal que coronaba la entrada de su casa. Una mujer sencilla y agradable que, pese a su apellido, era inglesa. Joven viuda de un marino español, chapurreaba con soltura el idioma de su difunto, y por tanto su casa era idónea para acoger a paisanos de Torres. Siendo además un acomodo agradable y limpio, con comodidades más que satisfactorias, incluso disponía de teléfono, la embajada solía utilizarlo para albergar a algún visitante que no deseara derrochar en hoteles mucho más caros, y con no tan buen servicio. Como no, la buena señora torció el gesto al mirarme, y no apartó la vista de mí hasta llegar a la habitación.
—Señor Torres —dijo mientras nos acompañaba escalera arriba hasta la misma puerta del cuarto, seguida de una muchacha, su hija, que vigilaba con ojos llenos de curiosidad hacia mí, y en la que yo no reparé apenas entonces, preocupado como de costumbre en ocultar mis cicatrices de la vista de la gente—, le recuerdo que en esta casa no queremos ruidos ni cosas extrañas. Las visitas deben marcharse a las…
—Descuide, señora Arias, defenderé con mi propia vida el honor de esta casa si alguien se atreve a mentarla… —bromeó Torres estirándose en toda su altura. La mujer quedó sorprendida, enrojeció su cara ya colorada de natural y atusó su moño pelirrojo. Luego, cayendo en que el español se burlaba, de buenas maneras, sonrió.
—Por favor, señor Torres, lo digo en serio, no quiero…
—No se apure, señora mía. —Tomó la mano de la viuda con delicadeza—. Le prometo que no tendrá motivos de enojo por nosotros, le doy mi palabra.
La mujer siguió azorada, se encogió de hombros y con un gesto amable dio por terminada la discusión. La señora Arias no hacía ni un día que conocía a Torres, y no se habituaba al humor de este. Sola y viuda tan joven, siendo por demás de naturaleza apacible y algo asustadiza, no era amiga de discusiones, y cedió encomendándose supongo a la bondad que parecía emanar del ingeniero. Entramos en su cuarto. Dentro él se cambió de ropa, que estaba manchada de harina y otras inmundicias, encendió la estufa, no por que hiciera mucho frío, sino para poner una tetera sobre ella y me invitó a tomar asiento.
—A sus compatriotas les fascina este brebaje, claro, que usted no es inglés —dijo por fin en español, y yo me encogí de hombros—. Es paisano mío, al menos de sangre, ¿no era así? Preferiría un buen café, sé que la señora Arias nos haría uno, pero me resisto a atormentarla más por hoy. Me gusta probar las costumbres locales por donde viajo. Siéntese, si es tan amable. —Tal hicimos los dos—. Y ahora, don Raimundo, supondrá que mi presencia aquí se debe a esa carta que me envió. Antes que nada, ¿cómo le ha ido en estos años? Parece que goza de salud…
No le iba a hablar de mi carrera delictiva, ni de mi firme decisión poco después de despedirme de él en Forlornhope, de no recibir jamás golpes ni humillaciones, de ganarme la vida por mí mismo. No iba a hacer recuento de las celdas que pisé ni de las heridas de cuchillo que adornaban mi cuerpo, ni de aquellas que infligí yo mismo. Me avergonzaba hablar de los robos, los asaltos y otras cosas peores; nada así podía contar a persona tan amable y considerada conmigo, y de la que esperaba tanto. Si me hacía caso, se terminarían mis penurias. Divagué por tanto, tratando de eludir la narración de mi vida por medio de frases hechas sin fondo alguno. Ante la evidente parquedad de mis respuestas, pronto apareció el Ajedrecista en la conversación.
—¿Lo tiene?
—Ssss… sé dónde está, pero es mejor…
—¿Cómo llegó a sus manos?
Qué singular me resultaba, y aún me resulta al recordarlo, el amigo Torres. Cualquier persona normal estaría inquieta en su lugar, imaginando alguna tropelía por mi parte pues, me darán en esto la razón, el reclamo de mi carta olía al burdo cebo de trampa. No era el caso, pero en cualquier otro semejante el Ajedrecista podría haber sido ofrecido como caramelo para un goloso de los objetos antiguos o un amante de la ciencia como Torres. El más crédulo dudaría de que yo lo tuviera, todo podía formar parte del engaño, aunque cierto es que un plan así resulta demasiado elaborado y a demasiado plazo vista para mí, que distaba mucho de ser la mayor mente criminal del siglo XIX. No es menos cierto que esta cautela debiera estar matizada por la codicia de Torres, codicia científica o artística, entiéndanme. Sin embargo, en el español no vi ni prevención ni avidez por el tesoro prometido, se mostraba curioso sin más, como indiferente a si mi respuesta fuera: «he aquí el Ajedrecista», o por el contrario: «le he mentido». Se interesaba por lo que pudiera contar, sin más. Era obvio, al menos en su actitud, que no traía consigo las cincuenta libras pedidas y de llevar ese capital, no creo que lo hubiera gastado en el viejo autómata. No tenía importancia, yo nunca consideré cobrar semejante suma, mas era el principio para una negociación. Quería escucharme, así que, por fin, hablé.
Hacía diez años, tras nuestra despedida, andaba vagando solo y de noche por las calles de Londres, sin saber adónde ir. Como ya conté había renunciado a la hospitalidad de lord Dembow, por pudor o más bien por miedo. Después del enfrentamiento con Efrain Pottsdale y su banda de bribones en la Isla de los Perros, el callejón de Trafalgar Square ya no volvería a ser mi hogar, si es que lo fue alguna vez. Un orgullo impropio en alguien con mis necesidades me había hecho rechazar también la cantidad que Torres me brindaba, y no podría pagarme una cama, suponiendo que a esas alturas de la noche hubiera alguna a mi disposición. Los hogares de acogida estarían repletos, y aun libres los hubiera rechazado, eran para los que andaban al final del camino, no como yo, un monstruo de feria mutilado y sin dinero, que a partir de ese día controlaría su propio destino; así me engañaba. Quedábamos, por tanto, solos la ciudad y yo.
La única solución era «ondear la bandera», eufemismo que utilizaban los miserables de Londres al referirse a pasar la noche en vela y en pie, andando de un lado a otro para evitar caer bajo el hechizo del sueño y acabar en una comisaría, o muertos de frío en cualquier esquina. Seguí acompañado de los ecos de mis pasos, decidido a cambiar mi vida, a abandonar la servidumbre de gentuza a la que hasta ahora me había arrojado, creyéndome incapaz de existir con mis infinitas taras sin la protección de algún elemento de alma más deforme que mi cara. Iba a seguir adelante, yo solo… pero para eso necesitaba dinero y no disponía de un penique. Me acordé (la necesidad aviva la memoria) del cadáver que dejé flotando junto al muelle de Millwall cuando se produjo el ataque. Doce chelines por su rescate, y sacaría más si eso que vi brillar en él era algo de valor, un reloj, una cadena… El camino era largo. No importaba, yo tenía toda la vida por delante.
Para mi pesar, mis líneas de pensamiento eran entonces demasiado predecibles. Debían de ser ya pasadas las cinco de la mañana cuando llegué junto al río y el viejo almacén donde reposaba, supuse que aún seguiría allí, el Ajedrecista de von Kempelen. Empezaba a clarear el día con timidez, y el ajetreo del trabajo diario ya bullía en los muelles. El muerto, o lo que fuera el bulto que vi flotar, ya no estaba. Alguien se me había adelantado, es lo único que a mi cerebro de imbécil se le ocurrió. Ese cadáver era mío, se deben respetar los derechos de quien ve antes un botín, claro que sí.
Oí un ruido y unido a él vi una sombra que acarreaba con un bulto muelle abajo. Ahí estaba, ese era el ladrón de cadáveres ajenos, ahí se iban mis doce chelines, el principio de mi vida independiente. Corrí hacia allá gritando y no había dado ni dos pasos cuando todo quedó negro.
Desperté en el callejón, otra vez. El olor, antes de abrir los ojos, ya me revelaba dónde había ido a parar. Me dolía la cabeza, pero tras una vida de golpes uno se familiariza con el dolor, y hasta llegas a encontrarlo acogedor. Sonaba música cadenciosa de concertina, eso fue lo que me despertó. Intenté levantarme del suelo y una cadena atada a mi cuello, junto con un golpe seco en los riñones, me hicieron cambiar de idea.
—Aquí estamos, Ray —era la voz de Potts, quien secaba su incipiente papada con un pañuelo grasiento—, ¿de verdad pensabas que todo esto podía acabar de alguna otra forma?
Me habían sujetado a los barrotes de la celda de las siamesas con una cadena tan corta que me impedía levantarme del todo, quedando como mucho en cuclillas. Frente a mí estaban, además de Potts, Tom, que no dejaba de atormentarme en pago por su nariz rota e Irving, congestionado y con un vendaje improvisado. El disparo del teniente De Blaise había atravesado partes blandas, causando más dolor que mal. También estaba Eddie con su música, y por supuesto estaba Pete, sobre sus cuartos traseros, mirándome.
—Ray, Ray… —siguió Potts—. Nunca he conocido a nadie tan desagradecido. Te has vuelto contra nosotros, contra tus hermanos. Mira lo que le has hecho a Tom, y a Irving…
—Nn… yo… —Tom me hizo callar de una patadita.
—No mientas. —Cada palabra parecía cantarla al son de la concertina—. Nos has causado mucho dolor, a mí, que te aprecio tanto. Me sacrifico por ti, te he dado un trabajo, un techo cuando el resto de la gente te trataba como a una bestia, y este es el pago que recibo. Retribución, Ray, justa retribución: cada comportamiento tiene su consecuencia. —Miró a Eddie, que con un cambio en la melodía que interpretaba hizo que su oso avanzara gruñendo hacia mí—. Mereces un castigo… pero te quiero demasiado.
Llegábamos a donde quería ir Potts. Iba a pedirme que les contara algo sobre Torres y el resto de caballeros, seguía empeñado en sacar partido de todo esto. No iba a ceder.
—Ddd… dejadme en paz. —No podía traicionar a «mi amigo». No sé de dónde salían esos irreflexivos arrebatos de honradez y valor que me asaltaban, y que me iban a costar la vida. Pete siempre había sido un animal tranquilo, el más tranquilo y obediente que jamás me encontré, pero ahora enseñaba los dientes, amenazador, como nunca lo vi.
—Vamos, Ray, solo tienes que contarme qué visteis en ese almacén de Millwall. Eso y te perdonaremos.
La música aumentó de volumen y el oso se abalanzó hacia mí. Las siamesas graznaban excitadas. Amanda siseaba mientras apretaba los barrotes de su celda entre su piernas, agitándose más a medida que Pete se me acercaba. George sacudía sus lorzas en convulsiones de risa. Burney, él fuera de su celda, miraba apartado, rebujado en su abrigo negro, ocultando tras manos huesudas su rostro triste de calavera. Quedó el animal encima, arqueado, como parado en el aire, con sus garras muy cerca de mí. ¡No me preguntaban por Torres! Les interesaba aquel muñeco de feria, aquellos trucos de prestidigitador…
—Háblanos de lo que hicieron esos amigos tuyos tan elegantes junto al río, vamos.
—Nnn… nada. Jugaron a… al aj… aj… ajedrez.
—¿Al ajedrez? —Los cuatro, más Burney, cruzaron miradas sin significado para mí—. ¿Entre ellos?
—C… con un… mu… c… como…
—Un autómata. —Ignoraba que Pottsdale supiera qué era eso, que pudiera pronunciar esa palabra siquiera—. ¿Y adónde lo llevaron? ¿Dónde están esos señores, el que os mostró el autómata?
Eso tenía sentido. Puede que quisiera robar el muñeco a Torres, a los dos oficiales y al Monstruo en una sola jugada. Tal vez había un mercado negro para autómatas, o… no podía imaginar qué intenciones albergaba un corazón tan sucio y codicioso como el de mi patrón. No lo sabía, pero no iba a ceder, ahora que notaba esa fortaleza desconocida dentro de mí, iba a decir que no.
—No.
—¿No? El viejo Pete puede ser muy agresivo si queremos. ¿Qué te pasa, Ray? ¿Vas a ser más leal a esos bastardos, que ya seguro se han olvidado de ti, que a mí, que siempre te he cuidado? ¿Crees que ellos gastarían una gota de su sudor perfumado en socorrerte?
—No.
El oso agitó sus manos, sentí el roce de sus garras en mi frente. No llegaron a dañarme.
—Déjame a mí a ese malnacío —estalló en ira Irving—. Ha querío matarnos. Yo lenseñaré…
Potts pidió a Eddie que retirara el animal. Luego se me acercó.
—¿Eso es lo que quieres, que te deje con Irving? No me das muchas elecciones. —Irving no me asustaba, estaba herido, si se acercaba iba a…—. No, tengo algo mejor. ¿Sabías que nuestras faltas las pagan siempre los que tenemos a nuestro alrededor? —Se incorporó sonriendo—. Siempre sufren las consecuencias de nuestros actos aquellos que más queremos, los que están más cerca de nuestro corazón. Los hijos cargan con los pecados del padre, los amigos con los de su camarada. Así sufrimos nosotros por ti. Por eso Ray, tus errores han herido a Tom y a Irving… y no acaba aquí. ¡Traedme al viejo Larry!
Lawrence. ¿Qué querían de él? ¿Qué tenía que ver…? Todo el callejón echó a reír mientras Irving iba por el Hombre Sapo. Lo cogió bajo el brazo, sin ahorro de violencia alguna y lo arrojó al suelo, no lejos de mí. Mi amigo no gritó, asumía como era su costumbre las crueldades que lo rodeaban con un estoicismo cercano a la santidad.
—Mes Amis, mes fréres, ma famille aimée —anuncio Potts, haciendo florituras con el pañuelo sucio y adoptando su actitud de maestro de ceremonias—. Notre fils descarriado nos ha ofendido, nos duele su desprecio. Por eso hoy, el señor Pete, el oso querido por todos les enfants de Londres, va a recibir un postre especial.
—¡NO!
—Claro Ray, si quieres evitarlo dinos dónde están ahora esos caballeros, y el autómata, por supuesto. —Sin darme tiempo a negarme siquiera la música de Eddie aumentó aún más, y el oso se lanzó voraz contra el desvalido Lawrence.
—¡NO!
—Cuéntanos, Ray. —El pobre mutilado empezó a gritar, como todos los fenómenos que nos rodeaban, aunque por motivos diferentes. Cuánto puede disfrutar el que sufre viendo a otros sufrir—. Lo sabremos de todas formas. ¿Cómo crees que os encontramos allí? —Lo cierto es que nunca lo supe, lamento no revelarles ahora esta circunstancia; hay asuntos en mi historia que jamás llegué a averiguar, o lo hice muy tarde, y me temo que alguno de ellos son los que les han traído a visitar a un viejo en el tormento de sus padecimientos, en el eclipse de su existencia, cosa que les agradezco… No pretendo desilusionarle, hay muchas revelaciones en mi relato, mas no todas, nadie sabe todo respecto a su vida, nunca, pese a lo que presuman ciertos biógrafos, y menos en lo que atañe a la propia…
Sí, prosigo. No tenía, ni tengo idea por tanto de cómo dio Potts con nosotros en la Isla de los Perros. Imaginé que conocía a aquel aguerrido cochero, creo que estaba familiarizado con todos los cocheros de Londres. Lo habría visto salir de casa de lord Dembow, sobre la que mantenía vigilancia a cargo de Burney, quien siguiera a Torres y los oficiales desde Spring Gardens. Fueron por él, lo buscaron donde solía dejar el coche en espera de atender a su amo, calentando el estómago con algún trago. Le ofrecieron algo de dinero, algo de bebida, y este les contó dónde nos había llevado. A todo esto, el tormento sobre el diminuto Hombre Sapo proseguía.
—¡NO! —suplicaba yo clemencia—. Pp… p… por favor.
—Es fácil, puedes pararlo.
Yo no veía a Lawrence ni al oso, Irving me aplastaba la cara con su bota, torciéndomela hacia el espectáculo, pero yo me resistía cerrando el ojo con fuerza. El espanto, sin embargo, es ineludible, mesmérico. Miré. Vi al animal arrancándole carne del costado de mi camarada hasta que le asomaron las costillas, y luego lo zarandeó con sus garras, y le mordió la cara hasta que dejó de tenerla y nos volvimos hermanos en taras: yo había perdido media cara, él entera. No, no… cerré la vista de nuevo. En mi oscuridad, a quién yo vi fue a Frank Tumblety sobre Bunny Bob, violentándolo, devorándolo y yo callado. No podía repetirse, esta vez pararía al monstruo, oso o médico indio, lo pararía.
Empecé a hablar a gritos, con más fluidez de la que había tenido en años. Eddie dejó de tocar, pero Potts le ordenó que siguiera; era un castigo para mí. Escarmiento. Mis actos traidores no podían quedar sin expiación. Las lágrimas, las únicas que recuerdo haber vertido, me hicieron ver entre brumas a Pete con el hocico sangrando, con las vísceras de Lawrence colgando de sus fauces… lo conté todo. Oí a Potts aullar:
—¡No! Todos vais a verlo, vamos, atended al espectáculo. —Y luego golpes y arrastrar por el suelo, y sollozos de Burney—. Vamos, huesudo del infierno, vas a quedarte aquí, cerca, en primera fila. Mira.
Hablé con la música de ese odioso instrumento en mis oídos, y los gritos y los gruñidos, y las risas, y el llanto de Lawrence unido al mío. Cuánto lloré por mi único ojo. Cuando Irving, casi enfermo de reír, untó en mi cara la sangre de Lawrence no hice otra cosa que llorar.
Se demoró mucho en devorarlo y yo solo pensaba: «¿cómo tarda tanto? No tiene ni brazos ni piernas. No es una persona entera, debiera durarle menos…». Creo que estuvo vivo hasta que lo engulló por completo. Al menos estuvo gritando horas.
Y bien poco tenía yo que contar. La dirección de lord Dembow la conocían y desde luego también dónde se encontraba el Ajedrecista, dónde estuvo la noche anterior al menos. De Tumblety nada sabía ni quería saber y, por tanto, nada podía decir. No entendí qué propósito tuvo aquel interrogatorio tan cruel. El único dato que pude darles y que pareció de su interés fue sobre el autómata, cómo era, su aspecto y su actuación. Preguntaron dónde lo escondía el americano, y yo repetí una y otra vez que quedó allí en el almacén cuando nos fuimos, eso debían ya saberlo, ¿no me habían dejado a mí inconsciente por las inmediaciones? Eso indicaba que habían estado montando guardia, toda la noche, y debían haber visto si alguien sacaba al autómata de allí o no.
Dando por buena mi información, decidieron que a la noche siguiente iríamos allí, yo con ellos. Presumí que su intención era robar el artefacto y venderlo a algún feriante, al mismo Davies de Spring Gardens, o a un coleccionista. No tenía idea de por qué quería Potts que los acompañara, quien en ningún momento dudó de mi lealtad durante la misión. Y hacía bien, yo había aprendido la lección que bien podía resumirse en una frase: este era mi lugar y no había esperanza de cambio.
Burney, tímido y asustadizo como siempre, me metió en mi celda cumpliendo órdenes. Allí me dejaron, a que me lamiera las heridas hasta la noche, y cerraron las cortinas que me separaban del público; hoy no actuaría. Vi a través de la abertura que ofrecían los lienzos tras mis barrotes cómo Irving arrastraba un pequeño saco: los restos de Lawrence. Cerré más las cortinas que fuera mostraban estampada, ya muy desvaída, una imagen mía terrible que hacía poca justicia a mi aspecto actual, más patético que atemorizante. Ahí pasé el resto del día, dormitando entre pesadillas, consumido por la culpa, por el olor de la culpa que en mi duermevela me atormentaba. Por segunda vez en mi vida había contemplado el fin de un amigo, su asesinato, y no había podido hacer nada. Lawrence, el Hombre Sapo que imaginaba mi vida, que la mejoraba, que había podido ser la vía de expiación de mis pecados, había muerto, su misterioso pasado desterrado para siempre al olvido. Un hombre sin partes despedazado por mis pecados. No había deseo de venganza, solo dolor, mucha pena.
Caída la noche abrieron mi celda. Irving se encargaría de mí durante el trayecto, que hicimos andando. No me dejó solo un minuto mientras renegaba y maldecía por su herida, amenazándome puñal en mano y golpeando e insultándome cada diez pasos; vano empeño el vigilar a quién ya perdió todo arresto, devorado su espíritu por un oso. La expedición de saqueó la constituíamos, además de nosotros dos, el mismo Potts, Tom, Eddie y el odioso Pete; la banda de fenómenos al completo. Tardamos más de una hora en llegar, acompañados de la música de Eddie, que así hacía caminar tranquilo a un Pete envuelto en un enorme abrigo para ocultar su naturaleza animal. Elegimos callejones poco transitados y siempre iba adelantado Tom, avisándonos a cada bocacalle de la presencia de gente, y si no era posible eludir al público, tampoco se rechazaban algunas monedas a cambio de cabriolas del obediente Pete, ese era buen disimulo. El inconveniente vendría de toparse con policías o con ciudadanos preocupados por ver un animal salvaje suelto por la vía pública, que pronto darían aviso a alguna autoridad. No es sencillo pasar desapercibidos con un oso como compañero, ni tocando una polca.
No fuimos directamente al almacén, primero acudimos a una cita cerca del astillero. Allí nos esperaban unos hombres, creo que de la banda de Blind Beggar, un grupo bastante desagradable de cortabolsas, expertos en extorsión y otras pillerías. No me consta que Millwall fuera lugar que frecuentaran, no sé, algún asunto se traerían con Potts. Conferenció mi amo con tres individuos, dos rufianes comunes, con el aspecto habitual de mendigos que tienen los del Blind Beggar, la mayoría lo son, y otro tipo muy alto, embozado de pies a cabeza; mucho embozo era, pues superaba en dos cabezas a Pottsdale, y que aunque no era quién llevaba la voz cantante, atemorizaba más que sus camaradas.
Parlamentaron unos minutos entre ellos, imagino que obteniendo información, permiso de paso o protección a cambio de parte del posible botín. Yo quedé a distancia, sometido a la desagradable custodia de Irving.
—Reza pa que tus nuevos amigos no estén —decía—, porque si han vuelto los voy a matá, uno a uno.
No me intimidaba. Hubiera podido despachar sin cuidado a ese Hombre Lobo herido y marcharme de no ser por lo desolado de mi alma, sumida en un pesar hondo y sin salida.
La reunión terminó con un brusco estrechar de manos entre Potts y el gigante, y fuimos hasta el almacén. Era absurdo tratar de ir con sigilo mientras Eddie tocara para su animal. Cuando ya estábamos próximos, él quedó atrás y el resto avanzamos velados por las sombras. El lugar seguía despertando en mí el mismo desasosiego de la noche anterior, incrementado por mi gris estado de ánimo.
A mí me mandaron hacia la puerta, mientras Irving y el pequeño Tom entrarían al almacén por algún acceso trasero, que ignoraba que existiera. Potts quedó unos pasos atrás observando. Obedecí sin plantearme la rebelión, como Pete obedecía a los tonos del instrumento de su amo. Potts había dejado bien claro cuál era mi sitio, lo imposible que era abandonar el lugar al que pertenecía y las consecuencias de mis intentos de viajar a costas más soleadas, de mi indisciplina.
La puerta tenía la cadena y el candado que viera cerrar a Tumblety con tanta seguridad veinte horas antes. Intenté forzar el cerrojo. Pensé, mientras se lo contaba a Torres, porque entonces me limité a actuar, que la idea de mi patrón era que yo abriera el paso, pues a mí me conocían y puede que me tomaran por amigo. No era cierto, Tumblety no creo que me tuviera en tal consideración, en ninguna lo más seguro, pero qué podía saber el miserable de Potts.
No puse mucha fuerza en el empeño de violentar la puerta, al notar lo firme del candado. Miré atrás y Potts me indicó que llamara. Eso hice, sabiendo que el único cierre era por fuera y nadie podía estar en el interior. Claro está, no hubo respuesta. Entonces Potts tomó la palanca que había traído en sustitución de su bastón y los dos nos dispusimos romper la cadena.
—Señores, ¿buscan algo?
Conjurados de entre las sombras a nuestra espalda, cinco sujetos se acercaban amenazadores, con chalecos negros, gorras de marino, porras y cuchillos en las manos. Potts dio media vuelta, balanceando la palanca entre sus manos con el gesto torcido de quien conoce la noche y ha estado en más de un encuentro como este. Yo carecía de arma, circunstancia que nunca me echó para atrás. No soy un valiente, solo es que he crecido entre trifulcas callejeras.
Pensé por un momento que serían alguna de las bandas formadas por inmigrantes del este de Europa que empezaban a proliferar por el East End, o los mismos Blind Beggar replanteando los términos del trato recién acordado. No, sus trazas, muy aseadas para los Beggar y para casi cualquier otra banda, no me eran familiares, y yo conocía bien a las huestes de indeseables que gobernaban a través de la violencia y el miedo las profundidades de Londres. En todo caso, fueran quienes fuesen no venían con intención de negociar.
Un rugido a mi derecha y nuestro Hombre Lobo, calados los colmillos falsos como le gustaba cuando había pelea, cargó contra uno de los hombres cuchillo en mano, sin importarle llevar un brazo inútil colgando flácido a su lado, con uno le bastaba. Apuñaló en un costado a su presa, para satisfacción de Potts que esperaba el ataque por retaguardia de su hombre. También aguardaba otro tanto por parte de Tom desde el flanco izquierdo, aprovechando su estatura como en él era habitual para atrapar al enemigo sin defensa. Esta vez le salió mal la artimaña. Sonó un disparo y vi a mi izquierda cómo la cabeza del pequeño Tom desaparecía. El que había disparado era quien nos diera el alto, que ahora lucía un revólver en la diestra y gritaba:
—¡Quiero uno vivo! —Aun en la oscuridad reconocí el porte digno y serio de ese tal Tomkins, al que había visto ejercer de mayordomo en casa de lord Dembow. Lo que tanto yo como Potts habíamos tomado por una banda era algo muy distinto. Parece que el lord buscaba resarcirse del descortés trato que la cuadrilla de fenómenos había dado a sus amigos y a su futuro pariente. Llevaban armas, Tomkins una de fuego, y eran cinco, cuatro y un herido, contra tres. No diré que era la peor situación en que me he visto, pero en todas las semejantes no salí bien parado. Ahora era mi vida la que estaba sobre el tapete, porque ese «uno vivo» no se referiría a mí pudiendo apresar a Pottsdale, nuestro cabecilla.
No era ese el día en que tenía que morir. La salvación vino en modo de música viva de concertina, cuyo compás trajo el trote brutal de Pete. Dejando atrás las ropas que lo embozaban en una estela de harapos, se llevó por delante a uno de nuestros enemigos. Quedó sentado encima y le mordió con fuerza la nuca, casi decapitándolo en menos tiempo que tardó mi cerebro en asimilar la sorpresa. La aparición de un oso de siete pies de entre las sombras fue tan aterradora y fuera de lugar a orillas del Támesis, que cambió de golpe al elemento sorpresa de bando, alineándolo con nosotros. Potts atacó con la palanca y yo imité al oso, empujando y derribando a otro de los del lord. Irving continuaba con su enemigo herido, al que pronto despachó gracias a un exceso de violencia en su ataque, que no de técnica. En un instante habían cambiado las tornas: cuatro de los suyos caídos, todos menos Tomkins, que mantenía las distancias con el revólver. Pero eran más, siempre son más, y pronto aparecieron a la carrera desde los callejones colindantes.
—Acabad con el monstruo. —Los hombres de Tomkins obedecieron sus órdenes como un ejército bien instruido. Tres de ellos armados de varas largas atacaron a Pete con arrojo inusitado en alguien que nunca se hubiera enfrentado a bestias salvajes, aunque no fueron muy efectivos. La envergadura del oso le hacía un rival formidable y pronto tiró a uno al suelo, con la cara cruzada de un zarpazo. Otros cuatro o cinco más vinieron por nosotros, parecía que había acudido un regimiento entero; yo no tenía tiempo que perder.
Estaba encima del que había tumbado, lo golpeé con fuerza en la cabeza y me quedé con su puñal, un enorme cuchillo Bowie, como los de mi país, que ya eran populares en todo el mundo. Salí corriendo. Pete daba zarpazos rodeado de hombres que lo zaherían con garrotes, Potts se fajaba con un rival, al que se le añadió otro más, e Irving trataba de evitar a duras penas los golpes del suyo; era evidente que el oso iba a tenerlos muy ocupados, incluso el arma de Tomkins apuntaba más veces a Pete que al resto, tratando de hacer blanco entre sus hombres que entorpecían la línea de disparo con el animal. No había momento para la duda. Pete era la baza que nos mantenía en ese precario empate, y de su estado dependía el nuestro. Tomé mi decisión.
De un topetazo mandé al tipo que peleaba con Irving contra unas sogas allí amontonadas.
—Bien, Cara Podría, hay que salir daquí. ¡Potts…! —El lobo no pudo decir más, mi Bowie le asomaba por la barriga. Su sorpresa no fue menor que la del hombre de lord Dembow que había dejado tirado en el suelo, cosa que me permitió escapar por el flanco derecho de la contienda, ahora libre de oponentes. Ya tendrían a Pottsdale, me dejarían ir. No fue así. Un disparo de Tomkins dio en mi nalga derecha, tirándome al suelo.
Había recorrido un buen trecho antes de que me abatieran y desde ahí pude ver a Eddie tocando la concertina, tratando de dar instrucciones a su oso amaestrado que se batía como un demonio entre cuatro enemigos, y ya había despachado a otros tantos que sangraban a sus plantas. Tomkins acertó de nuevo en el oso, habiéndome derribado y con una diana como el enorme plantígrado, se desentendió de mí. Un disparo de ese calibre no podía pararme. Me tiré contra Eddie. Retrocedió ágil y logró eludir mi ataque en primera instancia. Pronto vio que no le iba a dar oportunidad de escape.
—Ray… —dijo—. ¿Qué haces…? —Lo maté a golpes. Ese cojo no era nada sin su animal al lado. Le aplasté la cabeza contra el suelo, se la pisé hasta diez veces, creo, tiré su instrumento al agua y yo salté detrás.
No, claro está, no fue así como se lo conté a Torres. Eludí mencionar que había huido; en mi versión «escapaba» en el último momento, y pasé de largo por mis dos asesinatos, crímenes que no me pesaban en la conciencia, pues fueron justas ejecuciones de malnacidos, que mejor están muertos. Es el asunto de Kelly el que lastraba mis sueños con tremendas pesadillas de justo castigo; Bunny Bob, Lawrence y Kelly, tres de los cuatro cargos donde se apoyará mi condenación cuando rinda cuentas ante el Altísimo, que no ha mucho tardar. Esos dos canallas que despaché, bien se lo tenían merecido. Ahora creo que matar a Irving y a Eddie, y dejar que Potts fuera presa de aquella jauría, fue mi cobarde forma de venganza, por Lawrence.
—¿Y no volvió a ver a ninguno de ellos? —preguntó Torres.
—N… no —mentí—. Al d… d… día sig… guiente —el mismo en que Torres partía para su tierra— me enteré de que el almm… el almm… el almacén había arddd… ardió. —Lo cierto es que creo recordar que ya vi el fulgor de las llamas sobre el río en mi huida, pero mi memoria, precisa en tantos puntos, a veces se obstina en ocultarme datos—. C… creí que m… mmmm… Muñeco había ard…
—Ya —quedó pensativo el español—. Qué extraño resulta todo lo relativo a ese autómata.
—Sssss… sssiempre dice eso.
—¿Qué?
—Que es ex… extraño. Hace di… diez años se d… despidió de mí así.
—Y es que lo es, don Raimundo. Todo ese encuentro que tuvimos, todo lo relativo a ese autómata, está envuelto en imposturas y… —No se decidía a contarme más, como si se tratara de una conjetura de la que apenas tuviera certeza más allá de la que le proporcionaba su intuición, y por tanto no se sentía cómodo hablando de ella. Pronto volvió su atención a mí—. ¿Qué ha sido de usted desde entonces? Y aún no me ha respondido a la pregunta que le he hecho, la que atañe más a mi venida, ¿cómo se hizo con el Ajedrecista? Deduzco que no se perdería en el incendio…
Lo encontré, así de sencillo. Tras aquellos incidentes, escapé a nado con mi trasero sangrando. Sobreviví a la herida, me fui. Pase un tiempo en el campo, robando y malviviendo como un salvaje, otra vez. Pasé una temporada en Manchester y llegué hasta Escocia en mi delictivo vagar. Entre sus lagos volví al asilvestramiento de antaño, condición que, para mi vergüenza, siempre me fue más apropiada.
Hasta en esos páramos mi presencia fue notada, y pronto el medio rural me fue tan hostil como el urbano. Huyendo de partidas de caza escocesas, por fin volví a Londres, a vivir del crimen violento y de poca monta, pasando periodos más o menos largos en presidio. Al igual que los pantanos de mi tierra natal me enseñaron las artes de la vida en la naturaleza, Londres me mostró lo propio en su equivalente urbano. Recorrí todo el escalafón del hurto, corté bolsos, o esperé a la salida de los pubs hasta encontrar un borracho al que propinarle una paliza y aliviarle del exceso de peso. Robé plomo en los tejados y escamoteé frutas y animales en los mercados. Llegué a arrebatar los cubos de latón que en muchas viviendas se dejaban en la puerta con las deposiciones de los inquilinos a los pobres desgraciados que vivían de recogerlos y arrojar su contenido a los sumideros, y no hurgué en el interior de los mismos en busca de algo de valor, hay quien lo hacía, no por dignidad, sino porque tuve suerte. Transité de este modo por la rica jerarquía del crimen londinense, trabajos todos ellos especializados y con su denominación propia, y no caí más en el asesinato por tener ya suficientes muertes sobre mis hombros.
Nada de esto resultó de provecho. Acabé viviendo en el Nichols, en un sótano hacinado con otras quince personas, familias enteras que dormían juntas, sin apenas ropas, pagando demasiado por tan inmundo lugar.
Hubiera caído en el pozo de la indigencia y la bebida, que pronto te conduce hacia la demencia y la muerte en vida, de no ser por un golpe de fortuna, un encuentro fortuito que me llevó a formar parte de la banda de Green Gate a finales del ochenta y seis. Los de Green Gate, que cogían el nombre de un pub en Benthal Green, eran una de las bandas más peligrosas de todo Londres, ahí mi fortaleza y la monstruosidad de mi cuerpo fueron de gran utilidad, muy apreciadas. Extorsionábamos a putas y a honrados tenderos, como todos, pero el resto de nuestras actividades eran un tanto más violentas. Siendo una banda guerrera, recibíamos muchos encargos bien pagados para escarmentar a algún moroso reticente o para ajustar cuentas con otras bandas. Ya era un veterano en las artes de la lucha sucia y en esta época descubrí estar muy bien dotado para la violencia. Comprendí que en una pelea no era lo más importante la fuerza física, de la que no carecía, ni tampoco la pericia y la agilidad al combatir, en las que no iba sobrado; el arma fundamental en toda buena riña era la falta de remilgos. Yo era capaz de saltarle un ojo o morder la lengua de un oponente sin pensármelo dos veces, de ejercer una brutalidad por encima de lo normal sobre mis contrincantes, gracias a eso mi popularidad en el bajo mundo creció mucho.
Por fin parecía haber encontrado mi papel en el drama universal, incluso obtuve respeto y un nombre a tono, que por una vez hacía más referencia a mis virtudes que a mis taras: Drunkard Ray me llamaban, «Raimundo el Borracho», por mi capacidad de acabar pinta tras pinta de cerveza y seguir en pie, decían, aunque me temo que fuera por mis andares tambaleantes. Es cierto que durante un tiempo fui el Cara Podrida, pero había muchos feos entre nosotros, y cosas como «el Tuerto», ya tenían dueño; había un Dick Un Ojo, y era alguien de renombre en la banda.
Pese a tener por fin una familia, acabé cansándome de partir cabezas y dar puñaladas. Les puedo asegurar que ser secuaz cuando se tiene mi aspecto no es plato de gusto, pronto comprendes que ese romper brazos y marcar caras es todo el futuro que te espera, y poco beneficio obtienes tú de tu trabajo. Así, mis relaciones con los líderes del Green Gate se convirtieron a no mucho tardar en algo parecido a lo que fue mi vida con Efrain Pottsdale. Esa fue mi perdición, el sentir que podía servir para otra cosa más allá de las crueles labores para las que tan dotado estaba. Y la culpa de esta ilusión no fue del todo mía.
No voy a aburrirles con mis penurias, así que ahorro detalles escabrosos, al igual que se los ahorré a Torres en aquel momento. Baste decir que mis camaradas andaban tirantes con los chicos de la calle Dover, que yo supe por casualidad de una trampa tendida a mi jefe, Joseph Ashcroft, por estos, que pensaban sorprenderlos en una falsa reunión para parlamentar llevando más efectivos de los acordados, y mucho mejor armados. Así pensaban descabezar al Green Gate, matar a Joe y a Dick Un Ojo. Como leal miembro conté tales intenciones al mismo Ashcroft. Y ya puestos a contar, fui a la calle Dover y dije a los de allí que mis amigos sabían de sus intenciones, e incapaz de refrenar mi lengua delatora, fui a la policía y advertí que se avecinaba una buena trifulca entre ambas bandas, con sus gerifaltes capitaneando las huestes.
No añadiría nada de momento si les explico mis razones para hacer esto, pero no quiero que me tomen por un traidor. Sepan que fui impulsado a semejante felonía por el estricto sentido de autopreservación, si es que necesitan alguna justificación de actos tan mezquinos para seguir con el relato. Lo importante es que el resultado fue una batalla campal en el West India Dock entre las bandas de Green Gate y de la calle Dover, junto con la Policía Metropolitana, en la que se emplearon piedras, ladrillos, cuchillos, garras, lanza dardos, puños de acero, brazos hidráulicos, látigos automáticos y todo el arsenal del que disponíamos. Hubo muertos, heridos en cuantía y detenciones, la del mismo Ashcroft entre ellas, y mis problemas hubieran desaparecido de no ser por mi falta de discreción y sutileza para estos menesteres.
Lo dejamos aquí, quedando yo solo y enemistado con mis anteriores camaradas, y llegamos a mi segundo encuentro con el Ajedrecista, tan casual como el primero y mucho menos interesante. Hacia marzo de ese mismo año de mil ochocientos ochenta y ocho andaba yo urdiendo cualquier bribonada que me permitiera subsistir, pues mi golpe de mano, tan torpe como ruin, me dejó sin nada. Mi vagar, entre escondido y hambriento, me llevó a Millwall. No había vuelto allí en años, y nunca había repasado los hechos que allí nos ocurrieron. Todos regresaron a mí de golpe.
No tardé en encontrar el emplazamiento del almacén donde vi por primera vez al autómata de von Kempelen. Ahora habían edificado dependencias de una planta envasadora o algo similar, y como es natural, la máquina no estaba allí. No sé si guardaba alguna esperanza de encontrar otra vez al turco mecánico, ni siquiera había pensado en él al dirigirme hacia allí.
Sin embargo, ese hallazgo, o la falta de él, me trajo los recuerdos de Torres, que imaginé fuera del país, y de Cynthia William. A ella no la había olvidado, incluso en mis momentos de delirios de alcohol y sangre, permanecía en mí su imagen, su brillante cara suspendida en mi memoria sin relación alguna a los hechos y nombres que debieran acompañarla. Aquella hermosa aparición llenaba mis noches más pesarosas. Su sonrisa y su cordialidad me había acompañado esos años y ahora, como por ensalmo, se unía al cuadro su ofrecimiento para que me quedara con su tío. Comencé a imaginar cómo habría sido mi vida de haber aceptado aquella oferta, cómo debía ser la existencia viendo todos los días el rostro de aquella mujer, sus ojos… Esa era mi salvación. Sentí dolor físico cuando me di cuenta de ello: podía pedir ayuda a lord Dembow. No, ayuda no, una vez me ofrecieron entrar a su servicio, eso iba a solicitar. Ahí estaría a salvo de los del Green Gate y los de la calle Dover que sospechaban de mis trapacerías, a salvo, y junto a la señorita Cynthia, que ya debía estar casada.
A la mañana siguiente me planté en la cancela, esta vez cerrada, de Forlornhope.
—Q… q… quiero trabajo —dije a quien custodiaba la puerta, un mozo que de inmediato me echó con cajas destempladas. Yo insistí los siguientes días, asegurando con mi mal hablar que el señor ya me conocía, que tiempo atrás le hice un gran servicio, y durante una semana fui expulsado, apedreado y amenazado con llamar a la policía. En la calle tuve un mal encuentro con mis antiguos compañeros, del que salí con bien de milagro y que me mostraba de forma apremiante la necesidad de conseguir un trabajo con Dembow, bajo su protección.
A la semana me sonrió la fortuna. Llegó el día en que hallé la verja franca, costumbre hospitalaria inusitada que tenían en Forlornhope, y llegué caminando por el bosque hasta la trasera, a aquel jardincillo que daba a las cocinas y a las dependencias del servicio. La cocinera, la señorita Trent, salió a verme. Muy atractiva en su sencillez, a sus cuarenta años conservaba cierta frescura de mocedad, incluso a través del rígido uniforme negro que gastaba. Era triste ver a una mujer con tan buen corazón sumida en tan hondo pesar y envuelta en luto, sin razón conocida. Trent escondía un corazón tierno oculto en modales duros, fingidos. Tal vez ese alma cándida suya, conmovida por mi insistencia o mi aspecto herido hicieron que me atendiera. Me dijo que no encontraría trabajo allí, que nunca tomarían a servicio en esa casa a alguien como yo, que fuera a los astilleros, que allí el joven lord contrataba gente para algún que otro peonazgo. Efectivamente, allí me emplearon para labores no muy distintas a las que hacía con los Green Gate, y lo hizo el mismo Tomkins, más avejentado y cubierto de quemaduras que deformaban su expresión hasta parecerse casi a la mía. Afortunadamente no me reconoció al verme. No es que mi aspecto hubiera cambiado mucho, pero él apenas había cruzado mirada conmigo, y esta es una de las virtudes de la mendicidad, del pertenecer a lo más bajo de la estructura social: nadie repara en ti.
Estuve un mes trabajando con ellos y mis obligaciones se repartían entre las labores de intimidación o vigía, acordes a mi corpulencia y mi espantoso físico, y trabajos más propios de estibadores, llevando y trayendo bultos de un almacén a otro.
Un día lluvioso de finales de marzo andaba yo faenando en Cubitt Town, al sudeste de la Isla de los Perros, quitando y poniendo lienzos para proteger alguna mercancía. Me pidieron que buscara más tela al fondo, en un lugar donde se amontonaban las cajas abandonadas. Allí topé con el Ajedrecista bajo una colcha, desecho y almacenado de mala manera en un par de viejos cajones, apolillándose ahí los ropajes del Turco y medio herrumbrados los metales. Al principio no sabía lo que era, ya les hablé de mi débil memoria. Reconocí su cabeza enturbantada al verla entre todas esas piezas y maquinarias dispersas, y creí que ahí estaba mi oportunidad. Era fácil entender cómo había llegado esa chatarra allí: muchos de los almacenes portuarios se alquilaban a Dembow, por lo que pude saber mientras serví al lord, y en muchas ocasiones, para satisfacer deudas de morosos, se tomaban a cuenta de lo debido lo allí guardado. Así, ese almacén donde andaba buscando cubiertas para la lluvia, estaba lleno de mercaderías requisadas de distinta procedencia, sirvieran para algo o no, como los restos de esa marioneta.
A mi memoria volvió el pasmo con que aquellos caballeros comprobaron las evoluciones del Turco tiempo atrás. Este hallazgo era valioso, sí. Tal vez reparé un momento en Tumblety, el anterior propietario del muñeco, y pensé que teniéndolo yo ahora y sacando provecho de esa situación, tomaría por fin revancha del monstruo. Incluso era posible que si el turco de metal estaba en tan mal estado, su dueño no corriera mejor fortuna. Me reí. Era el momento de Raimundo Aguirre.
Recordé a Torres y corrí al consulado español para escribir la carta que me traería de vuelta, así lo esperaba, cincuenta libras y el fin de mis penurias. Entre la salida del mensaje y su llegada a destino, resultó que mis antiguos compañeros de banda dieron conmigo y cerraron un círculo de dagas a mi alrededor. No sabiendo cómo escapar, cometí un burdo robo, procurando ser descubierto; el del propio Turco. Así fue, hombres de Tomkins me sorprendieron despistando el bulto del almacén. A los dos días me acusaron de hurto, y no queriendo perder mi fortuna, confesé el robo de seis barriles de licor, que había perpetrado con anterioridad y con éxito. Dije que esos barriles eran los que me habían visto sacar, y no al autómata. Caí en prisión. Mejor ahí que hacerlo en manos de los de Green Gate. Pasé mi condena y acabé olvidando por completo al Ajedrecista.
—Mmm… mejor así. Sé algo más…
—¿Todavía conserva el autómata? —El español mostraba más interés que yo por el muñeco.
—Ss… sé dónde está. Pero eso ya no imp… importa. Tengo inffffformarión mmmmás interesante.
—He notado que habla mucho mejor, don Raimundo.
—Raimundo. Uss… usted también habla ing…
—¿Me dice que tiene información… sobre el Ajedrecista?
—Nnnno… tiene que ver… Lether Apron, D… Delantal de Cuero; sé quién es.
Torres me miró atónito. No esperaba una declaración así de su amigo, don Raimundo. Dos meses después me diría: «Siempre que nos cruzamos ocurren cosas extrañas. Es usted un catalizador para lo extraordinario…», y tenía razón. Cada uno de nuestros encuentros… veo que empiezo a desviarme… y no nos queda mucho tiempo. Torres estaba pasmado, y dijo:
—¿Delantal…? Ese es el asesino del que hablan los… periódicos, ¿no?
—Ssssí, el hombre mmmás odiado de Londres, y yo sssé q… q… quién es. Ssssscotlanyard no tiene ni idea y yo ssssé quién…