—¿Qué sintió al desembarcar en Normandía?
Antonio tarda en contestar. Se pone a mirar los árboles. Hemos quedado en su casa, pero me ha dicho que le apetecía dar un paseo y nos hemos puesto a andar. Hace buen día, y se ha dejado en casa el garrote y la muleta.
—Si me canso, puedo apoyarme en ti, ¿verdad?
—Pues claro.
Manuela nos mira desde la puerta.
—No te irás a poner celosa ahora, ¿a qué no?
Ella se ríe y le acerca el sombrero, que ya no es de paja, como en verano, sino un borsalino de fieltro marrón que le hace juego con las zapatillas, que son de paño de mismo color que el sombrero y llevan suela antideslizante porque hace unos años se cayó en un descuido y no se rompió la cadera de milagro, así que tuvo que dejar de usar sus zapatos de toda la vida, de piel en invierno y de rejilla en verano.
—Calla, hombre, y no te vayas con la cabeza descubierta, que ahora refresca de repente y por menos de nada pillas una pulmonía que te lleva al otro barrio.
Es improbable que refresque. A mediados de noviembre hace una temperatura casi primaveral. De eso vamos hablando mientras caminamos, del tiempo, de que antes en noviembre hacía frío y en mayo calor, y, ahora, los inviernos son cada vez más cortos y las primaveras más largas, adónde vamos a llegar. Eso del cambio climático le tiene preocupado, no por él sino por sus nietos, que son unos críos y tienen toda la vida por delante.
—Sería una putada haber pasado por todo lo que hemos pasado para que ahora el mundo se acabase por estas cosas, ¿eh? Como les pasó a los dinosaurios…
Se ríe de su propia gracia.
Está de buen humor.
Me pregunta si tengo ganas de pasear o si estoy cansada, y me dice que a él le apetece ir a tomar algo al bar del polideportivo. Vamos, le digo. Caminamos más de media hora. Dejamos atrás la plaza del País Valencià, la calle Mayor, la avenida José Emilio Almenar y el Camí de la Nòria. Pasamos por debajo de las obras del AVE y Antonio las mira.
—¿Sabes lo que costaba antes llegar a Madrid?
No espera mi respuesta.
—Pues ahora, cuando lo terminen, en hora y media te plantarás allí. Ya ves tú.
—¿Conoce usted Madrid?
—Lo conocí, pero ya no lo reconocería. Es lo malo de tener tantos años, que los lugares cambian más rápido que tú y en tu memoria permanecen tal como fueron, y te das cuenta de que ya no estás ni en un sitio ni en otro, ni en el pasado ni en el presente. Y del futuro… mejor no hablamos.
Seguimos caminando. Pasamos una escuela de fútbol, las canchas de tenis y un colegio concertado donde todo se enseña en valenciano. También lo comenta.
—Antes no podías hablar tu lengua nada más que en tu casa, pero con la democracia todo fueron ayudas para que los gallegos hablasen gallego; los vascos, euskera; los asturianos, bable; los catalanes, catalán; los valencianos, valenciano. Eso estuvo muy bien. No hay que perder las raíces.
Cruzamos una pinada con mesas y bancos de piedra donde la gente del pueblo, con el buen tiempo, hace picnics o comidas o celebra cumpleaños infantiles al aire libre. Al fondo, se ve una valla y tras la valla, la piscina municipal. Nos sentamos en el porche del bar, que tiene el originalísimo nombre de Bar Restaurante La Piscina, así, con todas las iniciales en mayúscula.
El camarero sale, nos saluda, nos pregunta qué queremos tomar y al cabo de un rato nos deja sobre la mesa de plástico serigrafiada con el logotipo de coca-cola una tónica para mí y un carajillo para Antonio, que me guiña el ojo y me dice:
—A Manuela ni una palabra.
—A ver, Antonio, ¿cuándo le he dicho yo a Manuela lo que usted se toma en el bar?
—Es verdad, es verdad. Eres mi amiga, sé que no me vas a traicionar. Puedo confiar en ti.
Toma un sorbo del vaso. Se quema. Se caga en la puta. Guarda silencio y luego dice:
—Me gusta venir aquí, sobre todo cuando la piscina está cerrada, que no hay nadie. Me da mucha paz. Siempre me digo: hay que ver, si cuando yo era joven aquí no había nada.
Le miro y pienso que no es verdad, que cuando él era joven aquí, justo aquí, había una alquería en medio de campos de naranjos y algún melonar, y que para llegar a la alquería desde el pueblo había un camino, pequeño, de tierra, y que ese camino lo bordeaban dos acequias, una a cada lado, y que en una de las acequias, la de la izquierda según se viene, muy cerca de donde estamos ahora, el 4 de agosto de 1938, hacia las siete de la mañana, Abelardo Gomis, un agricultor que estaba esperando que el agua llegase a su terreno, extrañado de que el canal se mantuviera seco, se encontró reteniéndola el cuerpo de José Emilio Almenar con la camisa desabrochada y la camiseta interior, que había sido blanca, toda manchada de sangre, y que Abelardo cogió su bicicleta roja con el sillín y el manillar de cuero que estaba casi nueva y que se había comprado hacía poco, por catálogo, de la fábrica de Honorino Méndez, en Galicia, y pedaleó como un loco hasta que entró en el pueblo gritando han matado al vicario, han matado al vicario, han matado al vicario, y ni los bombardeos ni el miedo a que le mataran a su único hijo, que estaba en el frente, le quitaron el sueño de ahí en adelante tanto como esa imagen, la del cura, en la acequia, mojado, con los ojos abiertos y esa expresión de paz y de dolor que todavía guardaba su rostro.
Pero como no quiero decírselo, es decir, como no quiero saber aún qué le incomoda a Antonio de la historia de José Emilio Almenar, le pregunto otra cosa, cualquier cosa, y lo único que se me ocurre en este momento es:
—¿Qué sintió al desembarcar en Normandía?
Y mientras Antonio piensa la respuesta, o la recuerda, saco la grabadora justo antes de que empiece a hablar.
—Cogí un poco de arena de la playa. Me pareció que estaba en casa, ya ves tú, después de tanto tiempo, una playa que no tenía nada que ver con las que yo había conocido, con esas inmensas y tranquilas y cálidas playas valencianas… Esa arena estaba fría como el demonio, y eso que estábamos en agosto, pero a mí, y no sólo a mí, a todos los que estábamos allí, nos dio la sensación de que estábamos ya donde queríamos estar, en nuestras casas.
—¿Y eso?
—Porque estábamos convencidos de que ese era el último paso para venir a España y acabar con Franco, igual que íbamos a terminar con Hitler.
Se calla. Da otro trago a su carajillo.
—Yo estaba mareado. Ya te he contado otras veces que los viajes por mar no me sientan bien. Había una marejada terrible que balanceaba los Liberty Ships, que es como se llamaban los barcos, ‘barcos de la libertad’, ya sé que lo sabes, y todos estábamos igual, emocionados, pero con unas ganas de devolver hasta la primera papilla que ni te cuento… —se ríe—. Para entretenerse, algunos se pusieron a cantar. Me parece estar oyéndolos —cierra un poco los ojos, se le borra la sonrisa, y tararea—: la cucaraaaaaacha, la cucaraaaaaaacha, ya no puede caminaaaaaaaaaar porque no tieeeeeeene, porque le faltaaaaaaan las dos patitas de atrás…
—Marihuana.
—¿Qué?
—Que lo que le falta es marihuana para fumar.
—¡Qué va!
—Que le digo yo que sí, que es una canción tradicional mexicana y la letra se refiere a la marihuana porque durante la revolución, a la marihuana también se la conocía como cucaracha.
—Tú eres muy lista, y te crees más lista aún de lo que eres. Pero ¿a que no estabas en mi barco esa noche?
—No.
—Pues entonces, chitón. Sabrás mucho de historia, pero no tienes ni idea de lo que cantábamos. Y a nuestra cucaracha le faltaban las patas.
—Vale, vale, no se enfade…
—No me enfado. Pero no me interrumpas más.
—Está bien… Continúe, por favor.
Continúa:
—Muchos compañeros lloraban. Sobre todo los franceses. Para nosotros era muy importante, pero para ellos… Para mí era como volver a mi tierra, pero para ellos era volver a su tierra… Eso, y la noche que entramos en París fue lo más grande que me ha pasado… Bueno, y tener a mis hijos, y vivir con Manuela… Pero eso…, lo más grande… ¿Me comprendes?
—Claro que sí, Antonio. Son cosas incomparables.
—Sí…
—¿Tuvo miedo, Antonio?
—No, miedo creo que no he tenido nunca. No porque fuera valiente, sino porque era un inconsciente que me creía que no tenía nada que perder, y a lo mejor era verdad, porque cuando conocí a Manuela y me planteé otro tipo de vida, cuando empecé a soñar con otra vida, con tener hijos, con pasar la tarde tranquilamente con mi mujer… entonces ya me dije: a tomar por el culo las guerras, que no me quiero morir sin saber lo que es eso. Pero, entonces, si me preguntas por los sentimientos, lo que más recuerdo es la adrenalina, las ganas de matar a todos esos hijos de puta. Luego se me fueron pasando, las ganas, y sólo quería que se rindieran, hacerlos prisioneros, que los juzgasen otros, porque yo no me sentía capaz de hacerlo más, de juzgarlos y condenarlos a muerte en décimas de segundo. Me preguntaba: ¿y si me equivoco? ¿Y si me estoy equivocando? Porque a veces los miraba y pensaba quién sabe lo que le habrán dicho a este alemán para que venga hasta aquí, tan lejos de su tierra, a morir o a llevarse a otros por delante, lo que habrán tenido que ver ellos también, porque en general eran como nosotros, ¿sabes? Chavales como nosotros, hombres como nosotros, que a lo mejor lo único que querían era que todo terminase, volver a casa, lo mismo que queríamos nosotros. Y también recuerdo mucho un sentimiento de profunda, de infinita tristeza.
—¿De tristeza, por qué?
—Murieron muchos compañeros.
—Eso es verdad, sólo quedaron dieciséis.
—Dieciséis de más de ciento cincuenta, que se dice pronto…
Cierra los ojos, de nuevo, y como creo que va a ponerse a llorar, me pongo a tararear:
—La cucaracha, la cucaracha…
Sonríe.
—Me acuerdo que en uno de los primeros combates después del desembarco vi una cosa horrible… Los alemanes nos bombardeaban por todos los lados, nos estaban dando pal pelo. Bombardeaban nuestros tanques, y en cinco o seis de ellos llegaron a hacer blanco, y, de repente, se abrió la torreta de uno y salió un chaval, un crío, ardiendo, gritando desesperado… Parecía una antorcha… Y gritaba y lloraba y pedía auxilio en inglés y al final, casi a punto de morirse, se puso a llamar a su madre, mami, mami, decía, pero nosotros no podíamos hacer nada por él porque nos estaban friendo vivos… Y morían a diario amigos tuyos, sin que pudieras hacer nada.
—Entiendo.
Sonríe.
—Por suerte para ti, no lo puedes entender. Eso no lo sabe más que el que lo ha vivido. Ves la muerte a diario a tu alrededor, y lo sientes, porque pierdes a amigos, pero no amigos como los que tienes tú o como los que tengo yo ahora. Me refiero a amigos de verdad, de los que darían un brazo por ti si te hiciera falta y por los que tú harías lo mismo sin dudar un segundo, pero morían, y te dolía en el alma pero te alegrabas de que hubieran sido ellos y no tú.
—…
—Nosotros estábamos dentro del ejército de Estados Unidos, con el general Patton, ¿lo sabías?
—Sí, toda la División Leclerc formaba parte del tercer ejército estadounidense, y la Nueve también, claro.
—Claro, claro, cómo no ibas a saberlo, señorita Marisabidilla…
—¡Hombre, Antonio! Me he documentado, es lo mínimo…
—Si lo digo con orgullo… Estoy muy orgulloso de ti, chiquilla. Tus padres seguro que también lo están, ¿a que sí?
Sonrío.
—Bueno…, ya le contaré cuando usted termine de contarme lo suyo…
—Te lo digo porque ellos mandaban, claro, y mandaban un huevo, pero les pasaba como a ti con lo de ser lista, que se creían que mandaban más de lo que mandaban en realidad, porque Leclerc y De Gaulle los tenían bien puestos. Los americanos querían ser los primeros en entrar en París, pero los franceses también querían lo mismo, y tenían más derecho que nadie, que para eso era su país.
—Pero aún falta mucho para llegar a París, Antonio. De momento, casi trescientos quilómetros.
—Más todavía, porque no hicimos el camino en línea recta.
—Pues más a mi favor. Vayamos por partes…
—Tuvimos muchas batallas, en Rennes, en Alençon, en Le Mans… Cuando veo las carreras de coches allí digo madre mía, cómo ha cambiado la historia… —se ríe—. ¿Te cuento una cosa graciosa? —le digo que sí—. Los soldados americanos querían conseguir prisioneros alemanes a toda costa, porque cuantos más prisioneros, más medallas, permisos especiales, soplapolleces de esas, y como nosotros cogíamos alemanes a punta pala porque les teníamos muchas ganas porque ya nos habían puteado a casi todos en la guerra civil, y los permisos y las medallas nos la traían floja, enseguida inventamos un sistema para sacar partido de las habilidades nuestras y de las tonterías de los otros. Te lo cuento. Nosotros capturábamos a los alemanes y se los dábamos a los americanos como si los hubieran apresado ellos, pero a cambio, por ejemplo, de cinco alemanes, nos tenían que dar un bidón de gasolina; por diez, dos pares de botas; por veinte, una ametralladora, y así hasta motocicletas o coches, si eran peces gordos. ¡Ay, los españoles! —se muere de la risa él solo—. Es que tenemos ese no sé qué que nos distingue del resto, ¿a que sí?
—Se llama picaresca, Antonio.
—Pues picaresca, o lo que sea, pero sabíamos sacarnos las castañas del fuego, buscarnos la vida. Lo mismo que cuando fuimos al Nido del Águila. Ya no estaba Hitler, pero se había dejado sus cosas y… Más de uno se llevó lo que pudo, pensando estos hijos de puta me han jodido la vida, pues ahora me la van a arreglar. Y uno se llevó un ajedrez; otro un cuadro; otros, objetos de oro, libros… Los americanos nos pusieron a caer de un burro, pero nosotros teníamos la conciencia tranquila, porque todo eso había sido robado por los nazis a los judíos, y nosotros nos decíamos eso de que quien roba a un ladrón…, ya sabes lo que dicen. Yo no cogí nada, pero sé de buena tinta que los que se lo llevaron lo vendieron y se apañaron la vida, invirtieron lo que sacaron en montarse un negocio, en comprarse un piso, en salir adelante, que no era poco.
Lo dice con satisfacción. No me sorprende.
—Teníamos fama de valientes, de temerarios, pero a listos no nos ganaba ni Dios.
Se ríe con ganas.
—Y hablando de Dios, tengo otra anécdota. ¿A que la quieres?
—Pues claro que la quiero.
—En Écouché hubo una batalla terrible, más de cuatro días defendiendo el pueblo y esperando a que llegasen los americanos, que estaban más rezagados. Allí nos cubrimos de gloria. Resistimos como jabatos, y hasta llegamos a liberar a un montón de prisioneros americanos. Todos los alemanes acabaron presos o muertos, y nosotros perdimos a muchos de los nuestros, también. Pero no te lo cuento por los combates, porque como esos hubo cientos, aunque este fue de los más importantes, el primero de los más grandes. Te lo vengo a referir porque con los bombardeos y demás la iglesia del pueblo quedó hecha fosfatina. El cura se había portado muy bien en los enfrentamientos, la había abierto y la había convertido en un hospital de campaña donde unos curaban a los que podían y otros rezaban lo que sabían, y al final, nos dio mucha pena verle hecho polvo porque se había destrozado el Sagrado Corazón, que era la imagen del patrón o vete tú a saber qué, pero le tenía tanta estima que el pobre hombre lloraba como un niño. Total, que entre unos cuantos decidimos hacer una colecta para recoger dinero y que se comprase otro, para él y para los de Écouché, aunque nosotros de religiosos teníamos poco, pero ese hombre era un hombre bueno, fuese o no cura ¿me entiendes? Y para la gente del pueblo su imagen era importante. Así que nosotros nos dijimos ¿qué nos cuesta? Pues no nos costaba nada, que ya ves tú para qué queríamos el dinero si estábamos todo el rato matando gente y evitando que nos mataran, y eso sale gratis… Total, que se lo dimos, el dinero, para que se pudiera comprar otra estatua si era lo que quería.
—Eso estuvo muy bien.
—Calla, calla, que aún no he terminado. El cura, que ahora no me acuerdo cómo se llamaba, vino a buscarnos luego para decirnos que quería que fuésemos a misa, y nosotros, hombre, padre, a misa, si somos todos republicanos y ateos, y él, a mí me da igual, yo quiero hacer una misa por todos, por los vivos, por los muertos, por los cristianos, por los judíos, por los protestantes, por todos los hombres buenos que viven y los que han muerto, y por vosotros también, que seguro que al final no sois tan ateos como pensáis y si lo sois me da igual porque lo que sí sois de verdad es buena gente. Y ¿sabes qué? Que fuimos todos a la misa, y los que no fueron fue porque no pudieron, porque estaban de guardia o heridos o muriéndose, y cuando nos marchamos de allí, creo que todos pensábamos: madre mía, si todos los curas fuesen como este qué distinto hubiera sido todo en España…
Me mira, buscando mi confirmación.
—¿Verdad? ¿Verdad que hubiera sido distinto?
Quiero contestarle. Quiero decirle que sí, que es verdad, que hubiera sido distinto, pero también quiero decirle que también hubo curas así, en España, aquí mismo, en este pueblo, que tenían nombres más fáciles de recordar que el del cura de Écouché, que según mis datos se apellidaba Verget, y que no corrieron la misma suerte que aquel. Pero me da miedo su reacción. Mi madre, en mi cabeza, sigue diciéndome adelántate, coño. Y eso es lo que hago. Adelantarme. Un poco más.