Carmen

Se siente aliviada, aunque los primeros días no ha podido evitar cierto bochorno, ese tan típico que precede a las grandes borracheras en las que se habla más de la cuenta y se dicen justo las cosas que no se querían decir. Le ha pasado siempre, toda la vida. No sabe beber.

Por beber le fue infiel a Javier la primera vez, y también la tercera. ¿Se avergüenza? Por supuesto. ¿Se arrepiente? No. No se arrepiente porque no está familiarizada con el arrepentimiento, porque sabe que no sirve de nada y, a ella, las cosas que no son útiles para algo, para mejorar, para aprender, para enriquecerse física y económicamente, no le son de provecho. Y además, tampoco se arrepiente porque no ha tenido ninguna repercusión en su vida. Nadie lo ha sabido y nadie lo sabrá. Como mucho, le sabe mal ser tan poco original: cena de Navidad en el trabajo, beber hasta el agua de los floreros, bailar sobre la barra de la discoteca, sentir amor desaforado por todos sus compañeros, pedir perdón por las veces que se ha portado mal, conocer a alguien al ir a pedir un gin-tonic, hacerse la interesante con la lengua de trapo, desaparecer del local, pegar un polvo en el coche de ese desconocido, pedir un taxi para volver a casa con las bragas o las medias rotas, dormir en el sofá para que su marido no se dé cuenta de nada, pasar el día siguiente entre la cama y el baño, vomitando sin parar, explicar en el trabajo que llamó a Javier para que viniera a por ella, no volver jamás de los jamases a ese local.

La segunda fue distinta, aunque sigue sin arrepentirse, y tampoco le avergüenza. Fue entre los dos niños, y estuvo a un paso de dejar a su marido y de volverse loca de amor. Él se llamaba Jacinto, Jacinto Monleón, y todos los martes iba a la biblioteca para devolver el libro de la semana anterior y llevarse uno nuevo. Al principio, ni le miraba, pero al cabo del tiempo, su presencia se volvió familiar. Aunque sabía su nombre (Jacinto Monleón), su fecha de nacimiento (15 de febrero de 1965), su profesión (pensionista), su número de carnet de la biblioteca (el seiscientos treinta y ocho), empezó a preguntarse cosas sobre él, como:

¿Por qué es pensionista, si es tan joven?

¿Habría tenido un accidente?

¿Sufriría una enfermedad?

¿Estaría casado?

¿Tendría hijos?

¿Cuántos?

¿Qué le parecerían los libros que se llevaba?

¿Los leería todos por primera vez, o ya andaría releyendo ejemplares?

¿Le gustaría el cine, o sólo leer?

¿Se plancharía él mismo la ropa, de esa manera tan impecable?

¿Cuánto tiempo dedicaría a hacerse la raya del pantalón?

¿Habría llevado siempre barba?

¿Viviría solo?

¿Se habría dado cuenta de que ella se había fijado en él?

¿Qué pensaría él de ella?

¿Pensaría él en ella?

Un martes rompió su rutina y no fue a devolver el libro por la mañana, sino por la tarde, y no pudo verle; al martes siguiente, su hijo mayor cogió anginas y tuvo que llevarlo al médico. La semana se le hizo eterna; estaba inquieta y no sabía dar con el motivo. El lunes le dolió la tripa, y vomitó. El martes se despertó antes de tiempo, se puso maquillaje del bueno, el de Guerlain, que era más caro pero le dejaba la piel como la de una adolescente, sin manchas ni marcas, y se cambió varias veces de ropa, como si fuera idiota. Al final se puso un vestido de Mango, marrón, ancho, con dibujos de flores en el dobladillo y en las mangas, que no le marcaba las tetas pero tampoco esos michelines que se había puesto encima en verano y que tres meses después seguían ahí, anclados en sus caderas. Se calzó unas botas de piel marrones, de Flamenco, bordadas en hilo rojo, y se pintó lo mejor que supo, porque no estaba acostumbrada a esmerarse tanto. Estaba guapa. Se lo dijo todo el mundo, qué mona estás, chica, pero qué arreglada, hoy ligas fijo, y cosas así, pero a ella no le hacían gracia porque estaba enfadada, con ella misma, con el mundo entero. No entendía por qué se había arreglado, por qué estaba cada vez más nerviosa, con el pulso acelerado, como con taquicardia. No quiso almorzar nada más que un cortado, ella, que todas las mañanas se comía en dos mordiscos el bocadillo del día del bar, pero ese día, ese martes, tenía el estómago cerrado y los nervios a flor de piel. Conforme avanzó la mañana, se peleó con varias usuarias, y sus compañeras, la administrativa, la auxiliar, la limpiadora que de vez en cuando pasaba por ahí, la dejaron por imposible. Tiene un mal día, se avisaban unas a otras.

Era verdad. Tenía un día de perros, y lo que peor la ponía era no saber por qué. Hacia las dos y media, tal vez ya las tres menos cuarto, cuando estaba recogiendo sus cosas para marcharse, se dio cuenta de lo que le pasaba: él no había ido, y, lo que era peor, ella le había estado esperando.

A las tres semanas sin noticias, sin que pasara por la biblioteca ni por la mañana ni por la tarde, ni un martes ni ningún otro día de la semana, y sin que Carmen hubiera dejado de pensar en él ni un momento de cada día, a veces para preguntarse qué le habría ocurrido y otras para cagarse en todo lo que se meneara porque no se le iba de la cabeza, y a ver por qué, a estas alturas de su vida, tenía ella que colgarse de un desconocido, decidió hacer lo que nunca había hecho y lo que les recomendaba no hacer jamás a sus compañeras: llamar por teléfono al usuario.

—Es mejor dar el libro por perdido a que te den el coñazo… —les decía.

Y las compañeras la ignoraban.

—Buenos días, busco a Jacinto Monleón. ¿Vive ahí?

Al otro lado, una mujer.

—Sí, sí, ¿qué ocurre?

—Llamo de la biblioteca. Es que hay un libro…

—Gracias, pero no queremos ningún libro.

—No le estoy vendiendo nada, señora. Lo que ocurre es que hace ya varias semanas que se llevó un libro de la biblioteca y todavía no lo ha devuelto. Nos preguntábamos si… —se arriesgó—…, si su marido ha tenido algún problema con…, estoooo…, con el libro en cuestión, o de salud, o algo…,

Risas al otro lado del teléfono.

—No es mi marido…, ¡es mi hijo!

Alivio.

—Ah, perdone, como la he oído con una voz tan joven…

—Muchas gracias, señorita.

—¿Le ha pasado algo, entonces?

—¿Al libro?

—No, bueno, sí, claro, también al libro.

—Pues no lo sé, se lo preguntaré. Espere un momento.

Se escucha el sonido del auricular al dejarlo sobre la mesa y un ruido apagado de pasos, susurros, y al cabo de un momento, regresó la misma voz:

—El libro está perfecto, señorita. Mañana mismo se lo llevaré yo.

—Muy bien, muy amable.

—Adiós.

—Espere un momento, señora. ¿Está bien su hijo? ¿Le ha ocurrido algo?

—Bueno… Una gripe que se ha complicado un poco, pero ya está mejor.

—Me alegro mucho. Dígale que todo el equipo de la biblioteca le desea una rápida recuperación.

—Se lo diré. ¿Cuál es su nombre?

—Ehhh… Isabel Costa. Dígaselo: le ha llamado Isabel Costa.

—Muy amable, Isabel, gracias por llamar.

Al día siguiente, en efecto, la madre de Jacinto le llevó el ejemplar y le preguntó por Isabel Costa.

—Hoy no trabaja. Se ha marchado de vacaciones.

Cuando Jacinto regresó a por una nueva lectura, preguntó por Isabel, y volvió a preguntar a la semana siguiente, y así durante tres semanas más, hasta que Carmen le contó que Isabel había sido despedida fulminantemente porque la habían sorprendido robando libros de las estanterías.

—Vaya… Con lo amable que le pareció a mi madre…

—Es que no puedes fiarte de nadie…

—Es verdad. De nadie…

Cada vez hablaban más, del tiempo pasaron a la literatura, de la literatura al cine, del cine a la música, de la música a la poesía, de la poesía a la imaginación, de la imaginación a los sueños, de los sueños a la realidad, de la realidad a la vida cotidiana, de la vida cotidiana a si tenían familia, de si tenían familia a si querían tomar algo después de trabajar, de tomar algo después de trabajar a quedar para ir al cine, de quedar para ir al cine a tomar algo para comentar la película, y así sucesivamente, hasta que una tarde, cuando Carmen ya sabía que Jacinto:

A los treinta y cuatro años había sufrido un infarto que casi le mata.

No.

Sí.

No.

No.

Algunos libros le parecían un tostón, otros una maravilla, otros los devolvía sin leer porque quería volver a verla.

Le gustaba más releer a los clásicos que la literatura contemporánea.

Prefería leer, porque no tenía con quien ir al cine.

Se encargaba de la plancha y de todas las tareas de la casa, porque si algo le sobraba era tiempo.

Se esmeraba especialmente en los pantalones, aunque nunca había contado el tiempo que tardaba en cada uno.

Antes de la barba llevó bigote, y antes de eso se afeitaba a diario.

Vivía solo, aunque cuando se encontraba mal, fatigado, o raro, o decaído, su madre se iba a vivir unos días con él, hasta que mejoraba, o se le pasaba.

Sí, se había dado cuenta de que ella se había fijado en él.

Que se había inventado lo de Isabel Costa.

Continuamente. A diario.

Cuando ya sabía todo eso, y algunas cosas más como que le gustaba la cerveza, la tortilla de patatas, dormir la siesta, escribir poemas y pasear, se encontró desnuda dentro de la cama de Jacinto.

No fue lo que había imaginado. Se sentía torpe, estaba nerviosa y, estando como estaba acostumbrada al cuerpo de Javier, le faltaba conocimiento del nuevo medio en el que se encontraba. Demasiados años acostándose con el mismo hombre, repitiendo la misma coreografía: besos con lengua (si no iba a haber sexo, la lengua se mantenía escondida); caricias en el pecho, un mordisco en un pezón, algo de sexo oral, ella se subía sobre Javier y entre sesenta y noventa segundos más tarde todo había terminado. A veces se preguntaban, el uno al otro, si no estarían cayendo en la monotonía sexual, pero siempre acababan por rendirse a la evidencia: para qué iban a cambiar si así les iba bien a los dos. Rapidez y efectividad a las doce de la noche, con un niño pequeño que se despertaba con el vuelo de una mosca y un trabajo agotador, eran dos de las mejores características que podía tener el sexo. Pero Jacinto, que como tenía tanto tiempo libre estaba acostumbrado a restaurantes con estrellas Michelín y no a locales de comida rápida, no se conformó con eso.

Fue por eso, porque la primera vez fue un desastre, por lo que Carmen se vio obligada a repetir. Quería dejarle claro a Jacinto que ella era capaz de hacerlo mejor y, para consolidar el aprendizaje, repitieron veinte veces en un mes. En todo ese tiempo no fue consciente de sentir por ese hombre nada más que un deseo irrefrenable y una obsesión que le hacía pensar en él día y noche, pero cuando él la dejó, todo ese amor que había estado escondido quien sabe dónde, en algún lugar de su corazón o tal vez en ningún sitio, apareció como de la nada hasta convertir su vida en insoportable.

Quizá porque fue de repente, porque nada lo anunció, porque en realidad se había enamorado o porque, como siempre ocurre, no hay nada como el abandono para afianzar el amor en el que cree que ama a alguien. El caso es que Jacinto no volvió más a la biblioteca y Carmen sintió que moriría de ese dolor.

Isabel Costa volvió a llamar a su casa, pero ya no encontró una explicación que le viniera bien. Su madre le dijo que había encontrado una biblioteca que le pillaba más cerca y tenía mejores fondos. Y ya no volvió.

¿Por qué terminaron? Ella lo ignoró pero la realidad fue la siguiente:

Una tarde, después de hacer el amor, Jacinto la acercó hasta el trabajo en su coche. Se despidieron acariciándose la mano, porque Carmen sentía terror ante la idea de que alguien les descubriera. Se bajó del vehículo y se despidió con un gesto. Él inició de nuevo la marcha, y al poco, se detuvo en un semáforo. Por el retrovisor vio que dos coches por detrás del suyo estaba Carmen, restregándose la cara con una toallita de bebé. Como el semáforo era lento, le dio tiempo a ver que ella se maquillaba de nuevo, se retocaba el pelo, se echaba colonia, se limpiaba, en fin, cualquier huella que él pudiera haberle dejado en el cuerpo. Y decidió dejar para siempre una relación que ni le hacía feliz, porque era prohibida, ni le llevaba a ningún sitio, por la misma razón.

Se marchó de viaje, para pasar el disgusto, quince días a Cancún. Desde allí le mandó una postal de la Playa del Carmen con el siguiente párrafo escrito en maya:

Chauac u kab ah matan. Má caaput u cħabal yah. K’éek’ene’ je’tu’ux ka’ xi’ike’ léeyli’ k’éek’ene’.

Carmen no supo nunca lo que quería decir, y eso que buscó y buscó y trató de conseguir diccionarios por todos los medios que tuvo a su alcance (básicamente, Google y otros buscadores similares). Al final, se rindió a la evidencia: su amante había huido y le había dejado como despedida un enigmático texto que ella nunca podría descifrar y que seguramente contenía las claves de su amor, desaforado, imposible, inalcanzable y, en suma, acabado.

Tardó en superarlo, porque en la distancia y en el abandono le dio por pensar que Jacinto Monleón había sido su auténtico y verdadero amor, pero al final la vida la puso en su lugar: otro hijo, otros problemas, otras rutinas. Dejó de verle en cada persona, de imaginarle en cada coche con el que se cruzaba, de esperar que fuera él cada vez que sonaba el teléfono. Se acostumbró a su realidad. Soy lo que soy, no esperes nada más de mí.

Puede hablarle de Jacinto a Natalia, pero contarle su secreto, ese secreto, ese pequeño secreto que no es nada para los demás pero que a ella la martiriza desde hace tanto tiempo, es superior a sus fuerzas. Sabe que tiene que hacerlo, y que seguramente lo hará, pronto. Intuye que pronunciar esas palabras en voz alta la liberará, que, de alguna manera, al compartirlo con alguien, y más que con alguien, con ella, con Natalia, comprenderá que no tuvo ninguna importancia, y que en caso de tenerla, puede seguir adelante con su vida sin tener que castigarse siempre, continuamente, por haber sentido lo que sintió. Tal vez, incluso se rían. Porque tiene gracia.

Se lo imagina. Natalia, ¿sabes qué? Durante mucho tiempo creí que estabas enamorada de mí, que flirteabas conmigo, y una noche, en mi casa, en mi cama, cuando nos acostamos después de repasar para un examen de griego, me asusté al pensar que también yo sentía algo por ti. Eso le dirá, dejando bien claro que lo de ella fue un espejismo, una confusión, a la que llegó a fuerza de que la otra le tirara los tejos.

Y su amiga la mirará con asombro, y después se empezará a reír, y su risa la contagiará a ella, y se abrazarán, y al tocarla, al sentirla, al tenerla cerca, se dará cuenta de que aquello ya pasó, o mejor aún, de que aquello no fue real, de que, como decía Pedro Salinas, aquello tan de verdad no tuvo cuerpo ni nombre y que, como le pasó al poeta, sólo perdía una sombra, un sueño más.

Lo hará, se dice. Le da miedo, pero lo hará. Está segura. Lo sabe. Pensar en esa cita con Natalia le hace recordar más que nunca a Jacinto. Piensa en él, y le parece estar viéndolo. La melancolía le hace rescatar la postal y leerla una y otra vez, sin saber que lo que lee, en realidad, no es una declaración de amor, ni siquiera una despedida, sino tres refranes sin sentido, sacados del folleto de publicidad de una librería.

Es larga la mano del mendigo. No se cae dos veces seguidas en la dificultad. Donde sea que vaya el puerco siempre será puerco.