Antonio

Me gusta Natalia. Nos gustó desde el principio, a los dos. Nos cayó bien, con ese aspecto de niña inocente, temerosa, que todavía tenía que crecer. Es lo bueno de ser tan viejos, o lo malo, que todo el mundo nos parece joven. Pero es que Natalia nos dio la sensación de estar todavía a medio formar, de tener muchas cosas dentro que aún no habían salido fuera. Hemos vivido mucho, y hemos visto a mucha gente; algunos todavía nos engañan, nos hacen creer que son de una pieza y luego nos muestran su verdadera cara, pero por lo general nuestra intuición no nos traiciona.

¿Cuánto tiempo hemos pasado con ella? No mucho. Vino a vernos por primera vez en primavera, con Víctor Fuentes. No recuerdo cuándo, pero sé que fue por entonces porque Manuela estaba en cama, con la alergia de las narices, nunca mejor dicho. Vino para contarnos que se había presentado a los premios de estudios locales con un proyecto que trataba de recuperar la memoria histórica de personas anónimas que habían desempeñado un papel importante en la historia del mundo y que, sin embargo, pasaban desapercibidas.

Antes de verano volvió. Trajo un litro de horchata, medio de limón, medio de cebada, fartons y rosquilletas, porque no sabía lo que nos gustaba. Sobró. Porque gustarnos nos gusta todo, pero con el azúcar no se puede jugar y Manuela me lleva a rajatabla el régimen, menuda sargenta. Natalia se bebió dos vasos de horchata con limón, y nosotros picoteamos unas rosquilletas mientras ella nos contaba eso, que había estado buscando documentación, y que le gustaría ir entrevistándonos de vez en cuando para que yo le contase mis experiencias en la guerra y demás.

Maldita la gracia que me hizo, pero soy un hombre de palabra y ya le había dicho que sí, así que tuve que apechugar con las consecuencias de mis actos, a regañadientes. No fue tan grave. Natalia me gusta. Nos gusta. Ya lo he dicho. Pero recordar, revivir, reinterpretar todos esos acontecimientos, pensamientos, sentimientos, sensaciones fue mejor de lo que había pensado, incluso cuando Natalia me habló de José Emilio Almenar.

Por eso la llamo. La cito en mi casa. La espero. Le hablo. Le cuento algo, aunque ella ya me ha dicho que tiene suficiente para su trabajo.

Le digo:

—No me importa que el libro trate sobre José Emilio Almenar.

—¿De verdad?

—De verdad… Tendría huevos que me hubiera pasado media vida luchando contra los dictadores para que ahora yo te impusiera mi voluntad…

—Antonio… Yo no sé qué es lo que pasa con esto, pero si tiene algún problema, dígamelo, porque he estado haciendo números, y puedo devolver el dinero del premio sin ningún problema. No publico el libro y se acabó, porque lo que me importa de verdad no es…

Levanto la mano. Quiero que se calle.

—Calla.

—No, déjeme terminar. Lo que me importa de verdad es volver aquí, poder seguir viéndoles, no hacer nada que les lastime o les moleste.

¿A que se pone a llorar y me hace llorar a mí?

—No se te ocurra llorar, porque tengo algo que decirte.

—Lo intentaré.

—No lo intentes: hazlo. No llores. Publica el libro, que quiero que todo el mundo sepa quién soy, coño.

—Muy bien. Yo quiero justo lo mismo.

—Pero tienes que saber una cosa primero.

—¿Lo que pasó con José Emilio Almenar?

—Lo que pasó con José Emilio Almenar, sí.

—…

—¿Has averiguado algo sobre su muerte, sobre cómo murió?

—Bueno, eso lo sabe todo el mundo.

—¿Qué es lo que sabes? ¿Que apareció muerto en una acequia el cuatro de agosto del treinta y ocho? ¿Que nadie sabe quién o por qué lo mataron?

—Justo eso. Hay muchos testimonios de personas que le conocieron, o que conocieron a personas que le conocieron pero, lamentablemente, no queda nadie vivo que me pueda contar qué ocurrió esa tarde noche…

—¿Estás segura?

—No he encontrado a nadie en todo el pueblo, Antonio. Y he buscado hasta debajo de las piedras, se lo aseguro.

—A mí no me has preguntado.

—¿Qué?

—Eso, que a mí no me has preguntado.

—¿Qué?

Hoy está más espesa de lo habitual. Me esfuerzo en no perder la paciencia, pero a mi edad es complicado.

—Que me lo preguntes, coño. Y deja de repetir ¿qué? Que pareces un loro…

Se queda perpleja.

—Estoooo… ¿Sabe usted qué ocurrió ese día, Antonio?

Por fin. Respiro hondo.

—Sí, lo sé.

—¿Y cómo lo sabe?

—Porque yo estuve allí.

—¿Qué?

Lo ha repetido, y mira que le he prohibido que lo hiciera. Me lo nota en la cara. Se corrige.

—Perdón…, pero… ¿cómo que estuvo allí?

—Ese día, por la tarde, los milicianos vinieron a la Colonia. Tenían que hacer un informe sobre la intendencia de la casa, lo que faltaba en la cocina, materiales, cosas de esas. Hacía mucho calor, y se entretuvieron bañándose en la alberca, hablando con los alumnos, jugando con los más pequeños… Dando la lata, porque mi padre y yo queríamos volver pronto a casa para dar un paseo con mi madre, que era su cumpleaños.

Me parece estar viéndolos, con sus calzones largos, chapoteando en el agua, haciéndose ahogadillas unos a otros, riéndose como críos. No eran mala gente. No todos. No del todo.

—Se hizo tarde. Mi padre estuvo más de media hora metiéndoles prisa, venga, coño, que mirad qué hora es, que mi parienta me mata, que es su cumpleaños, no deis más por el culo, vámonos ya… Si hubiera tenido más paciencia con ellos, si les hubiera dejado más tiempo para desfogarse, o si los hubiera sacado antes de allí, si no les hubiera dicho pues daros un baño la décima vez que se quejaron del calor…

—¿Qué hubiera pasado entonces?

—Calla, no me interrumpas…

—Perdón. Continúe.

—Se vistieron de mala gana, enfadados. Se pusieron los pantalones encima de la ropa mojada, y se les fueron calando poco a poco, por el camino. Iban tan poco dignos, así, empapados, como si se hubieran meado encima…

—…

—Esa gente toleraba mal que otros les dieran órdenes y, además, en el pueblo casi todo el mundo se pitorreaba de ellos. De vez en cuando se ponían farrucos, y amenazaban a diestro y siniestro, como se nos hinchen los cojones vais a ver quiénes somos, que somos la República, hostia, que nos tomáis por el pito del sereno…

Se me seca la boca. Bebo agua.

—Y se ve que esa tarde los tenían hinchados, los cojones.

Vuelvo a beber.

—Cuando regresábamos a casa, a lo lejos, le vimos venir hacia nosotros.

—¿A José Emilio?

—A José Emilio, sí. Venía a las Colonias, a ver a mi padre. Lo hacía muchas veces, eran muy amigos. No era mucho mayor que yo pero, conmigo no conectaba… Con mi padre, en cambio, era otra cosa… Yo le tenía rabia, porque era cura, pero sobre todo, porque mi padre le miraba con admiración, se pasaba el rato hablando de él, qué huevos tiene el curita, tendría que ser ministro, si hubiera más como él, decía, y yo entonces, que aún era un crío, no quería otra cosa más que me mirase así a mí, que hablase de mí con esa… fascinación… No sé… Al reconocerle, mi padre no dijo nada para no llamar la atención, porque los milicianos estaban cabreados, y seguramente pensó que a lo mejor no venía hacia nosotros sino que tomaba otro camino para su paseo y no le veían.

—Pero le vieron.

—Claro. Le vieron desde lejos y uno de ellos dijo anda, si es el cura, y otro por qué no le damos un susto, y otro venga, vamos a bajarle los humos, que los tiene muy subidos, y mi padre dijo va, tengamos la fiesta en paz, que este hombre no ha hecho nada malo, no hace mal a nadie, si hasta da clases de alfabetización, si es más republicano que todos nosotros, pero ellos ya habían decidido darle un escarmiento y no le hicieron caso a mi padre.

También me parece estar viéndolo. Llevaba una camisa blanca, unos pantalones oscuros atados con un cinturón roto. Levantó el brazo cuando nos reconoció y vi sus labios pronunciar el nombre de mi padre, Miguel, dijo, pero no le oímos, porque aún estaba lejos. Sonrió al vernos.

—Sólo le querían dar un susto, ¿sabes? No querían hacerle nada malo.

—¿Qué pasó, entonces?

Me encojo de hombros, porque en realidad no lo sé. No sé lo que pasó. Se les fue la mano, o la cabeza. Quién sabe.

—Le obligaron a ir con ellos a apartarse a un lado del camino, justo detrás del cementerio. Le ataron las manos a la espalda, le escupieron, le amenazaron, le pegaron…

—¿Y su padre? ¿Y usted?

—Mi padre se interpuso, trató de defenderle, de hacerles entrar en razón, pero no hubo forma humana de que pararan. Estaban fuera de sí y mi padre también, hasta que le dijeron, mira Miguel, no vamos a hacerle nada más, sólo le queremos dar un escarmiento, pero si sigues así le vamos a matar, y después a ti, y después a tu hijo y después a tu mujer, vete de aquí y déjanos en paz. José Emilio miró a mi padre y le pidió que se fuera, que les obedeciera, que estaba seguro de que no le iban a hacer nada, y luego se volvió hacia ellos y les dijo que les daba su bendición para que Dios no les tuviera en cuenta la locura que iban a cometer.

Otra vez la boca seca. Bebo.

—No tenía miedo, ¿sabes? Creo que él sabía lo que le iba a pasar, pero no tenía ningún miedo.

—…

—Yo estiré del brazo a mi padre para que nos fuésemos. Por el camino, me giré. Le estaban apuntando, y se oyó un disparo. José Emilio cayó al suelo, y un miliciano se llevó las manos a la cabeza. Otro pareció increparle. El tercero se arrodilló sobre el cura, se levantó y golpeó a su compañero. Mi padre también estaba mirando y yo pensé que querría volver, pero nos quedamos paralizados, en el camino, sin saber qué hacer. Hay cosas que es preciso vivir para comprender, para entender por qué eliges sobrevivir tú en lugar de arriesgar tu vida y la de los tuyos. Desde fuera es fácil juzgar, decir yo hubiera hecho esto o aquello, pero hay que vivirlo… Hay que vivirlo para saberlo… ¿me comprendes? —me dice que sí—. Y al cabo de un rato, me puso la mano en el hombro y me dijo vamos a casa. Y nos fuimos, sin pronunciar palabra.

—…

—Al día siguiente, como todos en el pueblo, nos dimos por enterados de la noticia. Los milicianos vinieron a ver a mi padre a casa y estuvieron un buen rato encerrados con él. No sé lo que le dijeron, porque nunca más volvimos a mencionar el tema, como si no hubiera pasado, como si José Emilio Almenar no hubiera sido uno de los mejores amigos de mi padre durante un tiempo, como si no hubiéramos podido evitar su muerte, o denunciar a quienes lo mataron, porque eso era posible, Natalia, las autoridades no querían que se asociase la República con esos matones, pero nosotros guardamos silencio, fuimos cómplices de todo…

Natalia carraspea, busca algo que decir, pero tarda un buen rato en encontrarlo.

—Usted no hizo nada, Antonio.

—Justamente. No disparé, pero no lo impedí. El único esfuerzo que hice fue el de no mearme en los pantalones. Y luego, no fui capaz ni de decirle a mi padre, venga, padre, denunciémoslos, venguemos la muerte de este inocente, porque la guerra no es esto, la República no es esto…

Se muerde el labio.

—No soy tan bueno como creías… Ya ves que los héroes también podemos ser villanos…

—Pero es que usted no hizo nada, ni su padre, esos hombres le hubieran matado igual cualquier otro día…

—¿Tú crees?

—…

—…

—Sí, creo que sí… Estoy segura.

—…

—Fue un accidente. Sólo eso. Un accidente, una maldita casualidad…

Me encojo de hombros.

—La cuestión es que ya tienes el final de tu historia, aunque no fuera la que te esperabas, ni la que a mí me hubiera gustado.

—¿Qué le hubiera gustado?

—Que no pasara, Natalia, que no pasara nada de lo que pasó, que José Emilio hubiera seguido vivo… Aunque tampoco eso hubiera cambiado nada. La vida, el mundo, sería lo mismo sin nuestras pequeñas historias. Nosotros no cambiamos nada. Somos insignificantes.

—…

—En fin… Ya tienes toda la información que necesitabas. Nosotros ya hemos terminado, ahora te toca a ti escribirlo, para que todo el mundo lo sepa.

Traga saliva.

Me levanto. La acompaño hasta la puerta. No quiero seguir viéndola, al menos hoy. Me alegro de haberle contado algo que me ha atormentado, tanto, desde hace tanto tiempo, pero a la vez me siento avergonzado, y triste. Me da pena dejar de ser el superhombre que ella se ha inventado, el que liberó París, el que nunca tuvo miedo, el que siempre hizo las cosas bien.

Se lo digo.

—Las personas somos capaces de hacer lo mejor y lo peor, Natalia.

Ella niega con la cabeza.

—Usted no ha hecho nada. Entonces no era más que un niño, Antonio.

—Sí, sí he hecho muchas cosas.

Me mira, con la misma mirada que mi padre solía dirigir a José Emilio. Con admiración.

—¿De qué se arrepiente, Antonio?

—Arrepentirse no sirve de nada, eso sale hasta en los sobres del azúcar del café que te tomas en el bar. No sirve de nada porque no puedes cambiar lo que ya has hecho.

—¿Volvería a hacerlo, entonces?

—Una persona que ha vivido lo que yo, que se ha pasado tanto tiempo disparando, matando a gente, aunque fuera con el convencimiento de que estaba en el lado correcto… no puede estar tranquila con su pasado. Puedes olvidarlo, hacer como que no te afecta, pero cuando menos te lo esperas, cuando crees que no va a pasar, te golpea, te deja noqueado, roto. Como esos incendios, ¿sabes?, los que causan esos rayos que se quedan dentro de los árboles y lo van quemando sin que se percaten ni los bomberos, ni los agentes forestales, nadie, y luego salen afuera y provocan incendios catastróficos porque pasan cuando no se esperan, cuando no hay medios para evitarlos ni para luchar contra ellos.

—Los rayos dormidos.

—¿Se llaman así?

—Sí, dormidos, latentes o silenciosos.

No puedo evitar reírme.

—Pues así es esto. Se queda dormido, se despierta, te destroza…, hasta que consigues hacer como que eso en realidad no te ha ocurrido nunca, que no lo has hecho tú, que no eras tú sino otro hombre el que hacía todas esas barbaridades.

Me mira. Creo que me aprecia.

—Yo no estoy satisfecho de todo lo que he hecho… ¿Cómo podría estarlo? He quitado la vida a otros seres humanos, Natalia. Eso no me enorgullece.

—…

—Si pudiera volver atrás, me gustaría hacer las cosas mejor, pero ¿sabes qué? Ceo que haría lo mismo, que no me quedaría más remedio que hacer lo mismo que hice, con los errores, con las cobardías, con las mezquindades… Porque todo lo hice creyendo que era lo mejor.

Me da un beso. Salgo tras ella. La acompaño al patio. Le abro la puerta. Sale a la calle. Camina. Se da la vuelta. Me mira. Le digo adiós con la mano.

La veo desaparecer.

«Todo el que aguarda sabe que la victoria es suya».

ANTONIO MACHADO