El 14 de febrero de 1937, después del primer gran bombardeo italiano sobre la ciudad de Valencia, José Emilio Almenar decidió volver a su casa. Tuvo miedo, y reconocerlo fue peor incluso que tenerlo, por mucho que fuera consciente de que no era nada más que un hombre revestido con uniforme de santo y conociera de sobra las características de su alma imperfecta. Se sentía como Jesús en Getsemaní, no porque también tuviera ganas de pedirle al Padre que apartase de él ese cáliz de amargura, que no las tenía, y, de haberlas tenido, también hubiera dicho lo que dijo Jesús:
—Pero que no se haga como yo quiero, sino como tú quieras.
Se sentía como Jesucristo en el Monte de los Olivos porque, al igual que él, empezó a sentir en toda su alma esa tristeza extraña, ese desasosiego previo a la muerte, pero a diferencia de lo que le ocurrió a Cristo, a él no se le apareció ningún ángel dispuesto a confortarle, a reconciliarle con la idea de que Dios, padre amoroso, quería que su sacrificio, que el sacrificio del Hijo del Hombre, sirviera para salvar a todos los seres humanos que poblaban la tierra.
No. No vino ningún ángel a socorrerle esa noche, y José Emilio tuvo miedo, pero no a morir, sino a perder la fe, porque ¿qué clase de Dios, qué clase de padre amoroso podía permitir los horrores que él vio aquella noche? Ninguno. Ninguno. Ninguno. Hijos de puta.
Como siempre, había ido a la Casa de la Caridad al terminar sus obligaciones en la falsa parroquia de la casa de la calle Quart. Ya de regreso, comenzó a oír las bombas. Nunca llegó a saber que procedían del crucero ligero Emanuelle Filiberto Duca D’Aosta, que estaba anclado a seis mil metros de los muelles, y que en menos de diez minutos lanzó sobre la ciudad treinta y dos salvas con un total de ciento veinticinco proyectiles.
En los días sucesivos leyó las páginas de El Mercantil Valenciano, que durante varias ediciones informó, equivocadamente, que habían sido dos o tres los barcos enemigos que habían bombardeado Valencia debido a la magnitud de los ataques. Habría de pasar más de medio siglo para que el Ministerio de la Marina italiana desclasificara sus documentos reservados y pudiera así saberse la verdad, que era esta: dos barcos con bandera de Italia navegaron desde Mallorca variando el rumbo en repetidas ocasiones para que nadie fuera capaz de prever su destino. Uno fue hacia Barcelona y la bombardeó desde el mar, causando numerosas víctimas civiles. El otro se dirigió hacia el puerto de Valencia, y, con todas las luces apagadas, lanzó sus bombas contra una ciudad desprevenida cuyos habitantes, a esa hora, o tomaban la cena, o paseaban todavía, animados por la calidez de la noche de mediados de febrero.
Ambos buques remataron su maniobra secreta regresando a Italia aprovechando la oscuridad y el desconcierto. José Emilio no lo sabía, ni lo llegó a saber nunca porque no vivió esos cincuenta años, pero, de haberlo sabido, le hubiera dado lo mismo: no le importaba de dónde venía la maldad humana; lo que le afectaba, lo que le descorazonaba, lo que le daba terror, era la certeza palpable y súbita de que existía, de que el hombre quizá no merecía ser salvado, ni por el sacrificio divino ni por el suyo propio.
El balance oficial de muertos dado por el gobierno, a las once de la mañana del lunes quince, era de diez fallecidos y unos sesenta heridos. Cuatro días después, ya se decía que los muertos eran al menos veinte, aunque, en realidad, fueron cerca de medio centenar. El periódico contaba que las bombas impactaron, entre otros lugares, en el hospital provincial y en un comedor del Socorro Rojo Internacional para niños de los poblados marítimos, que al ser de noche estaba, afortunadamente, vacío.
A José Emilio esto le resultaba indiferente, es decir, que fueran dos, tres o uno los causantes de aquella tragedia, y sesenta, cincuenta, diez o mil los muertos que había provocado. Él con uno ya tenía suficiente. O, mejor dicho, con seis, los seis a los que él había acompañado en el tránsito hacia el otro mundo sin ser capaz de encontrar una palabra de consuelo para ellos.
De regreso a casa, las bombas comenzaron a caer. Trató de refugiarse en un soportal, pero lo dejó, por inseguro, y se lanzó a correr hacia la Gran Vía, y entonces los vio: seis cuerpos, dos adultos, tres niños y un bebé, tendidos en el suelo como muñecos rotos. Trató de ayudarles, pero no pudo. Ya estaban muertos, y ni siquiera llegó a tiempo de confortarles, de decirles Dios os está esperando y os acogerá en su seno, de ponerles, en vida, los óleos sagrados en los ojos, los oídos, la nariz, la boca, las manos, los costados y los pies, murmurando Kyrie eleison, Christe eleison, Kyrie eleison, Pater noster. Ten piedad. Lo hizo, sollozando, sobre los cadáveres, sintiendo que, de alguna manera, él también se estaba muriendo un poco aunque ninguna bomba ni ningún cascote le hubiera dañado.
Más tarde, por el periódico, supo que los niños se llamaban Vicente, Juan, José y Antonio, que tenían seis, cinco, tres y un año, y que las adultas, Rosa y Encarnación, eran madre y abuela de los pequeños. El padre de las criaturas, limpiabotas de profesión, quedó desolado por la terrible pérdida, y fue su sindicato quien corrió con los gastos del funeral.
También supo que la familia del limpiabotas y otros fallecidos, como el repartidor del periódico La Voz Valenciana, un chaval que se llamaba José Bartual y que sólo tenía veinte años, fueron depositados en nichos del Cementerio Civil, muy cerca de la tumba de Vicente Blasco Ibáñez, y en cierta manera le hizo feliz saber que sus cuerpos no acabaron en una fosa común, sino en un lugar concreto donde sus familiares pudieran llorarles.
Pensar en la familia del limpiabotas le hizo recordar también a la suya. ¿Qué hacía él, tan cerca pero tan lejos de sus padres? En realidad no les separaban ni diez quilómetros, menos de dos horas caminando a buen paso, pero para el caso era como si fueran centenares, como si en lugar de en Valencia se encontrase en otra ciudad, en Madrid, por ejemplo, donde por lo que decía la prensa los muertos se contaban por decenas, a diario, y donde los combates por defender la capital de los avances de las tropas rebeldes eran duros y frecuentes. Por el contrario, en Valencia, la situación era tranquila y él hubiera podido estar con sus padres mucho más de lo que estaba.
Pensó hacerlo, visitarles, muchas veces, pero siempre encontró un motivo para quedarse. No parecer cobarde. No huir. No abandonar sus obligaciones.
Seguía diciendo misa, a diario. Es más, comenzó a hacerlo, decir misa, justo cuando comenzó la guerra, porque sus superiores se marcharon cuando los milicianos empezaron a incautar los edificios religiosos de la misma manera que las autoridades republicanas expropiaron campos, empresas o viviendas de quienes consideraban enemigos de la autoridad. Eso le dolió. A ver, qué tipo de enemigo era él, qué tipo de enemigo era Dios, pero no quiso marcharse.
Unos antiguos feligreses le acogieron en su casa, y hasta allí se llevó sus (pocas) pertenencias y los objetos litúrgicos que pudo rescatar de la iglesia, con el propósito de poder seguir diciendo misa: el cáliz, el copón, la patena, las vinajeras, el cubrecáliz, el incensario, la naveta, la custodia, el hisopo, el manutergio, el platillo de comunión, el purificador, la custodia, la lámpara del Santísimo y la cruz procesional, por si acaso podía usarla en algún momento, cuando las cosas mejorasen. Allí, en casa de sus vecinos, decía misa cada día, a las siete en punto de la tarde, una hora extraña, pero que por lo que se ve era la que mejor les venía a los (pocos) fieles, unos diez, doce como mucho, que se atrevían a tocar el timbre de la casa como si fueran a jugar a la brisca y no a rezar el Ave María. Poco a poco fueron siendo cada vez menos. A algunos los detuvieron por desafección a la República. Muchos no volvieron. Otros sí, pero tenían miedo y dejaron de ir a misa de siete e incluso se afiliaron a un sindicato al salir de la prisión, en un intento por salvar la vida que a algunos les fue bien y a otros no tanto, porque de todas formas volvieron a detenerles más de una vez.
José Emilio pensaba en sí mismo y en sus feligreses como si fueran los antiguos cristianos, y se imaginaba que en lugar de estar en un piso de la calle Quart se encontraban escondidos, rezando, en las catacumbas de Roma, y eso le hacía sentir bien, satisfecho, honesto, fiel a sus principios, valiente, defensor de Cristo. Y, además, en honor a la verdad, le gustaba estar en la ciudad, esa ciudad que era la de siempre, pero que también era una ciudad nueva, llena de gente, bulliciosa, que no parecía estar en guerra. Al principio. Luego ya sí, pero durante unos meses mantuvo la fantasía de ser un oasis en medio del horror.
Estaban en guerra, cierto, pero la guerra estaba en otro sitio, lejos, lejos de esas calles que de repente se habían llenado de coches que impedían la circulación, que hacían sonar sus cláxones para que peatones y animales supieran que andaban por allí y que podían matarlos en vez de una bomba o de una bala perdida, o en lugar de uno de los quince mil presos que los anarquistas liberaron de las cárceles para disgusto de los ciudadanos de bien, a los que les resultaba más o menos indiferente que los que habían estado encarcelados por sus ideas políticas anduvieran libres, pero que temían, con razón, que los ladrones desvalijaran sus casas y los criminales asesinasen a sus familias.
Cuando el gobierno republicano se instaló en Valencia y la declararon capital de la República, en noviembre de 1936, José Emilio no pudo estar más satisfecho. Secretamente, porque no estaba bien visto que un sacerdote que decía misa a escondidas y que vivía oculto vestido de civil comulgase con los republicanos, pero satisfecho al fin y al cabo, porque nunca hubiera imaginado que esa ciudad, hasta entonces tan cerrada y provinciana, pudiera convertirse de la noche a la mañana en un lugar tan abierto al mundo, tan cosmopolita, tan aparentemente feliz, a pesar de todo lo que estaba ocurriendo.
Claro que a él la guerra no le gustaba, igual que no le gustaban los que habían convertido en tabernas los templos y servían las bebidas en los altares, disfrazados con las ropas de los sacerdotes, ni tampoco la nueva rotulación de las calles, Unión Ferroviaria por Sueca, Socorro Rojo por Abadía de San Martín, Buenaventura Durruti por Marqués del Turia o, lo peor, Cristóbal por San Cristóbal. Pero le hacían gracia los nombres nuevos de los equipos de fútbol, Amanecer Rojo, Estrella Roja, Dependencia Mercantil. Y le gustaba, y mucho, ver las calles de la ciudad repletas de extranjeros, de periodistas, de diplomáticos con sus valijas, y hasta de espías que traficaban con información de embajada en embajada.
Le gustaba mezclarse entre ellos, jugar a adivinar a qué se dedicaba cada uno, pasear por la puerta del Palace, en la calle de la Paz, un hotel reconvertido en Casa de la Cultura que los valencianos llamaban el hotel dels sabuts, y observar a los intelectuales que entraban o salían. Reconoció, una tarde, a Rafael Alberti y a su mujer, María Teresa León, y con ellos, a Antonio Machado, y en la plaza de toros se encontró con un joven desorientado y borracho que le rogó que le acompañara al hotel Victoria.
—Pero si está aquí mismo, señor, sólo tiene que seguir todo recto hasta llegar a la plaza de Emilio Castelar y luego tomar la segunda calle a la derecha.
—Acompáñame, se lo ruego, señora.
—Señor.
—Perdona. Perdóneme, caballera.
—Caballero.
—I know, I know, but I’ve drunk too much even for me.
—¿Pero se puede saber qué dice usted, señor mío? No le entiendo nada.
—Sorry, sorry… Perdona, soy borracha y no encuentra mi hotel.
José Emilio le acompañó y por el camino, medio en inglés y medio en castellano, le contó que era americano, periodista y republicano convencido. Le dijo que le habían herido en la primera guerra mundial y que la herida le había servido para conocer al amor de su vida, que finalmente le había abandonado con el corazón roto.
—Mejora.
—¿Mejora?
—Claro, mi amigo, con el corazón roto se escribe mejora.
No podía saber entonces que su muerte le privaría de poder contar que él conoció antes que nadie a aquel americano que iba a escribir Por quién doblan las campanas.
Por entonces, todavía no habían llegado las bombas, ni el miedo, ni el hambre, ni las mujeres sentadas en sus sillas desde el alba, cosiendo o tricotando mientras esperaban que los colmados abrieran las puertas con tal parsimonia que interrumpían el paso de la gente, y la autoridad tuvo que prohibir que se formasen las colas antes de las siete de la mañana; ni las cartillas de racionamiento; ni los balcones llenos de gallinas y conejos que garantizaban la alimentación aunque ponían en riesgo la salud pública; ni los hombres que volaban reventados por las bombas porque se colocaban demasiado lejos de los refugios para salir corriendo a recoger los restos de los caballos destrozados por los proyectiles cuando se callaban las sirenas antiaéreas. Todavía era posible comer a dos carrillos en los restaurantes, ver una película en cualquiera de los treinta cines que estaban abiertos o una obra en los siete teatros, o un espectáculo de variedades (no era su caso) en las decenas de cabarés de Ribera o Ruzafa, siempre llenos de gente alborotada.
La prensa de Madrid criticaba a ese Levante feliz que vivía de espaldas a la guerra. La prensa valenciana culpaba del derroche y el desenfreno precisamente a los madrileños que ocupaban la ciudad, amén de los que llegaban de otros puntos del país huyendo de la guerra. A él esas peleas en los periódicos le hacían gracia, como le hacía gracia todo, es decir, al principio, antes de que las complicaciones pusieran cada cosa en su lugar: a más gente, menos comida y menos espacio donde esconderse cuando llegaron los bombardeos.
Por la radio emitían noticias del frente, y la gente escuchaba, por ejemplo, a Queipo de Llano lanzar sus arengas desde Radio Sevilla.
—Nuestros valientes legionarios y regulares han enseñado a los rojos lo que es ser hombre. De paso —decía el general— también a las mujeres de los rojos, que ahora por fin han conocido hombres de verdad, y no castrados milicianos. Dar patadas y berrear no las salvará.
Desde Valencia, Queipo de Llano se veía lejos y la guerra parecía fácil de ganar; la moral estaba intacta, y los obreros, los campesinos, los jornaleros, las modistas, la gente, en general, se mantenía eufórica. Hoy más que nunca victoria, decían los carteles en las calles. Victoria, decía la gente, y todos se creían lo que decían. También José Emilio. Ganaremos y la vida será mejor para todos, se decía.
Pero cuando vio a esa familia muerta empezó a pensar menos en la gran familia de la humanidad, en todos los hombres hermanos unos de otros, y le dio por pensar en su familia de verdad, en su padre, que estaba ya mayor para ir solo al campo y en que si le pasaba algo, cualquier cosa, se moriría encima de la tierra sin que nadie le echase una mano; en su madre en un día de mercado, con la compra que había metido poco antes en el bolso de esparto desparramada por el suelo porque había caído una bomba y se la había llevado por delante sin tener ni siquiera el consuelo de haber besado la mano de su hijo cura; en sus hermanas, en la mayor, con sus hijos, y en la pequeña, con los suyos, en la mediana, en la casa de sus amos, todos muertos, mientras él seguía vivo, haciendo más fácil, más cómoda, más piadosa, la vida de los demás, de gente a la que no conocía y a la que fingía apreciar como si fueran algo de él, ignorando a los suyos, a los auténticamente suyos. Y Cristina. Qué sería de Cristina. Cuánto tiempo sin saber de ella, sin pensar en ella, sin permitirse sentir lo que sentía por ella.
Así que una mañana recogió sus cosas, se despidió de sus protectores y se marchó caminando a su pueblo, con la certeza de que hacía lo correcto, de que en su casa estaría a salvo y podría defender a quienes en verdad amaba. Pensaba que cuando la guerra terminase podría regresar de nuevo a Valencia, o a donde las autoridades eclesiásticas le mandasen. Estaba seguro de que esa experiencia le convertiría en mejor sacerdote, que aceptar sus debilidades de hombre le acercaba más a Dios y podría ejercer mejor su ministerio. Se equivocaba.