El veinte de mayo de 1944, Antonio Almenar subió la escalerilla del Franconia. Era un buque de pasajeros italiano que había sido apresado por los aliados poco antes, y que, a ellos, acostumbrados a vivir en el desierto, les parecía un lujo. Disponían de camarotes para los pasajeros, hamacas en las cubiertas e, incluso, salones de juego, aunque Antonio apenas si pudo disfrutar la travesía, porque se pasó todo el viaje vomitando en cubierta, mareado perdido. Lo primero que le viene a la cabeza es eso, el mareo. Y también que el día que embarcaron hubo una plaga de saltamontes en el puerto, y los insectos se colaron por todos los rincones, en los coches, en el barco, en la ropa, en los petates, y muchos se acordaron de las plagas bíblicas, pero no se atrevieron a decirlo en voz alta por temor a que los demás se rieran de ellos.
Pero lo que más recuerda Antonio de ese viaje que duró once días y que a punto estuvo de terminar de mala manera cuando se cruzaron con un submarino alemán, fue la emoción de ver España cuando el barco pasó por el estrecho de Gibraltar.
Alguien gritó:
—¡Mirad! ¡Si se ve Sierra Nevada!
Y todos corrieron hacia las barandillas para ver, a lo lejos, los picos nevados. Algunos lloraron un poco. Otros se pusieron a silbar el himno de Riego. Todos sintieron que estaban cerca, más cerca, cada vez más cerca. Antonio, de forma instintiva, se tocó con la mano la bandera republicana que llevaba cosida en el hombro. Se la había dado Amado Granell, junto a otras más grandes, que colocaron en cada uno de los carros de combate.
El barco atracó en la desembocadura del río Clyde, en Greenock. Al abandonar la nave, ninguno sabía que dos meses más tarde desembarcarían en las playas de Normandía, librarían batallas épicas en Alençon o Écouché, recorrerían en un solo día los doscientos diez quilómetros que les separaban de París, serían los primeros en entrar en la ciudad para liberarla, y también los últimos en penetrar en el Nido del Águila, el refugio de Hitler en los Alpes.
Muchos eran, también, quienes después de seis meses de entrenamientos en Marruecos, desconocían el destino final, dónde les había llevado ese viaje que comenzó días atrás, pero que, en realidad, para cada uno de ellos había empezado años antes.
Antes, en Jerez de la Frontera, en Canarias, en Barcelona, en Asturias, en Valencia.
Antes, en España.
Antes, en Francia.
Antes, en África.
Los alemanes habían ocupado París el 14 de junio de 1940, tras una guerra desigual y desastrosa. Tres días después, el mariscal Pétain anunció un armisticio entre el Tercer Reich y el gobierno francés que se firmaría el 22 de junio en un vagón de tren estacionado en Rethondes. No era un vagón cualquiera. Era el mismo en el que el 11 de noviembre de 1918 se firmó el tratado que puso fin a la primera guerra mundial, perdida por los alemanes. En ese mismo escenario, Hitler quiso representar no sólo la derrota de Francia, sino lo que él creía que sería el fin de Europa, e incluso del mundo, tal como se conocía hasta ese momento.
Se trataba de un texto breve, que en sólo veinticuatro artículos entregaba en bandeja el sesenta por ciento del territorio y los refugiados que se encontraban en él. Obligaba a los franceses de la zona ocupada a colaborar con el ejército alemán en aquello que se les requiriese y, al gobierno, al mantenimiento del ejército alemán, pagando una media de cuatrocientos millones de francos diarios. En la zona libre quedaba un ejército compuesto por cien mil hombres privados de armamento pesado y de aviación de guerra. Allí se situó el general De Gaulle, quien desde Inglaterra advirtió a los franceses:
—Esta guerra no se limita al territorio de nuestro país. Esta guerra es una guerra mundial.
Y, a continuación, arengó a los franceses libres:
—¿Ha sido dicha la última palabra? ¿Debe desaparecer la esperanza? ¿La derrota es definitiva? ¡No! Francia ha perdido una batalla, pero no la guerra.
El capitán Philippe François Marie de Hauteclocque fue uno de los primeros en acudir a su llamada para ponerse al servicio del ejército de la Francia Libre. Dos meses más tarde, el capitán Hauteclocque había desaparecido bajo la identidad del comandante François Leclerc y el 6 de agosto volaría hacia África con la orden de comenzar la liberación de Francia recuperando su imperio.
Muchos españoles que se habían enrolado en la Legión Extranjera, se unieron al movimiento de la Francia Libre, y en pocos días consiguieron dominar más de dos millones cuadrados de territorio y tres millones de habitantes, desafiando a las tropas superiores en número, al tiempo, a los cocodrilos y a los mosquitos. Camerún, el Congo y el Chad pertenecían a la Francia Libre liderada por Leclerc, mientras que en la madre patria los franceses se plegaban a las exigencias alemanas y entregaban a los refugiados a Hitler y a Franco.
Esto fue lo que le ocurrió a Lluís Companys, el último presidente de la Generalitat catalana antes de la guerra:
No quiso huir de Francia cuando se firmó el armisticio porque no había perdido la esperanza de reencontrarse con su hijo desaparecido en la confusión de un bombardeo, aun sabiendo que con eso ponía en serio peligro su vida, y fue apresado por Pedro Urraca, un terrible cazador de rojos que actuaba con el sobrenombre de Unamuno y que llevó a la Gestapo hasta Companys en agosto de 1940.
Unamuno —es decir, Urraca— trasladó personalmente a Companys hasta la prisión de La Santé, en París, le interrogó y allí mismo le comunicó un destino que se cumpliría en España dos meses después. El 15 de octubre de 1940, el presidente caía abatido por las balas frente al pelotón de fusilamiento en los muros del foso de Santa Eulàlia, en el castillo de Montjuïc.
Companys se enfrentó a los verdugos sin venda en los ojos y sin zapatos, pues quiso morir mirando de frente, no a sus asesinos, sino a la luz pura y limpia del alba de su país y pisando su tierra, y sus últimas palabras sonaron altas y claras antes de que los fusiles dispararan su carga mortal:
—Assassineu a un home honrat[8].
Y aún le dio tiempo a añadir una frase premonitoria:
—Tornarem a lluitar, tornarem a patir, tornarem a vèncer[9].
Fue enterrado en la fosa común de la Pedrera de Montjuïc.
Pedro Urraca también vigiló a Manuel Azaña con la intención de llevárselo a España para que los militares le dieran lo suyo, es decir, para que le fusilaran, y con ese propósito le siguió hasta su último refugio, el Hôtel du Midi, en Montauban. Allí, las complicaciones de una gripe mal curada y graves problemas cardiacos, junto a la tristeza infinita de ver en qué se había convertido su patria, se adelantaron a los planes de Unamuno.
Ya que no podían enterrarlo en una fosa común, como hacían con todos sus enemigos, los franquistas obligaron a Pétain a no permitir que Azaña fuese sepultado con honores de Estado, y exigieron que su féretro quedase cubierto por la bandera roja y gualda, y no por la de la República. Pero, con todo y con eso, tuvo su homenaje, aun después de muerto, y en la habitación del hotel presidió su velatorio, orgullosa, la bandera tricolor. Cuando la comitiva salió a la calle, su escolta, Juan Gregory de Valdés, cubrió el ataúd con los colores de México, y guardó la bandera española sin saber que lo haría, guardarla, durante sesenta y ocho años, y que de vez en cuando la haría ondear en el balcón de su casa sin que sus hijos supieran cuánto significado tenía para él ese trozo de tela roja, amarilla y morada, hasta que por fin, podrían devolverla a España con los honores que no tuvo quien fue su presidente.
Unamuno fue quien comunicó, contrariado, el fallecimiento de Azaña al gobierno de Franco, al que la muerte natural del ex presidente le arrebató la oportunidad de ajusticiarlo tal como le hubiera gustado.
Conocedores o desconocedores de estos detalles, quién sabe, decenas de españoles, obligados por las circunstancias a formar parte de la Legión Francesa, desertaron de las órdenes de Pétain y recorrieron el desierto para unirse a Leclerc. Antonio Almenar era uno de ellos.
Dos años más tarde, las tropas de la Francia Libre ya habían conquistado importantes plazas africanas, como el oasis de Kufra, arrebatado por dos centenares de soldados a un destacamento italiano compuesto por tres mil hombres que creyeron durante los combates que su enemigo era más numeroso que ellos mismos y que cuando se rindieron a un puñado de legionarios harapientos, descalzos y prácticamente sin armas, no daban crédito a lo que estaban viendo. Antonio Almenar era uno de ellos.
A Kufra le siguió Fezzan; a Fezzan, Trípoli; a Trípoli, Túnez; a Túnez, Gabès, la primera ciudad francesa en ser liberada que recibió entusiasmada a los soldados. Antonio Almenar era uno de ellos.
Los aliados desembarcaron entonces en África, la Francia Libre se unió a ellos y en Argelia se creó el Cuerpo Franco, un batallón regular destinado a combatientes no franceses y que estaba formado en gran parte por españoles. Antonio Almenar era uno de ellos.
El primer combate fue contra el Afrika Korps, compuesto por tropas alemanas e italianas, en diciembre de 1942 en Túnez. El último, en mayo del 43, cuando conquistaron el puerto y la ciudad de Bizerta.
El general Leclerc anunció entonces la creación de una División Blindada para luchar con las tropas aliadas en Europa. Antonio Almenar era uno de ellos.
Los españoles formaron la novena compañía de la División Blindada creada por Leclerc. Por eso se la conocía como «la Nueve» o «la Española». La mayor parte de los españoles eran socialistas, anarquistas, del POUM catalán o apolíticos hostiles a Franco, junto a muy pocos comunistas, mientras que otros simplemente llegaban como desertores de campos de concentración marroquíes y argelinos. En Marruecos, la División recibió armamento procedente de Estados Unidos, como por ejemplo:
160 tanques M4 Sherman.
280 blindados semioruga, half-track, M3 y M-8 Greyhound.
Camiones Dodge, GMC, Brockway, Diamond y jeeps.
Los españoles decidieron, en asamblea, bautizar a cada uno de sus half-tracks: Don Quichotte, Los Cosacos, Madrid, Guernica, Ebro, Guadalajara, Teruel, España cañí (más tarde rebautizado como Liberation) o Santander. Amado Granell entregó a cada uno de los vehículos una bandera republicana. Con ellas liberarían París un año más tarde. Antonio Almenar era uno de ellos.