Lo que acaban de leer (espero que lo hayan leído) es una obra de ficción, de ciencia ficción para ser más exactos, y como tal me he tomado innumerables libertades con las fechas, hechos, lugares y personajes históricos que aparecen, cambiándolas y torciéndolas según se acomodaran a la trama o la intención de lo que quería contar. Cada uno de estos hechos, cada acontecimiento, cada héroe o villano que he traído de las páginas de la historia real a las mías, daría para una novela tan larga como esta o más, dedicada solo a él, pero el autor que aquí se explica es demasiado perezoso para lanzarse a semejante tarea y ha fabricado un coro uniendo, doblando y retorciendo la vida de muchos que son por sí mismos protagonistas indiscutibles. Sería muy engorroso para ustedes llenar el texto de notas a pie de página y advertencias al respecto de este o aquel dato, y tedioso hasta el extremo del suicidio para un servidor. Por otra parte, nada más lejos de mí y de esta novela, que tener cualquier intención didáctica, que para eso están los libros de historia.
Sin embargo, cabe la posibilidad de que la aparición de algunos de los personajes que forman el reparto de este drama les haya atraído e incluso, si no les conocían bien, puede que se haya despertado un interés por saber de ellos, saber la verdad. Con ese fin paso a hacer una semblanza en nada exhaustiva de algunos de los protagonistas reales de nuestra historia:
Leonardo Torres Quevedo (1852 - 1936): una de las grandes luminarias de la ciencia española, país el nuestro que por desgracia no ha destacado en dar, ni mucho menos en cuidar, figuras de renombre científico. El ingeniero cántabro, figura de referencia científica en su época, de quién Maurice d’Ocagne, presidente de la Societé Mathématique de Francia, dijo que era «el más prodigioso inventor de su tiempo», fue autor de avances considerables en multitud de campos. La más señalada de entre sus obras, o al menos la más llamativa, es el teleférico en las cataratas del Niágara. No solo una importante labor de ingeniería sino un hito único que una empresa española consiguiera ese proyecto allí, en los albores del siglo XX. Pero además de esto realizó grandes progresos en el campo de los dirigibles, ideando un híbrido entre el dirigible de cuerpo rígido y el flexible, mucho más práctico que los dos anteriores. Fue incomparable en la construcción de máquinas analógicas resolutorias de ecuaciones matemáticas, padre de la automática como hoy la conocemos, y por tanto precursor de la robótica y la informática, aunque su nombre no suela aparecer en la historia de esta última disciplina, olvido imperdonable. Construyó el Telekino, primer ingenio de control a distancia, con el que fue capaz de mover un bote eléctrico, el Vizcaya, por la ría de Bilbao, controlando sus maniobras desde la comodidad del Club Marítimo de Abra; y estamos hablando de 1905. Todo esto además de cientos de inventos y patentes menores, como aparatos para disponer alambre de espino en los puestos de defensa de modo automático, un indicador de coordenadas que permitiera orientarse sin problemas en cualquier ciudad, y faltaba mucho para la llegada del GPS, balanzas automáticas, aparatos para tomar discursos al dictado, un lenguaje simbólico para el diseño de mecanismos… innumerables inventos de una mente prolífica imposible de retener.
Indiscutible genio, heredero de una tradición de grandes ingenieros españoles como Echegarai o Saavedra, que a diferencia de estos, no mostró interés alguno por cuestiones políticas, incluso desatendiendo los cargos que como honor se le dieron: Presidente de la Real Academia de las Ciencias de Madrid, académico de la Española, miembro asociado de la academia de las Ciencias de París, y muchos más, dedicando su poderoso ingenio siempre a tareas científicas. Ideó y construyó dos jugadores de Ajedrez, y esto le ha traído a las presentes páginas, aunque en realidad fueron fabricados en épocas mucho más tardías de lo que figuran en la novela. Fueron los primeros autómatas jugadores de la historia. El prototipo inicial es tal y como lo describo en esta novela, cuando don Leonardo se lo muestra a John De Blaise. Jugaba como ahí se cuenta sencillas partidas de rey, torre contra rey, tenía memoria y detectaba las trampas; por tanto podemos considerarla la primera máquina que se «relacionaba» con su entorno. El algoritmo sencillo implementado de manera electromecánica en el ajedrecista, y que Torres intenta explicar al señor De Blaise sería algo parecido a lo que reproduzco a continuación, que he omitido durante la narración de la novela para no hacerla demasiado farragosa. Retomando la escena, Torres explicaba el funcionamiento del ajedrecista a su amigo británico, que preguntaba:
—Entiendo, más o menos, pero mueve… ¿al azar?
—En absoluto —dijo Torres—. Sigue unas sencillas reglas implementadas en función de las posiciones relativas que observa entre las piezas, posiciones marcadas por las distintas correderas. Con eso se asegura la victoria, no del modo más rápido, pero sí eficaz. Es sencillo si lo sistematizamos un poco, vera: si el rey negro está en una columna inmediata a la de la torre, esta huye, es decir que se traslada horizontalmente, hasta el otro extremo del tablero. Si no es así, y el rey negro no está en la fila inmediatamente debajo, la torre baja una casilla.
»Si no ocurre ninguna de las dos situaciones anteriores, y si la fila ocupada por la torre no es la inmediata inferior a la que ocupa el rey blanco, este desciende una casilla. O si no pudiera realizarse los dos movimientos de la torre antes citados, y hay un número par de casillas entre las columnas de ambos reyes, el blanco se moverá horizontalmente hacia el negro. Habrá observado que puede ocurrir simultáneamente la circunstancia que propiciaría los movimientos del rey blanco antes citados; en cuyo caso el rey se movería en diagonal.
»Si no tenemos ninguna de las posiciones anteriores, y ambos reyes se encuentran en la misma columna, la torre desciende una casilla, dando en ese momento jaque.
»Si de nuevo no se cumplen las condiciones precedentes, ha de haber por fuerza entonces un número impar de casillas entre ambos reyes. El siguiente movimiento dependerá de la posición de la torre blanca: si está en la segunda o séptima fila, se traslada horizontalmente a la primera u octava, respectivamente. Si está en la primera o la séptima columna y el rey rival no está ni en la tercera ni en la sexta, la Torre se mueve a la segunda o la séptima respectivamente, por el contrario, si el rey estuviera en esas columnas, la torre se iría a la primera o la octava respectivamente, huyendo al otro extremo del tablero.
Pueden probar si gustan y verán que así siempre ganan las blancas, incluso se puede hacer un pequeño programa con el algoritmo en cualquier lenguaje de programación que conozcan y verán lo sencillo, ingenioso e infalible del artificio. Pero el genio real de Torres Quevedo estaba en la implementación mecánica de estas reglas, ahí es donde el ingeniero español brillaba.
La eclosión en el mundo científico de Torres Quevedo ocurrió a principios del siglo XX, el joven Torres que aparece en mi historia, muy novelado como es natural, no había alcanzado todavía el prestigio que llegaría a tomar ya franqueada la cuarentena. El primer viaje por Europa que menciono es cierto, aunque he alterado un poco las fechas para hacerle coincidir en el Reino Unido con el señor Tumblety, y en ese viaje, en el real, no estuvo en Inglaterra. Por supuesto, el segundo viaje y centro de esta historia es completamente inventado.
Sirva la presencia de este don Leonardo de ficción como un humilde homenaje del autor hacia el real, una de las mentes más brillantes del siglo XX, que como acostumbra a ocurrir por estos pagos, ha sido en demasiadas ocasiones olvidada.
Wolfgang von Kempelen (1734 - 1804): No he tratado a este gran inventor como se merece, por lo que presento aquí mis disculpas a su memoria. Fue un genio, un pequeño Leonardo húngaro, hábil en mecánica como en lingüística y muchas otras disciplinas. Para su dolor, ha pasado a la historia por construir el Ajedrecista, el autómata más famoso de la historia, y generador de una corriente de autómatas jugadores de ajedrez que llenaron los espectáculos del diecisiete y el dieciocho. Y para colmo un novelista español osa darle el papel de villano en sus creaciones. Mea culpa.
Su historia es más o menos como la cuento: es cierto que tuvo un cargo administrativo en Transilvania (intenté por todos los medios que este hecho no sacara a colación al más famoso noble de esa región, no pude resistirme), así como el famoso reto de la Emperatriz María Teresa de los húngaros fue tal y como lo cuento, o así al menos se recoge. Recorrió Europa y América con su máquina, a su pesar, como Maelzel después de él, otro gran ingeniero al que vendió el artefacto, siendo el pasmo de todo un mundo fascinado ya por las exhibiciones de autómatas. Los autómatas y sus fabricantes que aparecen existieron en realidad, incluso la exhibición de Spring Gardens que propicia el encuentro de los dos protagonistas en Los horrores del escalpelo es real, aunque fue un siglo antes de cuando yo la sitúo, y claro está, no incluía la totalidad de los grandes autómatas de la historia, como la que yo he imaginado: los de Vaucanson, Cox, Merlín… reunir tamaña colección sería algo prodigioso y hasta anacrónico a veces. Más si en medio de ellos aparece el Ajedrecista de von Kempelen.
La historia del Ajedrecista es tal y como la cuento hasta su destrucción en el incendio en Filadelfia, y los espectáculos que montaba von Kempelen, por cierto, hombre dotado con carisma de sobra para el escenario, eran aproximadamente como el que lleva a cabo en la novela el señor Tumblety, aunque no en escenario tan siniestro. Quisiera recordarles que por entonces, siglos XVIII y XIX, la ciencia y la prestidigitación se presentaban unidas, y el tema no se tomaba como un engaño, aunque muchos pensaran que lo era, sino como una hábil demostración de las habilidades de su autor, en este caso von Kempelen.
El mecanismo que ocultaba el Ajedrecista no era otro que el más evidente: un hombre encerrado dentro de él, en el mueble, tan simple y tan ingenioso a un tiempo. Al principio de las exhibiciones, el sujeto se escondía tras la falsa maquinaria de un lado, y luego, cuando se abría la puerta contraria, se movía al otro extremo, oculto también tras capas de maquinaria inútil, lo que requería a alguien no solo con conocimientos de ajedrez, sino con ciertas dotes de contorsionismo. En cuanto al transcurso de la partida, las piezas de ajedrez estaban imantadas en su base, y de cada casilla del tablero colgaba un pequeño hilo con una placa metálica, de modo que cuando se posaba la pieza, abajo, la placa se pegaba al techo. Así, el jugador escondido conocía la posición de las piezas, y podía mover las suyas gracias a, esto sí, un sofisticado sistema de engranajes que permitían mover el brazo del Turco. Dentro tenía una luz, por lo que era necesario encender velas a los lados del muñeco, para ocultar el humo que escapara del interior.
El autómata jugaba partidas enteras, medias partidas y problemas de ajedrez, como el del caballo. El público elegía una casilla para colocar un caballo y el autómata, el hombre que estaba dentro en realidad, hacía que la pieza recorriera todo el tablero, con el movimiento del caballo, a tremenda velocidad, para lo que el jugador escondido tenía que saberse de memoria todas las posibilidades, que no es fácil. Es posible que contara con esquemas para llevar acabo esto.
Las partidas famosas atribuidas a la máquina, contra Napoleón, etc… no están del todo documentadas, y es probable que muchas pertenezcan al mito, lo que sí es cierto es que el autómata se enfrentó a grandes maestros de la época, con diferente suerte, y que medio mundo quedó maravillado del prodigio durante décadas, sin que nadie pudiera averiguar el secreto de Kempelen o de Maelzel, aunque en algunos casos, como el del señor Poe (el artículo que cito del autor americano es real), sí intuirlo. Estas sospechas no menoscababan el valor del Ajedrecista a ojos de nadie, o casi nadie. Entonces, este tipo de exhibiciones mezcla de ciencia y prestidigitación, eran valoradas como tal, y el saber que había truco, no desvirtuaba el espectáculo.
Lo más interesante a mi parecer de todo esto, es que la polémica que suscitaba esa máquina entre los que asistían a sus exhibiciones era la misma que surgió siglos después, con la aparición de Deep Blue derrotando a maestros reconocidos. Por ejemplo: ¿puede una máquina superar el intelecto del hombre?, e inmediatamente: ¿podemos crear inteligencia artificial? En el siglo XIX o el XXI parece que las grandes preguntas siguen siendo muy parecidas.
Por cierto, la inscripción en la tumba de von Kempelen es tal como la reproduzco.
Frederick Abberline (1843 - 1929): Inspector del CID en la época de Jack el Destripador. Aunque en muchas historias de ficción se le pone como principal responsable del caso, no lo era, ese honor le correspondía al inspector jefe Swanson, como hago decir al propio Abberline en la historia. Él era el coordinador de los detectives de campo, por tanto, posiblemente una de las personas que más sabía del caso. Pero, como en toda investigación policial, intervinieron muchas personas, Moore, Reid, Dew… además de todos los agentes de uniforme. La totalidad de los policías del Yard que aparecen en la historia son reales, muchas veces son ciertos sus movimientos y están donde estuvieron entonces (excepción importante es el caso de Andrews, que nunca, al menos hasta donde sabemos, estuvo en Berner Street, escenario del asesinato de Liz Stride), aunque sus opiniones y acciones estén noveladas, a veces coincidiendo con la realidad y a veces no. La mayor libertad que me he tomado, tal vez, sea la aparición de los tres enviados por Scotland Yard para resolver el caso. No porque no fueran reales, al contrario, pero su presencia no fue tal y como yo la presento. En las memorias del detective Walter Dew afirma que, como he dicho, el Yard mandó a los inspectores Abberline, Moore y Andrews para solucionar el caso, una especie de Dream Team (permítaseme la frivolidad) contra el mayor criminal de la historia. Esto nadie lo pone en duda, aunque solo dispongamos de la palabra del señor Dew para atestiguarlo, pero es seguro que los tres no estuvieron desde el principio. Abberline, sí. Fue el coordinador de detectives desde casi los albores del caso, pero Moore, de quien es difícil conciliar qué papel jugaba dentro del complicado engranaje de investigación británico, no aparece en papeles policiales hasta el cuatro de octubre, en un informe relativo al asesinato de Elizabeth Stride, y en la prensa hasta la muerte de Kelly. No es razonable que días tras la muerte de Polly Nichols, estuvieran ambos detectives juntos, como aparecen aquí.
Es más, la «visita turística» por los lugares de los crímenes en la que Moore hace de guía a Torres Quevedo, está inspirada en un paseo similar a uno que ofreció el detective a un periodista de Filadelfia, pocos días antes de la muerte de Rose Mylet, víctima del Destripador que aquí no aparece. Eso nos pone ya en el año ochenta y nueve.
El tema de George Andrews es más peliagudo aún, pues la única referencia que le involucra con las investigaciones es la que hace Dew en sus memorias. Esto es muy raro, Dew era uno de los detectives, entonces joven, directamente dedicado al caso y no cabe pensar que cometa un error así. El hecho de su ausencia en todos los informes y las notas de prensa referentes al caso, y el hecho de que poco tiempo después de la muerte de Mary Kelly y de la fuga del señor Tumblety a Francia y luego a Estados Unidos, viajara a Canadá a causa de la extradición de un reo (lo normal es que fueran las autoridades canadienses las encargadas de ir por el acusado hasta el Reino Unido), al tiempo que en Estados Unidos proliferaban los artículos referentes a que Scotland Yard había enviado detectives en busca del Destripador a tierras americanas, provocó la aparición de una teoría a cargo de serios investigadores del Destripador, como Stewart Evans y Paul Gainey (disciplina esta de investigar las circunstancias que rodean a mi amigo Jack que por cierto entre los anglosajones tiene acuñada hasta un término propio: Ripperology, «destripalogía» diríamos aquí. Entre estos «riperólogos» los hay muy serios, como los que cito, pero les aseguro que otros no lo son tanto). Esta teoría, en la que no entraré porque sería muy largo, postula que la función de Andrews en el caso era, con exclusividad, perseguir y capturar a Francis Tumblety. Como habrán observado, tal hipótesis excitó mucho mi imaginación, y es fuente de gran parte de la trama de Los horrores del escalpelo.
Siguiendo con el tema policial, Scotland Yard se enfrentó al crimen más terrible de la historia, y tradicionalmente se ha criticado sus acciones y se les ha tildado de inoperantes o indolentes a la hora de resolver el crimen; nada más lejos de la verdad a mi juicio. En esa época y con los medios dispuestos, no creo que ningún cuerpo de policía, ni la por entonces tan respetada Súreté francesa, hubiera podido capturar al Destripador. Se cometieron errores, sin duda, pero estos hombres se esforzaron al máximo por capturar al monstruo, arriesgaron su salud y su prestigio y, por ejemplo, estoy convencido de que si Jack no mató a nadie en octubre fue porque no lo dejaron, hasta que pudo tener a una víctima, Mary Kelly, encerrada en casa, sin peligro de ser descubierto.
Mención especial tengo que hacer respecto al jefe inspector Littlechild y al Departamento Especial, la sección D. La implicación de esta sección en una extraña conspiración es obra de mi imaginación, y desde luego la aparición del jefe de ese departamento dedicado a la investigación de insurgencias políticas (aunque si es más que probable que mantuvieran un ojo sobre Tumblety, como sobre todos los irlandeses de extraño proceder), en medio de la investigación del Destripador, como un detective de a pie, es un tanto exagerada. En realidad, la mayor relación de Littlechild con el caso es su famosa carta, de la que hablaré luego, y su inclusión en mi historia no es más que un guiño a los aficionados al Destripador (que habrá alguno más en este país aparte de mí, digo yo), como hay muchos otros diseminados por todo el relato.
En cuanto a los crímenes en sí, he tratado de ser lo más riguroso con los hechos, menos en lo tocante al «elemento fantástico» de mi historia, claro está. Las escenas de los crímenes, la cronología, los testigos, son casi siempre como fueron, y cuando hay discrepancias en versiones, he optado por la que más me acomodaba con la historia. Un caso claro por ejemplo, sería en el asesinato de la señora Tabram, en el que me he permitido suponer que la cuchillada final, esa que según los forenses fue hecha por una bayoneta, fue la primera, cuando a juzgar por la abundancia de sangre, es probable que fuera justo lo contrario.
He procurado resaltar los aspectos de Jack el Destripador menos conocidos, aquellos que nunca aparecen en historias de ficción y cuya omisión ha dado por crear tópicos, a veces incluso en libros históricos y de ensayo. Por poner algunos ejemplos: el hecho de que alguna de las víctimas «canónicas» no hubieran sido asesinadas por la misma persona, el hecho de que no sabemos a ciencia cierta cuántas son las víctimas de Jack el Destripador, el que el señor Abberline no estuviera presente en todas las escenas del crimen, en casi ninguna para ser cierto, como sale en muchas otras historias, no era esa su función, la posibilidad de que uno de los crímenes se produjera a la luz del día, contradiciendo la imagen de niebla y luz de gas que nos ha quedado, la tardía aparición del nombre «Jack the Ripper» (relativamente tardía, pues el caso en sí no se dio por cerrado hasta el noventa y uno), la escasísima probabilidad de que cualquiera de las cartas firmadas por Jack el Destripador fueran escritas por el asesino, lo que convierte al propio mito en un producto publicitario y a cualquier teoría basada en las cartas en poco sólida, o que la famosa pintada cargada de enigmas de la calle Goulston, que tanto gusta a amantes de conspiraciones masónicas, la escribiera una persona cualquiera, sin relación alguna con los asesinatos.
Respecto a las víctimas, las dos que tiene mayor papel en la novela han sido completamente recreadas por mí, aunque manteniendo el rigor en fechas y datos que se conocen, como su aspecto físico, su residencia o sus hábitos. Naturalmente la relación entre la señora Stride y Aguirre es fruto de mi imaginación, y la presencia de Kelly en un burdel de lujo del West End, su posible trabajo como doncella y su viaje a Francia se basan en datos que contaba la propia Mary, cuya imaginación parecía desbordante.
El resto de mundo criminal de Londres está sacado de bandas reales, que existieron, aunque algunas en otros momentos de la historia, e incluso algunos combates, como el enfrentamiento entre el Green Gate Gang y los chicos de Dover más la policía Metropolitana, ocurrieron. La preponderancia de las bandas judías como los de Besarabia es más Eduardiana que Victoriana, y por ejemplo, se menciona un par de veces a los Titanics, peculiar banda de delincuentes vestidos de caballeros, que no pudo existir cuando quedaba tanto para botar el barco al que hace referencia su nombre.
Ya que he empezado esta nota con Abberline, por quién siento especial admiración, acabaré con él. Fue un policía condecorado muchas veces, con gran prestigio entre los suyos, serio y enemigo de la popularidad que pudo obtener. Se retiró joven de la policía, lo que ha excitado la imaginación de los amigos a las conspiraciones mucho tiempo, cuando la realidad es tan simple como que en aquel momento se habían impuesto ventajas económicas para forzar el retiro de policías. Acabó como detective de la Pinkerton, siendo enviado al casino de Montecarlo. No dirán que un personaje así, como el resto, no merece casi una novela.
Joseph Mortimer Granville: Este médico fue el inventor del vibrador en la década de los ochenta del diecinueve, que no sé si les sorprenderá, pero es la quinta máquina eléctrica de la historia, tras la aspiradora, lavadora y otras más. Mi versión es una parodia del buen doctor, que quieran que no, puso su pequeño granito de arena al confort de parte de la población, de la mitad, más o menos. Me van a perdonar, pero no pude contenerme en incluirlo al pensar en todas esas señoronas victorianas acudiendo como locas a las consultas de los médicos a que les provocaran un orgasmo, porque estaban «histéricas», y a los pobres médicos con los dedos agarrotados. No es de extrañar que el doctor Granville se esmerara en encontrar un rápido alivio a tan urgente necesidad.
Jack el Saltarín: traducción más que libre de Spring Healed Jack («Jack con muelles en los talones» sería la literal, nombre mucho más preciso en cuanto a lo que parecía ser el sujeto en cuestión, pero menos «romántico», burlesco o misterioso, como prefieran verlo), el personaje más extraño y fascinante del rico folklore fantasmal de Londres, si excluimos a su más famoso tocayo. Sus «apariciones» ocurrieron durante muchas décadas, desde finales de los años treinta del siglo XIX hasta 1920. Se le describía con aspecto demoníaco, y solía acosar a jovencitas, arrancarles la ropa, palparles los pechos, y hay quien dice que escupía fuego. Es verdad que el Lord Mayor lo consideró una «amenaza pública», y durante la cacería a que le sometió el duque de Wellington por todo Londres, se dice que le dispararon y oyeron rebotar las balas en él, como si fuera de metal. Claro que todo esto ocurrió en los cincuenta, no en los ochenta. Se le atribuía la capacidad de saltar muros enteros, y se insinuaba que tuviera resortes en sus botas. No me negarán que parece un ciborg decimonónico…
Seguramente la más prosaica realidad es que todos estos hechos fueran aislados, causados por diferentes criminales a lo largo de las décadas en que estuvo en acción el mito, y que la imaginación de la gente rellenara el resto. Lo cierto es que sigue siendo una de las partes más asombrosas del folclore inglés, y les recomiendo que busquen las ilustraciones que los periódicos de la época hacían del sujeto, y luego díganme si a eso no podemos llamarlo «ciencia ficción folclórica».
Francis Tumblety (1833 - 1903): uno más de los cientos, sin exagerar, de candidatos a ser Jack el Destripador. Lo peculiar del señor Tumblety respecto al resto, es que siendo sospechoso en la época de los crímenes, no tuvimos conocimiento de él hasta fechas muy recientes. En 1993, el excelente investigador del caso del Destripador, Stewart Evans (otro «riperólogo» de los que ya les he hablado, este también de «los buenos»), encontró en un lote de objetos Victorianos que había adquirido, una carta fechada en septiembre de 1913 en la que el jefe inspector Littlechild, ese que sale en la novela, respondía a un tal señor Sims que le preguntaba sobre la relación de un «Dr. D» con los asesinatos de Whitechapel. Imagino que el periodista se refería al señor Druitt, otro famoso sospechoso al que varias autoridades policiales de la época tomaron por el verdadero Jack. El jefe inspector respondía que no sabía nada de un «Dr. D», y que tal vez se refirieran a un «Dr. T», que no era otro que Tumblety quien según Littlechild fue arrestado en la época y sugiere que pudiera ser el destripador. A partir de ahí, Evans, Skinner y otros encontraron indicios del tal Tumblety, y de cómo podría haber sido investigado al respecto, incluso seguido hasta los Estados Unidos, y acosado allí por la policía americana, pensando que era Jack.
La vida de Tumblety es tan estrafalaria como la he contado en la novela. Estuvo involucrado en el asesinato de Lincoln, aunque es cierto que pareció tratarse de un equívoco, era un embaucador y un falso médico, que estuvo a punto de hacer carrera política en su país natal, Canadá. Su odio por las mujeres era conocido. Esa diatriba enloquecida que hace en casa del escritor Hall Caine, es un trasunto de otra muy similar y real (aunque proveniente de una fuete más que dudosa) que hiciera ante ciertos oficiales norteamericanos. Fue encarcelado por comportamiento indecente y estaba en Londres en el momento de los asesinatos. Coleccionaba órganos (esto tampoco es un dato en el que podamos fiarnos demasiado), vestía estrafalario, tendría ciertos conocimientos anatómicos, era americano, por tanto extranjero, como muchas de las descripciones del Destripador, y tras su fuga de Londres poco después de la muerte de Mary Kelly (huyó bajo otro nombre a Francia y de allí a los Estados Unidos), el Destripador dejó de matar, siempre que no contemos como suyas las muertes de Coles, Mylett y McKenzie, las tres últimas víctimas de los crímenes de Whitechapel, que muchos autores descartan como propias de Jack.
En contra a su «candidatura», está su aspecto físico, muy característico y en nada parecido a lo que vieron los testigos, si es que algún testigo vio en realidad a Jack, la ausencia de todo crimen violento en su historial, su edad, algo avanzada para el perfil del Destripador, y que era homosexual (su relación con Hall Caine fue real). No es que los homosexuales no puedan ser psicópatas asesinos en serie, si no ahí tienen a Jeffrey Dahmer, el carnicero de Milwaukee, pero el asesino homosexual suele matar a personas de su mismo sexo, mientras que el heterosexual prefiere al sexo opuesto.
En cualquier caso, si Francis Tumblety no fue el Destripador, es muy probable que cargue a su espalda con más víctimas que este, fruto de la práctica de su falsa medicina, y desde luego, es el personaje más fascinante que jamás ha cargado con la losa de haber sido El Asesino por excelencia.
Por último, Jack: él aún sigue oculto en las sombras:
Eight little whores, with no hope of heaven,
Gladstone may save one, then there’ll be seven.
Seven little whores beggin for a shilling,
One stays in Henage Court, then there’s a killing.
Six little whores, glad to be alive,
One sidles up to Jack, then there are five.
Four and whore rhyme aright,
So do three and me,
I’ll set the town alight
Ere there are two.
Two little whores, shivering with fright,
Seek a cosy doorway in the middle of the night.
Jack’s knife flashes, then there’s but one,
And the last one’s the ripest for Jack’s idea of fun.