____ 02 ____

Imagino las montañas tal y como las describía el amigo Torres. Verde hasta emborrachar los ojos, castaños y hayas meciéndose en paz al arrullo del ábrego, el aire claro, nuevo, los calores del verano tienen que ser amables allá en el Valle de Iguña. Recibió mi carta recién fallecido su primogénito, y no sé a qué milagro postal he de agradecer el hecho de que llegara a ese pueblecito de Portolín, donde por entonces había fijado residencia con su esposa. Poco interés debía de tener en su estado por las noticias que le llegaran de alguien que apenas conoció diez años atrás cuando, conseguida ya su licenciatura en ingeniería, decidió recorrer Europa e impregnarse allí del ambiente artístico y de todo el saber que en aquella época de inocencia se prometía tan dichoso.

Imagino que andaría no lejos de su casa, sosegado en la frescura del atardecer de agosto, restañando con serenidad su pérdida, en la medida que es posible sanar dolor tan grande, mientras observaba cómo su mujer descendía por el pequeño teleférico de madera desde el cercano prado de Venenales, crujiendo al paso lento de un par de vacas que tiraban de los cables. En la mano, abandonada pero aún sin tirar, seguro que llevaba mi carta, prorrogada por la nota de un diligente miembro de la legación española en Londres.

Querido señor Torres:

Le escribo la que acompaña a la presente al dictado de este buen señor, Raimundo Aguirre, que siendo poco instruido me ha rogado que le hiciese el favor en virtud del conocimiento mutuo y, quiero creer también, de la amistad que a ambos nos une y a mí me honra. Vi al hombre apurado, asegurando que se trataba de un asunto muy importante que le atañe a usted. Accedí a esta petición por el buen recuerdo que dejó aquí su visita hace años y porque dio muestras de conocerle; si al final resulta en algún bien para usted, como afirma Aguirre, me sentiré más que complacido.

Aun así, le advierto que el tal Aguirre parece un truhán de muy baja estofa, y andaría yo con cien ojos si tuviera que tratar con él. Si me atrevo a seguirle la corriente ha sido por caridad cristiana, pues parecía urgirle mucho el mandarle estas letras, la misma compasión que intuyo le movió a usted para frecuentar su compañía. Si soy engañado por mi buena fe, sea, no quisiera pecar de impiedad por exceso de suspicacia. Desde luego, tampoco querría que usted, un caballero de tanta valía como demostró en su pasada estancia y un compatriota por demás, se viera perjudicado por algo en lo que mi mano, aún inocente, hubiera tomado parte. Así que le digo: ande con pies de plomo, señor Torres, que una mirada a la espalda ha salvado más de una reputación y hasta alguna vida.

Debido a que desconozco su dirección actual, enviaré la carta a Madrid, a la residencia de sus padres. Si no viviera en esa ciudad, seguro que se la harán llegar allá donde resida ahora.

Nada más y espero que todo sea para bien. Me despido esperando verle pronto por esta ciudad, a la que siempre estarán invitados usted y los suyos, y que se ennoblecerá por la presencia de un caballero español de tan altas virtudes. Por supuesto, le proporcionaremos acomodo a su gusto en cuanto nos haga saber las fechas en que disponga venir, como en su pasada visita.

Un saludo cordial.

Don Ángel Ribadavia

Secretario de Primera Clase

Embajada española en Londres, Reino Unido

Este tan laudatorio señor Ribadavia no era en realidad un gran amigo de Torres. Ambos se conocían por esa brevísima visita que hizo a Londres diez años atrás, donde acudió al joven diplomático recomendado a través de su padre, quien tenía cierta amistad con la familia de Ribadavia, para buscar ayuda al manejarse en aquel país, del que desconocía hasta su lengua. Entonces era un joven agregado recién asignado a la embajada, emprendedor, con iniciativa e impaciente por agradar. En diez años había alcanzado un importante puesto tanto en la legación española como en la sociedad londinense. Luego resultó un hombre cabal, un tanto singular, y de gran ayuda para Torres… No se apuren, vuelvo a la historia.

A esta carta le seguía la mía, del puño y letra de don Ángel.

Londres, a 3 de abril de 1888

Estimado señor:

Espero que se encuentre bien, y que goce de buena salud y fortuna. Disculpe el atrevimiento al dirigirme a usted así, tras tantos años, la urgencia del motivo que me mueve a escribirle lo justifica.

Vamos al asunto. Aspiro, pese a lo insignificante de mi persona, a que me recuerde de su pasada visita a esta isla. Yo no olvido las muchas gentilezas que tuvo para conmigo. Fue amable en extremo y se portó como el caballero que seguro es. Es por esto que su nombre ha sido el primero que ha venido a mi memoria en cuanto me he visto obligado a tratar el asunto que a continuación le expongo.

Obra en mi poder ese objeto que fue el catalizador de nuestro pasado encuentro. Le adjunto con esta misiva parte de él, que usted bien reconocerá, para que sirva de garantía de lo que le digo. Disculpe que no sea más explícito, pero apelo a su claridad de mente que hace innecesario más detalles, y a su buen juicio, que le hará entender la discreción que es preciso llevar en todo asunto referente a un objeto tan valioso y codiciado como el que nos ocupa.

Valoro mucho esta pieza, sobre todo tras escuchar las explicaciones al respecto que dio aquel oficial amigo de usted, pero lamentablemente y como en mí es habitual, no gozo en la actualidad de una situación desahogada y me veo a mi pesar obligado a desprenderme de ella. Muchos me han hecho ofertas, pero me resisto a vender algo así a una persona de menos merecimiento, a algún mercader que poco sabría del valor y la importancia del artículo en cuestión. Por eso me atrevo a dirigirme a usted, ofreciéndole yo la pieza en perfecto funcionamiento por la cantidad de cincuenta libras. Sé que es un precio mucho menor de su valor real, la urgencia de mis necesidades me impulsan a esta mengua en la tasa.

Si desea la compra debiera venir usted a Londres por él, pues me es imposible desplazarme, y menos con el objeto, hasta España. Apresúrese; mi situación es desesperada y mucho me temo que tenga que malvenderlo a un anticuario o feriante de poco gusto. Así, también es preciso que disponga de la cifra en metálico en el momento de la transacción, que efectuaremos en cuanto usted desee. De momento me alojo en la Pensión Comunal de Crossingham, en el 35 de Dorset Street, Spitalfields, Londres. En caso de verme obligado a cambiar mi residencia, dejaría la nueva al encargado.

Un saludo, y espero sinceramente verle a no mucho tardar. Solo usted tiene los conocimientos y el paladar para apreciar semejante obra.

Se despide, siempre suyo:

Raimundo T. Aguirre

Pensativo, extraería del bolsillo de su chaqueta el objeto que yo había mandado junto con la carta: la cazoleta de una pipa vieja y sin tiro, la prueba de que no mentía y de mi sincera intención de vender el hallazgo al único hombre que fue amable conmigo desde el desdichado Bunny Bob.

Luz, su mujer, no pudo tardar mucho en llegar al final del pequeño trayecto aéreo de doscientas yardas, donde unos hombres le ayudarían a descender de la silla, esos mismos lugareños que sonreían y se maravillaban del artefacto de ese extraño señor, alto y amable, que «no trabajaba en nada». Triste y serena debía ir mientras se acercaba, dando las gracias a los que le tendían una mano, tomaría en brazos a su alborozado hijo… no recuerdo su nombre, si es que andaba allí retozando, e iría pronto hacia su marido.

—Es muy cómodo —diría desde la distancia mientras se acercaba—, y no lo parecía.

—¿Te has mareado?

—Nada. Es agradable ver todo pasar tan abajo. El camino de Silió parecía tan estrechito… ¿a qué altura pasa?

—Ciento treinta y cinco pies… —Vaya, mejor dejaré las medidas británicas que, al menos a uno de ustedes, no le serán muy familiares. Es un sistema antipático, pero tiene cierto sabor antiguo… en fin utilizaré el más racional sistema métrico a partir de ahora, haciendo homenaje a mi amigo Torres, de alguna manera.

Retomando la situación, Torres respondería a su señora algo como:

—Unos cuarenta metros.

—Parecieron más. Con este aire tan rico se le quita a una el vértigo.

—Ves mujer, tanto santiguarse. Es más seguro que un coche.

—Ya lo sé, si lo has hecho tú, así tenía que ser. —Debían de ir paseando del brazo hacia casa, tranquilos, reconfortándose el uno al otro sin necesidad de hablar del dolor que aún les pesaba—. ¿Crees que este invento tuyo interesará a alguien?

—¿Por qué no? La gente tiene que poder salvar cortes y escarpaduras sin necesidad de dedicarse al alpinismo, ¿no?

En algún momento su mente debió volver a mi carta, que arrugaría en sus manos, gesto en el que Luz tuvo que reparar.

—Sigues pensando en el hombre que te escribió desde Inglaterra. Nunca me hablaste de él.

¿Por qué iba a hablar de mí? A sus veinte años cruzaba Europa, embelesado por la belleza de Italia, bebiendo todo el soberbio arte que vio allí, fascinado por las mentes prodigiosas que encontró en Francia: Henry Poincaré, Appell, Cheng, Maurice d’Ocagne, atrapado por la majestad montañosa en Suiza, quién sabe si imaginando allí sus teleféricos saltando de pico en pico… ¿ante eso qué podía recordar de su fugaz paso por Inglaterra y nuestro esperpéntico encuentro de barraca de feria?

No, nada, hasta que mi carta agitó la profunda imagen que dormía entre tantas otras de aquel viaje. La aventura que junto a mí tuvo allí, aunque fugaz, fue lo más extraño que le había ocurrido nunca, y el preámbulo de lo que vino después.

Yo estaba allí antes que Torres. No les aburriré contando las penurias y vicisitudes de una vida entregada a la barbarie y la depravación, sometida a perpetuas humillaciones y lejana de la luz de Dios; mi mal vivida vida. Tras el final de la guerra seguí rebotando de cárcel en cárcel, de miseria en miseria, años desperdiciados en alcohol o pecados. Crucé al viejo mundo huyendo de… lo que fuere. Seguí envileciendo mi cuerpo y mi espíritu en tierras irlandesas y británicas, hasta terminar en septiembre de mil ochocientos setenta y ocho como una atracción más en un desfile de monstruos. Un hombre sin cara, que anda como un muerto resucitado, habla con infinita lentitud y piensa aún más despacio no puede encontrar otra ocupación; la mendicidad, el delito o la degradación pública, esas habían sido mis opciones durante los treinta y cuatro años de mi vida, por lo menos en los últimos diez.

Todo lo que la naturaleza me había quitado no menoscababa… de acuerdo, dejémoslo en que me lo quitó mi mala fortuna, o mi estupidez y mi miedo, como gusten; la cuestión es que mis muchas taras me incapacitaban para llevar una vida normal, pero esta merma no afectó en absoluto a mi fortaleza física, que los años de mal trato y trabajo duro habían desarrollado hasta hacer de mí un hombre formidable, al menos en mi mitad izquierda. Esta circunstancia me libró de muchas penurias, pues en el mundo de los fenómenos de ferias la crueldad es moneda de cambio. Mi vigor impidió que sobre mí se ejercieran demasiados abusos, es más, era yo el despiadado y cruel con mis compañeros de deformidad. Así, Pottsdale, el feriante que era el dueño de la exhibición de fenómenos recién instalada en lo más céntrico de Londres a la que mis huesos habían ido a parar, me empleaba, además de para mostrar mi monstruosidad a muchachas gritonas y asustadizas, como el instrumento de autoridad entre mis compañeros indefensos.

El espectáculo de Pottsdale mostraba el lado oscuro del mundo como ninguno en el que haya estado. Allí convivíamos, no en armonía por cierto, las imágenes de la injusticia natural que la sociedad victoriana pudiente alejaba de sus vidas, con la esperanza de que a fuer de ignorarnos, dejáramos de existir. En esa cloaca de finales del Siglo de los Prodigios estábamos los frutos de la locura del mundo, las excreciones purulentas de ese diecinueve surgido del desarrollo industrial rampante mezclado con nostalgias de glorias perdidas. Allí languidecían el horrible Esqueleto Humano y el asombroso Hombre Sapo, la Mujer Serpiente y el voraz Hombre Lobo, las Siamesas y el Hombre más Gordo del Mundo, la Familia Diminuta y yo; hasta contábamos con la reciente incorporación de un domador de osos, con su plantígrado bailarín. Yo, habitual inquilino de palacios del feísmo al estilo del de Pottsdale, nunca vi lugar tan horroroso ni tan inmundo. Vivíamos en celdas, en un callejón cercano a Trafalgar Square, celdas que jamás se limpiaban. Así moraban algunos, pues yo en mi condición de brazo derecho del viejo Potts dormía con él, a los pies de su cama. Ellos, mis compañeros, permanecían el día entero encerrados allí, mientras que yo, junto con algunos como el rugiente Hombre Lobo, Eddie el domador de osos o Tom el enano, que compartían mi suerte como «amigos» de Potts, conservábamos un modo de vida más humano; no, menos animal. Los tres citados de hecho eran compañeros de juergas de nuestro patrón, compinches en alguna que otra fechoría, cuyos botines repartían como buenos camaradas piratas, dejando nada para mí; bastante era ya el no correr la suerte del resto de los monstruos. No obstante, mi olfato siempre me indicó que parte de los beneficios que sacaban de hurtos, pillajes y otras trapisondas, e incluso un buen pellizco de las ganancias de la exhibición de fenómenos iban a parar a otros bolsillos, pues en Londres el crimen andaba bien organizado, y era preciso lubricar muchas manos para que todos fueran felices en el reino del pecado.

Yo, por el contrario, carecía del intelecto suficiente para servir de algo más que no fuera mozo o sirviente, y a nadie rendía cuentas aparte de a Potts. Mis cometidos se reducían a dar de comer a los monstruos, administrar disciplina cuando era preciso y una vez a la semana entrar en cada cuartucho a tirar un cubo de agua en el suelo y recoger otro con las deposiciones de los inquilinos. El hedor era insoportable y aun así los visitantes no dejaban de acudir a los siete pases de cada tarde y los dos del domingo por la mañana. Claro, que alguien que paga un chelín para poder ver engendros desfigurados no debe ser muy remilgado en cuestión de olores.

Potts recogía en persona el dinero, bien adornado con chaqueta roja y hongo viejo, repeinando siempre sus abultadas patillas, prometiendo con cómico acento francés adornado de toda suerte de ademanes y grandes alardes, que por tan poco dinero iban a contemplar horrores traídos de los confines de la tierra, advirtiendo a las jóvenes excitadas y a los tipos que allí las llevaban como preámbulo de veladas más lúbricas, que si tenían corazones sensibles no entraran, voceando con tonos acartonados de feriante las excelencias de su negocio junto a Pete, el oso danzarín de Eddie, que pese a su considerable tamaño era capaz de bailar una agitada polca a los sones, dulces y estridentes a un tiempo, de la concertina de su amo; jamás vi animal mejor adiestrado.

Cuando Potts no podía ejercer de maestro de ceremonias lo hacía su mujer, Eliza, un ser gordo que en nada debería envidiar a nuestro George, el fenómeno de cuatrocientas libras que apenas podía respirar y se veía confinado de por vida en su celda, incapaz de salir de ella. Eso sí, ella era mucho más desagradable, dotada con una avidez insaciable por la cerveza y los bolsillos ajenos. Si era la señora de Potts la que abría las cortinas donde figuraba en sucias letras rojas: L’exhibition de Phénoménes et d’Horreurs de tout le monde du monsieur Pott, colgaduras que guardaban a Londres de contemplar el horrendo callejón, seguro que en ese pase se tendrían escasas ganancias. La desagradable fetidez de Eliza quitaba las ganas de ver a otro monstruo. Fuera quien fuese el recaudador, una vez recogidas las monedas, franqueaban el paso al callejón, y el público pasaba uno a uno por las celdas viejas donde cada cual hacíamos nuestro número. Éramos artistas como decía Burney, el Hombre Esqueleto, mientras se moría poco a poco.

Un arte incomprendido por el resto del mundo civilizado, si me permiten este cinismo. En una ocasión a punto estuvieron de cerrar el negocio, con la consecuente ruina de Pottsdale y la muerte segura de muchos de los «actores» de la farsa, que aunque obscena, triste e indigna de todo cristiano, era la única existencia que podíamos conseguir. Algunas buenas gentes se quejaron de que este era un espectáculo que ofendía a Dios nuestro Señor, más aún cuando se ofrecían pases en domingo. No creo que ninguno de nosotros faltáramos al Señor, más le llamaríamos a las lágrimas que a la ira, si como pienso el creador es antes piadoso que justiciero, o así me gusta a mí verlo, que cargo con tantos pecados.

Llegaron a presentarse policías dispuestos a cerrar tan bochornoso espectáculo, pero pocas leyes hay que guarden por los menos favorecidos y así, con suspender las sesiones del domingo, y despistar unas coronas aquí y allá entre los agentes, Potts siguió con su negocio. Poco después de que la policía de la City hiciera el amago de cierre y acabara con los pases de fin de semana, un tipo elegante, un médico o un científico dijo que era, apareció por el callejón. La visión de negocio de mi patrón le llevó a pensar que si nos habían quitado las jornadas de domingo, debíamos recuperar las pérdidas añadiendo matinés todos los días. Llevábamos una semana abriendo a las diez de la mañana, y ese día, poco antes de empezar, nadie se agolpaba en la entrada del callejón esperando que Potts saliera a pregonar las excelencias de su espectáculo. Londres estaba de luto. Dos días antes, el Princess Alice, el más popular de los vapores de recreo que hendían el Támesis, tuvo un mal encuentro con un buque carbonero cinco veces mayor que él en ruta a Newcastel. El Princess Alice se hundió en menos de cuatro minutos junto con seiscientos cuarenta pasajeros, doscientos más de los que debiera haber llevado. Desde ese día se estaban recogiendo cadáveres del río. Ante tragedias así, ni al más seco de los corazones le apetece ver monstruos.

Apareció no obstante ese caballero trajeado aguardando que las cortinas negras se descorrieran. Quería un pase privado. Era una circunstancia insólita, yo no recuerdo que Potts organizara funciones de esa índole, pero este señor pagó su buen dinero para que él y su sobrina, una joven muy hermosa y de aspecto delicado, pudieran contemplarnos. Dijo que se trataba de satisfacer cierta curiosidad académica.

—Mi sobrina, pese a su condición de mujer y su juventud, tiene algunas inquietudes científicas que a mí me gusta aliviar.

—Esa condición de que habláis salta a la vista —se relamió Potts con el sombrero roñoso en la mano y su falso y afeminado acento francés, mirando a la blanca niña vestida de encajes e ignorando los gruñidos de Eliza, que ya llevaba borracha desde el alba—, y las inquietudes que quiera aliviar c’est votre affaire, et de votre petite niéce. Eso sí, se hará cargo de que esto es un negocio, mon a mi, y de que somos muchos los que nos ganamos la vida con él. Si cerrara las puertas, mis pérdidas… c’est terrible. —Mentira, no aguardaban muchas más ganancias en la jornada de hoy. El pecador codicioso calló en cuanto el caballero mostró dos libras.

—La gentuza que frecuenta su «negocio» enturbiaría el carácter docente que trato de dar a esta visita —dijo entregando el dinero—. Por no hablar de que no son compañía deseable para mi sobrina.

La tal sobrina, que no dudo que lo fuera, peores cosas he visto, sonrió con núbil lascivia cuando las grasientas manos de Potts apretaron las monedas. Era una niña hermosa y conocedora de su belleza y de los deseos que removía en los hombres, incluyendo a su tío. No digo que fuera una buscona, pero la santidad tampoco la llamaba. Muchos hombres, incluyendo a Potts, traían aquí a putas para excitarse con ellas y no eran mujeres así, por allí solo veíamos a rameras de lo más tirado, no doncellas que ocultaban tras su castidad los vicios más torcidos. Eddie se enfadó, que aun siendo ahora feriante parecía venir del teatro, de las variedades o del circo, y le disgustaban estas exhibiciones grotescas. Mal enfado ese, porque poca cosa más que lo grotesco se mostraba allí. El dinero es el dinero, Potts era quien mandaba; empezó a golpear el suelo con su bastón, llamándonos a escena.

La exhibición empezó como de costumbre, por las celdas de la derecha hasta dar toda la vuelta al callejón.

—Bien, nous commençons le notre paseo a través de les cruels caprices de la nature por una de las criaturas plus incroyables du monde: aquí tenemos a L’homme Araignée, el Hombre Araña de Bengala, capaz de… —No, nada tan exótico como la India. Era Burney y había nacido en Manchester. El número del Hombre Esqueleto, el ser más delgado del mundo, capaz de pasar a través de collares de perros y de cinturones de delgadas bailarinas aburría. La gente prefería horrores peores, más sórdidos, y parece que un pobre infeliz al que se le prohibía comer seis de los siete días de la semana no era lo bastante espantoso. El mundo prefiere monstruos de verdad, así que a Potts, cuyo cerebro era una fuente continua de aberraciones, se le ocurrió hacerle andar a cuatro patas, retorcerse como un contorsionista, para lo que tenía cierto talento, y maquillarlo con hollines y cal. Ahí lo tenía: un espantoso y delgado ser arácnido.

Después la familia de enanos, Tom y Edna, con su pantomima trasnochada de disputa doméstica, incluyendo al pequeño Tomy, un monito con pañales que hacía las funciones de niño, feo y cómico. Donde Pete ha sido el animal más portentoso que jamás vi, Tomy es el más desagradable y malsano; extremos hay entre las bestias como en el hombre. No perdió mucho tiempo el caballero y su sensual sobrina en las aburridas bobadas de esa triste pareja, que no tenían gracia ni el día de su debut, menos entonces que ya llevaban repitiendo los chistes más de cinco años. Pasaron rápido al siguiente, a Irving, un anormal que padecía exceso de hirsutismo y un brillo malsano en su alma que le llevaba a cometer los peores actos, hazañas que avergonzarían al mismo Satanás y de las que se servía bien Potts. El Hombre Lobo apareció medio desnudo, gritando y golpeando contra los barrotes con sus colmillos de jabalí falsos asomando por la boca. La sobrina se pegó a su tío, y él acarició los rizos rojizos de la niña. Pottsdale sonreía y babeaba viendo la mirada brillante de la chiquilla con alma de puta.

En la celda vecina de Irving estaba Lawrence, el Hombre Sapo, mi billete a la salvación. Lawrence nació con sus cuatro extremidades atrofiadas, poco más grandes que las aletas de un pez, y una cabeza desproporcionada, afectada de una hidrocefalia lenta y cruel que acabaría matándolo. En mi cerebro roto ronroneaba el continuo resquemor de la culpa: la muerte de Bunny Bob, supongo. Así que mantenía un ojo siempre fijo en el más débil de nuestro circo, pensando que eso me redimía por dejar que el Monstruo mancillara y matara a Bob. No mostraba amabilidad ni caridad alguna hacia él, no era capaz de sentir algo así por nadie y menos expresarlo, me limitaba a procurar que comiera todos los días, a limpiarlo y a que ninguno de los sádicos con los que convivía, Potts o Irving por ser más concreto, desahogaran su crueldad u otros instintos aún más infames sobre él.

Potts había ideado para él un teatrillo, un lienzo coloreado con dibujos tropicales en el que podía atársele y colocarlo vertical, permitiéndole mover sus pequeñas aletas y parecer así un sapo, o cualquier otra cosa que sugiriera la venenosa lengua de nuestro amo y maestro de ceremonias, que los oídos de los curiosos, una vez espantados, pueden creer las fantasías más descabezadas.

—¿Es hombre o mujer? —preguntó la sobrinita.

—¿Ve a lo que me refería? —dijo el tío mientras abrazaba a su adorada pupila—. La curiosidad de mi sobrina es asombrosa y un tanto perversa. —Pude ver desde mi jaula, que estaba enfrente a la de Lawrence, cómo el viejo apretaba su mano contra la cadera de la muchacha—. Lo que quiere decir es si las deformidades de ese hombre alcanzan sus órganos genitales.

Je comprends —dijo Potts—. Eso costará plus, si las autoridades supieran que permito esta clase de…

Y el caballero pagó un poco más, y Potts abrió mi jaula, y bastón en mano me indicó que entrara en la de Lawrence y lo desnudara. Lo hice, exagerando aún más mi andar para cumplir con mi papel de hombre-monstruo. No vi ningún mal en ello, la humillación era algo con lo que cohabitaba día tras día. No diré que pensara que esa pequeña exhibición no podía añadir más vergüenza al sufrimiento habitual de Lawrence, era consciente de sus padecimientos; es que me eran indiferentes, no veía sentido a lamentarse por ellos, ni los suyos ni el de nadie, todos éramos exhibidos, éramos engendros y ese era nuestro puesto en el orden de las cosas.

Luego, terminada la innoble presentación de Lawrence, llegamos a Amanda, la escultural Mujer Serpiente con sus tatuajes y su lengua hendida asomando.

—¿Puedo tocarla? —dijo la niña, ya muy excitada tras el Hombre Sapo.

Núm —se apresuró Potts como si temiera que metiera la mano entre los barrotes—. Ma petite, el simple contacto con la piel de esta diablesse es venenoso. Podríais morir en un segundo, ce qui serait une perte insupportable.

—Disculpe señor…

Monsieur Pott.

Bien, al hilo de la pregunta de mi sobrina. ¿Existe alguna relación entre estas criaturas, algún contacto…?

Je comprends parfaitement. —Sí, no era el primer caballero que deseaba contemplar a dos monstruos fornicando en compañía de su protegida, con frecuencia mucho más joven que él. No es que Potts ofreciera este tipo de espectáculos, no se atrevería con el revuelo que las buenas gentes de Londres habían formado en torno a su callejón, pero ni Pottsdale ni yo éramos neófitos en el negocio de las exhibiciones de atrocidades, así que pronto reconocimos que el señor buscaba un tipo especial de excitación. Eddie, que había dejado a su obediente oso dormir y procuraba escapar de este espectáculo degradante, volvió a mostrar su parecer, cuando le pidieron que desalojara y adecentara la habitación del fondo, donde iba a proseguir la función; de nada le sirvió.

Quiso nuestro mecenas que fuéramos Amanda, exótica, repulsiva y misteriosa a la vez, y yo, repulsivo sin más, los que representáramos una farsa grotesca de los primeros padres en el paraíso. Por qué ese sibarita del infierno me eligió a mí, no lo sé, hay abismos a los que es mejor no asomarse. Potts me llevó a un lado y me explicó el negocio.

—Ray vas a joder, ¿cuánto hace que no te alegras ese cuerpo deforme tuyo? —Cierto, como comprenderán mi aspecto no facilitaba las relaciones con el bello sexo. Mi conocimiento de la carne de Eva se ceñía a las prostitutas de menor escalafón, mucho peores que las mujerzuelas del East End, y muy borrachas. Una mujer tenía que estar en condiciones infrahumanas para querer rozar a alguien como yo. Sí, no espero su compasión, esos tiempos pasaron hace una eternidad y las cicatrices, aunque escuecen y se quejan cuando hace mal tiempo, ya han sanado. Lo cierto es que me costaba fortunas conseguir los favores de una vieja enferma y desdentada, y yo no disponía de fortuna alguna, por lo que la posibilidad de gozar de Amanda, una hembra sensual pese a su lengua bífida, su falta de pelo, sus dientes tallados y sus tatuajes monstruosos era el mayor de los regalos; era una hembra joven. Joven.

Por supuesto, Amanda no estaría tan entusiasmada. No creo que fuera capaz de pensar en nada, no recuerdo haberla oído pronunciar palabra alguna, y en su mente ahogada por el alcohol y la locura no cabía otros pensamientos que los más tórridos, que desahogaba allí donde el ardor de su vientre la atrapara, sin importarle quién mirara. Esa lascivia voraz la aprovechaban, estoy seguro, Potts, Irving y no diría yo que no lo hiciera también el muy casado Tom, pues el cuerpo firme y suave de la Mujer Serpiente, pese a sus tatuajes y su calvicie, o tal vez por ellas mismas, era de lo más apetecible a tenor de lo que estábamos acostumbrados. Todo eso es cierto, tan cierto como que esos arrebatos que mostraba hasta con los fríos barrotes de su celda, nunca estuvieron dedicados a mí.

—Tranquilo —me explicó Potts manoseándome en un patético remedo de actitud cariñosa—, estará borracha y será muy dulce. Te dejará hacer a tu antojo, una verdadera fiesta para el viejo Ray. —Cierto de nuevo. Amanda, además de ser retrasada, vivía sumergida en ginebra que el mismo Potts destilaba a partir de alcanfor, un veneno que todos tomábamos ahí, y ella con una devoción que rivalizaba la de Eliza. Estaría ebria hasta casi la inconsciencia, lo que no conduce por necesidad al inmediato sometimiento a los pérfidos deseos de un ser embrutecido, no siempre, y nunca si el sujeto soy yo. Sí, supongo que fue una violación, si tomamos una definición estricta de esa palabra, y si dijera que fue la única de mi vida faltaría a la verdad en parte; más de una vez gocé de mujeres que no mantenían el conocimiento completamente y este no es el mayor pecado del que debiera arrepentirme, creo que ya dije que en alguna ocasión falté al quinto.

No pretendo convertir esto en una confesión minuciosa de mis faltas, moriríamos todos antes de terminar y quiero, por el contrario, ahorrarles las nauseas que les provocaría la escena que interpretamos. Procuraré tratar el asunto con la mayor delicadeza.

Una fea función, la más desagradable que imaginen constituye gozo para alguien. Siempre hay espectadores agradecidos y generosos para cualquier monstruosidad. En la inmunda habitación donde dormía Potts al final del callejón, lo hicimos. Tío y sobrina se sentaron frente al camastro poblado por todo un imperio de chinches, donde Amanda se tendía, bebiendo de un frasco de barro el veneno del que ya no podía separarse y preguntándose, supongo, qué pasaba, por qué su carcelero la quería allí y quiénes eran aquel caballero y aquella encantadora niña que la miraban alumbrados por un par de luces y preguntaban cosas como:

—¿Sabe hablar?

—¿Qué come?

—¿Me entiende?

Ambos maravillados por los movimientos fluidos de la borracha, que parecían más hipnóticos bajo la titilante luz de dos candiles. Llegaba mi turno. Ella no necesitaba beber esa botella para estar borracha, se pasaba el día así. Era su forma de desaparecer del callejón. Amanda bebía y fornicaba con todo varón, salvo yo, Potts se iba con putas de cinco peniques, yo daba palizas a las siamesas o evitaba que Irving atormentara a Lawrence; cualquier cosa para no estar allí.

—Que se desnuden —dijo la niña, que en la lóbrega intimidad del cuartucho de Potts se había convertido en una pequeña y sensual tirana. Potts me animó a hacerlo y yo decidí irme, un desafortunado ataque de dignidad, fuera de lugar en mi situación.

—Vamos Ray, muchacho, te daré diez peniques —como a dos de sus putas—, y tendrás a una mujer de verdad. Es un coñito joven, eso no lo has probado nunca ¿eh Ray, muchacho? No te haces idea cómo es esta cerda, va a dejarte seco…

No, no era ya problema para mí copular con Amanda, de hecho la miraba con mayor deseo por momentos; lo que no quería es que esos dos me vieran sin ropa. Puede que estuviera acostumbrado a que contemplaran mis cicatrices, a las expresiones de asco, a las risas y arcadas, pero siempre vestido, como un ser humano, nadie, excepto la madre de uno, tiene derecho de ver la desnudez de un cristiano.

—Escucha Ray —me golpeó con su sombrero y se puso a hablarme al oído—, no voy a perder este negocio por tus tonterías. ¿Dónde se ha visto?, un deforme como tú con remilgos, a estas alturas. Si no sois vosotros, dejaré que nuestro amigo peludo se la meta por el culo a Lawrence, ¿eso quieres?

No. No podía dejar que le hicieran nada a Lawrence. Si cuidaba de él, mis pecados estarían perdonados. Me quité la ropa y me acerqué a la mujer reptil. Amanda, que respondía con increíble voracidad a cualquier contacto humano, se apartó a la defensiva como una cobra acorralada. No quiso quitarse lo poco que le cubría. Gruñó con su voz rasgada. La golpeé en la cara y Potts la midió con su bastón. Era joven y fuerte, pero la bebida la convertía casi en una inválida bajo nuestros golpes. La niña soltó un gritito excitado y vi cómo su mano volaba hacia la entrepierna de su tío mientras se mordía sus labios pecaminosos. Dediqué de nuevo mi atención a Amanda. La pareja de monstruos, tío y sobrina, no nosotros, explicaban al detalle lo que querían ver, cada giro, cada degradante acto.

—Ves querida —decía el hombre con la voz ahogada mientras hundía su cara contra el pecho plano de su sobrina—. Es la bestia, el hombre carnal y primitivo, Adán fornicando con la serpiente en este paraíso grotesco. Mi amor, ¿ves el acto salvaje que mancha al ser humano desde el primer día?, ¿la representación de la degradación que te ha convertido en una puta? Eres mi puta, ¿verdad?

La niña de ojos sucios sonreía y hacía mohines, mientras yo me lanzaba al violento ultraje de una Amanda medio inconsciente y sangrando por la boca, murmurando algo, como rezando. Vi cómo Potts empezaba a tocarse contemplando a la pareja que devoraba con los ojos nuestras sórdidas y patéticas evoluciones románticas.

No duró mucho, apenas empezó. En un momento, mientras yo obediente a sus órdenes cometía tan atroz pecado y miraba absorto los dibujos en esa piel, la niña se levantó y comenzó a acariciar el cuerpo sucio y tembloroso de la Mujer Serpiente. Yo la aparté de un manotazo. Cogí mi ropa y salí corriendo, atropellando a mi amo y de nuevo a la cría, que cayó protestando con un berrinche infantil. Algo terminó por romperse dentro de mí, algo que hizo que ignorara la consecuencia de mi huida: los golpes de Potts, la tortura sobre Lawrence, el hambre y el tormento desencadenado sobre los dos.

Puedo decirles con conocimiento de causa que el Señor ha puesto luz en el alma de cada uno de los hombres, que el criminal más despiadado encuentra en algún momento la gracia de Dios en su interior, hasta en una criatura descarriada como yo, tonta y criada entre la inmundicia. Muchos actos de mi vida avergonzarían al diablo mismo, pero fue esta última degradación pública la que me sacudió las entrañas y me hizo llorar, y preguntarme qué más me quedaba por hacer.

Quedé en el callejón vigilado solo por la mirada vacía del oso Pete. Mientras Eliza abría ya para el público en general, yo pensaba en mi vida, tanto como entonces era capaz de pensar. Se puede vivir sin ninguna esperanza, sin ilusiones ni sueños, se puede llevar una existencia preocupado solo por lo que beberás esa noche, por cómo sobrevivirás hoy, por lo que robarás, pero eso no es vida. Es cierto que sin ilusión no hay desengaño, y así la existencia se torna plácida como la de los animales, placida y brutal, sin dolor, ni pena, ni alegría, lejos de la gracia de Dios. ¿Acaso es eso vida? Ese día vi el horror de mis actos en aquella violación ausente, ese crimen hecho con total despego, sin el disfrute del criminal, o casi sin él. Cuando no se obtiene placer de los pecados cometidos es señal del final. Así lo entendí, aunque con el tiempo volví a caer a un pozo aún más hondo. Por fortuna la misericordia de Cristo nuestro Señor siempre está a nuestro lado, y si una vez te toca, siempre tendrás acceso a su luz.

Me lamentaba entonces, mientras apretaba el paso para salir del callejón, no solo de lo hecho sino de lo que me quedaba por hacer, condenado a una existencia navegando sin rumbo entre la degradación moral y física, cuando escuché una palabra en español. No sé cuánto hacía que no oía el bonito sonido de nuestro idioma. Esos agradables tonos constituyeron mi artefacto del tiempo. Fui transportado hasta casa, con mi padre riendo y cantando, bailando con su mujer, animado por el alcohol que en los primeros estadios de su adicción lo alegraba más que sumirle en la melancolía asesina de sus postreros años. Navegué a los tiempos en que tuve una cara entera y me quedaba una vida entera, ningún pecado manchaba mi espíritu, ningún odio ni rabia atormentaban mis noches. Ni robos, ni muertes, ni violaciones.

Quien había hablado era un caballero de altura respetable, no le eché más de veinticinco años, de pelo oscuro, mirada franca, y un elegante bigote adornando su rostro sencillo. El joven trataba de hacerse entender en francés, intercalando unas pocas palabras inglesas recién aprendidas sin duda. La altura y presencia del hombre no intimidaba, todo lo contrario, cierta calidez y serenidad acompañaba a sus ademanes, tranquilos pese a encontrarse perdido en ese pozo de iniquidad. Junto a él, Eliza, que había abierto por su cuenta y riesgo, trataba de timarlo. El caballero parecía estar desorientado, miraba sin sobresaltos pero con algo de desconcierto al desolador espectáculo que lo rodeaba e intentaba hacerse entender. Eliza sonreía con sus dientes amarillentos, exigiendo el doble de la tarifa habitual y mirando con avidez el paño del traje del forastero.

Algo apagado y extinto desde la infancia debió prender en mi cabeza. Rápido, sabiendo que contaba con poco tiempo antes de ser disciplinado por mi deserción, el que empleara Potts en apaciguar a sus clientes enfadados por la espantada, fui a por ellos y lo abordé:

—Dis… dis… señor, ¿p… puedo ayu… ayudarle? —Me hice entender bien en la lengua de mis antepasados, pese a los años sin usarla. Parece que las lesiones en el cerebro que entorpecían mi raciocinio hasta convertir cada pensamiento en un doloroso parto, conservaban mi memoria, o ciertas partes de ella, en excelente estado. El hombre me miró desde su altura, solo desde la física. Aunque la talla moral del caballero superaba la mía, aunque era innegable que mientras yo había crecido alimentado por la ignominia, el espíritu de este hombre se había nutrido de generosidad, bondad y sabiduría, no me despreció con la mirada, en ella solo vi gratitud. Era la primera vez que alguien me daba las gracias, supongo que también era la primera vez que yo hacía algo por alguien.

—Gracias a Dios —dijo—. No imaginaba encontrarme a nadie que hablara español por aquí. Trataba de decir a esta señora que…

—Nnnnadie habla su id… idioma en Lili… Londres.

—El problema de las lenguas, sí… —empezó a divagar—, cuánto avanzaría este mundo si no estuviéramos sumidos en una Babilonia… ¿ha oído hablar del Esperanto?

No entendí nada, ni Eliza, que me miraba con más abulia en su cara de lo habitual, si eso era posible.

—¿D… d… de d… dónde es us… ted? —dije yo.

—¡Eh! —gruñó ella.

—Español…

—¿O, q… qué quiere?

—Sí. Trataba de explicar a esta amable señora que busco el… Spring Gardens, pero creo que me he perdido.

—Mmmme temo… q… q… que así es. —Sí, el callejón de Potts era el polo opuesto al Spring Gardens. El lugar que buscaba Torres, aun estando muy cerca de mi exhibición de atrocidades, distaba tanto de ella como el cielo del infierno. Era una iglesia remozada hacía un siglo por James Cox, un afamado artista e inventor que convirtió la capilla en un museo para sus creaciones. Tres meses atrás ese museo había sido reabierto de nuevo, no sé si bajo la tutela de sus herederos, pero sí con el mismo espíritu que el original; una feria de estilo mucho más edificante que la del señor Pottsdale. Según contaban, por supuesto que yo jamás la había visitado, el lugar era una recopilación de los mayores prodigios científicos y artísticos de la humanidad, los del señor Cox y los de sus discípulos así como obras de todos los genios europeos de varias décadas. Solo un viajero perdido y desconocedor del idioma podía acabar aquí yendo allí. Me gustaría a mí no equivocar el camino al final de todo, e ir abajo en lugar de arriba, si es que no estoy ya en ese final—. El lugar q… q… q… está m… muy cerca. Veng… venga con… conmigo.

Eché a andar hacia la calle, ligero pese a mi caminar de borracho. Eliza gritó algo: «Cara Podrida me dijo, así solía llamarme, y: ¿Qué crees que haces?», todo ello aderezado con multitud de lindezas. Yo seguí adelante tirando de la manga del extranjero, que se disculpó con el sombrero ante «la dama» mientras me seguía.

—D… déjela… iba a… ro… robarle.

—Oh… Muchas gracias por su ayuda en ese caso. Es usted muy amable, solo será necesario que me indique.

—Somos… p… p… paisanos. —La sonrisa del español aumentó, sin duda mi acento revelaba más que mis palabras. Me enfadé, no me gustaba que se rieran de mí—. Yo nnnn… nací aquí —mentí—, p… p… pero mis… ab… abuelos eran de Esp… Esp…

—Entonces en efecto, casi somos paisanos.

Salimos del callejón al empedrado húmedo del exterior al tiempo que Potts abandonaba su cuarto bastón en mano para ajustarme las cuentas, después de que la pareja de caprichosos se las ajustara a él, imagino. Londres es frío y desapacible en otoño, y muy concurrido a esas horas del mediodía, todavía algunos muchachos voceaban las ediciones de la mañana con las listas de los muertos del Princess Alice, mezcladas junto a las noticias de una nueva aparición de Jack, el demonio que aterraba a las mujeres de Londres desde hacía mucho tiempo. Chismes y horrores reales entremezclados en la prensa eran ojeados por personas despreciables que esperaban entrar en el callejón de Pottsdale, y por buenas gentes que iban de visita a Spring Gardens, o a ocuparse de asuntos comunes, que aunque yo lo ignorase, podían ir más allá de hurtos y tropelías. Mi mundo era feo y así veía a mi ciudad. Nunca me gustó, me parecía sucia y malhumorada, peligrosa; ese era el Londres que yo conocía. Llegué a odiarla aún más diez años después, y con todo, la amé a un tiempo.

—¿Qué le… t… trae p… por aquí, s… señor…? —pregunté.

—Torres. Oiga, no es preciso que me acompañe… —respondió él.

—N… no. —Me detuve—. N… n… necesita ayuda, y… y yo… ¿Algo mmmalo?

Lo miré desafiante, sabedor de lo que turbaba mi media cara. Suponía que asqueado, el tal Torres trataba de zafarse de mi incómoda presencia, como tantos otros. Por Dios, intentar deshacerse de mí, que estaba evitando que le robasen… nada más lejos de la verdad. En la mirada del español no había ni una sombra de desprecio, ni rastro de la repugnancia que pudiera provocarle mi aspecto, tan solo el sincero apuro ante mi arranque de generosidad.

—En absoluto —dijo mientras se protegía del frío entre el cuello de piel de su abrigo—. Le vuelvo a agradecer tanta molestia. ¿Su nombre era?

—Rai… Raimundo. ¿Q… q… qué le trae p… por…?

—Como le dije… oh, se refiere a su país. Llevo varios meses viajando por Europa, conociéndola, disfrutando de su arte y sus paisajes. —Viajado, bien vestido, un diletante rico, no puede evitar que mi instinto de criminal se agudizara.

—Aquí… no hay p… pa… paisajes. Yo p… p… puedo acom… acom… llevarle hasta Ep… Epping Forest, es b… bonito. ¿Art… art… artttista?

—No. Ingeniero.

—Aquí. —Le indiqué la fachada de lo que fue una iglesia sobria, acogedora pero muy seria. Esta austeridad contrataba y magnificaba la fulgente belleza que se escondía en el interior, belleza que en condiciones normales jamás podría haber estado a mi alcance.

La entrada en Spring Gardens era exorbitante, diez chelines y seis peniques que Torres no dudó en pagar, subvencionando así mi acceso al paraíso del genio del hombre. El portero me miró con mala cara, pero Torres abonó con naturalidad la tarifa ignorando los reparos que mi presencia provocaba en los empleados del museo y ambos franqueamos la entrada. Dentro oculté mi rostro desfigurado tras mi máscara de cuero (ya hacía tiempo que no usaba el viejo saco) avergonzado por cómo afeaba mis deformidades tanta hermosura. En todos los años de mi vida no he visto nada tan bello como lo que descubrí allí dentro, con la excepción del angelical rostro de cierta joven. Magníficas pinturas adornaban el techo del que colgaban candelabros de cristal, suntuosos cortinajes escarlata arropaban las paredes hasta el suelo, brillante como un espejo. Un buen número de caballeros distinguidos acompañados de damas envueltas en bonitos azules y alegres verdes se paseaban por las salas, sonrientes, desprendiendo elegancia en los andares y en los gestos. No podía creer que la gentuza chillona y ordinaria que frecuentaba el callejón tuviera algún parentesco taxonómico con estas criaturas hechas de gentileza y buenas maneras.

Todo ese ambiente agradable que me envolvió era el perfecto marco para lo que allí se exhibía, objetos que eran el fruto de todo lo bueno del hombre, como yo lo era de todo lo malo, y cuyas imágenes aún me acompañan en los momentos de dolor y me dicen que pese al horror, el hombre está dotado para lo sublime.

En las paredes, en las salas anejas, por todas partes había pavos reales de plata que abrían su cola enjoyada, cisnes brillantes que aleteaban, delicadas bailarinas o pequeños tigres de oro que enseñaban, furiosos y regios, sus colmillos refulgentes. En una esquina había una estrella que se movía centelleando por las miles de gemas que la adornaban, y que no despertaron en mí codicia alguna, sino admiración. Había una estatua de un muchacho con una piña en la cabeza que se abrió para mostrar un nido de pajaritos piantes, y relojes con curiosas figuras sacramentales y apocalípticas moviéndose alrededor en mesas dispersas aquí y allá, extraños péndulos oscilando, instrumentos prodigiosos, y hasta un sillón donde un anciano caballero se sentó y exclamó gozoso y sorprendido entre aplausos de los asistentes, aliviado por obra de esa delicada ciencia de alguna dolencia que sufría.

—¿Q… q… q… qué es…? —susurré, y el amigo Torres a mi lado, tan embelesado como yo o más, puesto que el conocimiento le permitía saborear los prodigios que nos rodeaban con paladar más educado, me respondió.

—La obra de Cox, de Joseph Merlín, de muchos otros; autómatas.

—Es… ¿mag… brujería?

—En absoluto, don Raimundo: es ciencia. Ingenios mecánicos de exquisita precisión. —Y belleza. La delicadeza con que aquellos artefactos estaban construidos saturó la capacidad de asombro de una criatura tan poco acostumbrada a lo bonito como yo. Continuamos paseando en ese taller de las maravillas. En una habitación cercana se había improvisado una sala de conciertos sobre cuyo escenario brillaba un extraño y enorme artilugio, cuajado de trompetas, clarinetes, instrumentos de cuerda y percusión, sumergidos todos en un entramado mecánico inextricable; una orquesta completa y mecánica. En un atril a la entrada del auditorio descansaba el programa de conciertos.

—¿Le agrada la música, don Raimundo?

—Rrrr… Raimundo. —Me quedaba grande el «don».

—Parece que van a interpretar una pieza de Beethoven con este… Panharmonicon. ¿Le gustaría asistir…?

Yo miraba absorto un calidoscopio que reposaba en una mesa contigua, invento que siempre hace las delicias de niños y mentes débiles como la mía, cuando la atención de Torres reparó en otra cosa y se olvidó del extraño instrumento. Era música también, pero de una simple flauta. Una dulce melodía estaba siendo interpretada por la estatua de un flautista sentado sobre un pedestal. La gente rodeaba al autómata y al señor Davies, actual y orgulloso propietario de Spring Gardens, que lo presentaba.

—El flautista de Vaucanson. Esta muestra es mejor de lo que esperaba. —Torres parecía conocer bien esos aparatos. Nos acercamos y él quedó ensimismado mientras Davies manipulaba la máquina y otra melodía empezaba a sonar. Yo estaba más interesado en la reproducción de una batalla que teníamos al lado, con sus tropas dispuestas a tomar una plaza fortificada, los cañones humeando y la caballería cargando sobre una superficie de más de cinco pies… perdone, me cuesta acostumbrarme; dos metros. Cada soldado cabía en mi mano. A Torres parecían apasionarle más esas reproducciones de metal de músicos.

Davies continuó con la muestra conduciendo a su audiencia hacia otro autómata, esta vez un pato de primoroso acabado: el también famoso ánade de Vaucanson, anunció. El animal agitaba las plumas, pero eso no era más que adorno, un añadido al verdadero prodigio del pato mecánico, afirmó Davies sin ahorro de florituras verbales que yo sí evitaré aquí. El animal artificial era capaz de comer, digerir el alimento y excretar los residuos.

—¡Qué necedad! —Un joven oficial, rubio, agraciado en extremo y de ojos encendidos, que asistía al lugar junto con un compañero de armas, ambos engalanados con el elegante uniforme verde de fusileros, soltó ese exabrupto que destacó sobre las expresiones de asombro e incredulidad de la concurrencia.

—¿Algo le incomoda, teniente? —preguntó Davies sin alterar un ápice su actitud amable y hospitalaria.

—Por supuesto que me incomoda algo, señor mío, a cualquier hombre de bien, temeroso de Dios, molestaría semejante burda emulación de la obra del Creador. Un pato de metal que come y… por todo lo sagrado… defeca. ¿Qué más monstruosidades tiene en su casa de los horrores, señor Davies? ¿Una cabeza parlante?

—Puede ver una junto a la entrada, teniente. —Todos rieron la respuesta de Davies. Me llama la atención que entonces no cayera en lo paradójico de que ese oficial, al que más adelante llegara a conocer mejor, llamara «casa de los horrores» a Spring Gardens, estando tan cerca de los auténticos espantos de Potts. Para cada cual las pesadillas tienen distintas formas.

—Disculpen a mi camarada —intervino el otro teniente que lo acompañaba, algo mayor, de pelo oscuro como su fino bigote y menos apuesto, aunque con un aire más mundano en la mirada—. Está en vísperas de su boda, por lo que se encuentra en un estado de ánimo un tanto inquisitorial.

Más risas. Torres, que apenas se enteraba de nada, sí percibió la violencia de la situación en cómo el rostro del teniente objeto de burlas se encendió. Me preguntó, y yo le hice de traductor lento pero veraz, pues mi cabeza nunca ha sido capaz de mentir por falta de imaginación, no por sinceridad. El oficial de pelo claro, molesto con la intervención de su compañero, trató de decir algo, pero Davies lo interrumpió una vez más.

—No hay problema, teniente. Esto es solo fruto del cerebro y las manos de hombres excepcionales, no de sortilegios del diablo.

—No me tome por ignorante, señor. Es de las manos y las mentes de los hombres de donde mana el pecado —dijo, furioso por las guasas y abochornado por la atención que recibía de todos los presentes. Yo no perdía ripio, pendiente de la conversación para traducírsela a Torres. Davies dio a entender con un elegante ademán que en ningún momento trataba de ofender al oficial, y dejando atrás cualquier posible riña, volvió a atender a su animal mecánico. Manipuló algo en el pato y este agitó la cabeza, picoteó el grano que había en un plato junto a él y lo tragó. Como se había anticipado, la criatura de metal empezó a excretar los desechos de su fingida digestión entre aplausos de la concurrencia.

No pude contener la risa. Ver aquellas señoras encopetadas y a sus acompañantes aplaudiendo al presenciar cómo caga un pato era lo más cómico que había visto en mi vida. El teniente iracundo reparó en mi risa, en mi máscara y en mi mugre, y reaccionó con la misma hostilidad que ante el pato cagón de metal.

—Señor, ¿algo de mí le resulta divertido?

En cualquier otra situación un desplante así no lo hubiera tolerado sin responder, y no con la palabra. El uniforme, la limpieza del lugar, los buenos modales, todo eso me tenía muy acobardado; la actitud agresiva del militar hizo que me acurrucara, como cuando aguardaba resignado los bastonazos de Pottsdale. Torres se apresuró a socorrerme. Aunque el teniente no pretendía dañarme en absoluto, nada más contrario a su carácter que agredir a un desvalido, el español trató de sacarme del posible apuro. Difícil tarea sin conocer el idioma, su traductor, un servidor, estaba demasiado confundido para ejercer mis nuevas e improvisadas funciones. Por fortuna ambos militares eran hombres de alta extracción y muy cultivados, y hablaban francés con cierta fluidez. Así pronto entendieron las excusas que Torres dio en mi nombre.

—Todo lo contrario —dijo el moreno—, disculpe usted a mi amigo, como ya he dicho sus inminentes esponsales le han agriado un poco el carácter. El matrimonio es el mayor antídoto contra el buen humor. ¿Está usted casado?

—No.

—¿Ni comprometido? Eso demuestra inteligencia, además de una entereza poco usual en un varón, conociendo lo hermosas que son las mujeres de su país. ¿No te lo he dicho a menudo, Harry? Cuando deje el regimiento pienso hacer un largo viaje por España.

—Y allí les recibiremos con los brazos abiertos, aunque les sería a mis paisanos mucho más fácil atenderles si supieran sus nombres…

Tiene razón, qué descortesía por mi parte. —Se cuadró sin demasiada marcialidad—. Teniente John De Blaise, del tercero de la Real Compañía de Fusileros del Rey. Mi amigo de tan desagradable carácter es el teniente Henry Hamilton-Smythe.

No le haga caso —dijo Hamilton-Smythe olvidado ya su enfado y exhibiendo una sonrisa que le convirtió en un momento de iracundo censor en un atractivo joven de rasgos casi femeninos—. Las habilidades sociales de De Blaise están acordes con el resto de su persona, no se lo tenga en cuenta.

—Me llamo Leonardo Torres, vengo de España, y mi… recién conocido amigo y cicerone en esta laberíntica ciudad suya es don Raimundo.

Ambos me miraron. Dos petimetres jugando a ser soldaditos, me parecieron a mí. Un par de ejemplos de la pujante juventud del imperio que se daban aires de bon vivant, ricos sin duda, pero no de muy alta cuna, pequeña nobleza si acaso, dispuestos a devorar el mundo a bocados, conocedores de pertenecer a lo mejor que la raza humana podía aportar… miento. Entonces solo bajé el rostro incapaz de juzgar ni tener opinión alguna, salvo el temor, y dejé que mi máscara me defendiera de sus miradas.

—Tenga cuidado con esta clase de gente —dijo De Blaise—, en un extranjero solo ven presa fácil para sus villanías. Si busca un guía mejor…

—Todo lo contrario. Don Raimundo me ha librado de un mal encuentro derrochando valentía, y se ha ofrecido desinteresadamente a guiarme.

—John —intervino su amigo. El que antes se encaraba conmigo, ahora era mi defensor—, esta devoción tuya por la belleza hace que asocies la deformidad y la fealdad con el mal. El pobre hombre solo tiene una atrofia… ¿nació usted así o se trata de un accidente?

No dije nada hasta que Torres me aclaró la pregunta.

—Su cara, don Raimundo.

—Raimundo.

—¿Qué le pasó? —me preguntó con naturalidad.

—La g… guerra…

—Dice que es soldado, como ustedes —tradujo Torres—. Una herida en combate, supongo.

—¿Soldado…? —exclamó De Blaise, a punto de preguntar hacia qué guerra necesitaba embarcar monstruos Su Graciosa Majestad, cuando su amigo lo interrumpió.

—¿Has visto? Puede que acabemos como él en cuanto seamos destinados, es una falta de caridad ofenderse por su aspecto. Salgamos ya de esta feria grotesca, ¿nos acompaña, señor Torres?

El aludido titubeó; luego llegué a conocerlo muy bien y estoy seguro que deseaba sobre todo seguir admirando esas bellezas, su avidez científica fue siempre el mayor de sus apetitos. No obstante, por aquel entonces era muy joven, y el interés en relacionarse con personas de toda condición le atraía con fuerza, así que no despreció el paseo con estos caballeros, posponiendo la satisfacción de sus intereses científicos para otra ocasión. Fuimos saliendo hacia la calle. De Blaise, tras despedirse afectuosamente del señor Davies, siguió respondiendo a su amigo.

—Espero que no sea así en tu caso —Hamilton-Smythe lo miró intrigado—, lo de volver con cicatrices en tu carita de querubín; la dulce Cynthia no querrá un marido feo… pero no es el aspecto de este hombre lo que me preocupa. En las calles hay gentuza con sus facciones completas pero con el alma degradada hasta extremos aterradores, se lo aseguro señor Torres.

—Nunca entenderé esa extraña moral tuya, por muy propia de estos tiempos que sea —dijo Hamilton-Smythe, siguiendo una discusión entre viejos amigos que parecía venir de atrás—. Censuras con severidad las debilidades de carácter, causadas casi siempre por la pobreza y la ignorancia que envilece, y, sin embargo, pasas por alto las blasfemias que aquí contemplamos…

Antes de que De Blaise se defendiera con alguna burla (ese era el divertido carácter del oficial), Torres intervino cuando ya nos plantábamos en la húmeda calle.

—Eso creí entender antes, teniente, que le escandalizaban los autómatas.

—¿Y a qué cristiano cabal no? Emular y hacer burla de la obra del Señor es el peor de los pecados.

—Yo soy católico, me considero profundamente religioso y no veo falta alguna en estas portentosas máquinas. Soy un hombre de ciencia y creo que la ciencia no puede ofender a Dios nunca, puesto que no es más que el conocimiento de la obra del creador, y ese conocimiento no provoca en nosotros otra cosa que no sea reverencia y admiración. Menos, desde luego, puede ofender o dañar lo que aquí se exhibe, que además de hermoso es divertido, ¿se ha fijado cómo reían, cómo reíamos, los presentes ante esas maravillas…?

—No estoy en contra del progreso en absoluto, pero ha de tener sus límites. Animales que comen, músicos de metal, cabezas de rapsoda… ¿Tratamos acaso de crear vida, hasta este punto ha llegado la soberbia del hombre moderno?

—En absoluto. Es razonable pensar que cualquier proceso natural que podamos definir con modelos matemáticos pueda ser repetido por medios mecánicos. Huesos, músculos, pulmones; son todos órganos que se mueven, ejercen fuerzas y responden a tensiones, todo esto es reproducible en cierta medida. Por el hecho de que la acción de un número de resortes y palancas cause que una melodía suene en una flauta, no estamos «creando vida» como usted dice. Incluso es concebible el poder idear mecanismos de toma de decisión, que permitieran a esa máquina que hemos visto, por ejemplo, escoger tocar una canción en lugar de otra según la información que le suministráramos. —El azul de los ojos del teniente Hamilton-Smythe se volvió gélido ante esa afirmación—. Sí, conferir algunas capacidades volitivas a una máquina, no parece inconcebible, y eso en cierto modo es inteligencia, pero no vida. Eso está en el alma, y el alma es otra cosa más que movimientos mecánicos. La bondad, la caridad, el honor, incluso la conciencia de uno mismo… son patrimonio del espíritu del hombre e imposible de emular; no hay ecuación que defina el alma, salvo quizá en el pensamiento del Señor. Es en el hálito divino donde reside la vida tal y como la conocemos, no en la inteligencia y sus funciones. Sería como decir que imitamos al Creador porque enseñamos a nuestro perro a traernos un palo. Hacer ese pato, es hacer un simple juguete para niños, ¿no le gustan los niños…?

—Por supuesto que es imposible crear vida. La ofensa está en el intento, no en la consecución. Y no me diga que no es esta la intención de estas obras. Tras la apariencia de simples juguetes, hay un propósito malsano. Ese flautista y ese pianoforte que toca solo, ejecutan piezas de arte, y el arte es una capacidad superior, patrimonio del espíritu humano y que por tanto emana de Dios.

—Solo interpretan las piezas, no las crean. No veo que la intención de Vaucanson y todos estos grandes científicos y artistas fuera usurpar el puesto del Señor con estas obras, más bien tratan de embellecer el mundo, causa noble donde la haya, y avanzar en el conocimiento del movimiento, la dinámica, la mecánica o la propagación del sonido. Podemos reproducir movimientos simples, hasta cabe dentro de lo razonable imaginar máquinas capaces de resolver problemas más complejos como le digo, ya se han hecho cosas así. Ahora bien, imitar funciones superiores, propias del espíritu…

—Está usted en un gran error, mi incrédulo amigo.

El hombre que así los abordó en la puerta del Spring Gardens, y que al parecer había atendido a la conversación entendiendo solo la esencia de esta, supongo, puesto que la charla se desarrollaba en una extraña mezcla de francés e inglés, era de todo menos insípido o ramplón. A su paso las miradas de los presentes giraban y los comentarios se arremolinaban. Si ninguno de los cuatro reparamos en él fue, en el caso de los caballeros por el entusiasmo que ponían en sus palabras, y en el mío porque se acercó por mi flanco izquierdo. Era un hombre alto, más que Torres. Aunque ya andaba muy entrado en la cuarentena, mantenía un aspecto envidiable, ayudado por el abundante maquillaje con que se acicalaba: pelo negro y espeso, aspecto sano y bigote espectacular adornando su cara. Iba vestido con un estrafalario uniforme militar azul, con entorchados dorados, que le daba un aire aún más bizarro. A sus pies, atados por gruesas cadenas se movían nerviosos dos enormes sabuesos, que hacían incomodo mantener la mirada en su amo. El magnetismo del sujeto era innegable, hasta tal punto que pese a la posible falta de elegancia al entrometerse en conversación ajena, nadie se ofendió, todo lo contrario, en mayor o menor grado en cada uno el extraño sujeto ejerció cierta fascinación. No en mí. Yo vi al Monstruo en su mirada, algo más viejo, pero era él. Otra vez.

—¿Señor…? —preguntó De Blaise.

—Creo que el caballero extranjero dudaba de que se pudieran reproducir funciones elevadas —me apresuré a traducir a desgana a Torres las palabras del Monstruo—, las propias del espíritu, con máquinas semejantes a las que aquí vemos. Pues no es así y puedo probar lo que afirmo.

—Tumblety —lo reconoció De Blaise, sorprendiendo a su amigo, a quién le aclaró—. Es ese curandero que fascina tanto a Cynthia.

—«Médico indio», así me gusta considerarme, aunque no me son desconocidas las disciplinas de la medicina… más convencional. Frank Tumblety, a su servicio. —Se destocó para saludar.

—Cierto —dijo De Blaise—, dicen que sus tónicos son milagrosos.

—Gracias, solo trato de ayudar a mi prójimo, aliviar sus males en la medida que mis conocimientos me lo permiten. He escuchado su debate, y espero disculpen mi intrusión en ella, que creo de lo más oportuna. No cabe duda de que hablo con hombres de cultura, y siendo así sería cruel mantenerles en su error. Es posible construir máquinas que emulen el comportamiento humano, hasta el más elevado y honorable.

—Absurdo.

—Puedo mostrarles una.

—Eso no es posible, además de ser algo sumamente inmoral —insistió Hamilton-Smythe—. Aunque debiera ser más preciso al referirse a emular «un comportamiento elevado».

—El más elevado, el don supremo que Dios dio a los hombres: la razón. Puedo mostrarles un artefacto capaz de razonar, de pensar por sí mismo, y de superar a cualquiera de nosotros en una prueba intelectual.

Torres pareció muy interesado por el alarde de Tumblety en cuanto se lo traduje.

—¿A qué se refiere?

—Existe como les digo una máquina capaz de derrotar a cualquiera de ustedes, caballeros inteligentes e instruidos, en un reto en el que solo participe el intelecto.

—¿Una máquina? —dijo De Blaise—. Algún juego de prestidigitación. ¿Qué clase…?

—En absoluto. Pueden examinar el ingenio a su antojo, ni trucos, ni hilos, ni trampas.

—Imposible —se mantuvo en sus trece el teniente Hamilton.

—Muy seguros les veo, caballeros. ¿Apostarían algo? Puedo detectar la audacia donde la veo, y no creo que ustedes se acobarden…

—Por supuesto que apostaré lo que sea, señor —bramó Hamilton-Smythe, llevado por la fuerza de su sangre—. Usted dice que una máquina de relojería puede pensar, y vencerme…

—Un momento, amigos —serenó la situación Torres—. No sabemos de qué clase de desafío estamos hablando. Debiera aclarar usted los pormenores… sea más preciso.

—Por supuesto. Esta es la máquina.

De su amplia y decorada guerrera sacó un estereoscopio, colocó una imagen en él y lo tendió para que los caballeros lo examinaran. Torres estaba a su derecha y fue el primero que tomo el artilugio. Miró con desgana, más atraído por el ingenioso artefacto óptico que en lo que se pudiera ver a través de él, hasta que contempló la imagen tridimensional de un hombre exótico sentado ante un tablero de ajedrez, entonces su interés se centuplicó.

La imagen no era de gran calidad aunque el efecto tridimensional sobrecogía, más aún tratándose del retrato de un lugar tan inquietante. Era una habitación demasiado oscura para la cámara que había tomado las dos instantáneas necesarias para realizar la estereografía. Aun así se distinguían las paredes de un sucio sótano, o un almacén, tan feo y lóbrego como este en el que mis achaques me confinan. En medio, en primer plano, había una enorme mesa, un escritorio grande sobre el que descansaban dos altos candiles custodiando un tablero de ajedrez con las piezas dispuestas para iniciar la partida. Tras la mesa, mirándonos con ojos muertos de porcelana, había un turco de tez oscura ataviado con gran lujo. Llevaba un turbante plateado en la cabeza, rematado con una gema que sostenía una pluma en el centro, y vestía un amplio abrigo o casaca acabada con pieles bajo el que asomaba una camisa de seda estampada. Su brazo derecho reposaba junto al tablero, el izquierdo sostenía una larga pipa que se llevaba a los labios.

Cuando Torres apartó la vista tenía expresión sorprendida.

—El Ajedrecista.

—Ajedrez, por supuesto. ¿Conocen algún otro juego que sea un perfecto reto entre inteligencias? Pues bien, les aseguro que esta máquina, la creación de un genio o un místico, no sabría decirles, es capaz de derrotar a cualquier hombre de carne y hueso.

—Es de todo punto imposible que un mecanismo gane a un ser humano al ajedrez —dijo Hamilton-Smythe mientras contemplaba la imagen—, a menos que sea por pura casualidad.

—Una partida a cada uno de ustedes tres. —Me ignoró, y no sin cierta razón, pues ni sabía nada del juego ni hubiera podido entender sus reglas por muy claras que me las explicasen—. Y dispondrán de cuantas revanchas deseen, les aseguro que perderán todas.

—En mi caso no sería sorprendente —siguió De Blaise—, un chimpancé ciego me ganaría, pero Harry es un maestro…

—Apostemos entonces si tan seguro está, teniente; cubriré las apuestas de los tres. Su prometida —dirigiéndose a Hamilton—, la señorita William, me ha encomiado más de una vez su valentía. Un joven oficial tan apuesto, no temerá una partida de ajedrez. Una guinea por juego, con todos ustedes…

—He oído hablar de esas máquinas ajedrecistas —dijo Torres—, fueron populares hace tiempo. Temo que la mayoría no sean más que trucos, marionetas. Y esa parece ser el Ajedrecista de Maelzel, era un muñeco de un turco.

—Señor —fingió Tumblety cierto enfado—, le digo que podrán examinar el artefacto a su antojo. Y efectivamente, es la obra con la que Maelzel recorrió toda Europa hace treinta años, siendo pasmo de las mentes más lúcidas de su tiempo.

—Eso no es posible —sentenció Hamilton-Smythe—. Creo haber leído que esa máquina desapareció tras un incendio en los Estados Unidos.

—Les aseguro que obra en mi poder, pueden comprobarlo, si no les asusta…

—Además —prosiguió el teniente—, me parece recordar que el señor Poe, el escritor norteamericano, descubrió el fraude tiempo atrás.

—Bien, suponía que hablaba con caballeros más osados…

—Señor mío…

—No, no quiero hacerles perder más el tiempo.

Tumblety dio dos tirones a sus perros y los tres se alejaron unos pasos, lentos y medidos. Los dos fusileros se mostraron indignados, ambos eran jóvenes aventureros y la provocación del americano no podía quedar sin respuesta. Torres, algo más joven y con tanto o más coraje que ellos, era de carácter sosegado y miraba el reto desde la distancia del escepticismo, más fundado que el del puritano Hamilton-Smythe, por sustentarse en el conocimiento científico.

—Aguarde —espetó iracundo Hamilton-Smythe—, caballero, no toleraré que dude de mi hombría.

—He de entender entonces que aceptan la apuesta.

—No se ha inventado ninguna que mi camarada y yo no hayamos aceptado —dijo De Blaise.

—Soberbio. Esta misma noche puedo mostrárselo, a menos que estén ocupados.

—Es perfecto para nosotros —dijo De Blaise—, y espero que usted, Torres, nos acompañe, ya sea para participar en el desafío o como testigo.

—Ya lo puede jurar, teniente —respondió Torres—, no creo que pudiera resistirme a ver la solución de este encuentro tan extraordinario.

—Magnífico —continuó Tumblety—, se avecina una interesante velada entre caballeros, con un dilema filosófico de por medio, ¿qué más podemos pedir? Ya lo sé. Prologuemos ese encuentro con una cena en mi casa, beberemos y discutiremos de todo esto antes de enfrentarnos al reto. Resido en Liverpool, pero durante mi estancia aquí me hospedo en casa del señor Hall Caine, en el setenta y dos de Brook Street. Espero verles a todos a las siete —dirigió entonces por primera vez su mirada a mi persona—. Pueden traer a su… criado, si así lo desean.

Y se fue. No me había reconocido, me inundó un alivio dichoso, que disimulé lo mejor que pude. Durante toda la conversación había sentido miedo, más que en lo más crudo de la guerra. El Monstruo estaba allí, hablando de no sé qué apuestas… yo solo veía sus ojos de demonio voraz ardiendo, siempre ardiendo en mis recuerdos. Aguanté la respiración esperando que esos ojos se detuvieran en mí, y vieran lo que yo sabía, y soltara al engendro que llevaba dentro. No, el Monstruo no me había visto, ¿cómo iba a ser de otro modo? ¿Cómo iba a recordar ese pequeño encuentro en medio de lo que seguro era una larga vida de iniquidades?

—¿Y bien, señores? —dijo Torres—, ¿qué se puede hacer en esta ciudad hasta las siete?

Los dejé… siempre he…

Siempre he sabido cuál es mi sitio, y entre esos buenos caballeros y sus complicados rompecabezas sobraba. Torres se empeñó en que los acompañara, insistió en que me necesitaba como traductor y ofreció pagarme por este servicio, pero… era evidente que el español se entendía bien con esos dos militares, que por demás no parecían nada interesados en que yo siguiera con ellos… No lo acepte, ya era hora que la rata volviera al lugar que le pertenecía. No… no tuve en cambio reparo alguno en coger el medio soberano, ¡medio soberano!, que me ofreció correspondiendo a mis molestias. Tenía que vivir de algún modo. Torres se despidió de mí.

—En fin, don Raimundo…

—Raimundo.

—… me alegro de haberle conocido. Ha sido extraordinario encontrarme con casi un compatriota aquí, un feliz encuentro. Espero que alguna vez se repita.

No.

Lo natural era que jamás nos volviéramos a ver. Los nuevos cicerones de Torres, más presentables y seguro que más conocedores de lugares que el español gustara de visitar, se encargarían de él. Yo… yo… No. Yo debía volver otra vez al hediondo callejón, a mi hedionda vida.

Observé cómo los tres caballeros se iban comentando el extraño encuentro con T… no. Con Tumblety, haciendo planes para almorzar y pasar la tarde juntos en espera de los misteriosos descubrimientos que la noche les deparara. Les di la espalda y caminé por la calle contemplando a toda esa gente pasear, salir de Spring Gardens hacia otros destinos civilizados, pasando tan cerca del callejón del fin del mundo y tan lejos a un tiempo.

Vi… a un par de raterillos acercarse despacio al trío, creyéndose sigilosos, cubriendo su avance tras los vuelos del gabán de un transeúnte alto y saliendo justo para tropezar con uno de los oficiales. Estuve a un suspiro de salir en su socorro… Torres interceptó a los muchachos y creo que les dieron unos chelines tras algún breve sermón y dos suaves cachetes… Los niños se fueron trotando y riendo, y yo me sentí muy triste.

No podía…

… comprender lo que me pasaba, ¿por qué… por qué el ver a todos esos señores pudientes no abría en mi mente codiciosa una infinitud de posibles hurtos… robos, y asaltos, sino una… extraña melancolía?, la misma clase de tristeza que sentí cuando desperté en el hospital de campaña de Jacksonville… entre yanquis y sin cara; otra vez esa tristeza…

Mi andar errático… me llevó hacia la fea guarida de mi hogar, como un toro a los toriles, que diría Torres, y antes de entrar en ella me atacó un hombre lobo…