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Empezamos por el final. El anciano dice:

—Yo he visto cambiar el mundo. Fui el señor del tiempo, fui el propio tiempo, Cronos viendo las horas pasar en fuga, una tras otra, desde lo alto.

Nadie con un mínimo de caridad llamaría habitación al lugar donde descansa. Es más un nicho, una sepultura en vida, un túnel con paredes de un blanco sucio y descascarillado dominado por el sillón negro del centro, tan señorial como viejo, rodeado de los goteros que mantienen la precaria vida del enfermo, sin ventana alguna, con dos luces mal colocadas en cada pared curva que dejan un reguero ahumado sobre la cal. En el muro del fondo, el único plano, hay un crucifijo de hierro negro que parece cernirse sobre el respaldo orejudo y distinguido del asiento, y frente a él una puerta doble de vaivén, que oscila tras el paso del hombre de aparatoso bigote y bata blanca que acaba de abandonar la sala y que permanece atento ahí fuera, la vista fija en la escena a través de los cristales casi opacos por la mugre.

Los visitantes, dos caballeros de punta en blanco y gesto adusto, flanquean al enfermo en pie y lo miran con algo más que impaciencia.

—Como lo oyen. Puedo decir el momento exacto en que todo cambió. Todos los que estuvimos allí presenciamos el fin de los tiempos sin ser conscientes de la trascendencia de los hechos a que asistíamos. Yo al menos no reparé en esta fractura de la historia hasta mi retiro, mis años de reflexión, hasta mucho pasar esos días ya antiguos que ahora tanto les interesan, llenos de sangre y de miedo. Esa guerra transformó el mundo…

—Disculpe —interrumpe el más grande de los dos, el del bombín pardo, al que a falta de nombre mejor y prefiriendo ocultar su verdadera identidad por tratarse de alguien eminente, le daremos el de «Alto»—. ¿Qué puede tener que ver esto con las muertes…?

—Mucho. —El viejo emite un sonido que pudiera ser un carraspeo, apenas forzado por su débil pecho. Luego continúa con voz grave, profunda, demasiado para su fragilidad—. Mis queridos amigos, mucho. Si de verdad quieren conocer los pormenores de aquellos acontecimientos deben atender a los orígenes. De lo contrario, si se quedan con la aséptica narración de los hechos, sabrán tanto de esta horrible historia como la cuchara conoce el sabor de la sopa, que diría un galés. Verán, les agradezco su visita, aquí nunca viene nadie, y entiendo la urgencia de la situación. No obstante, coincidirán conmigo en que el devenir histórico no es más que la confluencia de personas y sus actos, y es fundamental saber las motivaciones de los participantes en el drama vital de la existencia, quién de entre ellos se ve impelido a actuar por la luz de nuestro Señor y quién es arrastrado por las oscuridades del fondo de su alma. Para su desgracia sólo me tienen a mí de entre los protagonistas de estos episodios. No soy el principal actor, y más cercano a las penumbras que a las claridades he andado siempre…

—Señor, perdone que insista, pero lo que quería preguntarle es si está seguro de que en algún momento todo esto tendrá que ver con el Ajedrecista…

—Por otro lado —continúa molesto por la interrupción—, hace mucho que no converso con nadie dispuesto a escucharme, y ustedes se ven forzados a prestarme toda su atención; comprenderán que no pueda dejar pasar una ocasión así, caprichos de viejo.

Ambos se miran impertérritos, nada dejan escapar a través de sus gestos severos, quizá el atisbo de una curiosidad que pugna por asomar. Alto mira al Cristo en la pared y el más joven dice muy despacio (debido a que no domina el español con fluidez, por lo que a partir de ahora le llamaremos con el no muy imaginativo y algo socarrón sobrenombre de «Lento»):

—Conforme, señor Aguirre. Se hará como a tú…

—A usted.

—Como a usted le convenga…

—Excelente. Pues les contaba que…

—… pero nos permitirá sentarnos, ¿sí? Parece que el relato será largo.

El anciano da golpecitos sobre los brazos guateados del sillón; es su modo de reír. No puede, o no debe, emitir carcajadas en su estado y así se manifiesta en las escasas ocasiones en que encuentra algo divertido.

Perdonen este esperpento de carcajada —dice al ver las miradas de los visitantes—. Pocas cosas han sido merecedoras de risa alguna en mi vida. Olvidé cómo reír y en su lugar adopto este palmoteo seco de arena cayendo en sepulcro. En cuanto a su acomodo, lamento que no haya otro mejor que un par de cojines que encontrarán tras el sillón. Este trono ahormado ya a mí no es tan espacioso como para que se sienten a mi lado, y mi enfermero, mi carcelero debiera llamarle, no es el hombre más hospitalario de Europa. Dudo que él les proporcione asiento alguno. ¿Qué les decía…?

—Hablaba de una guerra en la que estuvo —responde Alto, que queda recostado en la esquina junto a la puerta, resoplando.

—Sí. La guerra americana cambió el mundo.

—Se refiere a…

—Por supuesto, la Guerra Civil. Allí se inició el futuro. Sin duda no fue así con exactitud, lo sé, tal vez se trató de una manifestación del mudar de las cosas, el efecto y no la causa del tránsito de lo hermoso a lo gris; igual da, a mí se me antoja que sin aquella lucha todo hubiera ido mucho más lento. Aquel, mi conflicto patrio por excelencia, fue el principio de este plomizo, feo y perpetuo tornar que llamamos progreso, modernidad. Allí se peleó con caballos y afiladas hojas, pero también con armas de repetición, y con trenes y telégrafos, con barcos de metal y submarinos. Esa guerra fue la primera fotografiada y difundida en periódicos y postales, y todos los que allí sangrábamos y los que miraban desde Europa, nos sorprendimos ante el progreso y su barbarie. Incautos; aún no habíamos visto lo que las postrimerías del siglo nos traerían.

—Disculpe, señor Aguirre —interrumpe una vez más Lento, y ahora sí permite que una sonrisa trastorne la máscara de cera de su semblante—, parece que este… un discurso ensayado…

—No se equivoque, pollo. No necesito ensayo alguno, mi memoria es mucho más fiable que cualquiera de las suyas, de la de cualquier hombre cinco años más joven que ustedes; es lo único que aún conservo en plenitud pese a la edad. Por otro lado, el escribir mi biografía ya es lo último que me queda, languideciendo como estoy, así que tengo cada palabra de mi narración bien guardada. Ya está bien, cesen todas estas interrupciones, son ustedes los que andan apurados. —Con un gesto amable, le indican que prosiga—. Pues esto, que habiendo pasado mi mocedad en esos campos de batalla que anticiparon el avance de la humanidad, creo que soy el más apropiado para contar la historia del mundo, la que nadie conoce.

»Empezó hace mucho antes de mi nacimiento, que tuvo lugar el trece de octubre de mil ochocientos cuarenta y cuatro en San Agustín de La Florida.

—¿Esa es la fecha exacta? —dice el Alto, armado ahora de pluma y cuadernillo para tomar notas.

—Claro está, no les debe ser difícil comprobarlo. Busquen la filiación de Raimundo Thelonious Aguirre, recluta del Segundo de Infantería de Florida. Deben aún existir documentos sobre mí, al menos en diez o doce prisiones de todo el mundo. Lo mismo da, prosigo. Colegirán por mi apellido que desciendo de familia española, de los muy escasos españoles que no marcharon a Cuba cuando la Corona vendió La Florida por cinco cochinos millones de dólares, que ni siquiera se llegaron a cobrar. Cinco millones por el paraíso. Eso fue en el veintiuno, pero ya antes el control español era escaso; se había tenido que sofocar un intento independentista en el diecisiete, y en el dieciocho Jackson entró a fuego por el norte… maldita política.

»Desde hacía tiempo éramos pocos los colonos españoles en La Florida, menos de cinco mil, que nos manteníamos del dinero que llegaba año tras año desde Méjico, así que nadie pensó que la venta fuera un error. Deshacerse de un territorio que de facto no controlaban a cambio de la soberanía sobre Tejas, Nuevo Méjico y California no era mal trato, alejando en lo posible estos y otros lugares de la codicia yanqui. Nunca se debe menospreciar la avaricia de un pueblo. La Florida quedó desierta de población hispana, salvo por unos pocos, que como mi abuelo, dudaban de la vida que les esperaba de vuelta a casa. Especialmente reacio era don Luis Aguirre, el padre de mi padre, hombre por cierto acaudalado; vean así que mi origen pudo ser alto, bien alto, y así la caída hasta estas simas de la miseria ha sido mucha. Las tierras que mi abuelo tenía en San Agustín estaban empeñadas, entrampadas como todo el resto de su patrimonio debido a sus malos hábitos, que su hijo heredó y cultivó con exceso y poco juicio. El dinero que daba la Corona a título de resarcimiento por las tierras perdidas era inexistente, más para don Luis, que no gozaba con amigos en la corte, y no había un español de importancia que no fuera acreedor suyo. Volver a España era inconcebible, y marchar a Cuba era caer en manos de prestamistas a los que ya no podía disuadir con el valor de la heredad de los Aguirre, ni con su puesto o influencias, y que lo mandarían a presidio dejando a su mujer y a sus dos hijos en las calles de La Habana, sin posibilidad de sustento digno alguno. Así que mi familia tornó de española a norteamericana al tiempo que La Florida. De americanos no nos fue mejor que de españoles, todo lo contrario. Esas tierras que quisimos conservar se perdieron, y así, pudiendo haber nacido de hacendado pudiente, lo hice de un desalador que acabó con la piel quemada por la sal y el alma por la bebida.

»Poco interés tendría para los sucesos que nos ocupan la historia de mi familia, intrascendente, olvidable y olvidada, de no ser por el empeño del viejo Luis Aguirre de conservar algo de sus orígenes entre los suyos, mantenernos católicos y obligar a todos en casa a hablar español, convirtiendo esto en tradición. De ese modo, mi padre habló conmigo en su lengua natal y hasta con mi madre, nacida en Virginia, también se expresó siempre en español. Así este, el español, fue mi primera habla desde niño y me gusta pensar que tal circunstancia, además de permitirnos esta agradable conversación, propició el fin de un cáncer que hubiera acabado con la felicidad del mundo.

»No adelantaré acontecimientos, que aún queda trecho en el sendero. Cuando llegó la guerra y La Florida mandó a sus hijos a morir por la Confederación, yo fui con ellos. Escapé para enrolarme de casa de mi tío, un bombero de San Agustín que no quería saber nada de guerra, ya pasó las suyas siendo más joven en Méjico. Había ido a vivir con él cuando mi padre, tras llegar a la viudedad en virtud de un martillo pilón que él mismo empuñara, se dejó caer borracho en medio de la calle y tuvo la decencia, la única muestra de ella en toda su vida, de aspirar sus propios vómitos y morirse. Yo mismo, su unigénito, tuvo que ayudarlo a quemar el cadáver de mi madre y hacerlo desaparecer, y soportar a toda una comunidad señalándote, haciendo caer sobre ti la vergüenza de una madre fugada, ganándose la vida en cualquier calleja. Eso decían y yo callaba.

»No lloré a mi padre.

»Mi tío era a su hermano como el día a la noche. Bebía también, y era un miserable, pero la más profunda tristeza en lugar del odio era lo que removía el licor que a diario tragaba. No recuerdo bien qué me empujó a escaparme, la precariedad de mi existencia junto a mi pariente o el odio a los yanquis, odio imitado de lo que veía en la calle y no compartido por mi tío el unionista. Me alisté en los fusileros de San Agustín en… a finales de abril del sesenta y uno, con dieciséis años, solo habían pasado cuatro meses desde que Florida votara la secesión. Pocos días después de que a mis oídos llegaran las noticias del bombardeo del fuerte Sumter, en Carolina del Sur, yo salté por la ventana de casa del hermano de mi padre y no volví a ver jamás a nadie de mi sangre.

»Quise llevarme un recuerdo, eso sí, y para ello robé, iniciando así una larga y no muy provechosa carrera delictiva. Poco tenía el jefe de bomberos Aguirre que pudiera ser de valor, tan solo una moneda de plata de Judas, que acarreaba con él como amuleto desde la juventud, y que amaba más que a su difunta mujer. Por las noches la sacaba del bolsillo y la guardaba dentro de su Biblia bajo un tablón del suelo, en su cuarto. Tras la muerte de su joven esposa acostumbraba a conciliar el sueño gracias al whisky, eso junto a mi ya considerable habilidad para moverme en silencio, hizo que no me fuera difícil entrar por la noche, sacar la caja de madera con doble candado donde la encerraba bajo el suelo, forzarla y marcharme, dejando el libro sagrado, pero no su contenido. No estoy seguro de que no estuviera en el fondo movido por el rencor hacia su desapego, o para castigarlo por unionista, puede. Lo que más recuerdo es que mientras corría al alistamiento, apretaba la moneda de plata en mi mano, confiando en que si me iba mal, su valor me sería de ayuda. Pronto verán que hacerme acompañar por el símbolo de la mayor de las traiciones no fue afortunado.

»Todos éramos buenos hijos del Sur en los fusileros de Florida, muchachos del condado de Putnam dispuestos a patear un montón de culos yanquis. Yo no era una excepción en cuanto a mi edad; si me quedara algo de dinero les apostaría aquí mismo a que la mitad tenía tres o hasta cuatro años menos de lo que dijo al oficial de recluta.

»A principios de junio nos reunimos con otras nueve compañías al norte, cerca de Brick Church, al oeste de Jacksonville, ciudad que siempre recordaré con amargura. Allí se formó el segundo regimiento de infantería de Florida, al mando del coronel George T. Ward. Un caluroso lunes subimos todos al tren cantando Dixie, dispuestos a atravesar Virginia hasta Richmond, donde llegamos el veintiuno de julio por la tarde. Allí estuvimos cerca de dos meses, en un campo de adiestramiento… los mejores tiempos de mi vida. Estaba aprendiendo algo, formando parte de algo… veo por su expresión que no tienen mucho apego por la vida castrense, muy propio de la juventud actual.

—En absoluto, señor mío —dice Alto—, por lo que no tenemos apego es por perder el tiempo escuchando…

Lento apacigua el mal carácter de su compañero con un gesto, y con extrema amabilidad en el tono (tal vez sea que no sabe ser desagradable en español), trata de aclarar este punto.

—Señor Aguirre… Su vida está interesante, pero no vemos qué tienen que ver sus experiencias en milicia con asesinatos…

—Y mucho menos con el Ajedrecista —apunta su compañero.

—¿Qué tienen que ver? Todo, señores míos. Absolutamente todo. Yo no hubiera tenido participación alguna en los crímenes de no ser por lo que ocurrió allí.

—¿Lo que pasara en el campo de entrenamiento de Richmond durante el verano del… sesenta y uno fue la causa de que casi treinta años más tarde…?

—No lo que sucedió en Richmond, sino tiempo después, cuatro años después. Ya entraremos en eso a su tiempo. Antes, a los dos meses de llegar a Virginia, ya convertidos en soldados del Sur de la compañía H del segundo de infantería de Florida, partimos hacia Yorktown, donde nos unimos con la última compañía, y con ellos pasamos allí el otoño y todo el invierno. En el sitio de Yorktown fue donde todos recibimos nuestro bautismo de fuego, el principio de los horrores. Mucha guerra, mucha muerte para un muchacho que solo buscaba una buena forma de ganarse la vida, aunque a decir verdad no pisé primera línea de fuego.

»Supongo que por mi aspecto juvenil, muy lejano entonces al de un aguerrido soldado, me asignaron como asistente del cirujano del regimiento. Pareciera que tal situación me alejaba de los aspectos más desagradables del combate, todo lo contrario. Ser testigo de amputaciones sin anestesia alguna, cortando miembros en menos de tres minutos, ver órganos palpitando, rodeados de moscas, pulgas y suciedad mientras el buen doctor no daba abasto, oír gritos y ruegos desesperados de hombres que van a perder sus piernas, brazos u ojos, en el mejor de los casos; es posible que todo eso no sea comparable al combate directo, pero no es mejor. No puede serlo. Yo me encargaba de quemar y enterrar brazos, pies y piernas inútiles despojadas de su dueño. El olor de esa carne abandonada no salía de mí. Manos con marcas de anillos, cicatrices, brazos con tatuajes, señas de vidas pasadas que perdían su significado cuando hacía un hatillo con todos ellos, mezclando partes izquierdas y derechas sin orden alguno. Murieron casi tantos en las enfermerías como en el campo de batalla, puede que más. Visiones como esas, día tras día, hacen que algo dentro de los hombres cambie, te hace aborrecer la carne, el cuerpo y sus humores en continua descomposición desde el nacimiento a la muerte. Para otros, al contrario, supone el alumbramiento a apetitos menos alejados del alma humana de lo que el común cree. De todo eso vi: oficiales hechos y derechos a los que les temblaban las piernas frente a una herida, y jóvenes imberbes que no se cansaban de ver carne mutilada, de tocarla. Otros, claro, nos limitamos a curtir nuestras propias pieles y corazones.

»El de Yorktown no fue un combate largo, ni especialmente cruento a vista de las delicias para un epicúreo de los horrores que ofrecería la guerra más adelante, pero con esto me creí ya curtido, impermeable a todo espanto. Pobre de mí. El dieciséis de abril los yanquis nos vapulearon en el dique. Mal día este para mí por partida doble; el congreso aprobó el Acta de Reclutamiento en esa misma jornada. Qué sabía yo, solo tenía miedo, estaba seguro de que nos iban a pasar por encima. Hubo quien dijo, por ejemplo el teniente Holland, un buen hombre que me prohijó porque algo en mí le recordaba a su hermano pequeño… una necedad. Todos los muchachos sucios, analfabetos y con ganas de tener una vida mejor se parecen, ¿no creen?

—¿Qué dijo el teniente Holland?

—Sí, que los yanquis pensaban subir destructores por el río York y bombardearnos hasta que no quedara nada. Salimos de allí sin que nos vieran, de noche, agazapados, yo con la cara pegada al culo de Holland, en dirección a Williamsburg. Los yanquis nos siguieron hasta allí, y el cinco de mayo maté a mi primer hombre. Puede que la semana anterior, en Yorktown muriera alguno por mi causa, por mi tardanza en traer el éter o el instrumental que el doctor me reclamaba a gritos, no lo sé, pero allí vi saltar hacia atrás la casaca azul de aquel tipo que corría hacia mí, y no se movió más. Eso me hizo muy feliz. Sé que puede parecerles inhumano ahora, pero matar es algo muy distinto para un muchacho con ganas de vivir. Hablo de muertes en combate, no de asesinato, que ese pecado tardé aún mucho en cometerlo y de él aún me arrepiento… Pobre Kelly.

»Tras causar mi primera baja al enemigo, me sentí mejor; eso me convirtió en un hombre, capaz de defenderme a mí y a los míos, o así lo creí. Conseguimos escapar otra vez hacia Richmond, otra vez de noche. Holland decía que era una victoria, que habíamos parado de nuevo a los yanquis. Yo no me sentía muy victorioso.

»Pasarnos muchas penurias. Pese a haber sido siempre pobre, no recuerdo tanta hambruna, ni convivir en semejante intimidad con un ejército de pulgas (yanquis seguro que eran), que se alojaban en mi ropa. La noche en que salimos de Yorktown, alguien me pisó la mano, y los dos dedos rotos nunca curaron bien, dolían y me era imposible cerrar del todo el puño, aunque aún conservaba el índice en buen estado para disparar. Mortificaciones de guerra, de las que la peor fue la noticia recibida poco antes de entrar en batalla. El congreso tenía su Acta de Reclutamiento, así que todos en el regimiento, que habíamos firmado por un año, nos vimos “reenganchados” por dos más. Dos años. Cuando me alisté esperaba dedicar mi vida a la milicia… creo, no sé bien qué pensaba; tras un año de guerra tenía suficiente, no necesitaba formar más mi carácter, y si lo necesitaba, no lo quería. No podía considerarme un veterano, no había visto mucha acción, y no quería más, nada más. Ni mi yanqui muerto, ni la posibilidad de matar otros cien me apartaban del miedo y del hambre.

»Vi a un par de veteranos volarse los pies para que los repatriaran al llegar a Richmond. Yo no me atreví, y acabé en Seven Pines; ahí es donde me cansé de ver muerte. El dolor de mi mano de tanto y tanto disparar con mis dedos tiesos, el correr con los pies magullados, las continuas nauseas por toda aquella pólvora y sangre aspirada; no aguantaba más. Durante el avance del primer día nos castigó mucho la artillería yanqui. Sus observadores, subidos en globos aerostáticos, señalaban con banderas nuestra posición, y los obuses nos masacraron. Recuerdo que disparé atolondrado contra uno de aquellos globos suspendidos en el aire lleno de humo blanco de los cañones, demasiado lejos para mi bala. En Seven Pines no perdimos, no del todo. Para mí fue peor que una derrota, y decidí que sería la última.

»Amaneció el uno de junio de mil ochocientos sesenta y dos, el segundo día de batalla, una mañana fría para verano, llena de niebla como un velo tendido por algún espíritu bondadoso con el fin de ocultar el horror. Apenas había dormido, el cansancio y el miedo me lo impidieron. Cuando me alcé a la voz de Holland, comprobé que el brazo sobre el que había reposado la cabeza toda la noche, que creía el de un compañero, era de un cadáver, un yanqui muerto, y ya había insectos recorriendo su piel. Eso fue el fin para mí.

»Durante todo el viaje hasta Seven Pines había estado hablando con un cabo de la compañía K, Drummon se llamaba. Un charlatán, un entendido en política, en caballos y en cualquier otro asunto que pudiera surgir en una conversación, y hablar de conversación es hacer un gran honor a lo que se podía tener con Drummon; en verdad eran largos discursos en los que nadie era capaz de intervenir. Espantaba a todos, menos a mí que, aún mozo, veía perlas de sabiduría en las baladronadas que esparcía al viento, sin importarle mucho si alguien escuchaba o no.

»Quedé deslumbrado por el carisma desbordante de Drummon y a mi manera traté de impresionarlo, quería ser amigo suyo, era la persona más interesante que jamás había conocido. No podía competir con su infinidad de conocimientos, los más inventados al vuelo, ahora lo sé, y a falta de imaginación, solo me quedaba una historia que contar, una historia verdadera: mi moneda de Judas. La saqué de la bota, donde la mantenía escondida, y se la mostré. Una de las treinta monedas con que fue pagada la traición de Judas a nuestro Señor. Era muy pequeña, oscura por el orín que la cubría, apenas se podía ver la estrella de David grabada en ella, ni las bonitas letras judías en el otro lado, pero desde luego era de plata, como comprobó el propio Drummon. Le conté cómo mi tío, el bombero de San Agustín, las trajo de Méjico.

»Tras acabar la guerra del cuarenta y siete, algunos se quedaron buscando fortuna. Mi tío junto con cinco pecadores irreverentes más estuvieron asaltando caminos, profanando iglesias y conventos, violando monjas y matando curas, hasta que se convirtieron en una de las bandas de forajidos más voraces del país; de sus faltas puede que toda la familia andemos haciendo penitencia, por mi parte bien se pudiera decir. En una de tales tropelías asaltaron la catedral de Zacatecas. Allí les acorralaron los “chinacos”, como llamaba a los rurales mi tío. Intentaron salir protegiéndose tras dos curas, que acabaron muertos en el tremendo tiroteo. Los cogieron, toda la ciudad quería colgarlos aunque nada habían podido llevarse, salvo el avispado Aguirre. Resulta que en la catedral se guardan ocho de las treinta monedas de Judas como reliquias, y ahora solo quedan siete. Mi tío se comió una de ellas.

»Los seis acabaron en la prisión de Valparaíso, hacinados con otros tantos reos. A no mucho tardar prepararon el ajusticiamiento de los “gringos”, pues todos acarreaban muertes a sus espaldas, aunque mi tío siempre me aseguró que él era inocente, que todo lo hicieron sus compañeros, que él era demasiado joven. Resultó que habiendo cinco cadalsos en el patio, dejaron “al escuincle” para el día siguiente. Había colaborado con las autoridades, contando con todo lujo de detalles los crímenes que sus cinco compañeros habían cometido, sazonándolos con alguno más que la policía mejicana desconocía, incluyendo el de deserción del ejército de los Estados Unidos. Esa cobardía delatora no le sirvió de mucho, lo iban a matar, pero al faltar sitio en el patíbulo, el jefe de prisiones decidió matarlo al otro día, y darse tiempo para decidir si mandar o no una petición de perdón por Aguirre al Gobernador; el tipo hablaba español y decía ser de Tijuana… gran impostor fue siempre mi tío. Los otros cinco fueron colgados al alba y el perdón no llegó; llegó un terremoto. La cárcel quedó maltrecha, sus muros se resquebrajaron y entre el tumulto, el griterío, el cruce de disparos, cuchilladas y venganzas viejas ahora desatadas al calor del cataclismo, él huyó, de la soga y del país. Volvió a casa con la moneda de Judas bien apretada, jurando que esa sagrada reliquia era lo que le había salvado de la horca, las sacudidas de la tierra, las puñaladas de compañeros de celda y de un centenar de peligros hasta regresar a casa. Se regeneró. Un día, paseando por San Agustín mientras tiraba alegremente la moneda de Judas al aire, celebrando su fortuna en las cartas de esa tarde, tropezó con un adoquín y la reliquia rodó calle abajo, hasta dar con el tacón de una niña, una preciosa criatura llena de candor y belleza que acabó siendo mi tía. Llenó dos años de la vida de mi tío de felicidad, y murió al parir su primogénito, quien tampoco llegó a ver un amanecer. Aun así, siempre dijo que esa moneda le había traído todo lo bueno. Era su amuleto. Ahora lo tenía yo y ninguna bala yanqui me había tocado, ni me tocaría.

»A1 día siguiente, la moneda desapareció de mi bota. Nadie más que Drummon conocía mi historia, y lo acusé. Él se hizo el ofendido y me dio una buena paliza, entre las risas del resto de los soldados, que no daban crédito a que un niño como yo tuviera una moneda de plata. Acabada la pugna, porque no tenía modo de continuarla, Drummon me dijo: “nunca te quitaría tu tesoro, chico, lo habrás perdido. Y de habértelo quitado, jamás lo encontrarías aunque lo tuvieras frente a tus narices”.

»Así quedé, sin el catalizador de mi buena suerte y en medio de una guerra. No por eso abandoné la amistad con Drummon, no podía probar que me hubiera robado la moneda, y seguía siendo un tipo divertido y sabio, a mis ojos. Además, si llevaba la moneda y lo protegía, estaría mejor a su lado que solo. Lo que me lleva a donde estaba, sí, vuelvo al hilo central de mi historia: mi segundo día en Seven Pines.

»Drummon contaba, en medio de su diarrea verbal, que Florida no interesaba mucho a los yanquis: “no es un objetivo estratégico”, decía para ser más exacto. Explicaba que la costa ya la controlaban: Cayo Oeste, el fuerte Zachary Taylor, el fuerte Pickens cerca de Pensacola… y aun así habían dejado que los “rebeldes” nos quedáramos con el interior de la península. Tan confiados habíamos estado de este poco interés que mi tierra despertaba a los del Norte que habíamos mandado a los ejércitos a pelear a Virginia, dejando nuestra casa al descubierto. Así, los yanquis se habían hecho con Fernandina y con San Agustín en marzo, y ahora gran parte del territorio estaba disputado, con bastas porciones sin controlar. Tierra de nadie. El paraíso para el desertor.

»Sí, deserté. Confesar cobardía ahora en la vejez no me avergüenza, menos aún si es cobardía de niño, temple de sobra había mostrado ya para mi edad. En los jóvenes y en los viejos disculpamos la falta de valor. No quiero decir que durante el resto de mi vida haya sido un desecho de arrojo, todo lo contrario; me temo que en estas charlas encontrarán más de una ocasión donde mi comportamiento no fue el de un caballero audaz, y tendré que confesar cosas peores, ya verán. —Ambos visitantes se miran preocupados—. No, no trato de justificar nada, el miedo y el hambre abogan por mi causa ahora y lo hicieron entonces.

»Drummon y yo escapamos en el caos de las primeras horas de aquel día. La suerte se hizo amiga nuestra, y sin problema y a pie pusimos millas entre nosotros y Seven Pines. Debimos tardar un mes, cinco o seis semanas, desde Virginia hasta Florida. Agazapados, esperando ser sorprendidos. A los desertores se les cuelga. Drummon no tiró su uniforme, dijo que podría servirle de camuflaje en alguna situación, un soldado es igual a otro, y yo lo imité, aunque siendo menos valiente o más juicioso que mi compañero de fuga, me quité la guerrera e hice un hatillo con ella, así fui hasta que llegué a casa, a lo que esperaba fuera mi casa para siempre. Él no, él lució su gris hasta el fin de sus días, caballero del Sur hasta la muerte.

»No contaré las penurias de nuestro viaje hasta allí, y poco puedo decir del año y medio que vivimos en los pantanos de Okefenokee, en la frontera entre Georgia y Florida, porque la vida allí es monótona y solitaria, una tranquilidad que no sé si había deseado alguna vez, pero que entonces me reconfortó y ahora añoro. Solo diré que viajábamos de noche y nos escondíamos de la luz, como vampiros, refugiados en graneros abandonados o medio enterrándonos en los bosques hasta que la caída del sol marcaba el momento de seguir la marcha.

—El verano es temporada de deserciones —comenta divertido Lento, animación que no comparte en absoluto su compañero. Aguirre vuelve a tamborilear sobre su sillón.

—Muy cierto, amigo. Las bonanzas de aquel estío facilitaron nuestra deslealtad. Hubiera sido hazaña imposible el recorrer todo un estado en invierno. Además, Drummon amenizaba nuestra fuga asegurándome lo regalada que sería la existencia en los pantanos.

»—Allí, Ray —me contaba—, un hombre puede vivir sin hacer nada, solo proveyéndose de lo que Dios nuestro Señor nos proporciona, como peregrinos, como vivían los primeros padres en el paraíso.

»Aquellos pantanos hacia donde me llevaba son con certeza el Edén, el vergel más grande de América. Un jardín un tanto húmedo a mi juicio, pero lo cierto es que el viejo Drummon sabía lo que se decía. La naturaleza puede ser fea y desagradable, y generosa a un tiempo si uno sabe cómo ordeñarla. Mi socio sabía.

»Okefenokee en la lengua semínola significa: “lugar de la tierra movediza”, aun así se pueden encontrar islas de suelo firme, como en la que construimos nuestra cabaña. Vivimos bien; pescamos los muchos peces que los cañaverales regalan, cazamos venados de cola blanca, pavos salvajes, garcetas y hasta alguna nutria cuando el hambre apretaba, y evitamos a los caimanes y a los osos negros. Dejé que mi barba creciera, por mi edad más rala que la de Drummon, y junto a él aprendí las infinitas posibilidades que ofrecen las plantas y los barros de ese jardín fétido. Allí el tiempo terminó, murió, todo era una eternidad verde y húmeda. La compañía de Drummon no me era desagradable, ambos nos convertimos en un solo ser, una simbiosis perfecta: él hablaba y yo escuchaba. De él asimilé un rico compendio de supercherías, magias y conocimientos mundanos tan falsos como espectaculares, y muy evocadores en medio de ese espesor. Entre toda su farfolla de invenciones y medias verdades, aprendí a sobrevivir por mí mismo, me enseñó a tratar y usar los venenos de la coral o la cascabel, ladinas compañeras que siempre deambulaban por nuestra morada, o a utilizar y trabajar los caparazones de las grandes tortugas para con ellos surtirnos de menaje, o las propiedades curativas de decenas de plantas, y eso me ha quedado hasta el día de hoy. Luego, las cosas fueron a peor.

Hace ahora una pausa enfática.

—No les sorprenderá, parecen hombres de mundo, si les hablo de los problemas que las pulsiones que envía Afrodita pueden causar en varones solitarios y sanos, entienden de lo que hablo… ¿me equivoco?

—No había… —sonríen los visitantes, esta vez los dos—, mujeres en las proximidades.

—La única hembra que vi fue la de algún cocodrilo, y no son criaturas muy dadas al romance. —Golpea los brazos del sillón una vez más—. Yo era joven y Drummon no tanto, pero ambos teníamos un espíritu fogoso, así que nos veíamos obligados a satisfacer nuestras urgencias viriles por nuestros propios medios. Drummon, más creativo, horadó un tronco de ciprés, llenó el orificio de helechos y limo, se casó con él en una ceremonia en la que yo oficié como reverendo y, como es preceptivo, consumó su noche de bodas. Sí, como lo oyen, entiendo sus risas; no saben lo triste que puede ser la soledad. La llamaba su dulce Clementina… qué quieren que les diga, no sentía yo ese tipo de afecto por el reino vegetal, así que Drummon quedó con su señora y yo con mis hábitos onanistas. No me las daré de casto, negando que me entregara a ciertas prácticas con mi compañero propias de hombres que pasan mucho en solitario, ciertas… atenciones recíprocas sin, por descontado, llegar a cometer actos contra natura…

—Se masturbaron el uno al otro —dice Alto, abreviando tanto circunloquio.

—Veo que son hombres directos. Sí, una… o dos veces a lo sumo se produjo eso y luego no hablábamos de tales hechos. Y les juro que no llegamos a más, no soy ningún desviado, se lo puedo asegurar, todo lo contrario, desprecio sobremanera esas prácticas. Lo que ocurre es que los hombres solitarios y salvajes, degeneran, vuelven a un primitivismo ajeno a Cristo nuestro Señor… no quiero perder su tiempo en excusarme. El asunto es que yo dejé claro mis límites, y no pensé que esas satisfacciones mutuas significaban algo más para Drummon. Una noche desperté sobresaltado al notar la cara barbuda de mi camarada apretándose contra mis nalgas. No se rían, me gustaría verles en tal situación.

—Disculpe Aguirre —dice Lento—. La imagen de dos hombres en pantano, sucios y… no quiero burlarme…

—Lo entiendo —más golpecitos sobre el sillón—, y entiendan ustedes mi sorpresa cuando vi que no era solo su cara lo que ese viejo charlatán quería arrimar a mi trasero. Le di una patada, y luego tres más hasta que saltaron dos de los pocos dientes que conservaba, y escapé. Luego regresé, por mis cosas, y Drummon trató de disculparse, diciendo que había tomado demasiado de ese licor que destilaba de los helechos… yo lo amenacé con mi viejo mosquete sin cargar, asegurando que si lo veía otra vez, aunque fuera de lejos, le volaría la cabeza. Marché, busqué otra isla seca en medio del pantano a buena distancia y construí mi propia cabaña.

»Durante un año no hablé con otro ser humano, tal vez eso ha hecho que me vuelva tan locuaz en la vejez. Por primera vez olvidé cómo se hablaba, del mismo modo que olvidé la cuenta de los días, de los meses, todo era la subsistencia cotidiana, comer, beber, librarse de las alimañas; lo que incluía a las patrullas de soldados.

»Poco o nada supe de la contienda y poco o nada me importaba. En ocasiones, cuando me alejaba mucho de mi agujero, veía algún alma perdida en otra cochambrosa cabaña, un patán, aún más deshumanizado de lo que estábamos Drummon o yo, gente que se devoraba unos a otros, como lo oyen, más peligrosos que los soldados; poco miedo podía causarles mi arma herrumbrosa. Acabé prefiriendo la compañía de los cocodrilos que la de seres humanos, y ponía siempre distancia con los últimos. Un día no fui lo bastante rápido.

»Empezaba el sesenta y cuatro, yo ya no gastaba calendario, esto lo supe luego. Florida, que a nadie interesaba en el Norte según Drummon, se convirtió de pronto en objetivo de una campaña yanqui. Tras su derrota en Viksburg, los confederados habían perdido el abastecimiento desde Texas y Arkansas, de modo que Florida se había convertido en la fuente de sal y carne para todo el Sur. Los yanquis no tardaron en atacar. Aumentaron entonces las patrullas de los nuestros en busca de desertores, supongo que para conseguir más hombres para el frente, pero una partida de caza humana siempre es una jauría de lobos.

»La soledad no me molestaba, acabé queriéndola, pero la presencia de patrullas a la caza de desertores me hizo replantearme mi enfado con Drummon. Fui a buscarlo, al fin y al cabo el viejo bebía mucho de ese brebaje infernal y eso puede hacer cometer a un hombre actos que de natural ni imaginaría. Es de buen cristiano perdonar. Con estas y otras excusas fui un año después de nuestra agria separación a la cabaña que compartimos. Se alegró de verme, ni él ni yo mencionamos el incidente que causó la ruptura de nuestra pantanosa amistad. Rio con su boca desdentada, me invitó a un trago de su veneno casero y comenzó a contar sus eternas historias con voz torpe de no usarla.

»Drummon tenía planes. Ir al norte, como hacían los negros por el “Tren Subterráneo”, hasta Canadá, y de allí a Europa. Él había nacido en Gales y hasta allí quería llegar, una tierra verde, no como los pantanos, un verde sano, fresco… Drummon se quedó adormecido con estos sueños y con mi promesa de acompañarlo. Me fui a mi choza, a por cuatro cosas, y al regresar por la mañana estaban matándolo.

»Lo habían colgado de Clementina y habían prendido fuego a sus pantalones. Seis tipos tan sucios y mugrientos como nosotros, con insignias de comisario, cazando desertores. Uno de ellos plantó una cámara de fotografiar y se puso a retratar a mi amigo muerto, ardiendo, con un cartel colgado al cuello que ponía: “renegade”, mientras sus camaradas posaban ante el objetivo, brindando con el licor de Drummon. “Pagan bien por retratos de esta gentuza muerta, jefe”, decía el fotógrafo.

»Me santigüé y me fui. Un mal paso dio conmigo en el suelo, hice ruido y la partida de asesinos saltó sobre mí. Maldije el momento en que decidí reconciliarme con Drummon, ahora me esperaba igual destino que el de aquel viejo degenerado. Fui a dar de bruces contra una raíz retorcida que me dejó aturdido. Recuerdo que alguien me levantaba gritando: “¡otro desertor, jefe, no sé si tendremos soga pa tantos!”. Y luego oí risas y vi a esos seis animales sedientos de sangre, golpeándome y burlándose de mí. Me preguntaron mi nombre, de dónde era. Yo fingí no entender, me hice el idiota. Había visto a algún trastornado por esas tierras, gentes que no soportaban la soledad y el arrullo de los reptiles, o frutos de generaciones de consanguinidad, incapaces mantener la concentración por más de dos minutos. A esos pobres infelices, más cercanos a un buey que a un ser humano, difícilmente les harían nada, salvo alguna crueldad menor. No andaba equivocado, me golpearon, me zarandearon, uno me tiró al suelo y orinó encima de mí mientras sus compañeros reían. Por desgracia, uno de esos animales encontró mi casaca gris entre los bultos que había traído.

»—Un desertor —dijo el oficial—, también tiene derecho a ver el espectáculo, traedlo aquí.

»Me arrojaron a los pies de Drummon, tiraron de mi cabeza para atrás hasta que pude verlo arder, allí, colgando de su amada vegetal. Su guerrera gris encendida. Eso lo había matado, maldito cabezota, tenía que llevar siempre el uniforme, hasta que lo cogieron. En ese momento lo vi: los botones de su casaca estaban desparejos. En la distancia no podía distinguirlos bien, pero uno, el inferior, no lucía el mapa de Florida ni las estrellas. Era mi moneda. La moneda de Judas. Había estado ante mí todo el tiempo, escondida donde era más evidente, uno más entre los botones. Al final, no lo protegió. Ni a mí.

»—Buscad una rama —gritó el oficial. Ese era todo el juicio. Horrorizado, me eché a llorar y a suplicar por mi vida. ¿Qué ganaban esos energúmenos con este ir de asesinato en asesinato? ¿Qué bien hacía eso a la Confederación o a ellos mismos? Ninguno, amigos, ahora lo sé; la violencia, el salvajismo, es algo adictivo, más que el peor de los narcóticos. Aquel comisario que me miraba sin ápice de compasión había perdido todo objetivo en su vida, salvo el de hacer daño, el de matar. Extraña ha sido mi existencia que me ha llevado a encontrarme a estos abortos de Satanás, sin conciencia ni pudor alguno, vez tras vez…

—Pero se salvó —interrumpe Lento.

—Así es. Dios me guardaba para hechos mayores. Uno de esos rufianes tuvo un instante de creatividad, la única ocasión que su cerebro parió una idea debió ser ese día, estoy seguro. Propuso que, en vez de colgarme, me arrojaran a los caimanes. Al parecer ese tarado enfermo de sífilis llevaba varios días inquieto por los reptiles, deseando verlos en acción, y a su capitán le hizo gracia la idea. Me ataron, me cargaron sobre la grupa de uno de sus mulos y salimos en busca de cocodrilos, alejándonos del incandescente Drummon. No es tarea difícil en esos pantanos encontrar reptiles, así que pronto dieron con un marjal donde languidecía un grupo. Me bajaron del mulo y empezaron a empujarme hacia la orilla cenagosa, disparando a mis pies. Los caimanes se ocultaron al ruido de las balas, pero sabía que pronto saltarían sobre mí, antes incluso que mis pies rozaran el agua. Los disparos atrajeron a alguien más. Una patrulla de soldados apareció, ambos grupos se dieron el alto y se apuntaron; los soldados eran más. Quien capitaneaba esa columna era mi teniente, Ernest Holland, ahora capitán.

Los visitantes se cruzan de nuevo miradas, ahora cómplices, y sonríen.

—¿No me creen?

—No… no es eso…

—Sí, sí lo es, y no se lo censuro. Demasiada coincidencia, ¿no? Pues ya les digo que mi existencia no es más que un juego de coincidencias, cuyo objetivo fueron esos asesinatos. Créanme o no, pero les juro por mi vida… no, vida apenas queda en mí, les juro por la salvación de mi alma que era el mismo Holland del Segundo de Florida quien detuvo a esos asesinos, quien preguntó qué hacían y quien me reconoció.

»—A esta basura desertora hay que colgarla, capitán —dijeron mis captores—. No queremos cobardes entre nosotros. —Pero Holland andaba de recluta forzosa, haciendo levas entre la población para salvar Florida del ataque yanqui. Hasta tan al sur había llegado parte del Segundo, tratando de detener a los del Norte por cualquier modo.

»Holland me dio a elegir: o la prisión por desertor, a la que no tardaría en seguir la horca, o volver con mi regimiento original, con todos mis delitos borrados. Así retorné a la milicia. Holland me salvó la vida, para conducirme a otra muerte segura. No quería más guerra, me había hecho a los pantanos y a la vida salvaje, me había olvidado casi de hablar y la más mínima norma de urbanidad era un misterio para mí. Resulta peculiar con qué facilidad el hombre abandona la fina pátina de civilización y se vuelve tan salvaje como un piel roja. Lo he visto más de una vez. Todos esos modales, todos estos adelantos, son disfraces mal puestos sobre la verdadera naturaleza del hijo del Hombre, la que Dios nos dio y nosotros hemos corrompido con la maldita ciencia.

—¿Reniega de la ciencia? —pregunta Alto—, ¿pese a que le ha permitido llegar a una edad que sus abuelos no hubieran soñado?

—Precisamente. Si me escucha verá que esa ciencia que tanto pondera es el mejor invento del demonio, el segundo mejor.

—Vamos —replica su compañero, mientras saca un reloj de su chaleco—, si le pregunta no acabaremos. Decía… teniente Holland y…

—Capitán por entonces. Él mismo afeitó mi barba y rapó mi cabeza, me adecentó, y alejado de tanta mugre volví a la civilización con un solo baño, recuperado para el ahora ya muy laureado Segundo de Infantería de Florida. Casualidades y paradojas que el azar ha dibujado en el mapa de mi vida. De nuevo en mi regimiento y en la peor de las ocasiones, porque mi destino me condujo hacia Olustee. ¿Conocen esa batalla? Les supongo caballeros instruidos y estoy seguro que en los libros de historia la batalla de Olustee figura como la más sanguinaria de la guerra, y ocurrió en mi estado natal. Ya he mencionado que los yanquis habían tomado interés por la Florida rebelde, y así, en febrero del sesenta y cuatro, el general Seymour embarcó sus tropas en el norte para intentar tomar la muy disputada Jacksonville por cuarta vez. El objetivo era cortar las líneas de abastecimiento confederadas desde el centro de Florida, aprehender todo el algodón, carne y madera posible, conseguir recluta de negros, que abundaban por allí tanto como los desertores, e inducir a los unionistas del este de Florida a formar un gobierno. Sí, pese a que fuimos el tercer estado en optar por la secesión, el antibelicismo cundió pronto entre la población.

»Los Confederados conocieron esta maniobra y pronto se dispusieron a la defensa. El general Finegan, un viejo irlandés baqueteado por los trabajos de la guerra, juzgó que el lugar más oportuno para detener la ofensiva yanqui era la estación de ferrocarril de Olustee. Con el lago Ocean Pound a la izquierda y pantanos infranqueables a la derecha, era un cuello de botella para nuestros amigos del norte, así Finegan escogió el emplazamiento del infierno, y pidió socorro al generar Beuregard, jefe de las tropas en Georgia, Carolina del Sur y Florida, que pronto buscó hombres para mandar al sur.

»El siete de febrero los yanquis tomaron Jacksonville sin excesivas complicaciones, y siguieron hacia el oeste. Al día siguiente nos echaron del campamento Finegan y del Ten Mile Run, llegando hasta cerca Lake City, cincuenta millas al oeste de Jacksonville. Parecía que no iban a parar, que remontarían el Swannee para volar el puente de Lake City o llegar a la misma Tallahassee. Incluso el secretario personal de Lincoln viajó hasta allí a tratar con los unionistas locales; la campaña parecía un éxito. Lo único que pudo hacer Finegan fue lanzar pequeñas escaramuzas, en las que yo todavía no intervine, con el fin de parar el avance yanqui en espera de las tropas que Beuregard mandaba desde el norte. Poco a poco nuestro número fue engrosando con las nuevas incorporaciones, la mayoría veteranos soldados de Savannah, Georgia, hasta alcanzar los cinco mil hombres, y les aseguro que de entre esos cinco mil yo era el más asustado, inmerso en la premura que se respiraba allí, la certeza de que ese era el momento de parar a los yanquis.

»El veinte de febrero, más de cinco mil yanquis agrupados en tres brigadas de infantería, otra de caballería y una última de artillería de apoyo, salieron de Jacksonville hacia Lake City, siguiendo las vías del tren, coreados por el manifiesto desprecio de las buenas gentes del Sur, que voceaban a su paso: “volveréis más rápido de lo que avanzáis”. Al mediodía, nuestra caballería comenzó con algunas refriegas sueltas, tratando de frenar el avance, que duraron el resto del día a medida que los de azul se acercaban.

»Yo estaba cerca de la estación, en un batallón que le decían “Bonaud”, formado por el veintiocho de artillería de Georgia, restos del Segundo de Florida, el capitán Holland entre otros, y reclutas del país alistados a última hora, como yo mismo. Había pasado todo el día con la pala, construyendo abundantes y fuertes parapetos, trincheras y emplazamientos para las piezas de artillería en la lengua de tierra sólida entre el lodazal pantanoso y el lago, o midiendo distancias para los artilleros y dejando allí marcas. Serían las dos la tarde cuando oímos el combate. A solo dos millas de donde estábamos, que fuera una serie de escaramuzas empezó a recrudecerse. A la hora, el humo anunciaba que ya estábamos en medio de una batalla.

»Finegan mandó atacar regimiento tras regimiento, el sesenta cuatro, el treinta y dos, el sexto… mientras nosotros aguijoneábamos con nuestras andanadas. Los yanquis flaquearon y fue nuestro turno de avanzar. Mis pies se movían, pero el corazón quedaba atrás. El miedo me atería los dedos mientras hacía girar las pesadas ruedas del armón sobre el suelo seco cubierto de agujas de pino, ayudando al par de caballos, únicos que quedaban de los seis que iban uncidos cuando salieron de Georgia. La matanza gobernaba en el campo; allí en la estrecha franja por donde circulaba la vía no había lugar donde parapetarse, y fue en ese infierno donde tuvimos que detenernos. Me tiré cuerpo a tierra y empecé a disparar mientras los cañones tronaban a mi lado. Me temblaban tanto las manos que apenas tenía fuerza para cargar, y las balas caían al suelo, tres por cada una que metía en la carabina. Un oficial tras de mí mantenía en marcha a los hombres, no dejaba que las piezas descansaran, disparando una y otra vez, gritando más fuerte que las bocas de los cañones. De pronto dejó de dar órdenes. Alcé la vista y vi que la sangre la salía por el cuello, parecía haber perdido la garganta por completo y su cabeza estaba a punto de caer rodando, pero él no se daba cuenta. Se agitaba, movía los labios en silencio, incapaz de pronunciar palabra, como los actores en el cinematógrafo. Estaba muerto, y tardó un tiempo en entenderlo.

»—¡Aaaaaaaaaaadelante! —gritó Holland, o creo que gritó, porque el estruendo de la artillería no me dejaba oír ni mis propios jadeos aterrorizados. Avanzamos una vez más. Los pífanos y tambores apenas se hacían hueco en la atroz fanfarria de gritos, trote de animales y estallido de bombas. Los yanquis se habían rehecho y aguantaban ahora donde antes habían retrocedido, no dejaron que avanzáramos ni diez pasos. El que más y el que menos andaba buscando balas que usar entre los muertos, bien podían recoger las que yo desperdiciaba. Desesperados, viendo que la jornada estaba sobre el fiel, y que la ausencia de munición iba a decantar a la fortuna hacia los federales, las órdenes de los suboficiales eran desoídas. Los de Florida nos topamos con un muro de negros que peleaban como demonios. Hacía una hora, los nuestros habían aniquilado a un regimiento entero de negros bisoños, pero estos eran otra cosa, estos estaban furiosos y peleaban con denuedo inusitado. Si hubiera quedado una gota de agua en mi cuerpo sediento, me hubiera orinado encima.

»Disparé y fallé, y al momento los demonios negros se nos echaron encima. Habían salido a la carga como nosotros, sin esperarnos, acción esta no solo valiente, sino inteligente, pues mala defensa tenían en sus posiciones. Llegó el cuerpo a cuerpo.

»Oí tras de mí un fuerte estallido; una de las cuatro piezas de la batería que acababa de dejar atrás voló. Alguno de los sirvientes se había equivocado; el cansancio, el esfuerzo por aumentar la cadencia de tiro sin dejar enfriarlo, o el cañón ya andaba viejo y quejoso de tanta guerra y no pudo más. Todos nos tiramos cuerpo a tierra. Apareció un negro enorme dispuesto a clavarme al suelo con su bayoneta. Lo golpeé con la culata de mi fusil descargado en la entrepierna, y cuando cayó volví a darle en la cara hasta que dejó de tener formas reconocibles. El miedo me hacía herirlo una y otra vez, asegurarme que no se levantara. Grité de miedo, no de ira. Tenía que escapar.

»Casi ninguno teníamos bayoneta, así que en el cuerpo a cuerpo andábamos en precario. Cuando recobre el sentido le quité el fusil a mi negro muerto y acerté a otro con él en la espalda. El único pensamiento que me guiaba era que si mataba a todos esos salvajes, vería amanecer al día siguiente. Mi última presa alanceada por retaguardia portaba un revólver, esa arma puede cambiar el sentido de una pelea. Se lo arrebaté. Disparé los seis tiros sobre otro negro que pidió piedad tras el primero.

»—¡Aguirre! —me gritó Holland, que luchaba a mi lado—. ¡Ahorre munición! —Y ordenó replegarnos. Nos masacraban. La brigada Bonaud sangraba más que todo el Sur, ochenta o cien hombres murieron allí, y yo solo tenía la mente puesta en los pantanos de mi izquierda. Llegaba mi oportunidad, volver a los cenagales, a la soledad que tanto añoraba.

»No, los meses de aislamiento no me habían vuelto completamente obtuso. Sabía que mi cabeza estaba sobre mis hombros por una conjura del azar. Si me volvían a atrapar desertando, aparecerían postales mías colgando de un pino aquí, en Georgia, en Louisiana y en toda la Confederación. Me daba tanto miedo huir como quedarme.

»Con la urgencia de una derrota inminente volvimos a nuestras posiciones de origen conservando cierta organización. Holland nos animó a apoyar a los artilleros. Muchos de los sirvientes de las piezas habían caído o temblaban inoperantes, y era necesario redoblar el fuego sobre esos negros. Todos empezamos a cargar las balas, limpiar y enfriar el cañón, cebarlo, y devolver disparos a los yanquis. En mi batería solo quedaban dos cañones funcionando, “Napoleones” de doce libras, el tercero andaba a medio ritmo por falta de dotación. Me puse en él.

»—¡Coge la lanada! —me gritó el artillero con la cara renegrida por la pólvora—. Y mójala bien, que hay prisa. —La agarré apresurado, un palo con un hatillo de trapos que debía empapar en un cubo de agua y meterlo por la boca del cañón, para enfriarlo y limpiarlo. Un doce libras debía poder disparar dos veces por minuto sin estallar, si se refrigeraba bien, y necesitábamos más cadencia.

»Recordé la voladura de la cuarta pieza, los heridos con una pierna o un brazo perdido que pasarían el resto de la guerra en un hospital, como los que vi en Yorktown, mutilados, vivos. No mojé la lanada, me quedé quieto, mirando el cubo de agua a mis pies.

»Otro desgraciado tan asustado como yo traía la bala.

»—¿Ya está? —me preguntó. Dije que sí y la dejó caer por el alma del cañón. Oímos disparos que rebotaron en el bronce y uno fue a dar en el improvisado sirviente, que cayó gritando.

»—¡Fuera de aquí! —aullaba presuroso el artillero—. Sacad a este herido. ¿Cargado? —Me preguntaba a mí. Nadie había visto nada. Dije que no, que tenía que limpiar el cañón todavía. El artillero me gritó enfadado y se fue por una bala más. Encontré bajo el cañón un estopín preparado para prender. Lo enganche a la lanada y apreté con el proyectil que ya había dentro. Noté el bronce ardiendo. Llegó el artillero con la segunda bala y la metió—. Aprisa, ponte atrás —me dijo.

»Me coloque junto al asta que servía para empujar la pieza tras su retroceso. Me aparté, despacio, mientras el artillero daba fuego al cañón. Corrí perseguido por la mirada de alguno, mucha gente corre asustada en un campo de batalla, no resulté llamativo. Necesitaba distanciarme de la pieza, solo quería perder un brazo, o una pierna… algo que me dejara inútil para matar y para morir. La explosión me cegó. No noté dolor, tan solo el golpe más fuerte que jamás he recibido, que me tiró al suelo, y un zumbido permanente que aún oigo en pesadillas. Respiré dos veces, una tercera; estaba vivo, vivo y lisiado seguramente. Me llevarían al hospital, guapas enfermeras de Richmond sanarían mis heridas, me condecorarían… se acabó la guerra.

»Me incorporé. Tenía piernas, y brazos y… me faltaba la cara. En lugar de rostro tenía ese horrible amasijo húmedo que me ha acompañado la mayor parte de mi vida. Las prótesis han mejorado mucho, es obvio que soy una autoridad sobre este campo; entonces, en Olustee, al norte de Florida, al pobre Raimundo Aguirre le habían arrancado la cara. Salí corriendo, aullando sin ver, buscando auxilio, llamando al capitán Holland, a Drummon, a mi tío el bombero de San Agustín. Corrí durante mucho tiempo hasta que tropecé con algo, caí sobre tierra húmeda, que debí humedecer aún más con mi sangre. Pensé en los pantanos, pensé que Drummon me perdonaría y me curaría con esas hierbas que me enseñó, esas que sanaban todo. Gracias a Dios perdí el conocimiento.

»Así me capturaron los yanquis. Parece una broma; ganamos en Olustee, repelimos a los federales, no volvieron a entrar en Florida por el resto de la guerra, que ya a punto expiraría, y yo fui capturado por el enemigo que huía. El único prisionero que hicieron los yanquis esa jornada. No sé cómo, tal vez mi ceguera y la locura me llevaran a correr muy lejos y muy rápido, no sé. Desperté en el hospital, en Jacksonville, sin ojo izquierdo, sin oído, sin nariz, y con la cabeza fracturada pero vivo; y lejos de la guerra al fin.

Los dos hombres suspiran al unísono, como si hubieran estado aguantando la respiración durante toda una hora.

—¿Conmovidos?

—Mucho, sin duda, señor Aguirre —dice Lento—. Lleva más de media hora contando horrores de guerra. Cualquier hombre… con sangre en venas, como dicen ustedes, se conmovería…

—Sí, amigo, la guerra no es honor ni gloria, nada de eso. Es el imperio de la sinrazón, a través de la que se manifiesta lo peor del hombre: el miedo y la cobardía. No se espanten aún, queda lo peor, mucho peor de lo que han oído hasta ahora… No me engañan, son hombres de mundo y esto que les he contado no deja de ser un reflejo más de la imagen que conocen; ya saben de la condición humana y sus muchas lacras, tienen edad y educación para haber presenciado, o incluso padecido, la crueldad, la mezquindad y cicatería, la miseria moral que conforma nuestra especie. No, su expresión severa no es de espanto por los males de la guerra, es desprecio hacia mí.

—En absoluto señor…

—Sí. Y no crean que me siento ofendido. Ustedes me están juzgando, eso es inevitable, todos somos rápidos en el juicio de las faltas ajenas y más morosos a la hora de pronunciar veredicto para las propias. Es cierto que maté a mis compañeros en esa explosión, no sabría decir a cuántos, y es igual de cierto que lo hice por cobardía, por infligirme una lesión que casi me mata y me dejó lisiado para el resto de mis días. No me defenderé de tales acusaciones: soy culpable, pero ya pagué mi deuda. No me refiero a mi larga vida penitenciaria, ni al dolor, ni a las humillaciones, ni a las taras en mi espíritu o mi cuerpo; eso solo sirve para consolar a la buena gente que sufriera mis desmanes, para proporcionar una venganza justa a parientes y amigos de aquellos a los que hice mal. La balanza de la vida no se equilibra con la mortificación y el sufrimiento, la deuda de mal ha de pagarse con bien, y con réditos suficientes. Eso he hecho yo: yo salvé al mundo del horror, o ayudé a ello, así que mi pasado ni me ofende ni me espanta, pues ya Dios ha borrado a buen seguro mis faltas en mi cuenta de deudas.

—Le aseguro que no le juzgamos —dice Alto—, los pecadillos de juventud…

—¿Pecadillos…? Es que también las hubo en la madurez. Dejemos de divagar y vayamos al verdadero horror, a donde comenzó todo, a la visión de unos hechos que cambiaron mi vida, a…

—Adelante, por el amor de Dios, vamos a donde sea.

—Vamos pues. Sobreviví a mis heridas por mi fuerte constitución, bendita sea, y por algún milagro. Me gusta pensar que Dios me reservaba…

—Para el futuro, para que obrara como lo hizo después por el bien de todos nosotros, ¿puede continuar? Se lo ruego.

—Voy. La impaciencia de la juventud… Mi cura no pudo ser fruto del buen hacer de los cirujanos yanquis. Conozco los milagros de la medicina y no se suelen dar en un hospital de campaña. El caso es que por mediación de Cristo nuestro Señor salí, sin media cara, con el ojo y el oído izquierdos perdidos, con una cojera en la pierna derecha y una debilidad general en todo ese lado. La mitad de mi cráneo andaba algo achatada, quemada, sin pelo, mis facciones desaparecidas. Con veinte años no es agradable convertirse en un monstruo, ni siquiera para un truhán analfabeto como yo. En las cárceles yanquis empecé a coleccionar motes: Ugly Ray, Pudding Face, Rotten Face… de todo. Acabé por ponerme un saco en la cabeza y hacerle un agujero para ver; así los apodos cambiaron algo: Espantapájaros, Cabeza de Saco… El mundo se volvió de pronto un lugar feo y oscuro, pasé de la guerra a otra clase de infierno casi peor. Infeliz. Aún era un pobre ignorante, un romántico que creía saber de los horrores del mundo.

»Estuve ocho o nueve meses rebotando de campo en campo. Primero en hospitales y luego en prisiones de mala muerte. Me volví un tipo violento, mi dificultad al hablar, mi deformidad, hicieron algo con mi alma, la torcieron y quemaron transformándome de muchacho asustadizo a hombre irascible, agresivo y peligroso. Una bestia, más cercana a mis viejos vecinos los caimanes que a un ser humano. Intente fugarme, no sé cuántas veces. Peleé contra guardias, enloquecido, intentando escapar para ir a ningún sitio. Por fortuna no herí de gravedad ni maté a nadie, de ser así hubiera acabado en la horca.

»En diciembre del sesenta y cuatro ingresé en la prisión de Old Capitol, en Washington. Acabé allí de rebote, supongo, o porque algún yanqui compasivo prefirió encerrarme ahí a colgarme, porque no era mi sitio. Allí había oficiales, mucho civil, espías, sospechosos de rebeldía, asesinos de yanquis… incluso había yanquis traidores o prófugos; pero reclutas pocos, y reclutas deformes menos. Allí estuvo la preciosa Belle Boyd, la Belle Rebelle, la espía más famosa de la Confederación con quien nunca me encontré, a mi pesar. También ingresaron varios generales, y hasta el mismo John Mosby y su banda de rebeldes. A esos sí los vi, eran como la aristocracia entre nosotros. Mosby, que había dado problemas a los federales tanto como pudo, que acabó trabajando para el gobierno terminada la guerra, era un héroe para todos… continuó.

»Fue un invierno muy frío ese, y supongo que las bajas temperaturas acabaron con mi genio. Me encerraron en la habitación dieciséis, en el segundo piso de Old Capitol. La prisión constaba en realidad de dos zonas: el Old Capitol propiamente dicho, un edificio grande que tuvo destinos mucho más nobles en el pasado, con cuatro plantas encaladas en blanco hasta la mitad de la fachada y tejado a dos aguas, y el Carroll, otro pabellón separado por el parque; los dos en medio de Washington. El Carroll estaba abarrotado, ambos lo estaban, pero en este abundaban oficiales y civiles, incluso mujeres desdichadas que habían acudido en busca de parientes y acabaron ellas encerradas, acusadas de rebelión o alguna otra atrocidad, ese no era mi lugar. Compartí la habitación dieciséis del Old Capitol con otros veinte rebeldes de pasados sombríos, malas barbas y mirada perdida a través de la ventana que daba a la fachada este del edificio del Capitolio.

»Allí lo pasé muy mal, pese a que mi temperamento endemoniado se había doblegado algo con las palizas e insultos, siempre merecidos. Aquello era como la antesala del infierno. Éramos muchos, hacinados en las habitaciones del primer y segundo piso, cohabitando con yanquis, la mayoría recluidos en el piso inferior. Salíamos al patio una vez al día, dos en verano, al mismo patio, mitad tierra mitad pavimentado de adoquines, en el que se disponía el cadalso de las ejecuciones, que no fueron pocas durante el tiempo que permanecí allí. Aparte de eso, era casi imposible salir de los cuartos y nunca en grupos mayores de dos. Las habitaciones eran el paraíso de la podredumbre, cucarachas y otros insectos compartían nuestros camastros. La comida era escasa, se podía dar dinero a algún guardia para que trajera comida de la ciudad; era práctica habitual, incluso algunos vendedores voceaban sus ofertas a través de las ventanas, con el riesgo de acabar metidos dentro. La mayoría comíamos un rancho militar escaso. Decían que Lincoln, recién reelegido, había aprobado una ley para que a los prisioneros se les redujera la ración a la mitad; carestías de guerra. No sé si era cierto, si esa era la causa o se trataba de una venganza por lo que los nuestros hacían con los prisioneros federales en el campo de Andersonville…

—Señor Aguirre…

—Es verdad, disculpen. Vuelvo a divagar. El caso es que teníamos hambre. Pero ni la hambruna, ni la suciedad e inmundicia reinante, ni los barrotes en las ventanas, ni la guerra perdiéndose eran lo peor de esa prisión. Lo más lamentable eran sus normas, un reglamento no escrito que pasaba de veteranos a bisoños, y cuyo incumplimiento suponía castigos muy severos, incluso el más severo. No podíamos cantar canciones del Sur, yo y mi amigo Bunny Bob, del que ya tendré tiempo de hablar más adelante, pagamos en nuestras costillas por eso. No podíamos hablar con otros prisioneros sin permiso fuera de nuestras celdas. Estábamos en medio de la capital, en la misma avenida Pennsylvania y no podíamos comunicarnos con el exterior, hacer señas, saludar y mucho menos hablar con ningún viandante. Aquello trajo muchos problemas. Los soldados andaban por la calle de guardia, y en cuanto alguien intentaba dirigirse a algún recluso, era llevado adentro, y muchos familiares, mujeres y hermanos de prisioneros dieron con sus huesos en Old Capitol por cosas como esa. Hasta hubo ocasiones en que los centinelas dispararon contra alguna ventana cerrada de barrotes por donde asomaba una mano o un pañuelo saludando. Yo recibí uno de esos disparos… eso viene luego.

»Lo único bueno de Old Capitol, lo único bueno para mí, fue Bunny Bob. Bob era un muchacho de Kentucky, un chico simple y tranquilo, grande como una muralla, con blancos y grandes dientes de conejo y muy guapo. La simetría de sus rasgos, antítesis mía, no concordaba en nada con la asimetría de su mente, porque Bunny Bob era tonto, tonto de capirote. Su cerebro entero valía la mitad que el mío dividido. Dotado de una fisonomía imponente, ese gigante asilvestrado era un bobo, y gozaba de la bondad que la estulticia proporciona. Compartía conmigo el camastro en la dieciséis, y compartió su comida, cuando el comportamiento habitual hacia mí eran puntapiés y malas palabras con solo ver mi media cara. Mi aspecto no parecía importarle, cosas semejantes habría visto en medio de la barbarie rural donde se crio, ni siquiera daba señales de advertirlo como tampoco otorgaba importancia alguna a su tamaño y proporciones. A Bob lo enrolaron en su pueblo, no me pregunten cuál, no lo recuerdo. Me contaba en nuestros largos paseos por el patio que vivía con su abuelo, que un día aparecieron unos soldados por ahí, y que al siguiente ya andaba vestido de gris. Ni siquiera tuvieron que esforzarse para convencerlo: le dieron un fusil y él obedeció.

»Puede que mi forma de hablar, que me causaba algunos problemas con los matones del lugar, hizo que me considerara como un hermano suyo. Bunny Bob me salvó de una paliza que diez hijos de Satanás querían propinarme por diversión, y siendo ambos muy fuertes (sí, lo que perdí de cerebro lo gané en vigor), nos convertimos en una pareja de solitarios respetados y temidos por todos. Caminábamos por el patio, Bunny contándome sus estúpidas historias sobre ganado y coyotes que yo escuchaba feliz. Era mi amigo, me aseguró que cuando saliéramos, los dos iríamos a la granja de su abuelo, los dos a vivir tranquilos en el campo.

»—Es el lugar más bonito del mundo, Ray —decía—. De niño cabalgaba hasta la puesta del sol, corriendo tras las nubes, qué tonto era. —Y se echaba a reír mientras me prometía que cabalgaría junto a él.

»Cuatro meses después de mi ingreso llegaron a Old Capitol noticias de que Abraham Lincoln había muerto tiroteado en el teatro Ford a manos de John Wilkes Booth, solo cinco días después de que el general Robert E. Lee se rindiera en Apomattox. Booth, un actor, lo asesinó en el palco desde donde presenciaba Nuestro primo americano, una comedieta que solo ha pasado a la historia por ser marco y fondo de tan importante momento histórico. Junto al presidente estaban su señora, el mayor Rathbone y la novia de este. Ninguno de los presentes en ese palco pudo hacer nada cuando Booth surgió tras ellos. Un disparo en la cabeza presidencial, un saltó al escenario partiéndose una pierna en la hazaña según algunos, una afectada reverencia y, emulando a Bruto, citó el lema de Virginia: sic semper tiranis. Luego huyó tras el proscenio.

»Bob y yo vitoreamos contentos, Bobby imitando mi reacción, y recibimos una reprimenda por ello de un oficial confederado: “Monstruo, somos soldados, no criminales”. Y es que no sentó tan bien el magnicidio entre la oficialía del Sur allí reclusa como cabría esperar. Por la época de la muerte del presidente deberíamos ser en torno a los ochocientos rebeldes en Old Capitol, con presencia de todos los rangos del escalafón, y apenas recuerdo alguna expresión de alegría entre los oficiales. La mayoría consideró el hecho, o al menos eso dijo, como un acto cobarde y sin ningún beneficio para nadie, aunque hubo entre los rangos menores quien rezongó: “ese malnacido se llevó lo que se merecía”, al comprobar las raciones mermadas de nuestro rancho.

»Llegó pronto el rumor de la captura de los asesinos. Recuerdo que por esa época mandaron a un sargento y dos soldados a escoltar a un par de prisioneros desde el cuartel del marshall hasta el Carroll; todo el mundo, toda la ciudad pensó que se trataban de Booth y algún cómplice. Hubo un motín. Primero empezaron a aglomerarse gente en torno de la escolta y sus reos, la muchedumbre poco a poco comenzó a ponerse nerviosa, a arrojar piedras y a pedir una soga; qué afición esta por las cuerdas que tienen mis paisanos. Acabó produciéndose un ataque y un intento de asalto sobre el Carroll. La escolta llegó a duras penas a las puertas, donde los guardias prepararon sus rifles apuntando al gentío, en cualquier momento podían disparar, asustados por la multitud que no paraba de tirar piedras contra los cristales de la cárcel. Por suerte para todos, obraron como profesionales, calaron bayoneta y repelieron a los agresores causando solo alguna herida.

»Ambos detenidos no tenían nada que ver con Booth, aunque durante las siguientes semanas sí que aparecieron por Old Capitol los conspiradores que ayudaron a asesinar al presidente. Fueron muchos los que ingresaron allí, y los que allí acabaron balanceándose del extremo de una gruesa soga. Recuerdo a Junius Brutus Booth, el hermano del asesino, al actor John S. Clarke, al señor Ford de Baltimore, dueño del teatro, al doctor Mudd, quien restañó la pierna rota del asesino mientras huía y luego se arrepintió, a Spangler, el carpintero del teatro que preparó los caballos ensillados en la puerta de atrás del Ford para que Booth escapara; alguno más hubo. Todos sin excepción juraban no tener nada que ver con los hechos, ni siquiera ante los aplausos de algunos de los rebeldes, como yo. Cuando algún tiempo después Junius Booth supo de la muerte de su hermano, le oímos decir: “pobre chico descarriado…”.

»De entre todos, el más singular y el único importante para nuestra historia fue el “doctor indio”. Llegó el diez de mayo, ya venía la primavera, justo el día en que los confederados se rindieron formalmente en Tallahassee. Era un canadiense según tengo entendido, Frank Towsend, o algo semejante se llamaba por entonces.

—Francis Tumblety —dice Lento.

—Veo que sabe de quién hablo. Creo que entonces no empleaba ese nombre. Estaba en algún punto involucrado en el complot contra Lincoln, aunque otros aseguraban que él era ese médico criminal, doctor Blakbourn, ese agente secreto confederado que trató de inocular la fiebre amarilla en la población yanqui. A mí me parece que el sinvergüenza había utilizado tantos nombres en su vida, tantos embozos para ocultarse de estado en estado y de país en país, que terminó por escoger mal nombre, y ese error lo llevó a ser confundido por quien no era y a dar con sus huesos en Old Capitol.

»Lo cierto es que Tumblety tenía algo especial, ese don que convierte a sus propietarios en el centro de atención estén donde estén, una fiesta, un funeral, un tribunal o el patio de una prisión. Por allí se paseaba, con su imponente altura y su no menos espectacular mostacho, espeso, negro, muy largo y curvado en los extremos al uso de la época, con un gabán militar de vaya usted a saber qué ejército, sus zancadas propias de trancos de jamelgo y su verbosidad irredenta. Aseguraba ser inocente, cómo no, y alardeaba no solo de ser un admirador y defensor de la política de Lincoln, sino de ser amigo personal tanto de él como de Grant, del que fue médico, uno más entre una decena de generales y otras personalidades que fueron pacientes suyos. Era en ese momento, según sus palabras, cirujano en el ejército del Potomac a las órdenes del general McClellan, y afamado conocedor de la medicina sioux. Como doctor indio se había hecho nombre en varias ciudades, bueno y malo según quien te hablara de él. Los tónicos y brebajes del doctor Tumblety curaban fiebres, hacían desaparecer los granos, deshacían la preñez y curaban lo divino y lo humano gracias a la sabiduría del piel roja del que había aprendido en su mocedad.

»Ya sé, ustedes son hombres cultos y de ciencia y piensan que este no era más que otro embaucador de poca monta, que aprovechaba la ignorancia del vulgo, y muchos delitos que lo perseguían avalan esa opinión, que no solo por lo de Lincoln pagó o estuvo a punto de pagar condena. Imaginan que semejante estafador no podría engañar a nadie, al menos a nadie sobrio. Se equivocan, no han visto sus ojos, esos ojos de pasión y fuego, que aterraban y al tiempo fascinaban. Todos buscaban su compañía, desde Bunny Bob hasta los más suspicaces de entre los que allí vivíamos. La mayoría creía sus embustes, y los que no, aunque suponían no sin razón que más de un cadáver de pobre muchacha encinta pesaba sobre su conciencia, cualidad esta que Dios nuestro Señor olvidó imbuirle, lo tenían por poco más que un charlatán divertido con un feo pasado a su espalda. Peores faltas atesorábamos muchos por allí, que los había violadores y asesinos, homicidas de compañeros como yo, ¿qué importaba si Tumblety vendía agua con azúcar diciendo que era la cura de todo mal, o si aseguraba ser amigo del maharajá de Kapurtala? Timador era, no digo yo que no, pero no “de poca monta”; era algo más. La diferencia entre un timador y Tumblety estaba en lo que yo vi y ellos no.

»Creo haber mencionado que recibí un disparo de un guardia con exceso de celo, eso fue once días tras el ingreso de Tumblety en Old Capitol. Yo miraba por la ventana del dieciséis, como siempre, huyendo del panorama aburrido y desalentador. Contemplaba las gentes paseando ante el Capitolio a primera hora de la mañana cuando un compañero, Dickens, como el autor, saludó a su hermana, que había viajado desde Maine en su busca. A Dickens le habían encontrado correspondencia sediciosa, que según él no era más que unas advertencias hacia otro hermano suyo, atolondrado y dado a los alardes. En fin, un yanqui aburrido que vigilaba el perímetro no dio el aviso, se limitó a disparar, la bala dio contra un barrote, rebotó y se acomodó en mi costado.

»Me llevaron a la clínica adosada al edificio principal, tras el dispensario. Estaba en un segundo piso al que se accedía directamente por una escalera desde el patio trasero, el de las cocinas. Cuando iba hacia allí, cargado en volandas entre Dickens y dos yanquis, alarmados por lo aparatoso de mi herida, escuché un estruendo de maderas y gritos. Ya en el patio vi el destrozo que había ocurrido. El cadalso, que estaba presto a ser usado la madrugada siguiente por cinco infelices, se había desplomado. Luego me enteré que era otro de los vandalismos propios de los hombres del Mosby, rebeldes hasta la muerte, hasta la víspera de la muerte en su caso. La desgracia fue que la caída había pillado a dos hombres: un vigilante y a mi camarada, Bunny Bob. Vi el pelo trigueño del bueno de Bob empapado en sangre y lloré, yo y mi único amigo muertos el mismo día. No morí, me dejaron en la enfermería reposando la herida limpia que había dejado la bala al entrar y salir. Bob no fue tan afortunado, una viga le había aplastado las piernas y golpeado en la sesera, dejándolo a dos pasos del hoyo. Respiraba pesado, en la cama contigua a la mía, con la cabeza llena de vendas rojas, sin piernas, que habían sido amputadas en el acto y sin contemplaciones, y con el brazo entablillado. Si despertaba, querría morir. El chico con quien toda sureña tendría sueños prohibidos, convertido en un monstruo como yo. Así le pagaba el destino el apiadarse de mí.

»Despertó a la mañana siguiente, gimiendo.

»—Ay —se quejaba—, ay que me duele, no veo —decía continuamente. Yo trataba de calmarlo, maldiciendo el dolor que no me permitía acercarme a él tanto como mi renqueante habla.

»—Tranquilo Bu… Bunny Bob —trataba de decirle—. Amigo. Est… tamos mejor aquí… la c… la c… la comida es me… mejor. Lee se… se… se ha rendido. Noss… sssoltarán a todos. Iremos de j… dej… de jornaleros tú y yo c… con tú ab… Bu… Bunny Bob, gannn… naremos mucho d… d… dinero y lo g… g… gastaremos en mu… en mmmujeres. —Buen jornalero iba a ser sin dos piernas. A todo eso él respondía con un suspiro intenso de su pecho de acero.

»A1 mediodía, el cirujano me dijo que Bob no sobreviviría a la noche, y consideró que era lo mejor que le podía pasar. Lloré, como no había llorado por Drummon balanceándose frente a nuestra cabaña, ni por mi cara perdida, ni ante la pira furtiva y funeraria de mi madre, ni por los compañeros que asesiné por mi mezquina cobardía.

»Por la noche llegó Tumblety. Estábamos Bob y yo solos dormitando en la enfermería y entró con el médico, que le decía:

»—Amigo, el muchacho está muerto. Perdió mucha sangre…

»—Cosa a lo que contribuyeron con esas amputaciones… estimado colega —respondió Tumblety—, no debiera menospreciar las propiedades de ciertos preparados o mixturas vegetales. Los pieles rojas las emplean desde hace muchos años, ¿ha observado la buena salud que conservan hasta tan avanzada edad?

»—No suelo fijarme en los indios, pero dudo que sus ungüentos hagan crecer un par de piernas.

»—En absoluto —repuso Tumblety—, pero puedo quitar la fiebre a este muchacho, y hacerle vivir aunque lisiado. ¿Imagina las vidas que mis conocimientos pueden salvar en el campo de batalla?

»—Haga lo que pueda, o lo que quiera, ya está desahuciado. —Y se fue, dejando que el médico indio intentara hacer su magia sobre Bunny Bob.

»Yo mantuve mi ojo medio cerrado, viendo la imagen que iluminaba un pequeño candil. Tumblety me miró, me examinó de cerca y me juzgó inconsciente o medio muerto. Después, el doctor indio decidió derramar su saber sobre el amputado cuerpo de mi amigo, su verdadero saber. Apartó la ropa de cama dejando ver el medio cuerpo sudoroso y desnudo de Bob. El muchacho murmuró algo y Tumblety lo apaciguo con un susurro.

»—Papaíto ha venido a curarte, hijo. —Sus manos empezaron a recorrerle el pecho, pero no había allí la asepsia o el interés de un médico. Ese contacto, con la mano abierta y ansiosa, como si quisieran atrapar todo el sudor que perlaba el tórax de Bob, tenía algo feo y lúbrico que se agarró a mi corazón y aún no me ha soltado en todos estos años. Sus manos llegaron hasta la cabeza ensangrentada y metió con fuerza los dedos por su boca—. Papaíto está para cuidar de ti.

»Empezó a morder los pezones de Bobby. Yo no podía decir nada. Estaba malherido y puede que no fuera capaz de levantarme y luchar con ese canadiense, pero podía gritar, debía haber gritado. En cualquier otro momento, con cualquier otra persona que no fuera Tumblety, habría gritado.

»No lo hice.

»Tenía miedo, mucho. El terror me paralizó. Vi en los movimientos procaces y siniestros de Tumblety el monstruo que escondía. El doctor indio me daba miedo, más allá de los actos de horrenda depravación que estaba viendo, y soy un chico de campo que ha pasado una guerra, he visto de todo en cuanto a indignidades se refiere.

»No hice nada.

»Arrancó las vendas de los muñones con el entusiasmo del malnacido de Lincoln rompiendo las cadenas de sus negros, frotó su cara contra ellos, los mordió, quería devorarlos. Bobby no gritaba, gemía entre el dolor y el delirio mientras el monstruo acariciaba sus partes pudendas. Apretaba los restos de las amputaciones ensangrentadas y cogió el miembro del pobre Bobby… caballeros, me perdonarán que sea tan explicito pero los hechos lo requieren. El “beso francés”, ya saben.

»Los sollozos de mi amigo cobraron sentido: me llamó. Tumblety se incorporó babeando y me miró con sus ojos de muerte, ojos sin un ápice de alma en ellos. Y volví a asesinar a un amigo. Me callé, fingí dormir, dejé que Tumblety volviera su iracunda atención a su presa, le dio media vuelta y sodomizó el medio cuerpo del pobre Bunny Bob mientras apretaba su cabeza vendada contra la almohada. Lo violó y lo mató.

Los visitantes están sudando. Alto se retira el bombín y pasa un pañuelo por la frente amplia y empapada. El calor de la habitación parece haber cobrado vida, se ha enfadado y crecido a medida que la historia de Aguirre progresa. Los ruidos del enfermo, sus lamentos, quedaron solos, señores de aquel nicho, hasta que el propio Aguirre vuelve a hablar.

Si pudiera llorar lo haría. Antes les dije que mis actos posteriores purgaron mis primeros años de pecados, no estoy tan seguro, no de esta última falta, no de dejar morir así a Bobby…

—Creo… —dice Lento—, el médico dijo que Bunny Bob va a morir esa noche, y deliraba… tal vez no dio cuenta…

Le agradezco ese gesto de misericordia, caballero, pero Bob se dio cuenta de todo, y pidió auxilio, y yo me quedé allí paralizado, fingiendo dormir y dando gracias por primera vez de mi monstruosidad que alejaba a ese demonio de mí. He pasado años añadiendo justificaciones; estaba herido, débil, delirando… —Ninguno de los dos visitantes dice nada. Dejan que el silencio y el calor hablen por ellos—. Nada… nada que decir, ¿cierto, señores? Esperaban… un relato de miedo, como los de los seriales baratos, entre espesas brumas… espesas brumas, silbatos de policía y luces de gas, y se encuentran con el horror crudo, el verdadero… Mons… Monstruo; no mis rasgos deformes, sino las crueldades que el hombre hace al hombre. Ya saben dónde empezó todo el horror, allí… allí, en el hospital de Old Capitol, el veinticinco de mayo de mil ochocientos sesenta y cinco…

—Espere —dice el Alto—, aún no entiendo qué relación hay…

Las puertas se abren y entra el hombre de la bata blanca.

—Ya es suficiente, se acabó el tiempo.

—Vaya, mi severo cuidador —dice Aguirre—. Más… más que enfermero para los achaques de mi vejez essss… es un carcelero cruel, ¿verdad, amigo? No más cruel que otros muchos que han cerrado mis celdas… habrá… que resignarse… Vengan mañana y… les contaré todo sobre… el Ajedrecista… —Poco a poco su voz va perdiendo volumen, hasta que cesa, con la caída de su cabeza lisa sobre el pecho. Los visitantes abandonan la habitación en compañía del hombre de la bata blanca. Fuera, el aspecto del pasillo oscuro y sucio de techo abovedado es tan sórdido como el cuarto donde Raimundo Aguirre se ve recluido. El cuidador mira por los cristales las soledades de su paciente.

—Qué, ¿satisfechos? —dice—. Supongo que no les ha defraudado.

—Más que satisfecho —ríe Alto—. Algo sorprendente. Con lo que ha contado ahí, deprisa y corriendo, podría escribir diez libros.

—Puede —dice Lento—. No el libro que le interesa, de eso no ha contado nada. Deberíamos hablar más con él.

—Ya conocen la tarifa. Si pagan podrán charlar los tres juntos cuanto quieran…

—Sí, ya dejó clara situación…

—Yo no tengo tan claro esta… transacción —dice Alto mientras cuelga sombrero y levita del perchero que hay a la salida del pasillo—. Todo lo que he oído ahí no son más que absurdos sin sentido, o historias delirantes salidas de una…

—Curioso. —Lento se quita la levita también.

Para usted. No le entiendo, parece divertirse con todo esto, y hemos venido a hacer un trabajo, al menos yo. Todas estas invenciones y embustes me hartan.

—Oigan, yo no me invento nada —se apresura a cortar la discusión el hombre de la bata, a quién daremos también un nombre a partir de ahora, por comodidad: «Celador»—. Les dije que estaba aquí y lo que él contaba. No puedo imaginar historias así. Si él miente es otra cosa…

—No es mentira —dice Lento—. Es… exagerar, que… altera los… ocurridos. Es poco confuso en fechas, puede que añada algo para… ¿mejorar… hacer más?

—Aderezar el cuento —lo ayuda su compañero.

—Sí. Pero no miente del todo. Es cierto que Francis Tumblety estuvo en Old Capitol en sesenta y cinco, y que lo involcr… que estaba inv…

—Involucraron.

—Sí, lo involucraron en la muerte de Lincoln. El resto tal vez podamos comprobarlo…

—¿Le cree?

—No sé. Solo verlo ya ha disminuido mucho el… umbral de mi creencia… de mi credulidad. ¿O a usted le parece algo habitual?

—Procuro ser más suspicaz, es parte de mi trabajo. Puede ser todo un truco de este señor y su…

—Oiga, sin faltar. Un servidor se limita a mantenerlo vivo, no sé nada…

—Pues déjenos tocarlo.

—No, es muy delicado, ¿acaso son ustedes médicos, o saben de…?

—No importa —interrumpe Lento la discusión de los otros dos, que ya empezaban a encararse con algo más de hostilidad—. Trataremos de comprobar lo contado. ¿Mañana podemos volver?

—Vengan al caer la tarde. Ya saben, por las obras. Y ya conocen el precio y condiciones. Por supuesto, la necesaria discreción es requisito…

—De acuerdo. Veremos qué nos tiene que contar sobre el Ajedrecista.