Carmen

Tiene ganas de ver a Natalia, pero al mismo tiempo, no las tiene. No es que le dé pereza, es sólo que se le atraganta la idea de fijar un día, una hora, un lugar; de pensar en qué va a ponerse, en qué orden le va a contar todo lo que tiene que contar. Lo que le contará lo tiene claro. De hecho, no hace otra cosa que contárselo, mentalmente, como si tuviera delante a su amiga, como si Natalia estuviera sentada frente a ella, en la mesa de un bar, o en el banco de un parque, o en la cafetería de su biblioteca, o en el salón de su casa. En realidad es consciente de que se lo cuenta todo a ella misma, y seguramente por eso le faltan las ganas. A veces lo piensa: no necesito contarle nada a nadie más, sólo quiero contármelo a mí, porque sabe que cuando haya otra persona tendrá que cambiar ese verbo que tanto le gusta (contar) por ese otro que tanto detesta (explicar).

Odia dar explicaciones. Siempre le ha ocurrido. Cuando era pequeña y hacía algo mal y su madre, antes de castigarla, le preguntaba ¿pero por qué no te portas bien?, o cuando fue creciendo y se hizo evidente que no era generosa ni sabía ponerse en el lugar de los demás, sino más bien todo lo contrario, es decir, cuando todo el mundo pudo comprobar que era egoísta y poco dada a empatizar con el resto, o cuando alguien, una amiga, un novio, una compañera de estudios, o de trabajo, se quejaba ¿por qué eres así?, o cuando Javier le echa en cara cualquiera de sus (innumerables) defectos, ella siempre responde:

—Cada uno es como es, o me tomas o me dejas.

Y con eso zanjaba el asunto.

Ella aceptaba a los demás tal como eran, no tenía problemas con eso. Es decir: si le parecían bien, los incluía en su vida. Si no, cortaba la relación. Jamás intentó cambiar a nadie. Le gustaba pensar que era práctica, y que no había nada de malo en eso. No se sentía mala persona. No lo era, en realidad, porque nunca, en toda su vida, había hecho nada malo, ni había lastimado a nadie a propósito. No creía que pensar en primer lugar en ella misma fuera censurable. Estaba firmemente convencida de que si todo el mundo lo hiciera, las cosas irían mucho mejor para todos, y se evitarían disgustos y desengaños, por no hablar de reproches del estilo:

—Con lo que yo he hecho por ti.

O:

—Yo nunca te habría hecho algo así.

O:

—Esto no me lo esperaba de alguien como tú.

Ella nunca le había dicho nada semejante a nadie. Si estaba con alguien, si aceptaba que alguien estuviera con ella, era porque sabía cómo era esa persona, y, lo más importante: porque tenía muy claro qué podía esperar de esa relación.

En clase se acercaba siempre a la que tomaba mejores apuntes porque sabía que eso la ayudaría a sacar mejores notas.

En la facultad se acostó con un profesor, porque estaba segura de que cuando le tocase su asignatura aprobaría sin dificultad.

En el trabajo es amable con sus superiores, aunque no siempre lo es con los usuarios.

Se olvida de los cumpleaños de amigos y familiares.

Si sabe que alguien está enfermo, o ha tenido un bebé, o le han ascendido, o le han despedido, o ha muerto, no se le ocurre hacer una llamada para brindar su ayuda, o para ofrecer una cuna que ya no usa, o para felicitar, o dar su apoyo, o para dar el pésame.

No recuerda la fecha de su aniversario, y si la recuerda, por casualidad, se hace la sueca para no tener que comprar un regalo a Javier.

Nunca envía felicitaciones de Navidad y Año Nuevo, mucho menos SMS que encima le cuestan una pasta.

Suele contactar con la gente sólo cuando necesita algo, ya sea material o intangible.

A cambio:

Nunca se ha enfadado con nadie porque haya dejado de llamarla.

No se le ha pasado por la cabeza sentirse molesta cuando alguien de quien hacía tiempo que no sabía nada le ha pedido alguna cosa que pudiera darle.

Jamás ha dejado de hacer algo (por alguien) porque de repente se acordara de que sentía tirria por esa persona.

El rencor no forma parte de sus sentimientos.

Se sorprende cuando alguien le reprocha su forma de ser, porque ella nunca haría algo así, cuestionar el carácter de otros. Su manera de vivir es más sencilla: me gustas, me quedo contigo; no me gustas, vete de aquí.

Así ha sido siempre, o, al menos, hasta que nacieron sus hijos y descubrió lo que era un amor incondicional. Porque sus hijos no le gustaban. No se lo ha dicho a nadie, ni siquiera piensa contárselo a Natalia cuando la vea, pero mientras sólo se lo esté contando a ella misma, a Carmen López, no puede negar la realidad.

Cuando nació Julián tenía treinta y un años y habían pagado por adelantado un viaje a Estados Unidos y Canadá que en trece días les llevaría a recorrer Nueva York, Washington, las cataratas del Niágara, Toronto, Otawa, Quebec, Montreal y Boston en hoteles de tres y cuatro estrellas con desayuno incluido, pero tuvieron que anularlo porque para cuando el avión fuese a despegar del aeropuerto de Manises ella estaría probablemente a punto de romper aguas.

No fue así, porque Julián no tenía demasiada prisa por nacer y se retrasó hasta la semana cuarenta y dos. Le provocaron el parto, y, después de estar tumbada y sufriendo veintidós horas y treinta y nueve minutos, decidieron hacerle una cesárea. Nació, al final, Julián, que, además, heredaba el nombre de su suegro, al que no podía ni ver. Estaba azulado y sucio. Cuando se lo devolvieron, limpio como una patena, seguía teniendo los rasgos hinchados, como deformes, y no le dio la gana de agarrarse a su pezón para mamar, con lo que tuvieron que darle biberón. A Carmen eso le fastidió, porque formaba parte de su carácter el hacerse planes que le costaba romper. Eso lo sabía desde el colegio. Bueno. No es que antes no lo supiera, pero no lo supo científicamente hasta que en sexto de EGB, lo que ahora viene siendo primero de la ESO, una psicóloga que se llamaba Luisa Estany les pasó un test de personalidad a ella y a todos sus compañeros. Quién le hubiera dicho que a partir de preguntas como ¿prefieres jugar sin nadie o acompañada?, ¿te llevas mejor con los chicos o con las chicas?, ¿te importaría vivir sola?, ¿crees que eres rara de carácter?, o ¿te gustaría tener un perro como mascota?, era posible descubrir los secretos de un carácter en formación, pero cuando le llegó el turno de encontrarse con la psicóloga para que le dijera cómo era ella en realidad, le dijo que estaba dotada con una gran imaginación y un gran talento para las matemáticas, pero además añadió:

—No vas a tener problemas en llegar a donde quieras, porque tienes una forma de ser fuerte y constante. Sabes que sólo a base de esfuerzo conseguirás tus metas, y no te importa sacrificarte a cambio de lograrlas.

Siguió mirando sus apuntes.

—Eres muy estricta y disciplinada, sabes acatar las órdenes de los demás y las tuyas propias, pero no puedes soportar que a mitad de camino te cambien un plan. Por ejemplo, aunque te moleste, aunque no te apetezca, eres capaz de asumir que vas a pasar una semana entera pintando una valla de color verde, pero no tolerarás que el martes te digan que tienes que cambiar el color y que por ese cambio sólo vas a trabajar un día y no los siete que te habían dicho.

Así que, con la ciencia de su lado desde veinte años antes, a Carmen le molestó sobremanera no darle pecho a su hijo, porque ya se había hecho otra idea, aunque gracias a eso pudiera hacer dieta para recuperar su peso, dormir más porque Javier podía darle el biberón de las seis de la mañana, o marcharse de fin de semana sin preocuparse por nada. No le gustó, su hijo.

Y además, no le gustó porque lloraba como un condenado; porque tuvo cólicos hasta después de cumplir un año, a pesar de que todo el mundo le decía que a los tres meses acabarían pasando; porque cogió todas las enfermedades posibles y pasó la mayor parte de su baja maternal entrando y saliendo del hospital; porque no aceptó la guardería y tuvieron que contratar a una canguro para que ellos pudieran trabajar; porque… La lista era larga, interminable. No es que no le quisiera, porque quererle le quería más de lo que recordaba haber querido a nadie en este mundo. Sólo que no le gustaba. No era sólo por el crío. Es que no le gustaba tener a alguien dependiendo de ella en todo momento, buscándola, necesitándola, alguien para el que siempre tuviera que estar dispuesta, a cualquier hora, cualquier día, para toda la vida. Justamente ella, que ni siquiera podía confiar en sí misma, que no había sido de fiar para nadie, mucho menos para quienes más la habían querido y a quienes más había traicionado, no con traiciones grandes, sino con pequeñas mezquindades, con la excepción de Javier, que se había llevado siempre la peor parte aunque ni se lo imaginara.

Se sentía mala persona, mala madre, mal ser humano, y eso hacía que se disgustase más aún con la vida. Hacía esfuerzos por reconciliarse con ella, con la vida misma, porque se daba perfecta cuenta de que también disfrutaba mucho con el niño, con la familia que estaban creando, por ejemplo cuando iban juntos al cine y sentaban a Julián en medio de los dos, con una caja gigante de palomitas, y ellos se quedaban dormidos, y se despertaban cuando los títulos de crédito de Rugrats en París aún no habían acabado o cuando Julián les pedía pis o cuando los ronquidos del otro espabilaban al que tenía el sueño más ligero (ella, por lo general), o cuando la película estaba a punto de terminar, pero, por más que se esforzaba, no podía evitar sentir un cierto rencor hacia el hijo y hacia el padre por haber terminado con su vida. Porque era eso lo que le dolía, lo mismo que con la lactancia materna, haberse hecho unos planes y tener que cambiarlos. ¿Cuáles eran sus planes? Nada del otro mundo, lo normal, salir, ir al cine, a cenar, tomar copas, tener sexo de manera habitual, viajar, estudiar, trabajar, dormir, estar delgada, mantener su capacidad de concentración, no llevar la ropa permanentemente manchada de vómito, que no se le cayera el pelo, poder llevar pendientes largos sin que su hijo le desgarrase el lóbulo de la oreja al estirárselos, estar contenta, en fin, ese tipo de cosas de las que le privaba su hijo.

Luego le miraba y se sentía una perra, porque le quería, era la verdad, y se hacía el ánimo de ser de otra manera, como esas madres con las que se encontraba en el parque, o en la puerta de la guardería, y estaban encantadas de la vida y hablaban como si ellas tuvieran uno, dos, tres años, y decían chachi y chupi y guarde y cole y bibe y chupe y cuchufleta y pirindola y se referían a sí mismas como mami y llamaban papi al padre de la criatura y, si el niño o la niña se caía, salían corriendo y exclamaban:

—¡Cachis! Columpio malo, malo, malo.

Y fingían que le arreaban una torta al tobogán:

—¡Toma, toma, toma!

Y soltaban una risa estúpida mientras le limpiaban los mocos a la criatura que no paraba de llorar, seguramente por el bochorno de tener una madre así que se mostrase al mundo sin rubor, y no por el mínimo daño que se pudieran haber hecho al resbalarse.

Todavía andaba con esa particular lucha interna por acomodarse al cambio vital el día que Javier llegó a casa con un regalo adelantado por su cumpleaños.

—En septiembre nos vamos al Caribe —anunció.

—¿Al Caribe?

—Al Caribe, sí.

—… —(incredulidad).

—¿Y eso?

—¿Quién cumple los años el 7 de septiembre?

—¡Yo!

—¿Y qué más motivos quieres para irnos?

—Pero… ¿y el niño?, ¿y el trabajo?

—Ya está todo arreglado. Más adelante nos cogeremos esas dos semanas de septiembre, que nadie las quiere, porque todo el mundo prefiere agosto. Y mis padres se vendrán a casa diez días para quedarse con nuestro cachorro.

—Pero Julián empieza el colegio entonces, no es buen momento para irnos…

—Nos iremos a finales de mes, cuando el niño ya se haya adaptado.

—Pero…

—¡Ya basta de peros! ¿Es que no quieres pasarte nueve días tumbada al sol, vuelta y vuelta, y ocho noches durmiendo de un tirón después de haber hecho el amor salvajemente con el sonido de las olas como único sonido y no con el berrido de nuestro querido niño que se despierta cuando menos lo esperamos?

—… —(beso apasionado).

—¿Entonces?

—… —(beso apasionado).

—¿Te parece bien?

—… —(beso apasionado)—. ¡Vámonos hoy!

—… —(beso apasionado)—. No puede ser, tendremos que esperar para darnos ese homenaje.

—¡Pero aún faltan más de nueve meses!

—Las mejores cosas se hacen esperar, lo dice todo el mundo.

—… (beso apasionado).

—… (beso apasionado).

Y así, beso apasionado va, beso apasionado viene, se quedaron sin viaje al Caribe porque en las fechas en las que Carmen debería haber andado preparando las maletas con biquinis, pareos y cremas bronceadoras y antimosquitos estaba en un quirófano de la Casa de la Salud, empujando, llorando, maldiciendo y sufriendo para parir al segundo de sus hijos, que se llamó Álvaro porque a Julián le encantaba el nombre y prometió que si su hermano pequeño se llamaba así, le cuidaría y no le pegaría y le enseñaría cuáles eran los mejores dibujos animados.

Álvaro no lloró, durmió la noche entera desde los dos meses, aceptó la teta de su madre sin rechistar y se cambió al biberón cuando ella se tuvo que reincorporar a la biblioteca, y devoró la papilla de frutas desde la primera cucharada, y así hasta el día de hoy, pero ella siguió con esa desazón, con esa sensación de que la vida que tenía no era la que quería, y ese sentimiento se multiplicaba por diez, o por más, cuando le sobrevenía un instante de sinceridad y tenía que reconocerse a sí misma que, en realidad, nunca tendría esa vida, la que quería, porque ni siquiera sabía cuál era la vida que quería vivir.

O sí, pero no se atreve. Y eso sí que no quiere contárselo a nadie, y mucho menos a ella misma.