Natalia

—¿Por qué no aparece su nombre en ningún libro, en ningún documento, y sí estuvo presente en el homenaje de París de 2004?

—Porque tuve muchos nombres, muchos documentos de identidad, era como una especie de espía…

Se ríe.

—La otra periodista, Evelyn Mesquida, me localizó para el libro, por teléfono. Me explicó lo que estaba haciendo, con quién había contactado, y me dijo que vendría a casa a entrevistarme, pero le contesté que no era yo, que se había confundido de persona.

—¿Por qué?

—¿La verdad?

Se encoge de hombros.

—No lo sé. A veces uno hace cosas para las que no encuentra explicación, en el día a día. Ahora, contigo, me he preguntado muchas veces por qué no quise dar la cara entonces, y supongo que fue porque me pilló en un momento en el que no quería recordar el pasado, removerlo.

—¿Y ahora sí?

—Ya ves.

Vuelve a encogerse de hombros.

—Ahora no tengo la sensación de estar removiendo nada, sino de estar contando algo, algo que me pasó —se corrige—: algo que pasó, mejor dicho, y que yo tuve la oportunidad de vivir. De pronto pensé algo que no había pensado nunca, en toda la vida…

—…

—Me dije: Antonio, si no lo cuentas, esto se va a perder, tus hijos se te van a perder, porque la gente que me conoce no me conoce en realidad si no sabe algo tan importante de mi vida.

Sonrío.

—No fue por vanidad, ni porque tú me parecieras mejor que la otra, aunque tú nos gustaste a los dos, a Manuela y a mí, cuando te conocimos. Nos reímos mucho después. Nos pareciste tan formal, con esa manía de no tutearnos aunque te pedimos que no nos tratases de usted…

—¿Y luego, qué? ¿Ya no les parezco lo mismo?

—No, no, nos sigues pareciendo formal, pero ahora ya te hemos cogido aprecio.

—Menos mal.

Nos reímos.

—Bueno, Antonio, volvamos a lo nuestro, que ya nos queda poco…

—Pues sí, la aventura está a punto de terminar.

—Cuénteme. ¿Qué hizo cuando se desmilitarizó?

—Me quedé en París una temporada, hasta el cincuenta, creo. Ya te conté que cuando estuvimos en el bosque de Bolonia vino mucha gente a visitarnos y se trabaron amistades que luego resultaron ser para toda la vida. No fue mi caso, pero sí el de algunos de mis compañeros, así que regresé a París cuando me aseguré de que mi madre estaba bien en Carcassonne, donde había pasado la guerra con otros exiliados españoles que conocimos en el campo de Argelès-sur-Mer.

Me doy cuenta de que cuando un recuerdo le resulta doloroso, Antonio guarda silencio. Ahora lo hace. Calla.

—Estaba pensando cómo responde la gente en situaciones extremas. Uno piensa que se saca lo mejor que se lleva dentro, lo más noble, lo más solidario… Y es verdad, porque se forjan relaciones sólidas, más aún que muchas de las que te vienen de cuna, por sangre, como estos amigos de mi madre, que no se separaron de ella hasta que nos volvimos a casa, más de treinta años acompañándola, cuidándola, queriéndola, como si fuera algo suyo… Pero luego también hay mucho cabrón, mucho hijo de puta que queda diluido en la historia en medio de la bondad del resto de la gente.

—…

—No me refiero a grandes traiciones, ni nada de eso, sino a gente que va a la suya, que sólo mira por ellos mismos, que delataba a otras personas pensando que les beneficiaría, o que les daba la espalda si tenían un problema creyendo que les perjudicaría ayudar al otro, gente en la que confiabas, que pensabas que nunca te la iba a jugar. La bondad enmascara muchas maldades, que no se te olvide.

Asiento.

—La cuestión es que fui a ver a mi madre y me quedé unos días con ella. Hubiera podido trabajar allí. Carcassonne era una ciudad muy bonita, toda amurallada, y había muchos españoles. ¿Has estado?

—Sí, fui hace unos años de vacaciones con unas amigas.

—¿Y qué te pareció?

—Me impresionó el cementerio, lleno de tumbas de españoles.

—Ya te digo que hubo muchos exiliados.

—¿Ha vuelto usted?

—No, desde que Manuela y yo nos trajimos a mi madre.

—La encontraría muy cambiada. Ahora es una ciudad volcada en el turismo, en la época medieval, con los cátaros, los instrumentos de tortura… Y en el rodaje de Robin Hood de Kevin Costner.

Se ríe.

—¿De Robin Hood?

—Sí, allí se rodó la escena de la boda con la princesa Marian.

—Vaya… ¡Con lo que a mi madre le gustaba el cine!

—Ya ve.

—Todo cambia, Natalia… O mejor dicho, todo parece que cambie, y, al mismo tiempo, todo permanece igual.

—Tiene razón, como siempre.

—Bueno, no me hagas perder el hilo —protesta—. Sigamos con París. No me quedé en Carcassonne porque me pareció un destino demasiado tranquilo para lo que ya llevaba vivido, ¿me entiendes?

Le digo que sí.

—Busqué a algunos de mis compañeros de la Nueve. La mayoría se había vuelto a París. Nadie volvió a España y muy pocos se fueron con Leclerc a seguir la guerra. Encontré ayuda de todo el mundo al que recurrí, esa es la verdad. Me facilitaron encontrar trabajo, vivienda… Estuve un tiempo en una peluquería, bueno, en una barbería, y luego pasé unos meses en una carnicería, que fue donde me pasó esto —me muestra la mano—, pero es que…, no sé…, tenía todo el tiempo una sensación aquí —se señala el pecho— como de estar desperdiciando la vida…

—¿Qué quería hacer? ¿Estudiar?

—No, no… Yo lo que quería era acabar con Franco…

—Comprendo…

—Y cortando barbas o picando carne mucho no iba a conseguir.

—Ya.

—Veía a otros camaradas, que se habían enamorado, que se habían casado, que tenían hijos, que estaban conformes con su vida nueva, con levantarse, trabajar, volver a casa, estar con su familia, acostarse, levantarse, trabajar, así todos los días y les decía pero hombre, con lo que llevamos a las espaldas no os da pena que se corte así, y ellos me decían mira, Antonio, nosotros ya hemos hecho lo nuestro y ahora queremos vivir en paz, y yo, sí, pero mientras tanto en España, y ellos España está muy lejos, Antonio, y nos han dejado solos, y solos no podemos hacer nada, y estamos cansados de jugarnos la vida, y tenemos derecho a disfrutar de estar vivos, que tú no sabes lo que es tener un hijo, una mujer, que eso te hace querer seguir viviendo, que tú no lo sabes, me decían, y luego supe cuánta razón tenían, pero entonces se me llevaban los demonios y les llamaba cobardes, aburguesados, cabrones, traidores… Teníamos unas trifulcas que… Sus mujeres se asustaban, pensaban que tendrían que venir los gendarmes, pero la sangre nunca llegaba al río, no nos comprendíamos, pero nos respetábamos y, fundamentalmente, nos apreciábamos con ese aprecio que da la supervivencia, el haber sobrevivido juntos a todo.

Ríe.

—La cuestión es que me marché.

—¿Dónde?

—Con la cartilla militar podía ir a cualquier sitio. Dudaba entre Luxemburgo, Bélgica… Al final abrí un mapa, y dije: tiro una moneda, y donde caiga, allá que me voy. Y salió Noruega, que ni lo había valorado, ya ves tú, lo que es la suerte. Y para allá que me fui, sin tener ni idea de noruego, ni de nada. Bueno, algo de idea sí tenía, que chapurreaba un poco de inglés, algo de alemán, bastante francés… Me defendí como pude, sí.

Lo dice con orgullo.

—¿Y qué hizo en Noruega?

—Descargaba barcos, lavaba platos…

—Tampoco era lo que estaba buscando.

—Pues no, la verdad, pero al menos tenía la sensación de estar viviendo algo distinto, y no una vida aburguesada, que era lo que más odiaba en el mundo, entonces. Estuve unos meses, nada más. De ahí me bajé a Amberes, donde tenía un amigo de la Legión que se había hecho empresario —se ríe—. Tenía un prostíbulo y me dijo que necesitaba un hombre como yo, que le hiciera el papel de matón. Aguanté poco allí, pero lo pasé muy bien —me guiña el ojo—. Esto no lo pongas, o Manuela me mata.

—Descuide.

—En Amberes estaba muy satisfecho —vuelve a reír—, pero tampoco era lo que quería hacer. Vamos, quería quedarme, pero también quería irme, y como lo de la moneda me había dado buen resultado, volví a lanzarla al aire. Total, que acabé en Bruselas, que era una de las primeras opciones cuando salí de París. Puedes dar todas las vueltas que quieras, pero al final, acabas estando donde tienes que estar…

—¿Cree en el destino, Antonio?

—He pasado por muchas fases: he creído, he dejado de creer, he vuelto a ser crédulo… Pero ahora, en este momento, creo. Creo que los hombres nos forjamos el camino, o creemos que lo hacemos, pero también creo que cada uno venimos a este mundo con una misión, con algo que sólo nosotros podremos llevar a cabo, y acabamos haciéndolo.

—¿Y cuál era su misión, Antonio?

No me contesta.

—En Bruselas, al principio, me alojaba en la pensión de un asturiano que estaba convencido de que yo era un espía de Franco, porque siempre le estaba preguntando por otros españoles, por el movimiento político en la clandestinidad… Yo le decía que no, Mariano (se llamaba Mariano), que yo he hecho la guerra contra Franco y contra Hitler, que yo lo que quiero es seguir luchando por nuestros camaradas que están en España, pero no se acababa de fiar de mí, natural, porque el pobre hombre se encargaba de hacer papeles falsos para los exiliados y estaba acojonado. Allí empecé a trabajar de conductor, primero en una empresa papelera, pero lo tuve que dejar por un lío de faldas.

—Menudo era usted, Antonio.

—Tampoco lo pongas.

—¡Pues no me lo cuente!

—Es que me vienen tantos recuerdos…

—Está bien, continúe.

—Pero no lo pongas.

—No lo pondré… Pero no me cuente esas cosas, hombre.

—Lo intentaré…

—Siga.

—Sigo. El asturiano ya me había cogido confianza, y me ayudó a entrar en otra empresa, como conductor de reparto de cerveza, y ahí entré en contacto con otros exiliados, y, por fin, empecé a hacer lo que creía que podía hacer entonces, que no era irme a ningún lugar a pegar tiros, sino, como mucho, exponerme a que me pegaran uno a mí, porque yo no me escondía, ¿eh? Yo no me he escondido nunca, nunca en la vida.

—¿Y qué hacía?

—Dábamos charlas por los bares, repartíamos el Mundo Obrero… Ayudé a Santiago Carrillo, que daba conferencias en Bruselas, y conocí a Marcelino Camacho, que hacía lo mismo, iba de vez en cuando y hablaba en público para la gente, pobre hombre…, he sentido mucho su muerte…

—Me lo imagino…

Hace un gesto, como diciendo es la vida, qué le vamos a hacer, ahora le ha tocado a él, pronto me tocará a mí.

Continúa.

—También nos manifestábamos y protestábamos por lo que estaba pasando en nuestro país, y de vez en cuando salíamos en los periódicos y todo.

—¿No era eso peligroso?

—Bueno, era más peligrosa la guerra.

—Pero a Franco no le debía gustar que hicieran eso, esa contrapropaganda en Europa…

—No, claro, y de vez en cuando desaparecía gente… Pero yo encontré un poco de calma en mi interior, porque pensaba que estaba haciendo lo que tenía que hacer, que había cambiado el fusil por la palabra, que era otra forma de hacer la guerra para defender a los que se habían quedado dentro, y a los que estaban fuera y querían volver y no podían.

—¿En qué año estamos, Antonio?

—Fueron varios años, varios. En los sesenta, a principios…

—Y entonces, llegó el Che…

—Y entonces llegó el Che, sí.

—¿Cómo le conoció? ¿A través de los movimientos clandestinos?

Se ríe, con ganas.

—¡No!

—¿Por qué se ríe?

—Porque las cosas a veces no son como uno se las imagina… Déjame que te cuente… Es que vi un anuncio en la prensa que decía «Se necesitan asesores militares para el Congo» y como yo era un culo de mal asiento pues me dije, voy a ver qué es eso. Y para allá que me fui.

—¿Al Congo?

—Al Congo Belga, sí. Bueno, entonces ya no era belga. Era el Congo, a secas, bueno, tampoco, era la República Democrática del Congo, porque ya se habían independizado, pero, claro, era una independencia muy sui generis, porque los belgas seguían metidos en el negocio de los diamantes. ¿Tú has leído El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad?

—Sí, claro.

—A mí me pasó un poco como a él, si me permites la comparación.

—¿En qué sentido?

—Como él, yo también acabé asqueado de todo lo que vi allí… No fui por dinero, sino por echar una mano, por ayudar, por la aventura… Y luego vi a unos pocos que querían levantar un país, hacer que la vida fuera digna para una gente que había vivido sometida, discriminada, esclavizada… Y a muchos que lo que querían era llenarse los bolsillos. Me repugnó, y me volví a Bruselas. Y eso que viví una experiencia extraordinaria. Fui amigo personal de Moise Tshombe… Imagino que habrás oído hablar de él.

No le digo que no sé ni quién es ni cómo se escribe su nombre para no contrariarle, y en la libreta apunto, con disimulo, que tengo que buscar información sobre él, por si me sirve de algo.

—Y ahí fue cuando conocí al Che, podemos decir que por un anuncio en el periódico. Al volver, contactaron conmigo. Él quería extender la revolución a África, y le parecía que el Congo era el territorio ideal para comenzar, con todo lo que había pasado, la CIA de por medio, que había mandado matar al presidente Lumumba unos años antes y todo…

—¿Cómo le conoció?

—Bueno, ya sabes que había dejado el gobierno cubano, que había renunciado a la nacionalidad. Le escribió una carta a Fidel explicándoselo todo, una carta que acababa con esa frase, hasta la victoria siempre, que luego se convirtió en un lema de la revolución, lo que no deja de ser curioso, porque, en realidad, la revolución que quería el Che fracasó entonces…

Me lo cuenta todo atropelladamente.

—Se había cambiado el nombre, se había quitado el bigote, la barba, todo… Eso lo sabes, ¿no? Quería pasar desapercibido.

—Sí, lo sé.

—Pues así le conocí yo, como si fuera un hombre normal y corriente, nada de esas fotos que están en todos los sitios, en montones de paredes de cuartos de adolescentes, que muchos las ponen como si fuera un cantante de moda…, ignorantes…

Se enfada. Continúa.

—Lo conocí en el Círculo García Lorca, ahí mantuvimos los primeros contactos.

—¿Y cómo era?

—¿El Círculo?

—No, hombre, el Che.

—Era un hombre muy serio, muy centrado, muy seguro de lo que quería hacer. No me gastó ni una broma en todo ese tiempo, ni se rio de las que le intenté gastar yo. Claro, que en realidad nos vimos pocas veces.

—¿Pocas?

—Sí, muy pocas. Un día le dije ¿por qué no nos vamos a otro sitio, que este está ya muy visto? Y nos fuimos a La Fleur en Papier Doré…

—Y ahí se acabó todo…

—No, Natalia. Ahí empezó todo…

Se le llenan los ojos de lágrimas, y a mí también.

—Yo he visto muchas cosas, Natalia. He estado en muchas batallas, y he visto muchas cosas, pero al final, como en ese poema de Miguel Hernández, mis ojos no son ojos sin los ojos de Manuela, y mis manos sin las suyas son varios intratables espinos a manojos…

Se calla, y repite.

—Ahí empezó todo. Ahí empezó mi vida.

Guardamos silencio, un buen rato, los dos.

—Antonio…

—Dime.

—Ya hemos acabado.

—¿Ya tienes suficiente? ¿No necesitas nada más?

—Nada más. Con todo lo que me ha contado, y la documentación que he encontrado, puedo escribir lo que necesito.

—…

—Se lo dejaré para que lo lea antes de entregarlo.

—Te lo agradeceré mucho, pero no por cambiar nada, porque seguro que todo estará bien. Confío en ti, porque sé que lo escribirás con cariño.

—No sabe usted cuánto, Antonio…

Se levanta, para acompañarme a la puerta, pero se detiene.

—Natalia, una cosa más antes de despedirnos… Manuela me ha dicho que el libro no va a tratar sólo de esta historia…

Me siento pillada en falta, avergonzada. Ni siquiera he sido capaz de ser yo quien sacara el tema.

—Es verdad. No se lo había dicho porque creí que lo sabía.

—Pues no, no lo sé.

—Verá… El proyecto que presenté trataba de recopilar testimonios, historias, sobre dos personas del mismo pueblo, de este, que vivieron vidas muy distintas, con trayectorias opuestas, con suertes diferentes, pero que en realidad tenían en común la voluntad de hacer del mundo un lugar mejor. Es decir, quiero escribir sobre dos caras de la misma moneda, sobre dos puntos que están más cerca de lo que parece a simple vista.

—Entiendo. ¿Y quién es la otra persona? ¿Le conozco?

—No creo, murió en la guerra. Le mataron aquí.

—¿Quién?

—Los milicianos. Lo secuestraron cuando volvía a su casa, y le pegaron un tiro en la huerta.

—…

—…

—¿El vicario? ¿José Emilio Almenar?

—Sí, José Emilio Almenar.

Se levanta. No dice nada. Me abre la puerta, para que me vaya.

Me voy.