Natalia

—¿Cómo fue la liberación de París, Antonio?

—¿Que cómo fue?

—Sí, cómo fue, cómo la recuerda, cómo la vivió usted.

—Ya te lo he contado montones de veces…

—Eso no es verdad. Lo que me ha dicho es que fue lo más importante que le ha pasado en la vida.

—Junto al nacimiento de mis hijos y mi matrimonio con Manuela…, ¡no me vayas a buscar un lío a estas alturas!

Nos reímos. Desde la cocina, llega también la risa de Manuela.

—A estas alturas, a estas alturas… —rezonga.

—En serio, Antonio. Dígame lo que recuerda, lo que sea, lo primero que se le venga a la cabeza.

Se queda pensativo, unos instantes.

—¿Sabes cómo es el traje tradicional de las alsacianas?

Me encojo de hombros. No lo sé.

—¡Lo sabía! —se da un golpe en la rodilla—. ¡Manuela! ¡Ven aquí! ¿Lo has oído?

—Sí… ¿Ya estás contento?

No entiendo nada.

—Manuela y yo habíamos hecho una apuesta, y he ganado yo.

Entra Manuela con el monedero en la mano y le da un billete de veinte euros a su marido.

—Él estaba seguro de que en menos de un mes te pillaría en algo que no supieras. Dice que nadie puede ser tan lista como tú te crees que eres.

Nos reímos los tres.

—¿Y usted, Manuela, apostó por mí? Se lo agradezco…

—Bueno…, es que uno de los dos tenía que hacerlo, en eso consiste una apuesta.

—¡Qué va! Ella te defendió: decía que tú no eres una sabihonda, pero que te habías preparado este tema.

No puedo evitarlo. Me levanto y le doy un beso a Manuela. Ella no se ruboriza. Yo sí. Es la primera vez en ¿cuánto tiempo?, ¿años?, ¿la vida entera?, que hago algo así, algo cariñoso y espontáneo.

—Vale, de acuerdo, no tengo ni idea de cómo es el traje de las alsacianas, pero tampoco tengo ni idea de a qué viene eso ahora.

—Pues es una respuesta a tu pregunta. Es lo primero que se me ha pasado por la cabeza: el traje típico de las alsacianas, con ese gorro que parece una madalena.

—¿Y eso por qué?

—Cuando estábamos entrando en París, durante todo el camino, mucha gente se apartaba de la comitiva porque pensaban que éramos alemanes que íbamos a reforzar la ciudad, pero, cuando veían que éramos nosotros, salían a nuestro encuentro desesperados de la alegría. Bueno, no nosotros, los españoles, porque ni nos reconocían ni reconocían la bandera republicana ni nada, se pensaban que éramos todos americanos, ingleses y franceses, pero a nosotros entonces eso nos daba un poco lo mismo, porque íbamos a lo que íbamos, a liberar París.

—Claro.

—Muchos se ofrecían a guiarnos, y lo hacían, nos llevaban por caminos libres donde veíamos carros destrozados, o casas hechas añicos, en fin, el paisaje desolado de una guerra, lo habrás visto en cualquier película. Fíjate si se acercaban que, ya en París, hubo un grupo que se arremolinó a nuestro alrededor cuando aún no era seguro hacerlo, y un cabronazo que estaba escondido, un francotirador, se lio a tiros y menuda escabechina formó… Esa gente que murió ahí me dio una pena tremenda, porque les quedaba tan poco, tan poco…

Guarda silencio. Se rehace. Continúa.

—Nos costó más tiempo y más esfuerzo librarnos de la gente que se nos echaba encima para abrazarnos que lo que nos llevó llegar a París enfrentándonos a los alemanes. ¡Madre mía, qué gente! Creo que nunca me han dado tantos besos… Como dan tres, los franceses… eso sí que lo sabes, ¿no? —no espera mi respuesta—. Pero no te creas que eran besos castos, no, que las mujeres nos los plantaban en los labios y todo…, y nosotros, todos gorrinos que veníamos, todos sudados, todos sucios, ahí estábamos, dejando alto el pabellón.

Se ríe.

—La alsaciana, Antonio, que se pierde…

—Ah, sí, la alsaciana… Es que luego me han venido muchos más recuerdos a la memoria, pero cuando me has pedido el primero, ha sido esa mujer, que se volvió loca de alegría y de un salto se plantó encima del capó del jeep de Dronne. La señora estaba de buen año, y del golpe destrozó el cristal del parabrisas, pero ahí se quedó, rodeada de cristales, y Dronne con una cara… No se bajó de ahí hasta que llegamos a la puerta del ayuntamiento. ¡Mecagüen! Dronne no sabía dónde meterse con la alsaciana encaramada encima del coche desde la puerta de Italia hasta la puerta del Hôtel de Ville, que es como allí se llama el ayuntamiento, ya, ya sé que ya lo sabes, pero es que era impresionante, la mujer, la cara de Dronne, la cara de todo el mundo al vernos llegar con la alsaciana a cuestas…

Se ríe.

—Por las calles, a nuestro paso, la gente se puso a cantar la Marsellesa.

Canta.

Allons enfants de la Patrie le jour de gloire est arrivééééééé… Contre nous de la tyraniiiiiiiieeeee l’étendard sanglant est leeeevééééé, l’étendard sanglant est leeeevéééé

Se calla.

Se emociona.

Me lo dice.

—Perdona…, es que me emociono.

—Normal, Antonio, es que vivir ese momento…, ¡si me he emocionado hasta yo!

—En realidad no lo viví así, como te lo estoy contando. Eso, lo de la Marsellesa y demás, lo he leído después, en libros, en reportajes de los periódicos cuando se cumple el aniversario de la liberación, que de vez en cuando los escriben y los tengo todos recortados en un álbum, ¿verdad, Manuela? —dice que sí, otra vez desde la cocina—. Lo que pasa es que entonces, esa noche, con el ruido de los motores de los jeeps, de los carros de combate, no se oía ni un pimiento, no se oía nada de nada. Bueno, nada de nada, no.

—…

—En cuanto llegamos al ayuntamiento, escuchamos las campanas de la ciudad. Primero fue Notre-Dame, eso también lo he sabido luego, y he leído también que repicaron más de doscientos campanarios. Entonces no lo sabíamos, cuántos, sólo sabíamos que eran muchos y que primero una, luego otra, luego otra y otra, y otra, todas las iglesias de París nos saludaron desde los campanarios…, ya estáis aquí, ya habéis llegado, bienvenidos, parecían decir, bienvenus, bienvenus… La gente se volvió loca, salió a la calle, encendió las luces de todas las casas de la ciudad, les importaba un pito que llegase la aviación alemana y nos friese a todos. París fue esa noche más que ninguna otra la ciudad de la luz, que dicen que es, ¿no? Y en la plaza nosotros estábamos borrachos de gente, de felicidad… Nos pusimos a cantar a grito pelado, todos juntos, Ay Carmela, A las barricadas… El bien más preciadooo es la libertaaad y hay que defenderlaaaaa con fe y con valoooor, alza la bandera revolucionaria…, ¡a las barricadas!, ¡a las barricadas! Por el triunfoooo de la Confederaciiiiiióóóóóónnnnnn.

Cierra los ojos y tarda un rato largo en continuar hablando.

—Fíjate en esto, que es un detalle precioso: al día siguiente, un maestro jubilado que se había refugiado en París y que se había metido en la resistencia, fue a la embajada española, quitó la bandera de Franco y puso…

Se le quiebra la voz. Carraspea.

—Estoooo… Quitó la bandera y puso la nuestra, la republicana, el pobre hombre…

Se emociona de nuevo.

—¿Quiere que lo dejemos?

Da un manotazo al aire.

—¡No! Quiero que sigamos… Yo no he llorado nunca en la vida, coño.

Manuela tose varias veces.

—Bueno, está bien, he llorado muy poco en la vida, he sido un hombre duro y también vergonzoso. No he querido llorar y, si he querido, las veces que he querido, me he tragado las lágrimas por pura vergüenza, pero es que ahora, a la vejez, me he vuelto sensible…, ¡y me da una rabia!

Manuela habla desde la cocina.

—Pues a mí me gustas más así.

Se pone de pie y farfulla que se va al baño, seguramente para llorar un poco sin que nadie le vea. Al cabo de un rato, vuelve.

—Al día siguiente tocó seguir trabajando, limpiando la ciudad, que todavía estaba llena de alemanes, más de veinte mil, nos dijeron. Pero la gente ya no tenía miedo, salía, venía a nuestro encuentro, y nos decía están aquí o están allí. Los miembros de la resistencia eran los que más nos ayudaban, los que más odio les tenían a los alemanes, normal, pero eso nos trajo muchos problemas también.

—¿Y eso?

—Pues porque querían matarlos a todos. Comérselos vivos, querían.

—Es natural.

—Sí, pero nosotros estábamos ahí para garantizar el orden. También en las guerras hay reglas, reglas de honor, y no podíamos permitir que los franceses se tomasen la justicia por su mano, por muy hasta los huevos que estuvieran.

—Esa boca, que tienes nietos —protesta Manuela.

—Hasta las narices, quería decir.

Se ríe.

—Por ejemplo, en el hotel Meurice hubo una batalla terrible, porque estaba defendido por las tropas de élite alemanas que protegían al general Von Choltitz y a su Estado Mayor. Bueno. No te cuento batallitas que seguro que ya sabes. Te lo digo porque el combate fue durísimo, y al final se consiguió vencerles, y entonces entraron en el hotel algunos de la Nueve y acabaron encañonando al general, pero el general no quiso rendirse a ellos y apeló a las leyes de la guerra.

—¿Y qué dicen esas leyes?

—Pues chorradas, jerarquías, protocolos… Vamos, que un general tiene que rendirse a un general, o, si no puede ser, al militar de mayor rango que esté por ahí cerca, y el español, me parece que era Antonio Gutiérrez —se queda pensando—. Sí, era Gutiérrez, seguro, un extremeño, no dejó de encañonarle pero cumplió, e hizo venir al comandante Le Hoire. Y ¿sabes lo que hizo el alemán? Pues le regaló a Gutiérrez su reloj. Sería un hijo de la gran puta, pero le recompensó que actuara con honor. Porque eso es lo queríamos nosotros, actuar con honor todo el tiempo, que nadie pudiera decir que los republicanos éramos esto o aquello. Sólo queríamos que se dijera de nosotros que éramos hombres de honor que cumplían con su deber y que querían acabar con el fascismo. Por eso nos pusimos como fieras cuando vimos que los civiles se querían vengar impunemente.

—¿Qué pasó?

—Eso, lo que te digo. Ese mismo día nos enfrentamos también a un acuartelamiento que había en la plaza de la República. Joder. Si es que me parece estar viéndolo todavía… Había más de trescientos soldados alemanes en fila, detenidos por nosotros, rendidos y derrotados, y entonces vino una marabunta de gente que les insultaba y les intentaba quitar lo que tenían, las armas, las botas, los relojes, lo que tuvieran. Y digo yo que era para tenerles ganas, para querer decirles hijos de puta, asesinos de judíos, de inocentes, de niños, cabrones…, lo que se te pasara por la cabeza, pero robarles, eso ya no. Así que acabamos haciéndoles frente a los franceses para defender a los alemanes, ya ves tú, las paradojas de la vida. Pero los entregamos a los militares, que de rositas no se fueron los muy malnacidos, no.

—¿Y luego?

Entorna los ojos.

—¡Uy, luego!… Luego fue el acabose. Leclerc y De Gaulle quisieron darnos el lugar que merecíamos, por haber estado siempre donde habíamos estado, en la vanguardia, siempre delante, sin miedo a nada, desde el principio hasta el final, y nosotros abrimos el desfile de la Victoria en los Campos Elíseos. Escoltamos a De Gaulle vestidos con nuestro uniforme, y nuestros tanques con nombres españoles, y, lo mejor de todo, con nuestra bandera… Nuestra bandera —repite, y la voz se le quiebra otra vez.

Manuela entra en el comedor y le mira con ¿arrobo?, ¿admiración?, ¿amor? Se acerca y le pone la mano en el hombro. Él la acaricia con la suya, en la que le faltan algunos dedos, y asiente con la cabeza.

—Al empezar el desfile la gente gritaba, aplaudía, estaba loca de contento, nos vitoreaba… Pero había un grupo que gritaba más fuerte que los demás. Me fijé en ellos y ¿sabes lo que hicieron? Desplegaron una bandera enorme, de treinta o cuarenta metros, roja, morada, amarilla… Nosotros les saludamos con la mano, con el puño en alto, y les gritamos que el próximo desfile sería en España… Y no pudo ser, me cago en la puta… No pudo ser…

—Eso no dependía de ustedes, Antonio. Hicieron lo que pudieron.

—Sí… y nos engañaron como a niños… O nos engañamos nosotros mismos, porque en verdad nadie nos prometió nada, nadie nos dijo si hacéis esto, si sois los más temerarios, los más valientes, los que más alemanes matáis o capturáis, lo siguiente que haremos será ir a España, rescatar a los prisioneros, liberarlos, vengar a vuestros muertos acabando con Franco, que es igual que Hitler pero no mata judíos… —niega con la cabeza—. No. Nadie nos dijo tal cosa. Esa es la realidad. Pero nosotros lo creímos así, todos, cada uno por separado llegó a la misma conclusión, y estando juntos no hicimos más que reforzar la idea, afianzarla en la cabeza del grupo: volveremos, volveremos, liberaremos a España igual que hemos liberado París y liberaremos Francia entera, pueblo a pueblo hasta que acabe la guerra, y en lugar de eso nos dijeron ¿qué queréis hacer? ¿Os desmilitarizáis? ¿Os reengancháis al ejército? ¿Os vais con Leclerc a Indochina a hacer que siga siendo francesa? ¡Coño! A Indochina…, a ver qué se nos había perdido allí… Y de volver a España, de volver a por Franco, ni una palabra… Hijos de puta…

—Si está emocionado, Antonio, lo dejamos por hoy.

—Que te digo que no, joder, no me contradigas todo el tiempo… Las emociones se quedaron en el desfile. O al menos, las emociones buenas, las positivas. Hay otras que vienen después, pero esas me cabrean, me enervan…

—¿Se refiere a lo que hicieron después los franceses?

—¿Los franceses? No sólo fueron ellos. Fueron los franceses, los ingleses, los americanos… Que nos borraron, joder, nos borraron de la historia, como si nunca hubiéramos estado allí… Y estuvimos, estamos. Mira las fotografías.

Se levanta, sale de la habitación y regresa con una caja de madera, pequeña. La abre.

—Fíjate.

Hay recortes de periódico y algunas fotos originales, desgastadas. Se reconoce a Antonio sobre una tanqueta, cerca de De Gaulle y de Leclerc; en otra, de pie en su half-track mientras el general pasa revista; en otra, bromeando junto a sus compañeros. Muchas están sacadas de internet, de una de esas páginas de recuperación de la memoria histórica.

—Pasamos las de Caín para…

—¿Para nada, Antonio?

Guarda la caja.

—No. Para nada no…

—¿Seguimos, entonces?

—Pues claro, mujer, que para eso estás aquí.

—No sólo para eso, Antonio. Me gusta estar con usted y con Manuela…

—¡Anda ya!…

—Bueno, pues no se lo crea.

—Venga, sigamos con París.

—Sigamos.

—Nos quedamos allí, descansando, unas dos semanas. No sabes cómo nos trataba la gente… Madre mía… Nunca habíamos visto cosa igual, ni yo la he visto después. Estuvimos acampados en el bosque de Bolonia, y a diario venían a visitarnos enfermeras que nos habían atendido, personas que habíamos conocido aunque fuera de pasada, españoles exiliados en París, miembros de la resistencia… Y nos traían cosas, no grandes cosas, pero sí importantes, porque demostraban que sentían afecto por nosotros…

—Eran solidarios.

—No, no era solidaridad, porque a nosotros lo único que nos hacía falta era gasolina para seguir hacia Alemania, y de eso no nos traían, pero porque no la tenían, que si no… —se ríe—. Iban a vernos porque querían, porque nos querían. De hecho, de ahí salieron muchas relaciones. Los que sobrevivieron y no se fueron detrás de Leclerc a Indochina, volvieron a París y encontraron trabajo, o residencia, o novia, de la mano de esas personas que se convirtieron en casi familia.

—Pero no se quedaron mucho tiempo en Bolonia.

—No, no, qué va. Unas dos semanas, lo justo para reponernos y para que llegara el material que necesitábamos para seguir, la gasolina y demás, ya te lo he comentado. Seguimos hacia Alemania, todo tieso, directos a Alemania.

—Y llegaron.

—Pues claro que llegamos, ¡¿cómo no íbamos a llegar?! Lo que pasa es que al final la Nueve ya no era la Nueve.

—¿Y eso por qué?

—¿Me lo preguntas? Si seguro que ya lo sabes… —nos reímos—. Porque había muchas bajas, muchos muertos, muchos heridos por fuera, y todos heridos por dentro. Hasta Granell tuvo que irse de reposo, con lo que él había sido. Pero las condiciones se fueron haciendo terribles conforme nos metíamos hacia el norte, los hombres sufrían congelaciones a mansalva, y las batallas seguían siendo muy duras, aunque los alemanes también estaban cansados de todo y yo creo que ya se veían venir lo que se les acabaría cayendo encima.

De repente sonríe, y la sonrisa se le transforma en una carcajada que le dura varios minutos. Manuela, desde la cocina, pregunta:

—¿Te llevo agua? Que te me vas a ahogar de tanta risa…

Antonio tose, ríe, tose, ríe, durante un buen rato.

—Es que me acabo de acordar de una cosa, una tontería… Ay… Nada, resulta que, al poco de dejar París, entrábamos en un pueblo, Mattancourt, me parece que se llamaba, sigilosos, esperando encontrar una feroz resistencia, y, bueno, sí que encontramos a un montón de alemanes, unos doscientos, que estaban en una formación perfecta, detrás de su coronel, esperándonos para rendirse… ¿No te hace gracia? Ya. Lo entiendo. Pero es que tenían una estampa que… pa mear y no echar ni gota, como decía el sevillano…

Bebe un trago.

—Ya sabes que no me gusta contarte batallitas, y no te las pienso contar. Como a ti te va eso de documentarte, si quieres, pues te documentas. Yo sólo te quiero decir, de esa parte que fue la más difícil, que veíamos caer a los compañeros como moscas, y los que no caían acababan cogiéndolas, a las moscas. En esos días desapareció Campos, que estaba al mando de la tercera sección y era el hombre de más confianza de Dronne y le dejaba hacer lo que le daba la gana. Todos le seguíamos como un perro sigue a su amo, con admiración y sin plantearnos nada más. Y, un día, se fue y no volvió nunca más. Unos decían que murió y otros que se volvió a España, harto de tanta mamonería, y que emprendió su propia guerra, pero el caso es que nadie volvió a verle ni vivo ni muerto y para nosotros se convirtió en una leyenda.

—…

—Psicológicamente estábamos agotados, y las órdenes que nos llegaban no siempre eran fáciles de digerir: sigue por aquí, abandona este pueblo a su suerte, muérete de frío… La gente se moría, los amigos se morían, y te traían a otros, como si las cosas fueran tan fáciles, como si sustituir a una persona fuera como cambiar la rueda de un jeep, que también se las traía, no te creas.

—Llevaban mucho tiempo de guerra a sus espaldas.

—Mucho. Demasiado, demasiado… Pero cumplimos hasta el final. Los dieciséis que quedamos vivos cumplimos hasta el final, hasta que llegamos al Nido del Águila, en los Alpes, que ya te he hablado de eso, ¿no?

—Sí, me contó que después de entrar en el refugio de Hitler muchos se llevaron auténticos tesoros que les salvaron la vida.

—Bueno, es una forma de verlo. Salvarles la vida, no sé, pero, desde luego, les sirvió para empezar de nuevo, para recomenzar sus vidas después de haberse pasado años de guerra en guerra.

—Ya.

—Eso, lo del Nido, fue el 5 de mayo, no se me olvidará en la vida, y la guerra acabó tres días después. Pero ese día era 5 de mayo de 1945. Yo tenía veintitrés años y llevaba con un fusil en la mano desde los diecisiete.

—¿Y por qué no se llevó nada?

—Porque no me hacía falta nada. Yo tenía mis dos manos para trabajar y mis cojones para salir adelante. Pero yo también tuve mi recompensa, no te pienses que me fui de vacío.

—¿Ah, no?

—No, no. Ese día Leclerc llegó en un jeep a Berchtesgaden, que era donde estaba el Nido. ¿Sabes qué? Pues que el Nido era un chalet, no te creas, no era un castillo ni una fortaleza ni nada, era eso, una casa, un chalet que los nazis le regalaron a Hitler cuando cumplió cincuenta años, eso lo he leído después. Bueno. El caso es que llegó Leclerc, se bajó del jeep y al rato alguien colocó una enorme, gigantesca y gloriosa bandera tricolor, que estuvo ondeando en el viento no sé ni cuánto tiempo, hasta que la quitaron de ahí.

Guarda silencio.

—Me acordé tanto de mi padre, al ver esa imagen, esos colores, tan lejos de nuestra casa… Yo no pensaba nunca en él, ni ahora, no soy capaz, y si me viene a la cabeza actúo como si estuviera de viaje y no pudiera verlo por eso. No me creo que esté muerto, no sé, como si fuera a volver en cualquier momento de ese viaje. Ni siquiera sueño con él, no sé cómo lo he conseguido, pero me gusta que sea así. No quiero pensar en él, porque me da un dolor aquí… —se señala el pecho—. Pero ese día sí pensé, pensé en él, porque yo toda la vida, desde pequeño, quería ser como él, siempre andaba detrás de él, imitándole, en el pueblo, en la colonia, en el partido… Tenía una perra con mi padre… Y había una cosa que quería preguntarle pero nunca lo hice, no me atreví, porque me daba una vergüenza horrorosa…, pero ese día, en los Alpes, con los pies congelados, con el ánimo por los suelos, cansado como nunca y hasta un poco triste, ya ves tú, a pesar de que habíamos hecho lo que teníamos que hacer, me di permiso para acordarme de él, para hacerle la pregunta, y supe que la respuesta era que sí, que hubiera sido que sí todo el tiempo, pero que entonces lo era más todavía.

Se pone a llorar, por fin. Se tapa la boca con una mano y con la otra, se restriega los ojos.

No sé si levantarme y dejarle solo. Le digo algo, sin pensar.

—¿Cómo perdió los dedos, Antonio?

—¿Qué?

—Los dedos, que en qué batalla los perdió.

Sonríe, pero no deja de llorar.

—En la batalla contra una picadora de carne. Fue un enfrentamiento durísimo.

—¡Vaya! Estaba convencida de que fue en la guerra…

—Pues no. Fue en un trabajo que tuve al dejar el ejército, justamente. Todos esos años sin que me rozara ni una bala, y luego, en una tranquila carnicería…

Nos reímos los dos, aunque él sigue llorando discretamente.

—¿Y pudo continuar…? Con el Che y todo eso, digo.

—Sí, sí, claro. Luego, lo poco que hice, estuvo más bien enfocado a la táctica, no volví a entrar en combate nunca más.

—Las cosas no son como parecen…

—Casi nunca, es verdad.

Saca un pañuelo del bolsillo, se seca las lágrimas, se suena los mocos con estruendo, y se lo guarda.

—¿No quieres saber cuál era la pregunta, la de mi padre?

Aunque imagino la respuesta, le pido que me la diga, pero al empezar a hablar vuelve de nuevo a llorar. Me levanto. Le abrazo. Le doy un beso en la cabeza. Me avergüenzo, pero no me arrepiento. Me da unas palmadas en la mano. Le digo:

—Tranquilo, Antonio, llore lo que quiera, no hace falta que hable.

No es preciso. Yo también sé que su padre estaría orgulloso de él.