Natalia

Nunca nadie se ha enamorado de mí. Lo pienso muchas veces. Algunas me pone furiosa. Otras, me entristece pero, en general, hago como que me da lo mismo. He aprendido a no preguntarme qué es lo que hay de malo en mí, qué es lo que hace que nadie se acerque lo suficiente como para quererme, qué hago mal, por qué otras personas evidente y objetivamente peores que yo tienen a alguien que las adora por encima de todas las cosas. Tengo ejemplos a montones:

Mi prima hermana, Antonia. Lleva diecisiete años casada con Fabián, un argentino que llegó sin papeles y que los consiguió a través del matrimonio. Ella era una mujer guapa, inteligente, activa y llena de proyectos, pero se quedó embarazada a los dos meses de una boda que, en principio, sólo se había realizado para que a él no le mandasen de vuelta a un país en el que no tenía donde caerse muerto. Tuvo gemelos, Claudio y Marcelo. No recuperó el peso ni el buen humor, porque los niños se llevaban toda su energía y todo su tiempo. Cuando los pequeños tenían año y medio, volvió a quedarse embarazada, esta vez de una niña, Edith Naomi, y renunció definitivamente a trabajar porque la niñera les costaba más de lo que ella ganaba. Fabián, que escogió los nombres de los tres niños y enseñó a mi prima a cocinar comida criolla, montó un negocio de representación artística para las fiestas patronales, en verano, de esas que lo mismo te llevan a Los Pecos que a David Civera a cantar a la plaza del pueblo, según el dinero del que dispongan los festeros. Mi prima se quedaba siempre en casa, con los críos. Y en verano, Fabián los empaquetaba al apartamento de Cullera para que estuvieran frescos mientras él se pasaba esos tres meses trabajando sin parar. O eso le decía a su mujer. La realidad era que estaba liado con una de las vedettes del espectáculo, que se llamaba (y se llama). Encarna pero se hace llamar por su nombre artístico, Trudi (de Trudi Ventura). Antes lo había estado con Lina Lirio, Greta Monroe, Licia Rey y Mary Monty. Cuando ella se enteró, Fabián le pidió perdón y aprovechó para explicarle lo de todas las demás. De paso, le dijo que no estaba enamorado de ella, pero que, si ella le perdonaba, nunca la dejaría porque para él tener una familia era lo primero. Ella le perdonó, y él, en un alarde de sinceridad sin precedentes, le anunció su intención de seguir estando con otras mujeres, porque era su naturaleza. Antonia siguió con él, porque le quería.

José Manuel Guzmán, un compañero de la facultad, estuvo enamorado de Ana Valiente desde el primer día de carrera hasta la fecha, que se sepa. Ella es una cretina engreída que se creía que por ser guapa iba a triunfar en la televisión, y estaba en lo cierto, porque en tercero empezó a presentar la desconexión de los informativos de Televisión Española y antes de acabar el curso ya daba las noticias en Canal 9 los fines de semana; de ahí pasó al telediario de las nueve y, a continuación, la fichó Antena 3, donde se encargó de conducir magazines, concursos y programas especiales, y ahí sigue. La fama no la ha transformado porque ella ya era suficientemente estúpida antes, así que nosotros, los amigos, en general, y José Manuel Guzmán, en particular, no notamos grandes cambios. Durante los primeros años, se enrollaron varias veces, cuando ella no tenía otra cosa mejor que hacer. Luego, cuando se hizo popular y empezó a ganar tepés de oro y demás, a José Manuel se le acabó la suerte. Nunca ha tenido pareja. Si le preguntas por qué, te dice que porque sigue enamorado de ella. Si le preguntas por qué, te dice que porque es maravillosa. Si le preguntas por qué, la conversación termina en este punto: no me toques los cojones, ya te he dicho que la quiero.

Andrés Rambla, que no era mi amigo pero le conocía porque solía entrevistar a algunos de mis clientes en Comunicarte, supo que su hijo pequeño no era su hijo sino de su hermano cuando su mujer y su hermano le dijeron un domingo, en la sobremesa de la paella familiar, que estaban enamorados, que llevaban años amándose en secreto, que se habían dado cuenta de que eran jóvenes y merecían ser felices. Andrés, profundamente enamorado de su mujer y sin fuerzas para enfrentarse a su hermano, no tuvo mejor idea que la de llamar la atención y dar pena y quiso suicidarse con unos cuantos barbitúricos mezclados con whisky, convencido de que le descubrirían antes de que las pastillas le hiciesen efecto, si es que se lo hacían, porque había tomado muy pocas, pero perdió el equilibrio, se resbaló, se cayó, se golpeó la cabeza con el pico de una mesa y murió. Lo último que le dijo, antes de lo de las pastillas, fue que se lo pensara bien, que podían seguir juntos, que la quería.

Isabel Montesinos, mi vecina, llora casi todas las noches porque su novio, que vive en Sevilla, no la llama nunca y cuando ella le llama no tiene tiempo para hablar, y cuando él viene a verla no duermen ni ellos ni yo, porque su dormitorio está pared con pared con el mío y se pasan la noche follando como locos. Ella le dice que le quiere y él no suele contestar, y, a veces, la oigo protestar: ya sé que me deseas, me gustaría saber que me amas, y se pelean porque a él no le gusta que le fuerce una declaración. Las peleas, cuando están juntos, siempre acaban en la cama, con su cabezal dando golpes contra mi tabique. Y cuando no están juntos, a veces él nos despierta a las cuatro de la mañana, porque acaba de volver de fiesta y está cachondo y le apetece tener sexo telefónico, y lo tenemos, los tres. Una vez ella le dijo: me tratas como a una puta, para variar podías tratarme como tu novia, y él le contestó: si sólo tienes quejas de mí, no sé por qué sigues conmigo. Y ella le dijo: porque te quiero.

Anna Sena, amiga de una amiga, lleva cinco años liada con un hombre casado. En este período de tiempo, la mujer de él se ha quedado preñada tres veces. Dos embarazos han llegado a término y uno se ha malogrado por el camino para disgusto de los futuros padres, pero Anna ha tenido que abortar dos veces en una clínica porque a él no le gusta hacerlo con preservativo y no quiere tener hijos fuera del matrimonio. Siempre le está prometiendo que se va a separar, pero no sólo no lo hace sino que desaparece cuando menos se lo espera para llevar a sus hijos a EuroDisney, a su mujer a las Seychelles, o para irse de caza con sus amigos, y cuando ella le presiona para que regularice su situación, él amenaza con dejarla a ella, y ella recula y le pide por favor que no la abandone, porque le quiere.

Mi madre no deja que su novio, el dominicano, suba amigos a casa, ni que beba cerveza en la botella, ni que vaya al fútbol, ni que tenga el mando de la tele porque en su casa, dice, manda ella.

La dueña de la bodega donde compro el vino no permite que su marido atienda a las clientas que aparentan tener menos de veinticinco años, y si lo hace, le echa unas miradas que nos avergüenzan a todos.

La otra noche fui a cenar a un vegetariano de la calle San Ramón, detrás de mi casa, y una chica se puso a gritarle a su pareja porque le había llenado más de la mitad la copa de vino. Le dijo eres un burro que no tiene ni idea de protocolo, como si en lugar de en un restaurante de barrio con manteles de papel a cuadros estuvieran en El Bulli. Él le pidió perdón. Ella estuvo malhumorada toda la cena.

Una vez, en la cola del cine, vi cómo un hombre llamaba estúpida a la mujer que le acompañaba porque se había dejado el bolso en el coche. Si me rompen el cristal me lo pagas tú, y ella respondió claro, claro.

Otro día escuché una conversación en el metro. Una chica que no era especialmente guapa le contaba a otra por teléfono que no sabía cómo cortar con su novio, que era buen chico y la trataba muy bien y tenían buen sexo, pero que era feo con avaricia y además no pronunciaba las erres, y la avergonzaba mogollón. Hubo un silencio que yo interpreté con una pregunta de la otra (¿y por qué no le dejas?), y ella volvió a hablar y dijo porque cuando se lo sugiero se pone a llorar como un crío y me dice que me quiere más que a nadie y me da como pena dejarlo.

Podría seguir, pero mejor paro. Lo que quiero decir es que yo nunca le he hablado mal a nadie en público ni tampoco en privado, porque soy seca, pero no maleducada. Mis amigos, alguna vez, me han dicho que parezco prepotente, soberbia y algo pedante pero que al poco de conocerme cualquiera se da cuenta de que no es más que una pose, una coraza para protegerme quién sabe de qué, o por qué.

No tengo muchos amigos. Unos cuantos nada más, casi todos de la época de la facultad y alguno que se ha ido añadiendo por el camino, no sé, de un curso de inglés, de la vez que más tiempo duré apuntada en el gimnasio, de vernos por el barrio, pero casi todos se han casado, o se han emparejado, y han tenido hijos, o se han ido a vivir fuera o el trabajo les absorbe.

Ahora que están empezando a separarse, tengo más vida social. Mis amigas, que llevaban años sin llamarme para salir con la excepción de la comida de Navidad, quedan conmigo cuando los hijos les tocan a los ex, y vamos al cine, o a cenar, o al cine y a cenar, o a tomar una copa por el Carmen. En general, me usan como paño de lágrimas. No me importa. Para eso están los amigos. A veces me canso de oírlas, pero no es culpa de ellas, no saben que cada sábado salgo con una distinta y todas me cuentan lo mismo: que si echan de menos a los críos cuando se los lleva, que si también están mejor porque encuentran más tiempo para ellas, que si él está con otra, que si ya estaba antes, que si es un cabrón, que si es un hombre maravilloso, y lloran y luego van al baño para recomponerse el maquillaje, y vuelven como si no hubieran llorado, y entonces hablamos de cualquier otra cosa, y tratamos de enderezar la noche, y eso me enternece, me enternece ese esfuerzo por aparentar que las cosas van bien, porque eso es lo que mejor se me da: aparentar que nada me afecta, que puedo con todo, que todo está en orden.

Mis amigos, los separados, me llaman menos para salir. Ellas dicen que es porque los tíos, cuando se separan, lo único que quieren es tirarse lo primero que se les pone por delante, y es verdad, porque una noche cené con Lorenzo Prieto, que lo ha dejado con su mujer después de nueve años de casados, y acabamos en mi casa, pegando un polvo que no pasará a la historia de los polvos, porque él se confundió varias veces de nombre, ninguno el de su mujer, que se llama Lola, y me llamó Andrea, Julia, Rosa e Isabel, y como había bebido le costó Dios y ayuda penetrarme, y estuvo torpe y yo, en esas circunstancias, tampoco me concentré. Se quedó a dormir, y por la mañana me dijo, avergonzado, que lo que había pasado era culpa del alcohol, que me apreciaba y me respetaba y me pedía por favor que olvidara esa noche desastrosa. Le dije que sí. No he vuelto a verle.

Si hago memoria, casi todas mis experiencias han sido así, más o menos. No me refiero a que sólo me haya acostado con borrachos que al día siguiente se arrepienten: es que todas han sido penosas.

La primera vez tenía veintidós años. Él se llamaba José Antonio. Fue un desastre. Volví a verle, pero no tuve nada más con él.

La segunda, dos años más tarde, en el viaje de fin de curso de carrera, en la playa de las Américas. Él era camarero. Sabía lo que hacía. No volví a verle.

La tercera, con un compañero de trabajo, un verano que fui becaria. Hubo una cena de despedida. Bebimos. Lo hicimos en el coche. Fue incómodo y rápido. No volví a verle.

La cuarta. La cuarta duró varios meses, casi un año. Él estaba casado, y me juró que dejaría a su mujer. Lo hizo, pero no por mí. Se separó para irse a vivir con su primer amor, con la que se reencontró una mañana, por casualidad, en El Corte Inglés. Así que, aunque sexualmente fue de lo mejor que me ha pasado, podemos concluir que fue un desastre, entendiendo por desastre el hecho inequívoco de que nunca me quiso.

La quinta fue Lorenzo.

Tengo cuarenta y dos años y sólo he estado con cinco hombres. Lo más romántico que nadie ha hecho por mí ha sido preguntarme si quería un vaso de agua después de hacer el amor y traérmelo sin esperar mi respuesta. Nunca me han querido, nadie nunca se ha vuelto loco de amor por mí y me pregunto si yo habré estado enamorada alguna vez. Me pregunto también si es que no me lo merezco, si hay algo en mí, dentro de mí, que hace que la gente mantenga conmigo una distancia de seguridad para no acercarse demasiado, o si es que soy yo misma quien les aleja. Sólo ha habido dos personas a las que no les importó estar tan cerca, tocarme, permitirme que les tocara. Una fue Carmen. La otra, Antonio Almenar.