Natalia

Dejo la grabadora sobre la mesa, y la enciendo. Espero que la conversación se registre sin problemas. Me arrepiento de haber accedido a verme con este hombre en el hogar del jubilado, debería haber insistido en buscar un lugar más tranquilo. Sé por experiencia que la gente mayor habla en voz baja y, a veces, tienen dificultad para expresar con claridad lo que piensan o lo que sienten, o se les desordenan los recuerdos y has de ayudarles a encarrilarlos de nuevo. Es normal, lo de la confusión. No es que estén enfermos o seniles, es sólo que tienen tantos que lo más fácil es embarrancarse. Les comprendo y se lo hago saber y casi siempre me recuerdo a mí misma lo poco que me cuesta hacerlo ahora, comprenderlo, con la poca paciencia que he tenido toda la vida.

Ellos a veces lo agradecen, otras se ofenden porque piensan que pienso que están perdiendo la cabeza y la entrevista se va al traste, que es lo que creo que va a pasar con esta porque se oye más el sonido de las fichas del dominó al chocar contra la mesa y, un poco más lejos, el ruido del bombo del bingo al que juegan las mujeres mientras esperan el turno en la peluquería, que lo que él tendrá que contarme.

Lleva boina, una camisa a cuadros verdes oscuros y verdes claros, un chaleco de lana y una chaqueta de piel que, si se mueve, deja entrever en la nuca una etiqueta que dice: fet a mà en Llombai[10]. Debe de estar cociéndose ahí dentro, porque todavía hace calor, y además viste unos pantalones de chándal grises, unos calcetines blancos y unas alpargatas de esparto y lona, viejas y desgastadas, que hace tiempo que no usa porque no puede caminar. En el respaldo de la silla, una manta de lana verde cortesía de la Caja Rural, tal como figura bordado en una de las esquinas (Caja Rural de Torrent les desea feliz Navidad, pone).

Me pregunto si es la muerte, tan cerca, lo que le da frío.

Se llama José Daniel Garcés, tiene ochenta y dos años, y todos los días va al hogar (lo dice así, al hogar) a no ser que esté enfermo y el médico le obligue a guardar cama. Me lo explica Adalberto, el sudamericano que le cuida, cuando le llamo por teléfono.

—Por si se muere.

—¿Cómo por si se muere?

Se aparta el auricular y repite mi pregunta. Se escucha un murmullo, y al cabo de un momento, vuelve Adalberto:

Disque si se muere no quiere que le quede nada por hacer y que…, ¿cómo es lo que dijo? —murmullo—, ah, eso, disque está solo, que no tiene a nadie, y que lo único que le queda pendiente es mantenerse invicto en el dominó.

En efecto, José Daniel es soltero; fue el menor de tres hermanos, uno de los cuales murió en la guerra a los veintidós años, y el otro falleció de cáncer de pulmón a los treinta y nueve, sin tener descendencia. Está solo pero no parece triste.

—He tenido toda la vida para acostumbrarme —me dirá dentro de un rato.

Vive en una casa grande, espaciosa, luminosa, que sus abuelos construyeron a mediados del siglo XIX. En el desván criaron durante muchos años gusanos de seda y comerciaban con el hilo resultante de matar las crisálidas que con tanto primor habían elaborado los insectos, con la esperanza de convertirse en mariposa, diez días después de que los bichos dieran por finalizado su trabajo y se dispusieran a esperar la prodigiosa transformación. José Daniel, aquel trajín de agua hirviendo y de ruecas sacando hilos de los capullos, no llegó a verlo porque los abuelos abandonaron la cría de gusanos por el negocio de la lechería.

Compraron siete vacas y las llevaron al fondo del corral, donde las cuidaban con esmero y las llamaban por sus nombres (Rosa, Manchas, Pelusa, Marrón, Blanquita, Rosa segunda y Santa), mientras esperaban la llegada de clientes con lecheras de latón que varias veces al día llamaban a su puerta en busca de leche fresca.

Les fue bien. Con eso, y con los campos que habían heredado de sus respectivos padres, los abuelos de José Daniel hubieran tenido una buena vida, de no haber sido por los disgustos que les dieron sus dos hijos, Salvador y Camilo.

El pequeño siempre andaba en la iglesia, desde que era un renacuajo, siempre detrás del párroco, ya fuera en bautizos, en funerales, en extremaunciones, en lo que fuera, y, claro, al final se hizo cura. Doce años dentro en el seminario, y al salir se enteró de que su hermano mayor se había metido en política. Antes no se lo quisieron decir, para evitarle el disgusto, porque Camilo se había hecho ateo cuando se le murió la primera novia de unas fiebres.

—¿Qué clase de Dios permite que ocurran estas cosas? —se lamentó.

—No blasfemes, hijo, por Dios —le pidió su madre—. Él ha querido que ella estuviera a su lado, y allí te estará esperando para que viváis juntos la vida eterna.

Pero a Camilo ni su madre ni la eternidad le convencían.

—Yo maldigo a Dios —su madre puso cara de espanto, pero Camilo no se arredró—. Maldigo a Dios. Y me cago en Dios, además, madre. Y le digo que desde hoy dejo de ser cristiano.

Camilo, que con el tiempo conocería a otra mujer, se casaría con ella y tendría tres hijos, dos de los cuales vivirían poco y uno demasiado, se introdujo en el Partido Socialista durante la dictadura de Primo de Rivera únicamente para demostrar que no quería tener nada que ver con Dios, y cuando llegó la República se encontró con que le eligieron alcalde sin comerlo ni beberlo. Trató de hacerlo lo mejor que pudo, con sentido común, y quienes le conocieron aseguraban que fue un alcalde justo y un hombre de bien, tan considerado con el prójimo y tan aficionado a procurar el bienestar de los demás que, de no haber sido porque cada dos por tres echaba pestes contra la religión, todos hubieran pensado que, en realidad, era uno de esos socialistas que creían en Dios.

Por eso, por bueno, acogió en su casa a su hermano cuando llegó una noche, asustado, pidiendo cobijo para que no le mataran, y lo llevó a la buhardilla en la que sus padres habían impedido el milagro de que los gusanos se convirtieran en mariposas con la esperanza de que sucediera otro milagro que tampoco se cumpliría: que nadie fuera a buscarle allí.

A Salvador, que era vicario en la iglesia de San Agustín, algunos del pueblo le habían oído despotricar contra los rojos desde el púlpito cuando iban a escucharle decir misa, porque era el primer cura que conocían que predicaba en la capital y porque tampoco había muchos sitios a los que ir para pasar el domingo, y luego habían contado por ahí que don Salvador andaba notificando que cuando la República terminase él ayudaría con sus propias manos a exterminar a esa plaga que era peor que las siete de la Biblia, y aseguraban que había dicho que a las mujeres rojas habría que quitarles a los hijos de Satanás que hubieran engendrado y, de paso, esterilizarlas para que no pudieran seguir propagando su mal.

Esto no me lo ha contado José Daniel, que conoció a su tío escondido en la andana y pasó las horas muertas dándole conversación y escuchando sus diatribas para que no se aburriese. Me lo ha dicho Víctor Fuentes, que fue profesor de economía en la universidad y ahora está jubilado, y por alguna extraña razón está entusiasmado con este proyecto. Fue concejal, y todo el mundo le conoce en el pueblo, así que cuando quieren localizarme y en el ayuntamiento no quieren darles mi teléfono, recurren a él. Así he conseguido los mejores testimonios, y algunos de los más peñazos también, para qué voy a mentir.

Pero este de José Daniel Garcés parece de los primeros.

Su padre mantuvo oculto a Salvador siete meses, desde el 28 de julio de 1936 hasta el 17 de abril del año siguiente, cuando tres milicianos se presentaron en su casa, de madrugada, y exigieron que el alcalde se lo entregase.

—¿Para qué lo querríais, si es que estuviera aquí? —les preguntó.

—Para llevarlo a la cárcel mientras espera juicio —respondieron.

—¿Tenéis los santos cojones de decirme esa mentira en mi cara?

—Entréguenos a su hermano, señor alcalde —insistieron los otros.

—¿O qué?

—O tendremos que entrar a la fuerza a buscarlo.

Camilo se rio.

—En mi casa están mi mujer y mis hijos pequeños durmiendo. El mayor está en el frente, y no como vosotros, que os quedáis aquí tocando los cojones a la gente.

—Señor alcalde… No nos falte y háganos el favor de darnos a su hermano para que no tengamos que pasar nosotros a por él.

—¿De verdad que vais a entrar?

—Si no nos saca a su hermano, sí, señor alcalde.

—¿Y con qué autoridad?

—…

—Con la del pueblo —respondió otro, ante el silencio de su compañero.

—¿Con la del pueblo? ¿Y me lo decís a mí, que soy el alcalde?

—…

—¿Quién os ha elegido a vosotros? ¿Qué poder os legitima para atemorizar a la gente con esos fusiles, con ese cinto lleno de balas, con ese mono ridículo, y con esa mirada de chulos de putas? ¿Qué pensáis que os diferencia de esos señoritos opresores a los que tanto habéis criticado y a los que os gustaría llevaros por delante pero no os atrevéis porque sois unos acomplejados que sólo os metéis con los que creéis más débiles?

—…

—¿No decís nada?

—Entréguenos a su hermano.

—¿Este es el país que queréis construir? ¿Esta mierda es la que queréis llevar adelante? ¿Este es el futuro que queréis para vuestros hijos, para los míos? ¿Por gente como vosotros estoy yo poniendo en riesgo mi vida?

—… —uno.

—… —el segundo.

Y el tercero:

—Deje de tocarnos los huevos y saque a su hermano de una puta vez.

El padre de José Daniel entró en casa, y salió con una escopeta.

—Aquí tenéis a mi hermano.

—¿Quiere enfrentarse a nosotros?

—¿Queréis vosotros enfrentaros conmigo y que mañana todo el mundo sepa que habéis matado al alcalde?

—A usted no queremos hacerle nada. Lo que queremos es que nos dé a su hermano.

—No os daría ni a vuestro padre aunque lo tuviera escondido en mi casa, porque lo que vais a hacer es un acto tan cobarde, tan ruin, tan poco digno de la República, que justifica cualquier barbaridad que los fascistas hayan hecho antes, y las que hagan después, porque si la República depende de descerebrados como vosotros, apañaos vamos.

—Si no nos da a su hermano, vendremos a por usted.

—Venid si tenéis cojones. No le temo a la muerte, pero la gente como vosotros… Ay… Me da más miedo que un nublao

Se fueron sin Salvador.

Al día siguiente, Camilo fue a dar parte a las autoridades en la Delegación de Justicia del Consejo Provincial de Valencia. Sacó de su bolsillo un recorte de El Socialista, donde había una carta escrita por Indalecio Prieto que se publicó en agosto de 1936 y que leyó con voz calmada:

—«Por muy fidedignas que sean las terribles y trágicas versiones de lo que haya ocurrido y esté ocurriendo en tierras dominadas por nuestros enemigos, aunque día a día nos lleguen agrupados, en montón, los nombres de camaradas, amigos, seres queridos en quienes la adscripción a un ideal baste como condena para sufrir muerte alevosa, no imitéis esa conducta: os lo ruego, os lo suplico. Ante la crueldad ajena, vuestra piedad; ante la sevicia ajena, vuestra clemencia; ante los excesos del enemigo, vuestra benevolencia generosa… ¡No los imitéis! ¡No los imitéis! Superadlos en vuestra conducta moral; superadlos en vuestra generosidad…».

Terminó de leer, dobló el recorte, se sacó la cartera del bolsillo trasero del pantalón, le quitó la goma, metió el papel, le puso la goma otra vez, guardó la cartera en el bolsillo, y miró a los hombres que le escuchaban.

Les recordó que ellos mismos, poco antes, habían mandado una circular en la que comunicaban que la revolución había de continuar majestuosamente, limpia, como una salida de sol, y que habían advertido que quien pretendiese tacharla (a la revolución) con un innecesario crimen, se le aplicaría la misma sentencia.

Volvió a mirarles, y, como no decían nada, se quejó de los malos modos de los milicianos, que andaban por las calles matando a la gente sin ton ni son, y que en el pueblo se limitaban a asustar al personal y mancillar el nombre de la República, porque, por muy en guerra que se estuviese, los republicanos, socialistas, anarquistas, comunistas, cenetistas o lo que quisiera ser cada uno, no eran unos salvajes malnacidos, ni unos asesinos, y con esas actuaciones criminales lo único que conseguían era situarse en el mismo plano que los enemigos contra los que luchaban. Les confesó que, en efecto, su hermano estaba en su casa, escondido como si fuera un delincuente y que aunque él no lo podía ver ni en pintura no pensaba entregárselo a nadie, porque era su hermano, y que si se lo querían llevar, él le defendería con todas sus fuerzas hasta el final, y enfrentarse a él sería como enfrentarse a todo el pueblo que le había votado. Les dijo que el delito de Salvador, aparte de ser un hijo de puta, aunque su madre fuese una santa, era ser cura y haber expresado su opinión, una opinión distinta a la suya, pero, por muy ofensiva que fuera, ellos, él mismo, todos, habían llegado a donde habían llegado para que el mundo entero fuese libre para actuar, para pensar, para decir lo que quisiera sin que nadie coartase esa libertad, y ahora los milicianos se encargaban de ir por las casas, en medio de la noche, como si fueran bandidos, para sacar a la gente de su refugio y descerrajarles un tiro y dejar los cuerpos en la cuneta, como si no fueran mejores que los fascistas.

—Y la historia nos juzgará por eso, señores —les dijo—. Y si perdemos esta guerra, los fascistas nos reducirán a esto: a un grupo de descontrolados que quemaban iglesias, asesinaban a curas y violaban a las monjas. Y eso será mentira, pero también será verdad, aunque sean sólo unos pocos quienes así actúan.

Salió de allí con un salvoconducto para que Salvador Garcés pudiera huir de Valencia en un barco que le llevaría a Barcelona y de ahí a Marsella, desde donde podría volver a España o quedarse en Francia, lo que mejor le viniera para salvar la vida.

—Por eso me sorprende tanto que mataran al otro cura —me dice José Daniel en el hogar del jubilado.

—¿Por qué?

—Porque los milicianos de aquí eran unos torpes que a la mínima se achantaban y que no er…

Se detiene. Tose. Se pone rojo. Adalberto se levanta de la silla en la que está sentado, en la esquina, saca el Ventolin de la mochila de Pepsi-Cola que lleva colgada al hombro y se lo aplica en la boca.

—Bronquitis crónica —dice, a modo de explicación.

José Daniel levanta la mano, como diciendo «Basta», y cuando recupera el habla y el buen color, lo dice:

—Basta.

—¿Se encuentra mejor?

—Sí.

—Antes era peor, por el humo de los cigarros. Gracias a Dios que ya no se puede fumar en los bares —dice Adalberto—. Aquí el que no tiene una cosa tiene otra, pero a todos les gusta fumar.

—¿Usted fuma? —me pregunta José Daniel.

—No.

—Mejor. Fumar es de débiles de carácter que no saben qué hacer con las manos y por eso las tienen ocupadas en los cigarritos de los cojones y de paso nos los tocan a todos los demás con su humito y sus enfermedades.

Pienso:

«Menuda pieza. Este hombre es oro puro».

Pero digo:

—Bueno, hay que ser comprensivo con las debilidades de los demás.

Me mira como si fuese gilipollas. Seguramente es lo que está pensando. Pero dice:

—Aprovechemos este rato que tenemos, no sea que me muera aquí mismo y no me dé tiempo a decirle lo que le quiero decir.

Adalberto interviene, en voz baja:

—Está obsesionado con la muerte, y tiene una salud de hierro, gracias a Dios.

José Daniel se burla:

—Gracias a Dios, gracias a Dios… Pues menudo Dios, que me tiene impedido en una silla de ruedas, con el azúcar y el colesterol por los cielos, la tensión por los suelos, el corazón a pilas, y los pulmones hechos cisco. Si existiera Dios, no permitiría que gente como yo llegásemos a esta edad y que los jóvenes se murieran como se mueren.

—No blasfeme, don José Daniel.

Parece que le va a contestar una grosería, pero me mira y dice:

—Mi abuela siempre le decía eso a mi padre, que no blasfemase. La vida no cambia nada por mucho que pase el tiempo.

Adalberto se retira a su rincón, saca la Biblia y se pone a leer.

—Es evangélico —me dice José Daniel—. Siempre está rezando —sonríe—. La vejez es una lata, señorita.

—Peor es no llegar a viejo, ¿no le parece?

—No sé qué decirle a eso. Yo no pinto nada aquí desde hace mucho tiempo, y he visto marcharse a gente que hacía mucha falta.

—Eso no lo decidimos nosotros, José Daniel.

—¿Y quién lo decide?

De lejos llega una voz:

—Dios, quién si no.

—¡Coño, Adalberto! ¡No se te escapa ni una!

Se vuelve hacia mí.

—Perdone, señorita, que se nos va el santo al Cielo, nunca mejor dicho —se ríe—. No quiero hacerle perder tiempo, y además, a las once empiezo mi partida de dominó con los amigos.

—Me decía que le sorprendía que los milicianos hubieran matado a José Emilio Almenar.

—Eso es.

—¿Le conoció?

—No mucho. Yo era un crío.

—¿Entonces?

—Pero conocí a mi tío, que era un hijo de Satanás aunque fuera cura, y le dejaron vivir.

—Ya, pero ¿qué es lo que le sorprende?

—Pues que aquí no mataron a nadie, sólo a él.

—Usted sabe, José Daniel, que en muchos pueblos de la Comunidad Valenciana, y de España en general, sólo hubo un muerto, y fue el cura…

—Si no le digo yo que no, pero aquí fueron a asesinar a un hombre, bueno, un crío, que no tenía ni treinta años.

—Veinticinco.

—Pues peor me lo pone. Un niño aún. Y además, todo el mundo parecía apreciarle y todos, de un lado y de otro, lamentaron su muerte.

—Entonces ¿qué es lo que piensa que ocurrió?

—Pensar, pensar… A la gente le gusta hablar, que si estaba liado con una, que si el marido amenazaba con matarle cuando bebía más de la cuenta, que si los sermones a veces eran demasiado rojos para ser un cura, que si no estaba bien que en el pueblo se diese misa en la iglesia y no a escondidas cuando Azaña había dicho que España había dejado de ser católica…

—Sí, todo eso ya lo he oído. Pero dígame qué es lo que le escama a usted.

Se encoge de hombros.

—Yo creo que no le mataron por la guerra. Vamos, que le mataron en guerra pero no por la guerra. Que le tenían ganas, por el motivo que fuera, y aprovecharon que el Pisuerga pasaba por Valladolid para que el crimen quedase impune.

—…

—Creo que fue un accidente, que quisieron meterle miedo, meter miedo a los católicos en general, y se les fue la mano.

—Es usted una joya, José Daniel…

—¿Por qué?

—Hombre, porque tiene una teoría totalmente distinta de la oficial…

—Yo sólo digo lo que creo.

—¿Lo que cree o lo que sabe?

Sonríe.

—Es que… la imagen de una panda de milicianos que torturan y asesinan al cura, me resulta tan ofensiva, tan parecida a la historia que nos han vendido los franquistas durante más de cuarenta años, José Daniel…

—Pero tú, que tienes estudios, que eres joven, sabes mejor que nadie que no fue así.

—No es eso lo que usted me está contando ahora, José Daniel.

—¡Y tú no me escuchas! Yo sólo te digo que se les fue la mano, que fue un error, un accidente. Y, además, es que… ¡es la verdad! En los dos bandos se cometieron barbaridades.

Me cabreo.

—No es así. En la guerra se mata gente, a gente que se lo merece, a gente inocente, a gente que está ahí porque no lo ha podido evitar… Pero es la guerra, es una guerra… Pero lo que hicieron los fascistas, los franquistas, durante cuarenta años de dictadura…

José Daniel refunfuña.

—Estás mezclando dos cosas distintas: la guerra, y que durante la dictadura se aniquilara la memoria de los vencidos y se reparara la situación de las víctimas de su bando mientras que se ignoraba a las del republicano, se las dejaba pudriéndose en cunetas y se hacía polvo su memoria identificándolas con la imagen de asesinos de curas, violadores de monjas, maleantes o borrachos.

—Entonces, estamos diciendo lo mismo.

—No del todo. Mira. Yo he vivido lo que tú has estudiado, y he visto muchas cosas, y he conocido a gente que ha visto más cosas aún que yo, y a estas alturas… Me niego a caer en ese error.

Me estoy cabreando con este pobre hombre.

—Pero sabemos que los excesos en el bando republicano fueron la excepción, mientras que en el bando fascista fueron la norma y en la dictadura elevaron esto a la categoría de mentira histórica.

De pronto, me entra la duda. ¿Y si tiene razón? ¿Y si este pobre viejo, que lo único que quiere es seguir ganando al dominó, tuviera razón?

—Es cierto que hubo excesos, que hubo división interna, que hubo milicianos que no merecieron estar al lado de la República… Entiendo lo que me dice, pero me da tanta rabia, volver otra vez a la eterna historia, el miliciano malo, el cura bueno…

Vuelvo a hacerle la pregunta que ya le he hecho:

—Lo que me ha dicho, José Daniel, ¿es lo que cree, o lo que sabe?

—A esta edad ya no se sabe bien la diferencia entre una cosa y la otra, aunque siempre he pensado que no es cuestión de ser viejo.

—No le sigo.

—Sí, mujer, ¿nunca ha pensado que cada uno vive las cosas a su manera, desde su punto de vista, y luego las recuerda según ese punto de vista, y al final el recuerdo tiene tan poco que ver con la realidad como lo que percibimos en su momento? No sé si me explico…

—Sí, más o menos.

—Que la realidad no es la misma para todo el mundo, eso es lo que digo, que no hay una verdad verdadera, que cada uno tenemos la nuestra, y luego pasamos el resto de nuestra vida con el convencimiento de que estamos en lo cierto con lo que vivimos, sin darnos cuenta de que no es más que una apreciación. ¿Me sigue ahora?

—Un poco más, sí.

—Yo, seguramente porque conocí a mi tío, y vi lo que vi, y escuché lo que escuché, siempre he pensado que a este otro no pudieron matarle sólo por ser cura, porque entonces se hubieran cargado al malparido de mi tío. Con él tuvo que haber algo más, por eso, cuando me enteré de que usted iba a escribir sobre él quise contárselo. Puede que no le sirva de nada.

—Si le soy sincera, nunca se me había ocurrido algo así…

—Ni a usted ni a nadie. Todo el mundo dio por hecho algo que a lo mejor fue así, pero a lo mejor, no.

—…

—Sólo le digo que lo tenga en cuenta, porque las cosas, muchas veces, no son como parecen.

Se hacen las once. Adalberto se levanta, se lo recuerda, y mueve su silla hacia otra mesa, en la que le esperan tres ancianos tan parecidos a él que podrían ser él mismo.

—Es la hora de la partida —me dice José Daniel.

—Vaya —sonrío—. Lo primero es lo primero.

Me despido de él, me pregunto si le veré de nuevo, si será el mejor esa mañana y todas las que vendrán después y se morirá sin que nadie le gane esa partida, cuántas veces dirá ahí va el pito doble, si tendrá razón en esa sospecha que le acompaña desde hace tantos años, si lo que me ha dicho se habrá grabado en la máquina igual que se ha grabado en mi cabeza, y si Carmen querrá verme.

Llego a casa. Compruebo que sí, que la voz de José Daniel está intacta, tal como la he oído durante cuarenta minutos, firme y también temblorosa.

Enciendo el ordenador.

Escribo a Carmen:

15 de noviembre de 2010

Natalia Soler

Carmen: Alguien me ha dicho hoy que las cosas no siempre son lo que parece que son, y creo que tiene toda la razón. ¿Por qué no ponemos en común las dos mitades de nuestra historia, por si conseguimos sacar un todo de nuestras partes?

Enter.

Espero con el ordenador encendido durante toda la mañana.

No hay respuesta.