Lo primero que hizo José Emilio al llegar a su pueblo fue dormir durante tres días en su cama, la misma que había dejado cuando era un niño que no sabía bien qué era lo que quería pero que no tenía dudas sobre lo que debía querer.
Los pies le sobresalían del colchón de lana, y el ruido de la casa y de la calle llegaba sin cesar: el trajinar de su madre; los carros que pasaban por la puerta; la gente que se saludaba a voces y se preguntaba qué tal el día o la noche, o por la salud de menganito o de fulanito; los perros que ladraban, las mujeres que amenazaban con cargarse al perro que se les meaba en la esquina; los cuchicheos de sus padres, contándose que ya eran varias las personas que les habían preguntado si era verdad o no que José Emilio había vuelto a la casa, pero nada de aquello conseguía despertarle, pues se había dormido con la tranquilidad de saberse en el sitio en el que tenía que estar y con el agotamiento de quien lleva noches enteras sin dormir por el miedo, por la preocupación, y un poco también por la duda de no saber bien qué decisión tomar.
Fueron sus padres quienes, alarmados por un sueño tan profundo, le despertaron al tercer día.
La madre dijo:
—Es como Jesucristo nuestro Señor.
Y el padre:
—¿Cómo Jesucristo? ¿Eso es lo que quieres tú para nuestro hijo?
—¿Qué quieres decir?
—Que lo detengan, que lo juzguen, que lo paseen, que lo maten…
—Que alcance la gloria eterna, que al tercer día resucite…
—Pero es nuestro hijo pequeño, el pequeño… ¿Tú sabes el peligro que corre aquí?
—Todo lo contrario: aquí la gente le conoce, le quiere, le protegerá… Nosotros le protegeremos.
El padre cabeceó, apesadumbrado.
—Yo no las tengo todas conmigo… Ojalá tengas tú razón.
El murmullo de las voces de sus padres le despertó, por fin.
Desayunó leche con migas de pan y un poco de canela, como cuando era un niño y su madre quería premiarle por algo que había hecho bien, o por algo que haría bien sin que pasara demasiado tiempo entre la última cucharada y la buena acción, pero ese día su madre no se salió con la suya. Ella quería que José Emilio se quedara en casa, no que se escondiera, ojo, sino que se quedara allí, adentro, ayudándola en lo que ella necesitara, lo que fuera, a llenar la palangana de agua, a doblar alguna sábana, o a darle conversación, que para eso había pasado meses enteros sin saber nada de él. Quería que descansara, que se recuperase, que cogiese algo de peso aunque para conseguirlo tuviera que quitarse ella misma la comida de la boca, que dejara pasar el tiempo para que las cosas se apaciguaran y los rumores le dieran a su presencia un aire de normalidad. Pero José Emilio tenía otros planes, que no se parecían a los que su madre había trazado para él en esos tres días.
Lo primero, ir a ver al alcalde.
Lo segundo, abrir la iglesia, si el alcalde le daba permiso.
Lo tercero, buscar un lugar para el culto, si el alcalde se lo denegaba.
Lo cuarto, acercarse a las colonias para ponerse a disposición del director.
Lo quinto, buscar a Cristina y asegurarse de que estaba bien.
Camilo Garcés lo recibió en la huerta, donde estaba recogiendo alcachofas y los primeros puñados de habas.
—¿Qué se le ofrece, padre?
José Emilio se sorprendió.
—¿Sabe usted quién soy?
—Claro. Todo el pueblo lo comenta.
—¿Y qué dicen?
—Pues que ha venido usted a esconderse a casa de sus padres.
—Ya ve que no es verdad.
—Ya veo, ya.
El alcalde le miró.
—¿Querrá llevarse unas habas para su madre?
José Emilio se dejó vencer por la soberbia, aunque sabía que era un pecado.
—No, muchas gracias.
El otro se encogió de hombros.
—Entonces ¿a qué ha venido al huerto?
—He ido a buscarle al ayuntamiento y me han dicho que estaría por aquí.
—Ya. ¿Y en qué puedo ayudarle, si puede saberse?
—Me gustaría decir misa, confesar a quien quiera confesarse, dar auxilio espiritual a quien lo necesite.
—¿Está usted loco? ¿No sabe a lo que se expone si hace eso en estos momentos?
José Emilio se encogió de hombros.
—He venido a decírselo para que lo sepa, porque usted es la autoridad, pero si no me da permiso para abrir la iglesia, buscaré otro lugar y se acabará sabiendo de todas formas.
—Qué cojones tiene, padre.
—No es cuestión de cojones, sino de hacer lo que se debe, y creo que eso es algo que usted y yo tenemos en común. No es fácil significarse en estos momentos de incertidumbre.
El alcalde le sostuvo la mirada un instante. Se limpió las manos, sucias de tierra, en los pantalones, y se dio la vuelta. Fue hasta el carro, que ya estaba medio cargado, y regresó con un saco, lleno hasta la mitad con habas y alcachofas.
—Le he dicho que no nos hace falta, Camilo.
—Lléveselo. Y si en su casa sobra, repártalo entre los vecinos. Y si en otoño quiere usted darnos naranjas, serán bien recibidas.
—En ese caso…
—El saco ya me lo devolverá cuando pueda, que no tengo muchos.
—Descuide.
—Y abra la iglesia, una vez a la semana, pero no haga repicar las campanas. Y atienda a domicilio esas necesidades espirituales de las que me habla. Pase mañana por el ayuntamiento, y tendrá la documentación que le acredita el permiso; por escrito, que aquí la gente es muy cazurra y, aunque la mayoría son analfabetos, se fían de los papeles que no pueden leer.
—Sobre eso también quería hablarle.
—¿Sobre los papeles?
—No, sobre el analfabetismo. Yo puedo ayudar en eso… Había pensado dar clases de alfabetización, o ayudar en las colonias que están en los Huertos.
—Hable con Miguel Almenar. Él es el director de las colonias. Si se pone de acuerdo con él, por mí no hay ningún problema.
—Muchas gracias, alcalde.
—Ándese con cuidado. No dé por el culo más de la cuenta. Se lo digo por su propia seguridad.
Una semana y tres días después de esa conversación, el 7 de marzo, la iglesia estaba abierta, y la sacristía habilitada para que los adultos que quisieran aprender a leer y a escribir pudieran hacerlo cada tarde a partir de las seis. No acudieron muchos, ni a una cosa ni a la otra. La gente tenía miedo.
Quienes creían en Dios habían asumido que el Señor se encontraba dentro de cada uno de nosotros y no entre las paredes de un templo, y, como seguían rezando en sus casas, al amparo de las miradas y de las denuncias, mantenían tranquilas las conciencias.
Sólo sus padres fueron a misa los primeros domingos; luego se sumó Cristina y a continuación algunos parientes y amigos de esos parientes, y también se acercaron, de vez en cuando, al principio del culto, Miguel Almenar, el director de la Colonia, y su mujer, Antonia, porque querían corresponder al interés del vicario por la enseñanza y la cultura, y por eso le mostraban en público la admiración que sentían por su valentía y por su voluntad de cambiar el mundo, aunque fuera de una forma tan distinta a la suya.
Solían pasar mucho tiempo juntos, José Emilio y Miguel Almenar. Congeniaron de inmediato, a pesar de todo lo que en apariencia les separaba, desde la edad hasta el anticlericalismo del profesor, pero no tardaron en comprender que muchas veces los puntos distantes están más cerca de lo que parece a simple vista.
José Emilio le visitaba con frecuencia en la Colonia. Le gustaba estar ahí, entre todos esos niños que se sobreponían a la separación de sus familias a través de la educación.
Si hacía buen tiempo, salían a la terraza y charlaban durante horas, o hasta que el trabajo reclamaba a Miguel. A veces se les unía su mujer y, de vez en cuando, su hijo, Antonio, que les escuchaba sin atreverse a entrar en la conversación. Cualquiera que les hubiera visto no hubiese podido pensar que estaban, en teoría, enfrentados por la guerra.
También pasaba mucho tiempo con Cristina, pero nunca a solas. Todas las tardes, se sentaba en primera fila en las improvisadas clases de alfabetización en la sacristía. Junto a ella, otra mujer, un hombre y dos ancianos trataban de aprender que un círculo era una o; medio círculo una ce; un palo con un punto encima, una i. Al principio les enseñaba, como a aquellos niños de la Casa de la Caridad, a reconocer las letras que formaban sus nombres, y al cabo de un tiempo, muchos ya sabían leer el periódico a trompicones. Eso animó a más gente. José Emilio tuvo que hacer dos turnos, uno de mañanas y otro de tardes, y también a la iglesia iban cada vez más fieles los domingos. Las campanas seguían sin repicar, y más de una vez algún miliciano decía cuando se cruzaba con él en la calle:
—No tendría que quedar ni una iglesia en pie.
O:
—Debería ahogarse en su pila de agua bendita.
O:
—Habría que ahorcar a los frailes con las tripas de los curas.
Pero José Emilio se sentía seguro en todos los sentidos: seguro porque tenía el convencimiento de hacer lo que tenía que hacer, y seguro porque pensaba que eran más quienes le apreciaban que quienes le odiaban, y que incluso estos no tenían ese sentimiento hacia él, sino hacia lo que representaba.
Discutía sobre esto con Miguel, muchas tardes, asomados al balcón, mientras observaban a los niños hacer sus ejercicios de gimnasia, o sentados al aire libre, encorvados sobre las mesas con un lapicero en la mano.
—Lo que me apena es que caen en lo que ellos mismos critican.
—Explícate, padre.
—Pues que son unos sectarios, Miguel. Se ha generado un odio hacia «la Iglesia» como si las partes estuviesen absorbidas por el todo. Se les llena la boca proclamando la libertad y reclamando la esencia del individuo, de la persona, y luego no son capaces de pensar en el ser humano como tal, sin identificarlo con el grupo del que forma parte.
—Pero tú haces lo mismo.
—¿Cuándo hago yo lo mismo, si puede saberse?
—Pues ahora, en este instante, acabas de hacerlo. Has hablado de un pequeño número de personas como si representaran a todos, y no es así.
—No, no es así, pero resulta que ese pequeño grupo de personas asalta iglesias y mata sacerdotes, religiosos y creyentes, y, si me cruzo con ellos por la calle, amenazan con hacer lo mismo conmigo.
—Bueno, padre, sin quitarle importancia a lo que dices, te recuerdo que eso pasó hace tiempo, al principio, cuando todo esto era un desgobierno.
—Eso explícaselo a los asesinados.
—Tienes razón, y, si tienes razón, la tienes. Pero también tengo razón yo: la gente de este pueblo te ha recibido con los brazos abiertos, no has tenido ningún problema ni para tu libre circulación ni para la libre circulación de tus ideas ni de tu fe…
—Siempre y cuando no haga doblar las campanas…
—Pues sí, pero eso es por tu propio bien. Somos conscientes de que entre los nuestros hay más de un descerebrado que lo interpreta todo como una provocación.
—Sí, pero ¿qué tipo de agresión cometo yo? Es ahí adónde voy: reclaman libertades quienes impiden a los demás que ejerzan las suyas.
—Hay que contextualizarlo todo… Nunca se ha tratado de eliminar a los individuos que forman la Iglesia, sino de acabar con ella como institución que impide el avance de las personas, que condena a los hombres y a las mujeres a vivir en la Edad Media en lugar de en el siglo XX, en el futuro. Durante siglos enteros la Iglesia ha dominado el mundo, ha propagado un oscurantismo religioso que ha envenenado las mentes del pueblo a través del terror. Mientras los pobres se morían de hambre, los obispos lucían joyas en sus dedos y adornaban sus paredes con cuadros y obras de arte de incalculable valor. Los viernes de cuaresma no se come carne, a menos que puedas pagar la bula. Yo no digo que los curas como tú, los religiosos como tú, no den consuelo espiritual y físico a las personas, pero como institución, padre, es obsoleta y sobre todo, injusta. Muchos de esos hombres han visto morir a hijos o a hermanos de hambre y miseria mientras veían la opulencia de los obispos, o la doble moral de muchos de sus ministros.
—…
—Todos no son como tú. Y es una lástima.
—Pues precisamente, todos no somos tampoco como esos obispos y esos ministros de la Iglesia a los que te refieres.
—Claro que no, por supuesto. Por eso mismo la situación está cambiando en ese sentido. Mira, por ejemplo, el caso de Leocadio Lobo. ¿Sabes quién es?
—Sí, algo he leído.
—Es un defensor de los derechos del hombre y de los principios de la República, y ¿cuál ha sido la respuesta de la Iglesia?
—Hombre, Miguel, ¿qué esperabas que hicieran, más que excomulgarlo? En esos momentos, estar a favor de la República es estar a favor de quienes queman iglesias y conventos o matan a los religiosos… ¿Qué haríais vosotros en ese caso?
—Pero tú mismo eres bastante republicano.
—Ya, pero eso nadie lo sabe, ni tiene por qué saberlo
—¡Claro! Tú te crees que la gente es tonta, que no se da cuenta de que aunque lleves sotana…, bueno…, en sentido figurado, porque lo que se dice llevar no la llevas, que vas vestido de civil.
—No quiero provocar…
—Haces muy bien. Eso de que el hábito no hace al monje es una verdad como un templo, si me permites la expresión —rio—. No necesitas sotana para que todo el mundo sepa que eres el vicario, y tampoco necesitas enarbolar la bandera republicana para que todo el mundo sepa hacia dónde tira tu corazón.
—No sé… Pero yo no me considero republicano. Me considero humanista, en el sentido de que defiendo al ser humano y hago todo lo posible por mejorar su vida eterna pero sin descuidar su vida terrenal. Por eso me duelen los insultos, no porque me afecten, que no me afectan, sino porque me duele la injusticia, venga de quien venga y vaya a quien vaya.
No era eso lo único que le dolía. También Cristina le provocaba un sentimiento extraño que no sabía en qué lado colocar, si en el de la tristeza o en el de la alegría, porque verla, estar con ella, tenerla cerca, le hacía sentir mal y bien.
Bien, porque le gustaba su manera de agarrar el lápiz, de sacarle punta, o su mirada, tan reconcentrada, cuando trataba de escribir su nombre o de leer lo que él había escrito en la pizarra, o su forma de caminar, ladeando, muy poco, muy levemente, la cabeza hacia la izquierda, o su sonrisa, que aparecía tan fácilmente por cualquier motivo.
Mal, porque cuando la veía agarrando el lápiz, sacándole punta, mirando reconcentrada el papel en el que escribía su nombre o la pizarra en la que él había escrito antes, o alejándose, caminando, dándole la espalda y ladeando la cabeza hacia la izquierda, muy poco, muy levemente, o sonriendo, con esa sonrisa que aparecía tan fácilmente, por cualquier motivo; cada vez que algo de eso ocurría, y ocurría a diario, y si no ocurría, lo recordaba, volvía a sentir por ella lo mismo que venía sintiendo desde hacía más de diez años, desde que no tenía ni doce, desde que era un crío que no sabía lo que quería hacer pero sí sabía lo que debía.
La amaba. Lo supo en esas tardes en las que la enseñaba a leer y a escribir, en esos domingos de misa, cuando le daba el cuerpo de Cristo después de decir:
—Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros.
La miraba.
—Del mismo modo, acabada la cena, tomó este cáliz glorioso en sus santas y venerables manos, dando gracias lo bendijo, y lo dio a sus discípulos, diciendo: Tomad y bebed todos de él, porque este es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados. Haced esto en conmemoración mía.
La miraba.
—Este es el sacramento de nuestra fe.
Y dejaba caer la hostia consagrada en su boca entreabierta, y ella entonces no tenía más remedio que devolverle la mirada, a los ojos, por primera vez en toda la ceremonia, y decía:
—Amén.
Se preguntaba si Cristina sentiría lo mismo que él, si habría superado ese amor infantil, tierno, virgen, si se habría enamorado del hombre que tenía al lado, el que dormía junto a ella, el que la poseía por las noches, se imaginaba que todas, en la búsqueda de ese hijo que la Providencia les negaba. Se preguntaba si le pasaría como a él, y sería capaz de estar conforme con las dos vidas que le habían tocado en suerte, la que tenía y la que querría, la real y la que nunca ocurriría; si seguiría soñando con los días que no vivirían juntos, con los niños que se parecerían a él, con las niñas que serían como ella; si llegaría, siempre, a la misma conclusión que él, cuando esa fantasía se revelase como lo que era, una quimera, una ilusión: pudimos elegir, y elegimos otro camino, otra vida, otra realidad. Y aun así. Su manera de agarrar el lápiz, de sacarle punta. Su mirada, tan reconcentrada, al escribir su nombre o al leer lo que él había escrito en la pizarra. Su forma de caminar, ladeando, tan poco, tan levemente, la cabeza hacia la izquierda. Su sonrisa, que aparecía tan fácilmente por cualquier motivo. Y aun así.