Casas Viejas

La noche del 10 al 11 de enero de 1933, un grupo de anarquistas de Casas Viejas, o Benalup de Sidonia, una pequeña aldea dominada desde hacía siglos por los latifundistas de la zona, creyó que la revolución libertaria anarco-sindicalista convocada por la CNT había triunfado en todo el país (Barcelona, Madrid, Valencia). Como no sabían leer ni se fiaban de la radio, creyeron que las informaciones que llegaban hasta el pueblo indicando lo contrario eran falsas y continuaron con el plan.

Según fueron desgranando los periódicos durante los días sucesivos señalando fuentes oficiales del gobierno, los jornaleros del pueblo, encabezados por Francisco Cruz Gutiérrez, conocido como Seisdedos o el libertario, cortaron las líneas telefónicas y telegráficas y abrieron zanjas en las carreteras. Concentrados en la plaza destituyeron al alcalde de filiación republicano-radical y le exigieron que comunicase a los guardias civiles que toda resistencia era inútil. Los guardias se resistieron y los campesinos quemaron el ayuntamiento y la casa de arbitrios. Esa misma tarde, llegaron los refuerzos desde San Fernando, que ocuparon el pueblo, mataron a un campesino e hirieron a otros dos. Doce guardias de asalto y cuatro guardias civiles al mando del teniente Fernández Artal ocuparon el pueblo y comenzaron los registros de las casas. Se detuvo entonces a Manuel Quijada Pino, reconocido por la Guardia Civil como uno de los que disparaban por la mañana contra el cuartel, y lo encaminan hacia la choza de Seisdedos, líder de la revuelta, donde murió uno de los guardias, cayendo en el interior de la choza, y también falleció en la refriega el propio Manuel Quijada.

El teniente trató de convencer a los anarquistas para que se rindieran durante horas, hasta que en mitad de la escaramuza se prendió fuego en la choza inmediata a la de Seisdedos y rápidamente el fuego se extendió a la cubierta de paja donde estaban los rebeldes. Lograron escapar una mujer y un niño, después dos más que fueron abatidos por el fuego de la ametralladora, una joven y su padre. En la choza murieron seis personas. Al amanecer, los guardias recorrieron distintas casas con la orden de disparar contra el que se resistiera a abrir su puerta; un viejo fue muerto en el umbral de su casa; a doce jóvenes se los fusiló en aplicación de la ley de fugas.

Un mes después, Ramón J. Sender publicó en La Libertad una crónica que había publicado por entregas de sus pesquisas de los sucesos titulada «Las evidencias de Casas Viejas»:

Las evidencias de Casas Viejas

He aquí las conclusiones que pude desprender de las averiguaciones en Casas Viejas tres días después de los sucesos y que van a comprobar diputados y periodistas de todos los sectores, desde el monárquico hasta los grupos burgueses radicalizados. Algunos han comenzado a hacerlo ya en sus periódicos.

Las conclusiones son:

Estas son —expuestas sumariamente— las conclusiones ciertas e inequívocas de lo ocurrido en Casas Viejas. El gobierno republicano y socialista puede que todavía no haya tenido tiempo de enterarse, preocupado por la «siembra de avena loca» a orilla del Henares. Esta preocupación no está en absoluto fuera de lógica. Responde exactamente al estado de conciencia, que hace posible la falta de control sobre los órganos del Estado. En el caso más favorable para el gobierno, esa falta de control pudo determinar lo de Casas Viejas. Si es admisible o no ese argumento para la oposición, allá ellos. Por nuestra parte, no lo aceptamos, porque aunque las apariencias sean esas, no creemos en la «falta de control». Ni cree Casares Quiroga. Se la brindamos, sin embargo, al gobierno como un asidero. Inseguro y todo, no hay otro. Por infantil que sea —se limitarían a reconocer su incapacidad—, siempre será más lógico que algunos argumentos que en su desconcierto han aducido. El subsecretario de Gobernación, al contestar en el Congreso a un diputado que preguntaba: «¿Cómo es que en la choza de Seisdedos aparecieron un par de esposas?», respondió recordando que el detenido que fue a parlamentar iba esposado y quedó muerto junto a la choza. La verdad de esas esposas era más sencilla. Se la vamos a brindar al gobierno, por si vuelven a plantearle la misma cuestión. El guardia muerto y quemado después en la choza llevaba, probablemente como todos, en el bolsillo uno o dos pares de ese artefacto. Estaríamos dispuestos a darles otros argumentos, todos aquellos que de los hechos se pueden deducir como atenuantes. Entre todos juntos no lograrían hacer palidecer en lo más mínimo su responsabilidad como gobernantes y la del sistema al cual sirven. No es eso. El detalle no importa. Si los «relatos realistas» —como dijo Azaña, que cree, sin duda, más eficaz que el realismo en la política el lirismo del Arcipreste de Hita— se apoyan en el detalle, es para destacar la configuración política del hecho en su conjunto. Eso es necesario para que el país conozca la verdad y pueda deducir las responsabilidades e imponerlas ejemplarmente. No es sólo cuestión de un par de esposas de metal. Los diecinueve muertos acusan y seguirán acusando. Como tampoco es cuestión de este gobierno, ni del otro. La cosa es más profunda. Es una cuestión de sistema. ¿Qué dice usted, Bruno Alonso? ¿Qué nueva lógica oportunista y maquiavélica encontrarán para este caso los dirigentes socialistas? Porque la base hace tiempo que ha calificado los hechos.

El Tribunal Supremo condenó en enero de 1936 al capitán Manuel Rojas a tres años de prisión como responsable del homicidio de los campesinos. Esa sentencia revocó una anterior de la Audiencia Provincial de Cádiz, de 1935, que había condenado a Rojas por catorce asesinatos a veintiún años de prisión. La nueva y definitiva resolución, que recogía la eximente incompleta de obediencia debida, puso al militar, encarcelado desde marzo de 1933, a las puertas de la libertad. Por eso, dos meses después, en marzo de 1936, cumplidos los tres años en prisión, cumplida la condena, Rojas estaba en la calle.