Era tarde, pero todavía hacía calor y aún era de día, así que José Emilio decidió dar un paseo antes de volver a casa, con la despreocupación de quien no sabe que esos son sus últimos momentos en esta vida.
Estaba contento. Ese día, en la clase de alfabetización, dos alumnos nuevos habían leído de carrerilla, con comas, puntos y guiones, la noticia de la página cuatro que había recortado del ABC:
La semana de homenaje a Benavente punto y seguido valencia coma 2 punto y seguido ha comenzado la semana de homenaje a don jacinto Benavente punto y seguido ayer tarde se representó en el teatro eslava comillas señora ama comillas coma que fue interpretada maravillosamente por la compañía punto y seguido al final salió al escenario don jacinto coma rodeado de todo el personal del teatro coma el cual le ofreció una corona de laurel punto y seguido el insigne dramaturgo abrazó al primer actor coma soler mari coma y a uno de los tramoyistas coma diciendo que en estos abrazos estrechaba a todo el proletariado punto fue muy aplaudido y se vitoreó entusiásticamente a la república punto y seguido guión febus punto final.
Quienes aún no sabían juntar las letras se entusiasmaron tanto como los asistentes al estreno de Benavente, porque comprendieron que, de seguir el ritmo de sus compañeros, pronto dejarían de ser unos iletrados, y enseñarían a sus hijos a leer, y nadie más les tomaría el pelo, y podrían escribir cartas a sus parientes o a sus novias, los que las tuvieran, que era lo que siempre les decía el cura para animarles.
Los que estaban a punto de soltarse se vinieron arriba al escuchar a los otros, que hacía tan poco tiempo estaban como ellos.
Los que ya les habían sobrepasado, se enorgullecieron de sus compañeros, que hacía nada todavía decían con voz temblorosa sus nombres, Je-na-ro, Es-te-ban, o que no entendían que tenían que escribir Francisco aunque dijeran Fransisco, y cosas así.
Y luego estaba Cristina, que ese día se había acercado a la clase, aunque no era su turno, porque su tía Remei, que era de Alboraia, le había dado unas chufas cuando fue a visitarla hacía unos días, y ella las había puesto a remojo, las había dejado hincharse, les había quitado el agua con los restos, les había añadido más agua con azúcar, las había deshecho, y había dejado enfriar el líquido resultante, que era lo que les había ido a llevar.
—Venga, una horchata, que la he hecho yo misma. No todo va a ser estudiar.
Y se la bebieron de un trago, y también el profesor.
Una vecina le dijo:
—Qué manos tienes, Cristina, contento tienes que tener a tu marido.
Todos rieron, excepto José Emilio y Cristina, que bajó la mirada, avergonzada por el cumplido y por la referencia.
—Es que don José Emilio se porta tan bien con nosotros que he pensado agradecérselo, aunque fuera con una humilde horchata…
—Cristina, no tienes nada que agradecerme. Ninguno de vosotros tiene que agradecerme nada. Lo hago con todo el gusto del mundo. Si sabéis leer y escribir, podréis defenderos mucho mejor en la vida, y más con los tiempos que se avecinan.
—¿Por qué, con los tiempos que se avecinan, padre?
—Porque cuando acabe la guerra, si gana la República, la educación va a ser fundamental. Ya veis que para los republicanos alimentar el alma con cultura es tan importante como dar de comer al cuerpo con pan.
—¿Y si pierde?
—Pues si pierde la República y gana Franco… Lo mejor será que nos pille a todos sabiendo leer lo que nos pondrán delante para firmar…
—¿Qué quiere decir?
Movió la mano en el aire, como quitándole importancia a lo que acababa de decir.
—Nada… No me hagáis caso…
—No, padre, que usted es más listo que nosotros, díganos lo que ha querido decir.
—Yo tengo una carrera, pero vosotros sois hombres y mujeres de una inteligencia natural indiscutible, aunque no hayáis podido estudiar. No tengáis miedo, no ha de sucederos nada, pase lo que pase. Ninguno de vosotros se ha significado, sólo habéis seguido trabajando para sacar adelante a vuestras familias. No os pasará nada.
Estaba en lo cierto: a ninguno de sus alumnos les pasó otra cosa más que, a los más rezagados, morir cuando les llegó la hora sin haber aprendido a escribir, pero como entonces no lo sabían, igual que no sabían que a la mañana siguiente, casi de madrugada, Abelardo Gomis entraría en el pueblo dando voces montado en su bicicleta nueva, todos se marcharon a casa contentos, pero también acongojados sin saber explicarse por qué.
Cristina y él se quedaron en la sacristía, recogiendo los vasos y la lechera en la que había traído la horchata.
No se dirigieron la palabra en todo el laborioso proceso, ni al fregar los cacharros, ni al secarlos, ni al colocarlos en la cesta de rafia, ni al caminar juntos hacia la puerta, ni al abrirla, ni al cerrarla. De vez en cuando se miraban, y entonces creían que los dos estaban pensando y sintiendo lo mismo.
Era cierto. No era cierto.
José Emilio pensaba:
Que podían estar juntos sin necesidad de hablar.
Que Cristina olía a lavanda.
Que había cogido peso.
Que quizá estaba embarazada.
Que le gustaría poder bautizar a sus hijos.
Que tenía que hacer esfuerzos para no sentir celos, ni envidia, ni ningún otro sentimiento ni hacia ella ni hacia su marido.
Que tal vez debería acercarse a él, que no sabía ni cómo se llamaba.
Que le sorprendía, positivamente, que la gente no comentara nada sobre ellos.
Que Cristina estaba cada vez más guapa.
Que si seguía aprendiendo a esa velocidad no sería una idea descabellada pedirle que le ayudara en las clases de alfabetización.
Que le encantaría que Miguel Almenar la conociera y le diese trabajo en las Colonias, porque era indudable su buena mano con la gente, con la cocina y con las letras.
Que tenía el pelo brillante.
Que se le había salido un mechón del moño.
Que le daban ganas de colocárselo en su sitio.
Que si la tocaba una vez no sería capaz de no volver a tocarla.
…
Que esa noche rezaría y haría penitencia.
Que no podía permitirse ni esos pensamientos ni esos sentimientos.
Que ni siquiera sabía si ella sentía lo mismo que él.
…
Que era un hombre.
Que era un sacerdote.
Que había tomado una decisión.
Que no podía estar cuestionándosela cada día de su vida.
Que tenía que aprender a vivir con sus contradicciones.
Que Dios no le iba a perdonar.
…
Que sí le perdonaría.
Que no tenía nada que perdonarle.
Que era un soberbio, un prepotente.
Que esos pecados eran mayores que el de sentir amor hacia Cristina.
Que Dios le había hecho Su Llamada sabiendo cómo era.
…
Que si ya estaba otra vez con lo de la vasija de barro.
Que era un pesado.
Sonrió.
Cristina le devolvió la sonrisa, mientras pensaba:
Que llevaba el pelo demasiado largo y descuidado.
Que llevaba la barba demasiado larga y descuidada.
Que nunca habría imaginado que tendría el pelo rizado.
Que en la barba le estaban saliendo canas.
Que cómo sería posible tal cosa, a los veinticinco años.
Que cuánto habría tenido que ver y que sufrir para encanecer tan pronto.
Que estaba tan guapo.
Que Dios la perdonase.
Que estaba tan guapo.
Que le temblaban las piernas.
Ay.
Que tenía que centrarse.
Que su marido era un buen hombre.
Que nunca le había prohibido que fuera a las clases.
Que por las noches le pedía que le enseñase lo que había aprendido.
Que tendría que esforzarse más en amarle.
Que el amor no se podía forzar.
Que era una buena esposa.
Que más no podía ofrecer.
Que ofrecía lo que tenía.
Que le gustaría tener un hijo, o dos, o todos los que Dios le enviase.
Que les querría tanto.
Que a través de ellos conseguiría olvidar ese otro sentimiento.
Que odiaba la guerra.
Que era una persona horrible.
Que se alegraba de que hubiera estallado.
Que gracias a la guerra había vuelto a verle.
Que le gustaba tenerle cerca.
Que cuando estaba con él no sentía ese amor tan grande.
Que ese amor tan grande sólo aparecía cuando no estaban juntos, cuando estaba lejos, cuando podía fantasear con la vida que hubieran vivido si él también la hubiera amado.
Que estaba convencida de que él no sentía nada ni remotamente parecido a lo que sentía ella.
Que aunque no llevara sotana, sino esa camisa blanca que hacía que los ojos verdes fueran aún más verdes y que le volvía la sonrisa todavía más luminosa, no era un hombre sino un sacerdote.
Que aunque fuese un hombre, no era suyo sino de Dios.
Que el suyo le esperaría en casa, extrañado de que no estuviera.
Que cuando le dijera que había ido a llevarles horchata a los compañeros de alfabetización, se preguntaría si le habría dejado un poco a él.
Que le diría que sí, y se la ofrecería.
Que daría media vida, la vida entera, por que las cosas no fueran así, sino de otra manera.
Ay.
Llegaron caminando hasta la plaza.
Volvieron a sonreírse, antes de la despedida.
—¿Va hacia casa, padre?
José Emilio pensó antes de responder.
—Creo que no.
Miró al cielo.
—Hace tan buena tarde que voy a dar un paseo…
—…
—Quizá me acerque a las Colonias. He pensado que podría pedirle algo a Miguel Almenar, el director.
—…
—Es algo que te afecta.
—¿A mí?
Sonrieron.
—Sí… Verás… Eres muy rápida aprendiendo, y tienes paciencia con los demás… Tal vez, si tú quisieras, si tu marido está de acuerdo, podrías trabajar allí, ayudando en las clases de los más pequeños, o en lo que hiciera falta… Al menos hasta que acabe la guerra, o hasta que tú tengas tus propios hijos… ¿Te gustaría?
—¿Tener hijos? Por supuesto…
—Ya verás cómo llegan pronto. ¿Cuánto tiempo llevas casada?
—Cuatro años.
—Los hijos llegarán, confía…
—Confío. Confiamos.
—¿Le digo eso a Miguel, entonces?
—Sí, dígaselo. Mi marido y yo quedaríamos muy agradecidos.
—Voy, pues.
—Yo iré a ver a mis padres antes de regresar a casa.
José Emilio dudó un instante. Caminar un poco más con ella. Pasear entre la huerta. Devoción. Obligación. Ese era su destino. Sonrió. Cristina, sin saber el motivo de su sonrisa, se la devolvió.
—¿Nos veremos mañana?
—Sí, claro. Si no nos vemos en clase, me acercaré a buscarte para contarte la conversación con el director.
—Hasta mañana, entonces.
—Hasta mañana.
José Emilio comenzó a pasear. Dejó atrás la plaza y la calle Sant Josep. Después, cuando todo ya hubo ocurrido, unos y otros contaron que se cruzaron con él y le saludaron, afectuosamente, como siempre. Bona nit, pare. Bona nit, retor. Bona nit. Bona nit.
A lo lejos, por el Camí dels Horts, José Emilio vio a un grupo de hombres, uniformados, con el mono azul de los milicianos y se sobresaltó, pero, aguzando la vista, le pareció distinguir entre ellos a su amigo Miguel y a su hijo, Antonio, y se tranquilizó.
Era jueves, 4 de agosto de 1938.
Cristina sí le vio al día siguiente.