____ 03 ____

Irving vino por mi izquierda, el muy cobarde me conocía bien. Me golpeó en los riñones tan fuerte que dejé de respirar. Caí al suelo y recibí otro bastonazo en la parte aplanada de mi cabeza. Incapacitado para reaccionar como estaba, no encontró dificultad en cogerme por la pechera y arrastrarme hacia el callejón, cerrado ahora en espera de las sesiones de la tarde. Supongo que allí mismo, entre las jaulas, me propinó un par de patadas, yo ya no sentía nada. Me espabiló la humedad de su escupitajo en mi cara.

—Bastardo —decía mientras sobaba la moneda que Torres me diera—, ¿pa qué quiés tú esto? —Vestido, sin los colmillos falsos y apoyándose ufano en el bastón de Potts era aún más terrible que con sus «galas»; ahora se veía con claridad que no era una pobre criatura deforme y asilvestrada, era un canalla peludo. Yo no tenía miedo, solo ira. Traté de saltar sobre él, y el dolor de mi espalda me detuvo, unido a una oportuna patada en el vientre—. No quiero matarte, asín que para quieto. Ya has hecho bastante el idiota por hoy, no lo estropees más. ¿Crees que pues mandar al infierno a unos clientes como esos, y luego ganar dinero por tu cuenta? —Me pisó la mano, la de los dedos tiesos, y agitó ante mi cara el medio soberano—. Se te da comía, cobijo y tú lo devuelves asín, robándonos. —Me golpeó una vez más y escuché risotadas viniendo de las jaulas. Ahora era yo el espectáculo para los fenómenos de feria. Potts se acercó, sujetando por el brazo a una puta borracha y desdentada.

—Sí Ray —dijo con un arrastrar de palabras ebrio. De un manotazo recuperó su bastón de manos del cerdoso Irving—, ¿así me pagas lo que hago por ti? No solo ofendes a un cliente especial, sino que conoces a un buen primo y pretendes aprovecharlo tú solo. ¿Es esto camaradería? ¿Acaso no soy un padre para todos vosotros?

Potts alzó los brazos con teatralidad, dejando caer a su amiguita. Giró en torno a mí, aplaudido y vitoreado por los monstruos, recogiendo el agradecimiento de la concurrencia por todas las degradaciones recibidas. La voz chillona de Edna, la profunda de George, los sonidos abúlicos de las siamesas; todas aclamaban al señor de los monstruos, al monarca absoluto del universo grotesco donde vivíamos.

—¿Ves, Ray? —continuó el patrón, apoyando su bastón sobre mis genitales—, ellos lo entienden: juntos viviremos. Fuera de aquí… no seríais nada sin mí. —Aumentó la presión con el bastón, yo grité y todos rieron. Se arrodilló y me susurró—. La última vez, ¿oyes? —Se volvió a incorporar alzando la voz para que todos lo oyeran—. Te perdono, Ray, porque eres como un hijo para mí, el hijo pródigo que vuelve con nosotros. Todos te queremos, ¿verdad?

Con gritos, salivazos, burlas, me expresaron su amor, me mostraron el cariño de mi hogar, que yo había caldeado con pródigos golpes y maltratos. Potts se fue, cogió a su putita y a Irving y juntos los tres subieron tambaleando los seis escalones que conducían a su cuarto del final del callejón, a disfrutar de alguna nueva fiesta de crueldades. Me dejaron allí tirado, consumido por la ira, jurando para mis adentros que esas serían las últimas carcajadas de Irving.

Me levanté dolorido, esperando la próxima tortura que cobró forma en Eliza. Borracha, abotargada y llorosa, la mujer apareció en el callejón tan furiosa como yo. Allí la había echado su hombre, que se disponía a gozar de carnes más jóvenes, aunque igual de deterioradas. Eliza preparó el espectáculo para la tarde con desgana, maldiciendo, tirando adoquines del suelo contra los inquilinos de las celdas y volcando su frustración sobre mí.

—¡Cara Podría! ¿Qué haces ahí, haragán? Anda y ponte a da de comé a estos desgraciaos. —Me dio un puntapié apenas sin fuerza y siguió su sermón—. Hijo de puta. Maldita sea la hora en que te parió la cerda de tu madre. Tan cerda como la puta madre de mi marío. ¿Me oyes Potts? ¡Maricón! Y se fue a buscar una esquina donde seguir bebiendo y quejándose, ya en voz baja, como para sí misma. —Sigue así, maricón inútil. Sigue así y yo… yo le contaré cómo haces tus cuentas, claro que se lo contaré… así ardas en el infierno, así te queme…

Yo estaba rabioso. Volvía allí tras rozar el mundo civilizado, tras haber intentado ayudar a ese español, tras hacer algo bien por una vez, y recibí semejante recompensa. Lo había visto irse en compañía de un demonio, del peor que había conocido en una vida larga de convivencia con las más abominables criaturas; eso tampoco era poco tormento, y sí acicate para mi furia. Oí la música de Eddie, estaba al fondo, al pie de la escalera de madera vieja y quejosa, tocando y vigilando el sueño del siempre tranquilo Pete. Su música triste me calmó. Él allí, cojo como era, tocando para sí y para el arrullo de su animal, me pareció la imagen de la serenidad que tanto me hacía falta. Pese a su cojera, se valía bien con una prótesis que apenas se le notaba al caminar, y así avanzó hacia mí, sin dejar de tocar.

—Vamos, Ray —dijo—, ve a hacer lo que tengas que hacer, no causes más problemas.

Sí, atender mis quehaceres, la mente simple se siente más cómoda volviendo a los lugares conocidos en situaciones críticas, repetir el comportamiento habitual cuando nada cobra sentido, eso me aportaba calma. Dar de comer a todos, menos a Burney, eso era lo que había que hacer; un mal día y una paliza más que ya había pasado, no tardaría en olvidar. Fui a por la comida, empapando la sangre de mi frente con un pañuelo sucio. Nadie hablaba. El callejón solía ser un lugar bullicioso, los monstruos tratan de sus cosas, como el resto del mundo, pero ese día todos callaban, una especie de luto porque el viejo Raimundo había perdido el favor de Potts. Este era el único que hacía ruido con sus risotadas y las de su amiga, acompañadas por la concertina de Eddie.

Entré primero en la jaula que compartían Mary y Jane, las siamesas ahora liberadas del arnés que las mantenía unidas por un costado, un ingenio que había construido Eddie, hombre muy hábil con las manos, y que daba el pego perfectamente haciendo que desapareciera uno de los brazos de cada mujer como si realmente estuvieran pegadas: un solo cuerpo bicéfalo. Las dos, calvas y retrasadas, se arrullaban riéndose de mí, la más pequeña y gorda en brazos de la otra, nadie sabía cuál era Mary y cuál Jane, y a nadie le importaba mientras se mantuvieran allí acariciándose sumidas en su estulticia. Las moví a patadas, que les provocaron aún más risas. Dejé su comida y un cubo de agua. Luego visité al gordo George de mirada en perpetua fuga, asustado como siempre que alguien entraba en su celda, incapaz de moverse, vulnerable y temeroso, toda la vida cargando con un miedo que pesaba más que sus muchas libras. Dejé allí la ración de costumbre de patatas con gorgojos, el triple de la del resto. Amanda estaba durmiendo, en sueños se movía con la suavidad de un gato. Los dibujos de su piel estaban húmedos, lamenté la oportunidad perdida, y no entré. Me limité a tirar un mendrugo por los barrotes y a mirarla con dolor, o tal vez cierta nostalgia. No creo que en su cerebro alcoholizado quedara un solo trazo de nuestra violenta noche nupcial interrumpida por mis remilgos, o eso me gusta pensar. Ella olvidaba abrazada a su licor, mientras que la rutina balsámica no surtía en mí el efecto esperado.

Era el turno de Lawrence, el que más trabajo me daba. Lo desenganché de su tenderete, cargué con él en brazos hasta la parte de atrás de la celda y me ocupé en desmontar el tinglado, para hacer sitio.

—Hola, Ray; dicen que tienes problemas… —Le di una patada, furioso, y antes de que dejara de gritar lo levanté y lo senté en el cubo para sus deposiciones. Lo até con la cadena que había en la pared, pasándola por debajo de sus diminutos brazos para evitar que se cayera del cubo, y le volví a pegar.

—C… c… caga —dije, y luego me senté junto a él, cogí pan, lo mojé en las patatas que Eliza había preparado, y empecé a trocearlo y a metérselo en la boca con violencia—. C… come.

Lawrence obedeció en silencio. Estaba acostumbrado a mis arranques de ira, a que desahogara con él mi frustración; seguro que prefería mi violencia a la de otros.

—Otro mal día para el viejo Ray, ¿eh? —dijo, con ese refinado tono de señorito suyo. Ahora, pasado el tiempo, me pregunto: ¿de dónde lo sacó? ¿Cómo sumergido en las degradaciones de la más sórdida barbarie pudo ese monstruo cultivar el espíritu de un poeta? ¿Acaso Lawrence tenía un pasado opuesto a este negro presente? ¿Dónde nació? ¿Quién, tras darle cierto lustre, le lanzo a la barbarie de las calles? Tal vez fuera el heredero de una familia pudiente, que avergonzado por su aspecto terminó… quién sabe. Cuántas sorpresas tiene la vida para el ojo observador… sí, claro que respondí. Dije:

—Sí.

—¿Has puesto furioso a Potts? Tienes que quitarte de su camino, ya te lo he dicho. Yo procuro apartarme, y eso que no puedo moverme mucho. —Se rio, y yo con él—. ¿Qué hiciste? He oído que has ido a Spring Gardens.

—He vw… visto… un much… muchacho de mmmetal tocando la f… ffffflu… fffifflauta.

—¿Un muchacho de metal?

—Bonito.

—Sí, seguro que lo era. Y tocaba la flauta, ¿una de esas flautas de palo rosa?, de ellas salen notas tan dulces. ¿Era una de esas, Ray?

—Sss… sí.

—Seguro. Y el muchacho iba vestido como un joven caballero, ¿no es así? Claro, elegante como todos esos señores y las damas que lo contemplan allí, en Spring Gardens. Allí todo el mundo es elegante y amable, todos hablan y se comportan del modo más adecuado, ¿verdad?

—Sí.

—Por supuesto. Y todos esos caballeros y sus mujeres o sus hijas, o sus prometidas, guardan silencio mientras el muchacho de metal, allí sentado sobre un bonito cojín de terciopelo rojo, toca la melodía más dulce del mundo, tan bonita que hace saltar las lágrimas hasta a los almirantes y coroneles serios e importantes que han ido a verlo. Cuando termina, el muchacho de metal se levanta y hace una reverencia. ¿Fue así?

—Ssss…

—¿Y qué más has visto? ¿Viste a la bailarina dorada que estaba frente a él? Están enamorados, ¿verdad? El muchacho de metal y la bailarina. Un amor muy triste. Estoy seguro de…

Y así siguió, contándome cada detalle de cada autómata que no había visto, sentado dentro de un cubo de mierda seca, comiendo patatas rancias y pan duro, y sonriendo. Era una bendición para mí, porque narrarlo con mi facilidad de palabra hubiera sido un infierno. Lawrence siempre rememoraba mejor las cosas que a mí me pasaban, cantando mi vida al son de las teclas de Eddie. No era igual a la realidad, era mejor, más hermosa, más intensa. La belleza puede nacer de pozos como aquel, germinar en almas de poetas sin brazos, sí.

—Qué suerte haber sido testigo de todo eso, Ray. —Lo levanté del cubo, lo tumbé en su camastro y empecé a limpiar su jaula.

—Sí.

—Fue ese caballero con el que saliste el que te invitó a entrar al Gardens, ¿no? Parecía un hombre agradable.

—Sssí. El p… pa… patrón… se enfadó.

—Potts es un enfermo, un animal sin sentimientos. ¿Qué sabrá de cosas hermosas?

—Sí. —Recogí el cubo de inmundicias y coloqué de nuevo el teatrillo para la siguiente función, enganchando a Lawrence en su sitio—. Me… d… dio m… mmmedio sob… soberano. Q… q… quiere que… que le ay… ayu… ayude aquí… es esp… esp… español como yo.

No creo que sea buena idea. Escucha, Potts no te dejará… espera. —Me detuve—. Creo que ha mandado a Burney a seguir a ese caballero. Si piensa que puede sacarle dinero… no debieras verlo otra vez. Le hará mal y el patrón te hará daño a ti.

Ya no le oía. Había mandado a Burney a… sabía lo que eso significaba, incluso mi cerebro lento era capaz de reconocer las familiares pautas de trabajo de ese bandido. Potts había visto en Torres a un «primo», a alguien del que sacar más que los diez chelines que me había robado. Iba a hacerle daño, a aquella persona que me había tratado tan bien. Si no se lo hacía antes Tumblety. El médico indio le iba a hacer mal, como decía Lawrence, y ahí llegaba mi patrón para rematarlo. Pueden decir que el español no hizo gran cosa por mí, pero no han vivido entre golpes, humillaciones y pecados, no saben lo que un gesto amable causa en uno de nosotros. No quería que sufriera daño alguno por mi causa y Potts podía ser muy peligroso, más incluso que el americano. Ese no era temible si uno se mantenía sano, pero Pottsdale era un consumado timador. No era listo, no mucho, un zote al lado de alguien como Torres. Lo que sí era capaz es de acabar con un español perdido en esta ciudad, robarle hasta el último penique y arrojarlo al Támesis. La maniobra perfecta para Potts: desplumar a un primo y darme a mí una buena lección. El pobre de Ray Cara Podrida no tiene esperanza, no puede hacer otra cosa que no sea estar junto a su querido patrón.

Salí de la jaula de Lawrence sin terminar de instalarle de nuevo en el teatrillo. Ya no se oía a Potts en su cuarto, Eliza andaba atusándose, trabajo baldío, para abrir las cortinas. Los demás tal y como los había dejado: Amanda borracha y magullada, George asustado, y Burney y las siamesas. Todos dispuestos a dar el espectáculo más terrible y repulsivo…

¡Burney! Estaba de vuelta, embutido en un largo abrigo que no ocultaba su delgadez, todo lo contrario, le daba el aspecto de muerto en vida. Estaban todos menos Tom e Irving. Tom, Irving… ¿y Potts? Ya no salían esos feos ruidos de su covacha, Habían salido de caza. Burney había seguido a los caballeros, habría vuelto con información y hacia allá corrían ahora la jauría de lobos deformes. Y yo ocupado en atender a esos monstruos… Me lancé furioso sobre el esqueleto, sin saber de qué parte de mi alma atrofiada salía tanta ira. Le di una patada, escuché sus huesos sonar.

—¿Dón… dónde…? —es todo lo que dije. Burney me miró aterrado, llorando, con sus ojos hundidos fijos en la cuenca oscura y retorcida del que fue el mío. No me costó que hablara, Burney siempre hablaba de más. Eso no impidió que le propinara dos golpes en su cara huesuda antes de que confirmara haber seguido a Torres y compañía. Me indicó la dirección de la casona hasta donde habían ido; la encontraría, no tenía pérdida.

—Potts se ha marchado ahora mismo… Ray, me duele, no tienes por qué tratarme así, yo solo cumplo con lo que se me dice, ¿qué esperabas?, ¿acaso crees que puedo hacer otra cosa? Siempre he hecho lo que me dicen, lo que tú me dices también, y ahora me tratas así, me pegas, soy una persona muy frágil, estoy muy enfermo y tú… —Y siguió hablando y hablando…

Corrí perseguido de los chillidos de todos, excitados por el miedo y la violencia que acababa de descargar. Atravesé las calles enloquecido, empujando y asustando a los buenos londinenses. Un policía me detuvo, me preguntó por mis prisas y convencido de mi necedad al oírme, me dejó ir acompañado de admonitorias advertencias. Me dirigía sin saberlo hacia lo que era la residencia de la prometida de Henry Hamilton-Smythe, la encantadora señorita William. Llegué allí a eso de las cinco y media de la tarde, a Kensington, una zona que nada tenía que ver con el Londres que yo conocía; calles limpias, sin voces, sin olores. Observé alrededor. Las buenas gentes, personas que jamás habían visto los desechos del mundo que subsistían en precario entre callejones hediondos como el de Potts, apenas reparaban en mí, y los que lo hacían era para apartarse rápido o darme un caritativo penique, según el ser de cada cual. Ni rastro de Potts y su partida de asesinos, ni a la luz ni ocultos entre las sombras de la calle.

El edificio en cuestión era impresionante, en mi vida vi casa tan grande. No era en absoluto común casonas así en el barrio, y de este modo Forlornhope, este era su nombre, era como una isla de otro tiempo incrustado en el elegante suburbio Londinense. Ocupaba el centro de una gran parcela ajardinada, una vorágine vegetal que excitó mi alma de floricultor, en especial al contemplar los enormes robles y cipreses que allí crecían. Aún limpio y cuidado, no había orden en el jardín, casi parque o bosque por el tamaño, lo que a mis ojos lo hacía aún más hermoso, más salvaje. Por encima del telón vegetal se alzaba la casa, un titánico edificio de paredes blancas y rojas que avergonzaría a sus vecinos, todos edificios Victorianos, hermosos, pero más modestos, si pudieran compararse con él a través de la jungla ajardinada que lo rodeaba. Tenía tres pisos, varias buhardillas se veían a los extremos, centenares de ventanas horadaban su frontal.

Una verja negra de puntas doradas rodeaba la propiedad, con fin más decorativo que otra cosa. La puerta, amplia para permitir el paso de hasta dos carruajes, estaba abierta y sin custodia, con una hospitalidad en nada común en casas tan opulentas. Paseé mi andar torcido por el camino de guijo que llevaba hasta el edificio principal, apabullado por la inmensidad de lo que me rodeaba a medida que se acercaban a mí aquellas paredes blancas coronadas de más de cien chimeneas oscuras. Vi al personal de la casa afanándose en los cuidados tanto del bosquecillo, como de la casa. Nadie me dijo nada, aunque más de una cabeza se volvió hacia mí.

Llegué a la fachada y se me mostró elegante sin ostentación. Destacaba, sobre todo, un blanco tan luminoso, brillante con la luz mortecina de la tarde. ¿Cómo podía mantenerse así?, porque sin duda la casa había ganado esa solemnidad que las piedras nobles y bien alineadas adquieren con el paso del tiempo. Ese albor de lirio resaltaba aún más con los rojos de contraventanas y demás artesonados, y con el negro oscuro de la techumbre, allí en las alturas. Había cien luces en aquellas cien habitaciones, nunca vi Buckingham Palace, pero no tendrá tanta iluminación, seguro. Noté algo extraño en la disposición de las luces: de los tres pisos aparecían alumbrados el primero, mucho, y algo el último. El segundo formaba una faja de oscuridad en toda la mansión. Lo ignoré. Una pequeña escalinata conducía a dos magníficas puertas negras, que invitaban a ser llamadas pese a su seriedad. Todo parecía acogedor, aunque no estaba seguro que esa hospitalidad arquitectónica pudiera estar dirigida a mí. Me llamó la atención el adorno que coronaba la exquisita arquivolta que rodeaba esas puertas, en nada victoriana, lo que mostraba con más claridad que la finca cumplía ya el siglo largo. Hasta para un lego en cuestiones arquitectónicas, como un servidor, se veía que esa piedra que hacía de ápice del arco desentonaba con el resto. Allí arriba, un sillar demasiado pequeño para que mi único ojo pudiera ver con claridad lo que en él había grabado. Distinguí la figura de un esqueleto. Mal agüero sin duda, me persigné. Tenía una guadaña en una mano, y en la otra… solo podía ver una regadera. Mi amor por las plantas influía mis percepciones, digo yo.

Llamé a la puerta movido por un impulso irrefrenable, un extraño miedo que me asustaba, por lo desconocido e inhabitual en mí. Un criado de librea me abrió y puso la cara de desagrado que provocaba siempre mi máscara de cuero.

—El sssss… sssseñor Torres —dije.

—Se equivoca —dijo él con expresión adusta, rozando la repulsión—. Márchese…

—Un ex… extranjero. —Sin duda eso le hizo pensar en la visita que ahora tenían en casa y detuvo por un instante mi inmediata expulsión a patadas.

—Aguarde —dijo y luego recapacitó—. No, no se quede ahí, de la vuelta. Por atrás.

Cerró sin más, y antes que comprendiera qué se esperaba que hiciera ahora, la puerta se volvió a abrir y el lacayo apareció, esta vez con un mozo de menos de quince años, que me conduciría a ese «atrás».

Rodear todo el contorno de semejante mansión no se hacía en un minuto. Seguí al crío, que me miraba de hito en hito, a punto a veces de tropezar, movido por la curiosidad propia de su edad, más tolerable que el miedo o la repugnancia que veía en las miradas de otros más adultos. La planta de la casa tenía forma de te mayúscula con el trazo horizontal, en cuyo centro estaba la puerta principal, mucho más largo que el vertical. En la esquina de ambos tramos, había un pequeño cercado, otra verja que traspasamos y que daba a un jardín dentro del vergel exterior, más recoleto, más ordenado, cuajado de jazmines, lirios y rosas, y hasta un pequeño huerto con una tomatera, todo bien atendido por mano experta. Allí había una puerta trasera que daba a las cocinas.

Otro lacayo nos abrió la cancela y con cara avinagrada dijo que esperara allí. Desde mi estancia en los pantanos desarrollé un afecto especial hacía el mundo vegetal, lo habrán notado, así que mis premuras se desvanecieron un tanto en la contemplación de las flores y arbustos que tan bien atendía el jardinero de esa casa. De una voz me sacaron de mi ensimismamiento y a través de los rosales me condujeron adentro, donde un hosco mayordomo no dejó de recordarme que iba a ser recibido por caballeros, que debía comportarme con educación, que no escupiera, que me limpiara las botas antes de entrar.

Recorrí no sé cuántas puertas y corredores hasta que me recibieron en un salón, amplio y regio, adornado con cuadros de viejos muertos, lleno del aroma a tabaco y buen oporto. Estaban Hamilton-Smythe, De Blaise y Torres, los tres rebosando satisfacción, con esa expresión que solo surge cuando se comparte bebida y conversación con buenos amigos. Ejerciendo de anfitrión estaba el dueño de la casa, el tío de la prometida de Hamilton-Smythe: Robert James Graham Abbercromby, décimo lord Dembow, un caballero de aspecto majestuoso, escocés de nacimiento, envejecido, de ceño permanentemente fruncido por el dolor, atormentado por alguna enfermedad que le había cargado con más pesares que los que a su edad, en nada excesiva, correspondían. Postrado en un sillón presidía la tertulia rodeado de sus invitados en pie, al igual que hago yo ahora con ustedes. Y del mismo modo que mi abnegado enfermero nos observa por ese ventanuco de la puerta, quisiera yo pensar que preocupado por mi estado de salud, allí también había un observador más, en el que apenas reparé. El futuro décimo primer lord Dembow era un sujeto tan gris y anodino que el más insulso de entre los criados de su padre resultaba atractivo a su lado. Percy Abbercromby se sentaba en una esquina, estirado en la silla y leyendo un libro, no creo equivocarme al asegurar que se trataba de la Biblia, vestido con la austeridad de un riguroso luto por su madre, extendido ya en el tiempo hasta la exageración; un espartano en medio de una familia que era famosa por su ascetismo (miseria y tacañería lo llamaban los más audaces de sus enemigos). Hasta su padre parecía un cortesano versallesco a su lado. Era moreno, más joven que ambos tenientes, seguramente de la edad de Torres, aunque su simpleza en el vestir y el moverse y su cara carente de todo rasgo remarcable hacían difícil aventurar una edad. Lo único notable en él era la mirada; parecía incapaz de parpadear. En esa ocasión los textos sagrados de su regazo eran el objeto de esa fijeza inquietante.

He dejado para el final la presencia más perturbadora, una presencia inapropiada tal vez, la de una señorita en medio de caballeros fumando. Parece que el lord permitía a su sobrina ciertas licencias con tal de disfrutar de su alegría. Así la reunión estaba embellecida por la siempre encantadora señorita William. En ese instante creí ver a la criatura más exquisita del universo, y aún lo pienso, no es que la niebla del tiempo que suaviza tanto nuestros recuerdos haya alterado lo más mínimo la impronta de esa beldad en mi mente, en absoluto. Su imagen produjo tal efecto en mí, que ha permanecido intacta a través de los años. Era alta, quizá demasiado para una mujer, seguro que esa esbeltez había atormentado a la niña Cynthia, que al convertirse en mujer y florecer más que sus congéneres, transformó las timideces y pudores infantiles en un desparpajo y una alegría que en ocasiones rozaba las fronteras del buen decoro en la sociedad victoriana de entonces, tan pronta a escandalizarse. Era rubia, de mirada verde que inquietaría al más casto de los monjes, y armada con una sonrisa misteriosa, cuajada de promesas. No pude apartar la vista de esa mujer, tan opuesta a las siamesas o a la terrible Amanda, y el inevitable reparo que mi presencia le produjo me dolió más que los diez años de desprecios que ya cargaba a mis espaldas.

—¡Don Raimundo…!

—Raimundo.

—¡… ha cambiado de idea! Me alegro que se decidiera a acompañarnos.

—Usss… ted… —¿qué podía decir? Me costaba organizar mis ideas—, y… y… Yo pueo tr… trad… traducir.

—Sí por supuesto, me será de mucha utilidad. Gracias por venir.

—Gr… gracias por… re… rec…

—Eso debe agradecérselo a lord Dembow.

—Si este hombre le salvó de una suerte incierta como usted afirma —dijo el aludido desde su trono, en inglés, era el único, tal vez con el añadido de su hijo, que desconocía la lengua de Moliere, o que no se dignaba a emplearla—, siempre tendrá acogida en mi hogar. Alguien que presta semejante ayuda a un amigo de esta casa, así le consideramos ya por orden de mi Cynthia, podrá contar siempre con nuestra hospitalidad.

—Me siento algo abochornado por tantas atenciones como me están prestando —respondió Torres, tras recibir traducciones aproximadas de lo dicho por el lord de manos de los oficiales presentes—. No saben el bien que hace su cordialidad a un viajero solitario como yo. Y el hecho de que nuestra amistad sea tan reciente me abruma aún más.

—¿Lleva mucho tiempo de viaje, señor Torres? —preguntó lord Dembow.

—Bastante, aunque se me ha hecho corto.

—Así es mi tío —interrumpió Cynthia besando alegre y cariñosa a lord Dembow—, preocupado siempre por los que lo rodean. No hay hombre más bueno y amable.

—Demasiado bueno, si me permite decirlo, señor —dijo De Blaise mientras se servía una copa más—. En exceso amable y tolerante en lo que se refiere a ti, Cynthia. Como lo oye, señor Torres, lord Dembow consintió el compromiso, que digo, el capricho irreflexivo de su sobrina hacia Harry, pudiendo haber conseguido para ella alguien mucho más apropiado; yo mismo.

—¿Más apropiado? —siguió la broma su amigo.

—Por supuesto. Harry, tú eres una excelente persona, adornado por todas las virtudes que un caballero británico debe tener, pero resultas un tanto triste y muy pedante. Yo soy mucho más decorativo en cualquier salón o en…

—No digas eso —dijo Cynthia divertida. Se cogió del brazo a su prometido, que sonriente pero tieso como la vara de un coronel, miraba a su camarada de armas—. Henry no es nada pedante, es muy inteligente y capaz, y muy guapo.

—¿Acaso yo soy feo? —Recién dichas estas palabras, De Blaise apartó la vista de la mirada cerrada que le lanzó el teniente Hamilton-Smythe y la dirigió a mí, como temiendo que su comentario fuera desafortunado; mucha consideración para alguien como yo.

—Tú eres tonto… pero encantador. Vamos sentémonos. —Yo no lo hice, permanecí en pie, en medio de la sala, incómodo y desubicado. El resto, salvo Percy, se acomodó en torno a la chimenea, presididos por el cuadro del viejo lord Dembow, el padre ya fallecido del actual y rodeando una mesa con licores dispuestos. Su hijo continuó en la esquina, atento a su lectura, sin dirigir una mirada siquiera a los invitados de su padre.

Por lo que puedo deducir ahora de mis recuerdos, la conversación había transcurrido distendida y superficial durante la tarde; los dos militares satisfaciendo las curiosidades de Torres por el país de sus anfitriones, jugando cada uno a ser más ingenioso que el anterior. De Blaise y Hamilton-Smythe eran hijos del Imperio y, como tales, se creían el centro del mundo. Ay, cierto engreimiento he encontrado yo siempre en los británicos, así que en ningún momento ambos fusileros se habían interesado en lo más mínimo por España ni por lo que de allí pudiera contarles Torres. Solo lord Dembow, mejor anfitrión, hizo ocasionales preguntas a Torres, que con gusto respondía, sobre su viaje y sus proyectos. El español era hombre de carácter jovial, dotado con especial sentido del humor que no hacía mala compañía al del teniente De Blaise, la tarde no pudo haber sido más entretenida.

En mi presencia, la charla pasó a temas más sombríos y más alejados tanto de bromas como de los aspectos científicos y culturales que Torres buscaba. No quisiera yo decir que el estar ahí canalizase esos negros nubarrones, pero desde luego algo influí. Comentaron las noticias de las últimas jornadas: el triste incidente del Princess Alice, muestra, según lord Dembow, de la codicia humana, pecado que aborrecía el viejo. Siguieron, como lo hacía la prensa del día, con el último ataque de Jack. Hacía medio año que ese criminal no había dado señales de vida, según comentaban ellos así como los periódicos que aireaban la noticia y que descansaban sobre la mesa, acompañando a las botellas de oporto. Jack el Saltarín había vuelto a atacar a una muchacha, ultrajándola y quemándole la cara, y varios informes policiales, según el Times, aseguraban haberlo visto saltando por los tejados de Londres. El propio Lord Mayor había declarado a Jack el Saltarín como «una amenaza pública» y comentaron que el mismo Duque de Wellington estaba dispuesto a iniciar una caza del criminal. Un sujeto que llevaba tanto tiempo atormentando a la ciudadanía, casi cuarenta años, no podía ser sino una superchería del vulgo.

—Los menos favorecidos necesitan explicaciones sobrenaturales para las desgracias que les atormentan —argumentaba lord Dembow—. Esto siempre es más tolerable que la realidad: el triste hecho de que es el mismo hombre el que comete las mayores atrocidades contra sus congéneres. Mejor acusar de cualquier crimen a ese estrafalario personaje folclórico que a nuestros vecinos.

Esta charla sombría no era en absoluto del agrado de la señorita William, que de inmediato retornó al tema que los había reunido.

—Vamos, caballeros —dijo—, háblennos de esa aventura en la que se han embarcado esta noche.

—Cynthia, por favor —protestaba el lord, aunque una sonrisa en su ajado rostro delataba la alegría que su sobrina traía a su vida—, no les animes a esa absurda apuesta.

—¿Por qué no, tío? Seguro que nuestros muchachos salen victoriosos frente a ese… misterioso yanqui. ¿Verdad, Henry? Y parece que el tema interesará más a nuestro invitado, no tanta muerte, violencia y tristeza. ¿Qué decías al respecto de esa apuesta, cariño?

—Nos explicabas algo sobre ese Ajedrecista —dijo su tío.

—Sí —corroboró Hamilton-Smythe—, el Ajedrecista de Maelzel, nada puedo explicar a usted, señor…

—Maelzel, ¿no fue él quien construyó un metrónomo para Beethoven? —preguntó Torres.

—El mismo, aunque hay quien dice que robó parte de ese ingenio a otro fabricante. Fue una persona muy notable en vida, inventor de numerosos artilugios, prótesis para soldados lisiados y otros artefactos. El Phanarmonicon que hemos visto esta mañana era obra suya. Un gran creador, algunos lo igualan a Vaucanson. Con su ajedrecista recorrió toda Europa y las américas, maravillando en sus exhibiciones y humillando a muchos de los rivales con los que se batió esa máquina, aunque no a todos. Dicen que derrotó a Benjamín Franklin y que atrapó haciendo trampas durante la partida a Catalina la Grande y al mismo Napoleón.

—Circunstancia que podemos perdonar a ambos, la una era una gran dama y se la disculpan ciertas licencias en el juego —dijo De Blaise alzando su copa a modo de brindis—, y el otro era un francés. —Y apuró el oporto.

—Le aseguro que he conocido a muchos franceses brillantes —continuó Torres con el mismo ánimo— y, desde luego, Napoleón lo era…

—Hasta que se topó con Wellington…

—Que era irlandés, pero… teniente Hamilton, es sorprendente el conocimiento que tiene de ese Maelzel.

—Señor Torres, me temo que Henry dedica su atención a innumerables aspectos divinos y humanos —dijo Cynthia—, a todo menos a su pobre prometida que languidece aquí a solas.

—No seas injusta, querida. Te dedico todo el tiempo posible. El regimiento reclama demasiado mi atención. —Hamilton-Smythe besó la mano de la muchacha con delicadeza, pero sin dejar esa actitud envarada y militar.

—¿Puede usted creerlo? ¿Puede ser el ejército de su majestad tan cruel como para separar así a dos enamorados?

—Querida… —reprendió lord Dembow, recriminando con dulzura su intrusión en conversaciones tan sesudas.

—Estoy seguro de que si no es por una orden del alto mando, nada podría separar a ningún hombre de una joven tan encantadora como usted —continuo Torres.

—¿Ves, Henry? Tienen que venir extranjeros para enseñarte cómo galantear con una chica.

—Tonterías. —Semejante interjección, dicha con la profundidad de un bajo, provenía de Percy Abbercromby. Todos guardaron silencio. Nada en él o en su mirada podía decirnos si lo que le molestaba estaba en la conversación, o en su lectura. Una vez reclamada la atención de todo el salón, con la misma frialdad con la que habló, se incorporó, dejó su libro y se dirigió a su padre—. Señor. Debierais descansar ya.

—Enseguida, hijo —respondió su padre—. Estos jóvenes irán a su aventura y será el momento de que los ancianos nos retiremos.

—Perceval —intervino la señorita William, la única que no utilizaba el apodo materno para referirse a su primo. A la única que le estaba permitido tal familiaridad—. ¿Te unirás a ellos? Mi primo —aclaró a Torres— es un excelente jugador de ajedrez.

—No —cortó Percy, tajante—. Estoy cansado. Caballeros, Cynthia.

Y salió, y dejó tras de sí tanto silencio como el que acostumbraba a llevar consigo. Noté a Torres algo incómodo, malestar que lo llevó a hacer un esfuerzo en retomar cuanto antes la conversación que el joven había interrumpido con sus ademanes siempre groseros. Así dijo:

—Pero dígame, teniente Hamilton, ¿por qué se interesa tanto Maelzel y su mundo?

—No por admiración, se lo aseguro —intervino De Blaise—. Mi amigo lleva una cruzada intelectual en contra del progreso, la lleva desde que lo conocí en Eton.

—Vaya —sonríe Torres—, parece que eso nos convierte en enemigos.

—Espero que no. —Hamilton-Smythe tomó la botella y sirvió más vino a su invitado español—. Vivimos inmersos en esta época de cambios y adelantos, y esos prodigios nos han hecho retirar la mirada de Dios. Según transcurre el tiempo y vemos el avance de la ciencia, nos creemos más capaces de seguir este camino por la existencia nosotros mismos, sin auspicio divino alguno. El hombre empieza a creerse más grande que su creador, y eso es temible, acabaremos pagándolo.

—Yo no soy de esa opinión. Soy hombre de ciencia, como ya les he dicho, y no alcanzo a ver conflicto alguno entre esta y la devoción por nuestro Señor y su doctrina.

—Hombre de ciencia —intervino Dembow—. ¿Qué disciplinas domina, señor Torres?

—Ninguna, me temo. Aunque soy ingeniero, aún me considero alguien que está aprendiendo, por mucho tiempo que pase y mucho conocimiento que uno atesore, el saber es demasiado basto.

—En su caso no puede haber pasado mucho tiempo, es muy joven.

—No me crea enemigo de la ciencia —continuó Hamilton-Smythe con su discurso interminable—, en absoluto. El propio Maelzel que nos ocupa fue un científico de labor encomiable. Sus inventos para aliviar el dolor a tullidos por la guerra son caritativos, guiados sin duda por la gracia de Dios. Incluso llegó a idear un sistema para extraer a los heridos de la primera línea de fuego sin daño. En cambio, su Ajedrecista… ¿qué otro fin puede tener aparte de halagar la vanidad de su creador y ofender a Dios?

—Comprender el funcionamiento de nuestro cerebro. No veo ofensa a lo divino en eso.

—¿Construir una máquina que piense? —dijo lord Dembow, que parecía ser de la opinión de Hamilton-Smythe—. Ahí debo dar la razón a Hamilton; eso es suplantar la labor de Dios.

—Pero señor, creo haber entendido que tal Ajedrecista era un fraude.

—Sin duda —dijo Hamilton-Smythe—. Ya suscitó polémica en tiempos de Maelzel.

—Esta es la parte que a mí me interesa —intervino De Blaise—. Si es una farsa como dice Harry, la nuestra es una apuesta segura.

—Más que segura, John. No se trata solo de una ofensa a nuestro Señor, es una ofensa al intelecto. —El teniente miró a su futuro suegro, buscando en él la aprobación de sus palabras—. El ajedrecista de Maelzel se perdió en un incendio en mil ochocientos… cincuenta y cuatro, en Filadelfia creo, lo que nos ofrece Tumblety es un fraude sobre otro fraude, sin duda.

¿El doctor Tumblety? —exclamó Cynthia—. No habíais mencionado que fuera él. Este juego cada vez se presenta más interesante…

—Vamos, querida —intervino lord Dembow—, no creo que sea médico.

—Claro, tío, es un charlatán, pero no negarás que sus jarabes obran maravillas. —Y aclaró para los demás asistentes—: Mi tío le invitó a cenar en una ocasión, hace unas semanas, ¿no fue entonces, tío?, y parece que alivió sus achaques con unos ungüentos… no sé, resulta ser un individuo muy interesante, con solo una «consulta» ha conseguido más que el doctor Greenwood.

—No digas tonterías… —Palmeó con cariño la mano que Cynthia le tendía—. No haga caso a mi sobrina, señor Torres.

—Hablo en serio. Es posible que sea verdad, que sepa algunos trucos de los indígenas americanos, ¿no?

—¿Qué enfermedad le aqueja, si me permite preguntarlo? —dijo Torres.

—Una de esas dolencias que hace que todos los médicos, por reputados que sean, se limiten a prescribirte láudano para el dolor, porque en el fondo no saben lo que es. Ve, señor Torres, la ciencia que tanto valora nada puede hacer cuando Dios decide cargarnos con algo así. Ni la ciencia de usted, ni la de ese Tumblety. No me proporcionó tanto alivio como dices, Cynthia. Se limita a recetar remedios caseros y adornarlos con verborrea barata. No es más que un feriante.

—Hablando del doctor charlatán —interrumpió De Blaise—, mejor que vayamos ya a su encuentro, no debiéramos llegar tarde. ¿Nos acompañará, lord Dembow?

—No, no me encuentro hoy muy bien.

—Por lo que luego supe, la de De Blaise era una pregunta cortés. El viejo lord hacía mucho que no se encontraba muy bien y vivía casi en reclusión en casa. Además, debo despachar algunos asuntos con mi secretario, debe de haber llegado ya… —Cynthia disuadió a su tío de dedicarse a otra cosa que al descanso, cosa que lord Dembow agradeció con una sonrisa de felicidad y amor hacia su sobrina.

—Dejemos que se vayan estos caballeros tan serios con sus discusiones de temas profundos, tío —dijo la joven—. Te leeré algo.

—Pues salgamos ya —dijo Hamilton-Smythe. Recibió un cariñoso y casto abrazo de la señorita William y llamó al servicio para que dispusieran un coche. Parecía que el joven teniente disponía en casa de su prometida como si fuera ya miembro de la familia. Torres me invitó a acompañarlos y yo acepté. En mi cabeza se fundían las imágenes de Potts y Tumblety, los dos peligros que se cernían sobre aquellos señores, sin que supiera bien cuál era peor, qué podían querer cada uno. Subimos al coche que nos aguardaba ya en la puerta.

—¿Está muy delicado lord Dembow? —preguntó Torres de camino.

—Así es —dijo Hamilton-Smythe—, padece innumerables dolencias, de no ser por su fuerte constitución, ya nos habría dejado hace tiempo. Esa fortaleza no impide que sufra muchos dolores, y esos padecimientos lo llevan a relacionarse demasiado con mercachifles como Tumblety.

—Por suerte nos tiene a nosotros —dijo De Blaise—, para escarmentar a truhanes, como vamos a hacer ahora mismo.

—Y por fortuna también tiene a Cynthia, que lo adora y cuida como a un padre.

—¿Y a su hijo…? —La pregunta retórica del español quedó colgada en el exiguo habitáculo del birlocho, mientras que los tenientes cruzaban miradas de complicidad. Fue De Blaise quien habló, eligiendo, a juzgar por su tono, cada palabra con sumo cuidado.

—Percy Abbercromby es un hombre noble y capaz, lamentablemente la muerte de su madre le sumió en una tristeza enfermiza.

—Lo lamento. ¿Falleció hace mucho?

—Cinco años, tras una penosa convalecencia —sentenció Hamilton-Smythe—, la familia no comenta ese desagradable suceso. —Y de nuevo se impuso un incómodo silencio, hasta que Torres probó a aligerar el ambiente.

Por cierto, teniente —dijo—, permítame darle la enhorabuena por su compromiso, su prometida es una criatura encantadora.

Ya lo creo —dijo De Blaise—, encantadora, aunque me reafirmo en su pésimo gusto para los hombres.

—Y parece muy abnegada para con su tío.

—Sí —contestó Hamilton-Smythe algo ausente.

—Esa enfermedad que lord Dembow arrastra ha empeorado en los últimos años —aclaró De Blaise—. Está mermando también el ánimo de Cynthia, aunque se muestra alegre y dispuesta, sé que cada año va a peor. Y aunque crea que la elección de prometido no es apropiada —sonrió—, he de reconocer que su futuro enlace lo anima, y su sonrisa nos anima al resto. Ruego porque tanto desvelo por lord Dembow no la apague jamás…

—Parece una joven muy fuerte, no ha heredado la delicada salud de su tío…

—Sería un milagro, amigo Torres, puesto que no son parientes. El capitán William era un gran amigo de lord Dembow, que al morir muy joven dejó a su única hija al cuidado de su camarada. Desde muy niña la ha tratado como una hija más que como a su pupila. ¿No es así, Harry?

—Ya llegamos.

A la puerta de una casa pequeña y sencilla nos recibió un joven con algo de ese desaliño propio de la intelectualidad, que inquieta sin llegar a resultar ofensivo. Se presentó como Henry Hall Caine de Liverpool, un amigo de Tumblety con el que pasaba estos días en Londres. Mis ojos se cruzaron con el doctor indio cuando este salió a las escaleras y de nuevo temblé. Tumblety fijó su mirada en mí con desagrado, no porque me reconociera, sino por lo inapropiado de mi presencia en esa reunión. Nadie parecía interesado en que yo me uniera a la cena, y Torres, sensible a mi situación por esa rara cualidad empática suya, me aconsejó que los esperara a la salida, junto al coche. Yo acepté el consejo sin dudarlo un momento.

El cochero llevó su vehículo a un pequeño callejón anejo y allí quedé yo, en medio de la calle, observando al farolero que repasaba la luminosidad de las luces, escrutando cada hueco donde alguien pudiera esconderse, aquí y allá, en las calles adyacentes, bajo cada adoquín de ese Londres hostil donde empezaba a llover. Nada vi y mucho creí ver.

Entretanto, dentro transcurrió la reunión dirigida en cada punto por la férrea batuta de Francis Tumblety. El señor Caine se mostró hospitalario y atento, un intelectual de fluida conversación, algo radical tocando según qué temas para el gusto de Torres, pero un hombre muy interesante en cualquier caso. Ejercía de crítico teatral, aunque su amigo Tumblety dejó entrever que sus inquietudes literarias iban más allá de la mera crítica o la erudición, y eso lo traía con frecuencia a Londres, a asistir a las temporadas de teatro, ocasiones para las que un amigo común, el señor Stoker, que era representante del afamado actor sir Henry Irving, les prestaba aquella casa.

—Gracias a él —comentaba Caine—, no pienso perderme el debut de Irving en el Lyceo. Es un genio. ¿Lo ha visto actuar en alguna representación, señor Torres?

—No he tenido esa suerte. Además, me temo que mi inglés no es suficiente para disfrutar de su Shakespeare. Pero ¿el señor… Stoker no estará con nosotros? —Torres esperaba poder agradecer la hospitalidad al dueño de la casa.

—No gozaremos de su compañía hoy —respondió Caine—. El señor Stoker va a casarse en unos meses, y me temo que eso le tiene algo ocupado, aparte de sus labores como agente teatral…

—Sé de lo que habla —dijo De Blaise—. Nuestro amigo Harry también anda atareado con cuestiones de desposorio.

—Enhorabuena, teniente. —Hamilton-Smythe acogió la felicitación con una sonrisa, felicitación a la que se unió Tumblety.

—Le deseo lo mejor. La cabeza del más sensato de los hombres pierde su rumbo ante la mujer amada, espero que solo sea momentáneo en su caso, y en el del señor Stoker… me refiero a que sea pasajera su… «desorientación romántica», claro, para su enlace le deseo todas las bienaventuranzas imaginables. Comamos algo, no quiero que la velada se extienda demasiado y olvidemos el asunto que nos ha traído.

Fue una cena espantosa en lo tocante a lo gastronómico, si hacemos caso al gusto de Torres, y no lo pongo en duda. Comer allí después de haberlo hecho aquí, es siempre un desagradable contraste. En tanto a la conversación, eso fue otro cantar. Caine la guio al principio con buena maestría, aunque siempre orientando los temas hacia sus intereses. Se mostraba muy preocupado por la conservación de edificios en Londres, que al parecer peligraban debido a una política urbanística un tanto agresiva con las antigüedades. Poco a poco, fue eclipsado por su expansivo amigo, dotado de mucho más carisma. Torres pasó la mayor parte del tiempo cayado, siempre fue de las personas que gustaban más escuchar que hablar. Por el contrario el americano lo hizo y mucho. Agotó varias botellas de vino humedeciendo su gaznate seco por tanta charlatanería incontenible. Empezó glosando un asombroso currículo de proezas médicas, comentando los portentos de la medicina india, lo menospreciada y perseguida que era en su país natal, y cómo él aprendió tal ciencia de grandes maestros quienes a su vez habían aprendido de los mismos apaches, y la practicaba con pericia y asombroso éxito. Mencionó de pasada su amistad con personalidades de más allá del atlántico a las que había administrado sus remedios con éxito, aportando cartas personales del general Grant y del propio Lincoln, que elogiaban su eficiencia y buena conducta como médico militar, y terminó recordando fugazmente su carrera política en el Canadá, donde rechazó un puesto de parlamentario porque:

—He nacido para sanar, señores, y les aseguro que tratar de desempeñar una tarea similar desde la política es de lo más frustrante.

La solemnidad con la que el americano hablaba de su pasado, la vehemencia con la que defendía sus ideas, la firmeza de su mirada lo dotaba de la sinceridad que tienen los hombres seguros de sí mismo. Era comprensible el triunfo social del médico indio.

A los postres se suscitó un enconado debate entre el teniente Hamilton-Smythe y el mismo Tumblety sobre la ciencia y los males y bienes que al hombre trae. Ambos polemistas no eran muy doctos en la materia que trataban; el oficial disparaba con andanadas de pobres argumentos nacidos de su recalcitrante puritanismo y Tumblety se defendía, bastante bien por cierto, con cargas de evidencias de lo más disparatadas. Amparaba la ciencia sin conocerla y sus ideas eran una mezcla de extrañas teorías entresacadas de certezas medio oídas y apenas entendidas, y simples mentiras de buhonero. Torres se limitó a asentir en ocasiones, interviniendo lo menos posible, pese a que sabiendo Tumblety de la educación científica del español, insistió una y otra vez en que tomara parte y opinara, tal era su atrevimiento.

—Dice que ha recorrido el continente, señor Torres, y seguro que ha notado que allí está en auge cierta corriente que concilia antiguas medicinas, llamémoslas «naturales», con los últimos descubrimientos. Si ha estado en Alemania habrá oído…

—No, no he tenido la fortuna de pasar por allí. Por otro lado no sé gran cosa de medicina.

Terminada la cena, pasaron a una pequeña salita a tomar un licor antes de comenzar el juego, todos menos Caine, que dijo tener que ocuparse de su correo.

—El pobre Hommy Beg se encuentra algo cansado —excusó el doctor indio a su amigo, empleando ese cariñoso apelativo infantil—. Es un artista en el fondo, y los artistas suelen sumirse en el tedio cuando la conversación torna hacia la ciencia.

En la sala estaban los sabuesos negros de Tumblety, y lejos de sacarlos para que no molestaran durante la conversación, los mandó sentarse y allí permanecieron a sus pies, gruñendo de cuando en cuando. Los tres invitados, una vez superada la molestia de esos grandes y amenazadores animales, notaron un par de extraños ornamentos sobre la repisa de la chimenea, tan turbadores como los perros. Allí descansaban dos urnas de cristal selladas, llenas de algo sumergido en un líquido ambarino, custodiando un pequeño cuadro, un bordado en el que fulgían en letras rojas cuatro estrofas de un poema enardecido, tan grandilocuente como el propio Tumblety. Sin que estuviera clara la naturaleza de los objetos que rodeaban esas rimas, su aspecto y su colocación, fuera de lugar en la decoración tan cálida del cuarto, resultaban incómodos.

—Oh —exclamó Tumblety mientras ofrecía tabaco—, veo que han reparado en mis… mmm… ¿cómo llamarlos? —«Monstruosidades es lo que yo les llamaría», susurró De Blaise al oído de Torres en francés—. Los considero mis trofeos, muestras de la maravilla que es el organismo del hombre, mi modo de rendir homenaje a esa creación divina que usted tanto respeta y defiende, teniente.

—¿Qué son? —preguntó De Blaise alzando uno de los frascos al trasluz.

—Ese que usted sujeta contiene un páncreas, teniente De Blaise, este otro guarda un útero en perfecto estado de conservación.

De Blaise dejó caer el tarro, que recogió antes de que llegara al suelo un sonriente Tumblety. Hamilton-Smythe a su vez soltó un «Santo cielo» espantado.

—Vamos caballeros, somos todos hombres civilizados. Es solo parte de mi colección de órganos.

—¿Y lo considera una colección normal? —preguntó Hamilton-Smythe.

—En un hombre de ciencia y un médico como yo, sí. No se trata de un capricho, los necesito para mis estudios. Bien, ¿una copa antes de ir para allá? —Y se dispuso a servir el whisky, que De Blaise apuró en un solo trago.

—¿Está lejos su Ajedrecista? —preguntó Torres mientras se sentaba junto a la chimenea.

—Como era de esperar nuestro amigo el ingeniero español parece muy impaciente por empezar este pequeño juego. No se apure, no tardaremos mucho.

Perdone que insista en este punto, doctor Tumblety —dijo Hamilton-Smythe, que se mantenía en pie—. ¿Afirma que está en posesión del ajedrecista de Maelzel?

—En efecto, ya lo vieron ustedes mismos.

—Tenía entendido que ardió en los Estados Unidos hace veinte años.

—Es indudable que este no es el caso. No me es posible revelarles cómo tan importante objeto ha llegado a mis manos, no porque haya nada siniestro en ello, es simple ética en los negocios. Las personas por medio de las cuales obtuve el Ajedrecista deben mantenerse en el anonimato.

—No veo la necesidad de ese secretismo —dijo De Blaise.

—La discreción es siempre una virtud en estos asuntos, discúlpenme, pero prefiero no desvelar la identidad de personas que puedan comerciar con tan importantes objetos. En todo caso es irrelevante para lo que nos ocupa. Lo importante es que obra en mi poder la prodigiosa máquina que fabricó Johann Maelzel…

—No —zanjó Hamilton-Smythe con excesiva sequedad.

—¿No?, ¿insinúa que miento, teniente?

—No pretendo ofenderle en su casa, Tumblety, pero no es correcto lo que ha dicho. Primero no es tan prodigiosa la tal máquina y dentro de unos minutos lo probaremos, y segundo, Maelzel no fue quién construyó al Ajedrecista. Aunque se le conozca muy a menudo con ese nombre, Maelzel compró el Ajedrecista a su creador, Wolfgang von Kempelen, un funcionario del Imperio Húngaro del siglo pasado, un ingeniero, como usted señor Torres, matemático, físico, lingüista; un hombre sobresaliente.

—Favor que usted me hace, teniente, no gozo yo de tanta «sobresaliencia».

Sonrió Torres, y luego añadió:

—Parece admirar mucho a ese von Kempelen.

—No. Era muy brillante por lo que yo sé, pero ha pasado a la historia por ese gran fraude que es el Ajedrecista. —Tumblety sonrió displicente ante esa afirmación, y apuró su copa—. Lo vendió a Maelzel pocos años antes de morir, después de décadas de pasearlo por toda Europa, exhibiendo esa burda imitación de la vida.

—¿Y cuándo dice que construyó la máquina?

—Allá por el mil setecientos setenta, más o menos, no recuerdo bien la fecha. Fue fruto de un reto, por cierto, como lo que hoy nos ha reunido aquí a nosotros. La emperatriz María Teresa, monarca muy interesada en las ciencias, recibió a un famoso prestidigitador francés, un tal monsieur Pelletier, miembro de la Academia de las ciencias de París, que entretenía a su público con una serie de «juegos magnéticos». Tras la representación del francés, a la que asistió Kempelen, y en la que desveló todos los artificios que el galo presentó gracias a su perspicacia y a sus profundos conocimientos científicos, su Alteza Imperial pidió a su súbdito que realizara un prodigio que superara todos los trucos de todos los magos del momento. Kempelen, incapaz supongo de hacer nada mejor, apareció a los seis meses presentando ese falso Ajedrecista, y ahí empezó este gran embuste.

—¿En qué sentido era un embuste? —siguió preguntando Torres, que parecía el más interesado en el tema. Tumblety se limitaba a poner irónicas expresiones.

—Durante las exhibiciones, von Kempelen, o Maelzel, o quien fuera que estuviera en posesión del Ajedrecista y lo explotara…

—¿Hubo más poseedores? —esta vez fue De Blaise.

—Sí, a la muerte de Maelzel sus propiedades se subastaron, y el Ajedrecista acabó en manos de un médico americano, un tal doctor Mitchell, que también trató de lucrarse con la estafa… ah, y por supuesto tenemos a nuestro doctor Tumblety.

El aludido inclinó la cabeza burlón, y matizó:

—Le recuerdo que yo no cobro entrada alguna ni exhibo a esta maravilla.

—Sólo apuesta con él —dijo Hamilton-Smythe.

—Lo que espero que sea un modo de lucro para nosotros, no para usted —dijo De Blaise.

—Todos los propietarios se mantenían presentes junto a la máquina y su oponente durante las partidas —prosiguió Hamilton-Smythe ignorando el comentario—, y es bien posible que fueran capaces de manipular al autómata mediante un sistema de hilos o imanes, o hacer algún tipo de señas al jugador que de seguro se escondía en las tripas de esa marioneta falaz. Muchos que presenciaron las exhibiciones afirmaban eso.

—¿Estaban presentes?

—Y manipulaban en ocasiones al autómata, fingían ajustar algo de la maquinaria, o con cualquier otro ardid. Es seguro que pasaran información a un cómplice en el interior de la figura del Turco. ¿Cómo? Con gran habilidad, desde luego, puesto que nadie…

—Discúlpeme, pero creo que fueron más los que quedaron asombrados del Ajedrecista y lo calificaron de «el mayor prodigio tecnológico del siglo», que los que dudaron de él —dijo Tumblety y después de mirar a su oponente con largueza, añadió—: No solo cree que fuera falso, sino que lo desea con fervor, teme que no sea así, ¿me equivoco, teniente?

¡Diantre!, no, no lo deseo; tengo completa seguridad de que ese Ajedrecista es imposible, a menos que se trate de un engaño, un juego de títeres, sombras chinescas. Porque de lo contrario… miren. —Hamilton-Smythe buscó algo bajo su guerrera, sacó un papel que se puso a leer—. Es una copia del artículo que el señor Poe escribió con ocasión de una exhibición que hizo Maelzel en Richmond, en mil ochocientos treinta y cinco. Sirva de ejemplo, Poe no fue el único que vio la trampa tras todo ese espectáculo. Bien, pues el señor Poe dijo… leo: «es por completo cierto que las operaciones del autómata son guiadas por una mente, y por nada más… la única incógnita es el modo en el que la intervención humana es llevada a cabo». —Volvió a guardar el documento en su pecho, y mirando a toda la concurrencia con gravedad, dijo—: Porque de lo contrario esa mente necesaria para jugar al ajedrez no es humana, sino artificial, y eso es inconcebible, la peor de las blasfemias.

Todos guardaron un silencio incómodo, en aquel tiempo de modales tan rígidos como afectados, la irrupción del profundo fanatismo era siempre desconcertante, aunque estuviera cargado de razones, como parecía estar en este caso. El Monstruo, al que poco podían perturbarle los excesos, habló y zanjó el debate.

—Caballeros, esta agradable discusión, como no podía ser de otra manera hablando con caballeros tan instruidos, también es muy fútil pudiendo dirimir nuestras diferencias en el irrebatible terreno de lo empírico.

—Tiene razón —dijo De Blaise apurando su copa, su segunda copa—. Esta tertulia es excelente, el whisky inmejorable, pero sinceramente prefiero no prolongar demasiado la reunión entre caballeros, a menos que se hable de deporte.

—¿Echa algo de menos, teniente? —preguntó Tumblety mientras sacaba por fin a los perros de la habitación.

—Ya le digo que su whisky es magnífico y muy aromático, doctor, aunque prefiero el perfume de una mujer.

—Vamos, no me dirá que el punto de vista de una fémina hubiera aportado algo a nuestra charla.

—Belleza, ¿le parece poco?

—Sí. —El americano cerró con demasiada brusquedad la puerta tras sacar a sus perros, que empezaron a ladrar a través de ella—. Yo le diré lo que aportan las mujeres: nada en el mejor de los casos y lo más habitual es que traigan el desconcierto y la cizaña; la manzana del pecado. Hay algo en la condición femenina que las hace incapaces para cualquier actividad, salvo la de procrear, actividad esta que comparten con vacas, cerdas y hasta el más inmundo representante del reino animal. Son propensas al juicio ligero, al engaño o a la distracción veleidosa si no quieren ser muy severos; a la traición, para ser más precisos. Admiro profundamente a su país, caballeros, que me ha acogido tan bien, pero hay algo pernicioso en ser gobernados por una mujer. Sean sinceros, ¿cuáles son las virtudes que ensalzamos en ellas? La belleza, el alimento de la vanidad, que no es otra cosa que la máscara que usa el engaño. La discreción, que es un modo de disfrazar la mentira. La abnegación por los hijos, cuya finalidad es manipular a los jóvenes y hacerse así con el gobierno del hogar, que debiera siempre quedar en manos del varón. En cambio la razón, el valor, la lealtad… son virtudes desconocidas por ellas, virtudes masculinas. Esas perras de presa son fuente de todos los pesares y las angustias del hombre. Si son bellas, pronto acaban cayendo en el adulterio, víctimas de su débil voluntad, incapaces de resistirse al tornadizo carácter que todas poseen. Si por el contrario no son agraciadas, su naturaleza luciferina las dota de una malsana astucia, que no inteligencia, para pergeñar las más viles ofensas. Si ven a un buen hombre sufrir, detrás estarán las arteras intenciones de…

Los tres permanecían en silencio, quietos, consternados. Ni siquiera cuando las palabras de Tumblety apuntaron aunque de refilón a la Reina, los dos oficiales británicos movieron un músculo. La crispación con la que el doctor indio pronunciaba aquella diatriba era excesiva, desaforada, como los ladridos de sus mascotas. Apretaba los puños hasta blanquear los nudillos y hacía gestos como si estuviera arengando a la multitud hacia una enloquecida cruzada. Cuando reparó en la mirada de sus invitados, calló azorado. Ya solo se oían a los sabuesos. Dio una orden que ambos animales obedecieron y él se disculpó.

—Perdonen mi… entusiasmo. Estuve casado, saben, y mi esposa me fue infiel. No es una falta que cualquier hombre aguante con serenidad, discúlpenme. En todo caso, hemos venido para otra cosa. Vayamos a ver al Ajedrecista.

Salieron los cuatro, yo estaba adormilado, recostado contra el coche que aún los esperaba. Hall Caine, el querido Hommy Beg, quedó en casa tras despedirse de su amigo tomándole la mano en actitud demasiado familiar, circunstancia que seguro todos percibieron ahora que, después del incomodo episodio de minutos antes, lo observaban con atención. Subieron al coche y yo lo hice al pescante, pues ya no había sitio para mí al añadírsenos Tumblety.

—Se va a empapar allí arriba —dijo el siempre atento Torres—, parece que va a arreciar.

—No se apure, señor —dijo el cochero de lord Dembow, mientras me tendía un amplio capote—. Su criado puede guarecerse con esto, yo no lo necesito. No me afecta la lluvia ni el frío. —Eso hice.

Fuimos hacia el este, a la Isla de los Perros, que no es una verdadera isla, sino una península formada por un acusado meandro del Támesis. Eso no es del todo cierto, el City Canal, habilitado para evitar que los buques perdieran el tiempo negociando la curva del río y donde se encuentran los magníficos West India Docks, corta la isla del resto de Londres, al que se mantiene unida por puentes a través de los que circula el tren. Así, la Isla de los Perros quedaba a un tiempo unida y aislada de la ciudad, convertida en un centro industrial donde se ubicaban astilleros, entonces ya no tan activos como hacía veinte años, y centenares de empresas, carboneras, conserveras e instalaciones portuarias. Emporios industriales gobernaban el tiempo y el espacio en la Isla. Claro está, allí abundaban los almacenes y otros edificios fabriles donde bien se podían guardar autómatas del siglo pasado.

Hubiéramos podido ir en tren si los horarios hubieran acompañado; nadie se planteó esa opción. A esas horas la ciudad era muy transitable, apenas tardamos. Por si fuera poco, las calles se vaciaron bajo la lluvia. Aun así yo, ya que no podía proteger a mis amigos del mal que los acompañaba, mantuve mi vigilancia por lo que viniera de fuera, tarea imposible con la oscuridad acrecentada por el torrente que nos caía, demasiadas sombras sospechosas por escrutar, y con la continua distracción del chofer, tan campante bajo la lluvia, que no me hablaba, pero no cesaba de cantar cancioncillas soeces.

Tras esperar a que un lento vapor negociara el canal, cruzamos por el puente y nos adentramos en la Isla. Desde las cinco de la mañana aquello era un ensordecedor caos de sirenas y sonido de maquinaria. Una aglomeración de serrerías y siderurgias, de metal y chispas, de humos oscureciendo el cielo y de inmundicias apagando el Támesis. Ahora era de noche, y el silencio y la soledad gobernaban todo. Las calles, estrechas y retorcidas entre las humildes viviendas de tres o cuatro pisos para trabajadores cuyo mundo se circunscribía a la Isla, ajenos a la vitalidad de la City, cercana pero seccionada por el canal, resonaban con los ecos de nuestro tiro. No había muchos establecimientos públicos, la mayoría cantinas donde marinos y obreros, que hoy parecían desaparecidos, cambiaban viejas historias.

Terminó el trayecto en un viejo almacén en la parte oeste de la Isla de los Perros, uno más entre una línea larga que jalonaba el muelle de Millwall, a escasos metros del río. Un edificio alto, con tejado a dos aguas y en aparente desuso a juzgar por los desconchones y deterioros que se adivinaban en su fachada. Desdibujado y oculto por la cortina de agua que nos caía se vislumbraba un viejo letrero sobre el portón, del que apenas se entendían las primeras letras: Great E… y algo más, bajo ellas, una cifra de más reciente escritura: 1558. La altura de esa fachada y su deterioro extinguieron la alegría que traían los caballeros, parecía que ese depósito solo estaba diseñado para almacenar cosas feas, tristes, las más tristes. Uníase a eso el ambiente lóbrego, solitario, lejano al Londres que conocían, como si la ciudad hubiera desaparecido y solo quedara el reflejo desvaído de los peores recuerdos de sus habitantes. Dicen que aquello fue hace mucho un pantano, y no me sorprendería que los vapores pútridos que de él emanaran tiempo atrás hubieran permeado el suelo, el aire y el cemento de los muelles; aún seguían ahí.

No se veía un alma, lo que inquietaba y apaciguaba el ánimo por igual. ¿Quién, que no fuera un grupo de jóvenes aventureros tras una estrambótica apuesta, podía frecuentar esas frías soledades? Por lo menos, la lluvia y el río cercano apaciguaban el hedor que seguro llenaba esos parajes y que hubieran molestado a los caballeros, no a mí.

El cochero insistió en irse, aduciendo que no quería dejar los caballos del señor ahí, a la intemperie y en tan desagradable barrio. Tumblety sugirió que volviera dentro tres horas.

—Una hora por partida, supongo que no nos llevará mucho más tiempo. —Sonrió mordaz, y ofreció dinero al conductor.

—Por dios, señor —dijo este, rechazando el dinero—, no tiene que darme nada. El señor ha dicho que esté a su disposición y eso haré. Estaré aquí dentro de tres horas.

El coche se fue acompañado del ruido de los cascos sobre el empedrado húmedo, y nos dejó, solos.

Tumblety abrió el candado que cerraba el almacén. Entramos, la lluvia se filtraba por el techo, rebotando y sonando aquí y allá. El olor a cerrado y a pescado de tres días hizo que los señores protegieran sus narices con pañuelos. Tras encender unos candiles, apareció de las tinieblas el cuartucho que vieran en la foto tridimensional, aunque ahora, libre de los marcos físicos del retrato, parecía mucho más amplio, y más desagradable. Una gran nave llena de trastos y bultos oscuros, cuya naturaleza en nada apetecía descubrir. Tumblety fue colocando sillas ante un gran bulto cubierto de lienzo rojo situado justo en el centro, en silencio, sacudiéndoles antes el polvo.

—Caballeros, aquí lo tienen. —Y con ampulosa afectación retiró la cobertura. Allí estaba el autómata, como debió aparecerse ante la emperatriz de los austrohúngaros hacía un siglo, en escenario más regio. Con esa luz tenue el maniquí con aspecto de turco cobraba un poco más de vida. Esos ojos hueros, fijos en mí, parecían andar a medio camino entre lo vivo y lo inerte.

Visto entonces, al natural, las dimensiones del Ajedrecista se redujeron un tanto. El escritorio ante el que se sentaba el Turco mediría metro y medio de largo por cerca de uno de profundidad, y algo más de alto. Se sustentaba en cuatro pequeñas ruedas de color broncíneo que lo alzaban un poco del suelo.

El pupitre estaba dividido en su frente por tres puertas iguales, bajo las que había un cajón ocupando todo lo largo del mueble.

Los presentes se fueron sentando, despacio, ensimismados en la contemplación de un trozo de pasado.

—¿Es… es el de Maelzel? —preguntó De Blaise.

—De von Kempelen —matizó Hamilton-Smythe con reverencia—. No puede ser…

—Les aseguro que lo es, señores —dijo Tumblety—. Y de no serlo, no somos tratantes de antigüedades después de todo. No es la autenticidad de esta pieza lo que nos ha llevado hasta aquí. Sea el Ajedrecista de von Kempelen o lo haya fabricado yo el mes pasado, afirmo que esta máquina puede derrotar a cualquiera de ustedes, y hasta a un maestro reconocido del ajedrez que nos acompañase. ¿Dispuestos?

Todos asintieron y Tumblety comenzó con la exhibición. Como había asegurado que haría, permitió que la vista inquisitiva de los fusileros y el señor Torres escrutaran las tripas del autómata hasta quedar satisfechos. El americano sacó del bolsillo de su chaleco un juego de llaves del que escogió una para abrir la puerta de la izquierda del escritorio, alumbrando con un candil lo que había dentro. Todo el interior parecían ruedas dentadas e intrincada maquinaria de relojería, entre la que sobresalía un grueso rulo horizontal con un complicado diseño de hendiduras grabado, como el cilindro con púas de una caja de música o una pianola, pero mucho más abigarrado. Tumblety fue a la parte de atrás del Ajedrecista y allí abrió otra puerta que se oponía directamente a la que había dejado abierta al frente. Movió la luz e iluminó por detrás toda la maquinaria; para un lego como yo parecía un intrincado embrollo de piezas de poca utilidad.

Cerró las puertas a continuación para abrir el cajón de abajo, de donde sacó un tablero de ajedrez y las piezas, de color rojo y marfil tanto el uno como las otras. Lo dejó sobre la mesa y abrió las dos puertas restantes. Dentro, además de la similar colección de componentes metálicos, aunque en menor densidad, había un cojín rojo, una pequeña caja de madera y un tablero lleno de letras doradas, objetos que Tumblety depositó con mimo sobre una pequeña mesa junto al Ajedrecista. De nuevo abrió puertas traseras e iluminó por ahí los mecanismos, moviendo la luz minuciosamente, desvelando cualquier sombra, cualquier resquicio…

Sin cerrar las puertas, giró al autómata sobre sus ruedas, mostrándonos la espalda del Turco, que parecía sentado y torcido, en postura muy incómoda tras el escritorio. Levantó… sin pudor alguno los ropajes del muñeco, dejando a la vista dos compuertas más en lo que debieran ser la espalda y el muslo izquierdo, sin relación anatómica real con sus homónimos humanos. A través de ella se vieron más piezas, ruedas y resortes. Giró de nuevo el autómata, hasta… hasta revisar cada costado, cerró las puertas y arregló las ropas del Turco. Entonces, con la celeridad de los movimientos repetidos más de una vez, colocó el almohadón bajo el codo izquierdo del muñeco, retiró la larga pipa de la mano izquierda, dispuso el tablero y las piezas sobre la mesa ante el autómata con mucho cuidado, y por último empezó a manipular en los mecanismos a través de una de las puertas traseras. Una vez acabadas estas e… maniobras, colocó y encendió dos candelabros de tres velas a cada lado del tablero, respiró profundo, se atusó la ropa y quedo de pie, tieso como el propio autómata.

—Caballeros, el Ajedrecista está dispuesto. —Yo no vi trampa ni cartón, y desde luego el examen de aquel artefacto fue tan minucioso como Tumblety había prometido. A juzgar por la expresión del resto de los asistentes, ninguno había encontrado al socio del médico indio, al enano o al niño que pudiera estar oculto allí. ¿Quién será el primer oponente?

—Creo que lo más oportuno es que sea yo —dijo rápido el teniente De Blaise—. Si ganara, lo que supondría algo extraordinario en los anales del ajedrez, además de una prueba irrefutable de que esa máquina que nos mira tan impertinente carece por completo de la más mínima capacidad de raciocinio, sería ya innecesario el resto de partidas. No estaría bien aprovecharse del buen doctor indio, tras haber sido un anfitrión tan espléndido.

—Como guste, teniente… Las únicas reglas que he de imponerles, si se avienen a ellas, son las siguientes: el Turco juega con blancas… Una vez posada una pieza en una casilla, no podrán nunca, y digo nunca, echar atrás el movimiento. Y lo que es más importante, las piezas habrán de colocarse lo más centradas posibles en cada cuadrícula. ¿Correcto? Pues acérquese, teniente; siéntese ante el Ajedrecista.

De Blaise se levantó sonriendo a… sonriendo a…

… a su camarada y a Torres. Era un gesto nervioso, diferente a su habitual despliegue de alegría y desenvoltura. La oscuridad, en el más amplio sentido de la palabra, había apagado las efusiones del teniente. Por el contrario, tanto Torres como Hamilton-Smythe se defendían de esta extraña experiencia de modo muy distinto a esa falsa actitud jocosa… cada uno según su temperamento; el primero manteniendo su acostumbrada serenidad al concentrarse, y el segundo con una obstinación excesiva en su mirada, ambos algo más tensos de lo que los había visto hasta el momento. En cuanto a mí, me mantuve atrás, en pie y asustado, sin saber muy bien por qué. El teniente se sentó delante del ajedrecista, inseguro, lanzando miradas fugaces a sus camaradas. Tumblety fue al lado izquierdo del autómata y metió una gran llave en un hueco del escritorio.

Un silencio tirante… un silencio llenó el lugar en cuanto terminó de girar la llave. Luego un sonido de maquinaria, un tictac intenso, surgió del interior del autómata. Los ojos del Turco… creo que brillaron, muy levemente, no puedo asegurarlo; la media luz de los candiles, el olor a polvo y pescado… algo cambió en su aspecto.

Movió la cabeza. Faltó muy poco para que saliera corriendo, y creo que noté algún respingo en el resto de los presentes; desde luego, De Blaise casi se incorporó de la silla. El autómata giró la cabeza a un lado, muy despacio, muy despacio… muy… luego al otro, como si estuviera reconociendo a los presentes. Luego miró el tablero, levantó el brazo izquierdo y movió el peón de alfil de reina.

De Blaise miró… miró… hacia atrás.

—Se ha movido —dijo, manifestando la sorpresa de todos.

—Adelante teniente —dijo Tumblety—, mueve usted.

La partida prosiguió, movimiento a movimiento, sin que Tumblety interviniera en nada. Se sentó junto a Torres y no se acercó al Turco, excepto cada diez o doce movimientos, para de nuevo darle cuerda. Fuera de eso… se limitaba ocasionalmente a hacer crípticas manipulaciones en la caja y el tablón con letras que antes sacara del autómata, siempre adornado de cierto secretismo de vodevil mágico… mágico…

Sí, estoy cansado… cansado… pero si me permiten un minuto. Podré seguir… seguir… oh… si ustedes quieren claro.

Aquí… si pudieran abrir el paso de ese… sin estos tubos yo… Sí, denle ahí… Gracias.

Ahora. Ya me encuentro mejor. Son demasiados recuerdos. Esperen que siga con estos… sí. Estábamos… en la partida.

En media hora el enfrentamiento se decantó del lado de la máquina. Efectivamente, De Blaise no era un jugador avezado. En cierta ocasión, al inicio de la partida, el teniente movió un caballo como si fuera un alfil, por descuido sin duda, aunque bien sirvió para probar al Turco. El autómata, agitó la cabeza y volvió la pieza que había sido movida erróneamente a su lugar de origen. Luego hizo su movimiento, jaleado por la sonrisa de satisfacción de Tumblety.

—Ha perdido su turno, teniente —dijo—. No se puede engañar al Ajedrecista, si hace un movimiento incorrecto él se dará cuenta, y lo deshará.

—Un comportamiento no muy deportivo, por cierto —respondió De Blaise—. No me resulta nada agradable su autómata, debiera mostrar algo de comprensión con los neófitos.

Mientras se desarrollaba el juego, todos los que allí estábamos fuimos poco a poco acercándonos a la mesa, y Tumblety no puso objeción alguna, por el contrario él se alejaba cada vez más, haciendo imposible imaginar cómo actuaba sobre la máquina. Torres y Hamilton-Smythe observaron a placer las evoluciones del autómata, sus movimientos precisos y hasta cierto punto dotados de gracia, como un bailarín de juguete. Nada dejaron ver de lo que opinaban en sus expresiones. Tan cerca estaban todos del Turco al llegar al final que casi caen de la silla al oír decir al muñeco: «échec». Ya se imaginan cómo era la voz del Ajedrecista, claro. No tan metálica como debiera ser la voz de una máquina, y no tan húmeda como es la de un hombre, un sonido desasosegador.

—Creo… von Kempelen ideó una máquina que hablaba —dijo Hamilton-Smythe, tal vez intentando reducir el susto de todos.

—Asombroso —dijo De Blaise, refiriéndose a la última media hora. Se dispusieron a jugar el resto de las partidas. Tumblety sugirió que, temiendo que todo se alargara demasiado, tal vez sería oportuno no jugar partidas enteras, sino a partir del juego medio, de este modo habría más oportunidad para cuantas revanchas desearan los caballeros. Mostró entonces un viejo libro, donde tenía dibujadas distintas posiciones de las piezas, hasta hacer la centena. Los jugadores podían elegir la partida que desearan. Tanto el inglés como el español estuvieron conformes. Yo no aguantaba más ajedrez ni más marionetas que no entendía. Salí a la noche húmeda, a despejar mi cabeza, tarea bien difícil.

Había escampado, no hacía demasiado frío y siempre me ha gustado cómo quedan las cosas tras la lluvia. Ahora nada parecía como una hora antes, nada se oía, y sin embargo se me antojaba que todo lo que me rodeaba, almacenes, el viejo astillero, el muelle, todo aguardaba, escuchando, vigilando como yo. Dicen que el nombre del lugar viene de que allí, años atrás, un perro estuvo ladrando la muerte de su amo, asesinado, y que así permaneció hasta que identificó al asesino. Hay quien dice que aún se pueden oír sus ladridos angustiados si uno aguza el oído, y el valor. Otros, más pegados al suelo, aseguran que es solo porque aquí guardaba sus perros Enrique VIII. No lo sé, yo intentaba oír ladridos en el susurrar del Támesis, y recordaba los perros de Tumblety, los perros del Monstruo.

Paseé hacia el río y allí me quedé, mirando el agua, con el pensamiento perdido no sé dónde. Había dos pequeñas embarcaciones al fondo, iluminando la superficie del agua con luces. Los marinos de ambas se gritaban algo, creí oír cruce de insultos y amenazas entre las tripulaciones. Buscadores de muertos. Daban doce chelines por cadáver recuperado de la tragedia del Princess Alice, y eso ya había provocado auténticas batallas navales en el río.

Observé una sombra sobre el agua, golpeando el muelle justo a mis pies, como quien llama a una puerta pidiendo auxilio sin apenas fuerza. Un cuerpo solicitando un piadoso entierro ya que no podía pedir vida, deseando escapar de Poseidón y su eternidad verde. Vaya, qué afortunado era, por fin algo a mi favor en ese desconcertante día. Incluso creí ver un brillo en él, una cadena de oro quizá. Más suerte de la que merecía, sin duda. Estaba pensando en cómo pescar el muerto, dónde esconderlo para que los caballeros no lo vieran y así regresar mañana por la mañana por él, cuando los lejanos improperios de los pescadores de cadáveres cesaron oportunamente, permitiéndome oír cómo la puerta del almacén tras de mí chirriaba. El teniente De Blaise salía a tomar el aire, supongo. Consultó su reloj y sacó una pequeña petaca de la que dio un trago largo y disfrutado. A un lado, en el callejón que mediaba entre nuestro almacén y el contiguo, iluminada por un rayo de luz, vi la inconfundible silueta de barril cojo de Eddie, acechando.

Un desconocido impulso se hizo conmigo impeliéndome hacia el domador de osos con toda mi furia. Estaría a treinta yardas, perdón, metros, y eso a mi paso suponía una larga distancia que atravesé con la velocidad de un toro saliendo a la plaza. Por supuesto Eddie me oyó, me vio, e hizo un gesto sorprendente en semejante situación, como reclamándome sigilo. Ni paré ni me preocupé por entenderle, le di un fuerte topetazo con las manos contra su pecho. Dio dos pasos hacia atrás, sin caer pese a su prótesis en la pierna, y sacó un cuchillo. Yo era muy fuerte y Eddie un feriante sin mucha experiencia en peleas. Con la mano derecha traté de agarrar la suya, la que sostenía el arma. Era mi mano torpe y fallé. Eddie sólo tuvo que apartar el cuchillo, pero eso me permitió atacar a fondo sin la molesta intervención de su hoja. Con mi otro puño martilleé por dos veces su frente amplia, de arriba abajo. La pierna falsa de Eddie cedió. Cuando cayó sentí un golpe en la mía, y luego una humedad que me corría por la pantorrilla.

Miré abajo y vi a Tom, el enano, que acababa de acuchillarme.

Por supuesto esta pequeña refriega no había pasado desapercibida, tengan en cuenta que mi ataque no fue especialmente silencioso, estoy por asegurarles que incluso lancé algún gruñido en la carga. El teniente De Blaise, a poca distancia del callejón, me había visto correr desde el fondo y desaparecer tras la esquina. Se acercó, lento y torpe, ya llevaba demasiada bebida encima.

—¡Santo cielo! ¿Qué significa esto? —No pudo decir más. De las sombras apareció Irving. Con mi misma fuerza pero mucha más movilidad, agarró por detrás a De Blaise en una presa que le quitó el aire. Mi pierna izquierda apuñalada flaqueó y la derecha hacía mucho que no me sostenía bien; caí rodando, al tiempo que veía plantarse a Pottsdale junto al inmovilizado oficial, mirándome amenazante con su bastón.

—Ray, Ray… qué decepción. Te enfrentas a tu familia una vez más, y eso no está bien.

—¡John! —El grito de Hamilton-Smythe hizo que todos volviéramos la vista hacia la puerta del almacén. Irving dio media vuelta y apretó más su presa sobre De Blaise, cortándole la respiración. Allí estaban el teniente, avanzando despacio y decidido, revólver en mano, apuntando a nuestro hombre lobo. Torres lo siguió y Tumblety quedó mirando todo desde el vano iluminado—. ¡Suéltelo o mandaré su alma al infierno ahora mismo!

—¡Señor mío! —gritó Potts—. Si se acerca más le pediré a mi amigo que degüelle al suyo. —A Irving solo le hacía falta un brazo para estrangular a su presa, el otro sacó un cuchillo que lamió con malsana lujuria. Hamilton-Smythe mantuvo el arma alzada y firme en el blanco, ignorando por completo al patrón y a la cobertura que su amigo ofrecía a Irving. Tal vez algo menos que firme, un temblor nervioso lo agitaba y una mueca de ira deformaba su rostro.

—Voy a matarlo, señor —dijo sin dejar de caminar—, a menos que lo suelte y se aparte… —La furia impidió que se apercibiera de que pasaba en su avance demasiado cerca de Potts, al alcance del largo de su bastón. Rápido, mi patrón le dio un bastonazo en la mano haciéndole soltar el arma.

Podía sorprender a Hamilton-Smythe con su lucha sucia; no a mí. Todo fue muy rápido. Tiré una patada hacia Tom, que se limitaba a mirar puñal en mano. Aun estando en el suelo le di en la cara y lo tumbe. Hamilton-Smythe se echó encima de Potts a quién derribó de un directo, la disciplina del pugilismo no parecía serle desconocida. Lamentablemente su golpe lanzó al villano cerca del revólver que yacía en el suelo. Yo no quedé quieto, me impulsé hacia Irving, que me daba la espalda mientras mantenía a su rehén amenazado. Lo golpeé en los riñones y cayó al suelo, liberando a De Blaise. El hombre lobo rodó sobre mí y tiró una puñalada al bulto que dio en mi brazo derecho, haciéndome un corte a la altura del bíceps, tras lo que se levantó ágil como era, hacia Hamilton-Smythe. Este se disponía a culminar su ataque pateando a Potts, que a su vez estaba a punto de coger el revólver de su lado cuando un pie lo apartó de una patada; el pie de Torres, que no permanecía ocioso en la refriega. El arma por fortuna, o por la mediadora mano de Dios nuestro Señor, fue a parar cerca del teniente De Blaise en el suelo. La cogió y disparó.

Irving, que saltaba puñal en ristre hacia Hamilton-Smythe, recibió un tiro en la espalda, Potts una patada en un costado, y sonó un silbato policial, todo a un tiempo.

El disparo, aunque desviado por la incipiente ebriedad del teniente, fue lo bastante certero como para terminar con la trifulca. La banda de fenómenos de feria se incorporó despacio, Eddie aturdido por mis golpes, como el enano, y Potts cargando con el malherido Irving.

—¡Fuera de aquí! —amenazó De Blaise sin soltar el revólver. Los cuatro se marcharon ayudándose unos a otros, no dejando de hacer aspavientos amenazadores y jurar futuras venganzas. Antes de perderse en la oscuridad, Potts me miró y paseó con lentitud su pulgar sobre el cuello.

En nuestro bando yo era el único herido. Tumblety, que era quién había hecho sonar un silbato, insistió para que entráramos de nuevo en el almacén. Torres y Hamilton-Smythe me ayudaron. El doctor indio se ofreció para atenderme.

—Nnn… no. —A mi mente olvidadiza volvieron los cuidados que el Monstruo derrochó con Bunny Bob doce años atrás.

—Venga, don Raimundo —me dijo Torres—, está perdiendo sangre. El corte del brazo no es nada, pero el de la pierna parece feo. Deje que le vendemos esas heridas mientras llega la policía.

—¿Quiénes eran esos? —preguntó De Blaise, que seguía vigilando en la puerta.

—Bribones —dijo Tumblety, tapando de nuevo al Ajedrecista, en vista de que sus cuidados por mí eran rechazados—, gentuza.

—De no ser por usted, don Raimundo, nos hubieran atrapado aquí dentro. —Torres mismo me hizo un rudimentario vendaje—. Una vez más tengo algo que agradecerle, lo tenemos todos. Seguro que hubieran robado su autómata de haberlo encontrado, señor Tumblety.

—Rrrrr… Raimundo.

Nos fuimos antes de que llegara ningún policía, si es que alguno había escuchado el silbato de Tumblety. No creo que esta urgencia en marcharse fuera por atender mis heridas, parecía más que Tumblety temía que mis compañeros de fealdad volvieran con un grupo más nutrido y enfadado. Difícil sería eso, conociéndolos como los conocía.

—¿Y dejará el autómata aquí? —preguntó Hamilton-Smythe—. Pueden volver por él…

—No se preocupe, está a salvo —respondió el americano agitando el candado de la puerta mientras la cerraba. Mucha fe ponía este médico indio en cierres y cadenas, que tan fácilmente son violentadas por los que saben. Añadió luego que no serviría de nada hablar con la autoridad del incidente, que se trataba de delincuentes de poca monta que habrían ya desaparecido en cualquier callejón. En cambio, afirmó, no era conveniente que el Ajedrecista trascendiera demasiado, supondría un cúmulo de molestias para unos y otros que no precisó. Hamilton-Smythe, tras la sorpresa inicial, estuvo en todo punto de acuerdo. Solo Torres señaló mi malestar y que debíamos esperar al coche, faltaba aún una hora para que regresara.

—Puede caminar, ¿no? —dijo Hamilton-Smythe refiriéndose a mí—. Ese vendaje provisional valdrá de momento. Volvamos por nuestros pasos, cuando nos encontremos con el cochero de camino, le daremos el alto. En casa de lord Dembow este buen hombre será atendido. —Luego me miró con sus ojos azul cielo—. Señor, es usted un valiente, no olvidaré esto, jamás.

Así hicimos. Caminamos en la oscuridad, yo apoyado en Torres, todos en silencio, vigilando. Ahora la noche y esos almacenes parecían cargados de un peligro conocido, algo que todos podíamos entender, no ese desasosiego que nos invadiera al llegar. Nada pasó. Torres, animado, empezó a charlar conmigo, casi susurrando, pues el ambiente tenía algo que invitaba a la confidencia. Yo no dije nada, mi tartamudeo sería más molesto que otra cosa, y así dejé que el español hablara, contándome lo ocurrido en casa del señor Hall Caine, con la confianza que tendría con un viejo camarada. Qué feliz y extraño me sentí a la vez. ¿Por qué me trataba así? No esperaba nada de mí, eso era evidente, y entonces ¿qué bien obtenía contándome lo sucedido esa jornada?

A no mucho tardar apareció nuestro coche y pudimos subir a él. Nadie hablaba del desagradable encuentro, que supongo todos creerían fruto del azar, peligro habitual en una ciudad como aquella, cuando en verdad era causa de la infinita codicia de Efrain Pottsdale, guiada por mi torpeza. Tampoco se dijo más sobre el Ajedrecista ni del resultado de la apuesta en liza durante todo el trayecto. No le di importancia, no recordaba ya nada del autómata ni del interior de ese almacén, solo sentía dolor y miedo, y no sabía bien de qué.

Dejamos a Tumblety en casa de Henry Hall Caine sin que yo viera que se pagara el envite por una u otra de las partes. Luego seguimos en el mismo coche hacia la casa de lord Dembow. Allí despertamos con prisa al mayordomo, quién nos acompañó hasta dentro y llamó a sus señores. En efecto, curaron mis heridas sin necesidad de llamar a un doctor; parece que entre el servicio del lord había hombres capaces y experimentados en remendar cuchilladas, incluyendo su propio hijo. Tanto Cynthia como su tío se preocuparon mucho por lo ocurrido, especialmente por el señor Torres, a quien lord Dembow invitó con insistencia a quedarse en su casa.

—No es preciso señor —respondió este—, un buen amigo de la embajada de mi país me ha proporcionado hospedaje confortable…

—No hay discusión —sentenció el lord—, no me perdonaría dejarle ir a estas horas de la madrugada.

—Se lo agradezco, pero no es necesario…

—No admitiremos un no. —Para sorpresa de Torres, quien se mostró así de categórico fue Percy, quien, para la mía, había acabado por atender mis heridas con buena mano.

—No discuta con mi familia —intervino Cynthia—, no están acostumbrados a recibir negativas. Mañana vendrá el doctor Greenwood y examinará a este hombre. Puede quedarse esta noche y las que precise mientras se encuentre en nuestro país.

—En dos días parto para el mío, les agradezco sus atenciones pero…

—No hay más que hablar —zanjó lord Dembow—. No puedo consentir que tras un feo encuentro como el que ha pasado se lleve mala opinión de esta tierra y de mis compatriotas. Tomkins, disponga cuanto antes un cuarto de invitados para el señor Torres.

A mí también se me ofreció refugio en las cocinas al que me negué, pese a no tener lugar a donde ir.

—Usted ha salvado la vida a Henry —me dijo Cynthia cogiéndome las manos, una mujer tan hermosa y en sus ojos al mirarme no vi otra cosa que gratitud—, no vamos a dejarle en la intemperie. Puede quedarse aquí cuanto precise… ¿Padre, no podíamos tomarlo a nuestro servicio?

Acepté, el pernoctar en tan buen resguardo, no el entrar en la casa de lord Dembow, cosa que nunca se me ofreció formalmente, tan solo fue el entusiasmo agradecido de esa preciosa joven. Me dieron un colchón abajo, cerca de la despensa, lugar que tuvieron la precaución de cerrar con dos llaves. Durante toda la conversación vi los ojos de Torres fijos en mí; él sabía que no me iba a quedar allí, de algún modo lo sabía. Cuando todos se durmieron, me levanté y salí por la puerta trasera con sigilo, maestro soy, más bien era, en el difícil arte de no hacerse notar.

—Don Raimundo. —Torres estaba allí, en el fresco jardincillo junto a las cocinas, esperándome.

—Rrr… Raimundo.

—¿Dónde piensa ir, alma de Dios? ¿De vuelta a ese horrible lugar? —Me encogí de hombros. Torres no había reconocido a nuestros agresores, era imposible, apenas había entrado en el callejón y allí solo habló con Eliza, no podía saber que no había retorno a casa para mí, ahora que estaba enfrentado con mi amo. Si antes el callejón fue una cárcel, ahora era la muerte. Estaba otra vez solo, otra vez en medio del mundo y solo. El que eso no fuera una novedad quitaba poca desesperanza a mi situación—. Ha mostrado valor y buen fondo, no debe regresar allí. Ande, ¿por qué no se queda con estas personas?

Callé de nuevo.

—No se encuentra cómodo, ¿cierto? —Suspiró, dando por terminado sus esfuerzos para convencerme.

Siempre fue así, capaz de saber lo que yo pensaba sin hablar una palabra; amigos singulares los que hace la vida. Era cierto, yo tenía el corazón negro de un delincuente, no podía quedarme ahí, temía morder la generosa mano de lord Dembow antes o después, o traicionar la confianza de la preciosa Cynthia, lo que me dolería aún más. Estos u otros reparos similares supuso Torres que yo tendría, y aun queriendo ayudar, no era hombre que impusiera su voluntad sin tener en cuenta las opiniones del resto, y conocía a las personas y sabía lo difícil que es cambiar hábitos arraigados en el ser, así como torcer el orgullo de los miserables, que en personas de mi calaña es el único tesoro que podemos guardar.

De su bolsillo sacó algo de dinero y trató de meterlo en mi chaqueta. Sé que no era una limosna, era un regalo o así lo sentí, pese a lo que algo en mi interior me hizo apartarme y decir:

—No.

Torres sonrió y no insistió más. Luego dijo:

—Qué día tan extraño, ¿verdad? —Y repitió más bajo, pensativo—: Qué extraño…

Salté la verja y miré al bosque. Un hombre patrullaba; no me vio. Otra cosa sería superar el enrejado que cerraba toda la propiedad, salir a la calle; ya lidiaría ese toro. Miré a Torres, le hice un gesto a modo de despedida y antes de irme un pensamiento fugaz se formó en mi mente yerma.

—¿Qqqq… quién ga… ganó la ap… apu… apuesta?

—Quedó interrumpida, y dudo que yo sea testigo del final si se reanuda, ya es hora de volver a casa. Qué extraño. —Luego me miró fijamente, y me tendió la mano—. Don Raimundo, no creo que nos volvamos a ver. Sé que haber charlado durante un día no es conocerse, pero es más que ser unos desconocidos. Que Dios le guarde.

Y no volví a verlo durante diez años, y no tendría que haberlo visto jamás, pero escribí aquella carta, aquella que Torres se volvería a meter en el bolsillo mientras iba hacia casa en compañía de su señora, en el fresco valle de Iguña.

—Leonardo, ¿me escuchas?

—Perdona. —La voz de su mujer debió traer a Torres de Inglaterra a los montes cántabros en un parpadeo—. Pensaba en él. Lo vi un día, un día muy peculiar, y ahora me escribe y me manda esto…

—¿Qué tuvo ese día?

—Mentiras, había mentiras por todos lados.

—Uy, me parece a mí que ya estás pensando en tus cosas. —Luz sería capaz de notar la intranquilidad en su marido. Si era esposa de alguien como él, tan poco hablador para lo suyo, debió de aprender el idioma de sus gestos y sus ánimos y repararía en cómo Torres arrugaba mi carta o en el modo que hacía girar en la mano el trozo de pipa—. ¿Es muy importante eso?

—Es parte de una máquina prodigiosa… si fuera cierto… «en perfecto estado de funcionamiento», dice…

—Pues… ve a verla como te pide.

—¿A Inglaterra?

—¿Por qué no? ¿Por qué…? A menos que pienses que ese hombre pueda causarte…

—No, tiene dignidad y honor, a su manera. Es que dejarte aquí por ir tras algo que puede ser una fantasía… y por el que no pagaré semejante disparate.

—Vamos… yo estaré bien, Leonardo. Tú eres quien parece distante, seguro que ni siquiera estás pensando en ninguna de tus ideas, ¿verdad? —Torres no tenía que responder para que ella supiera—. ¿Tardarías mucho en ese viaje?

—No creo… una semana o dos a lo sumo.

—Nosotros estamos bien aquí. La tristeza no se ira, lo sé, pero el tiempo la calmará, y eso solo puede ocurrir si vuelves a ser el de antes… Ve a por esa cosa, esa máquina y… y piensa.

—Tal vez… ni siquiera le encuentre, la carta está… fechada…

—Ve Leonardo… ve…