José Emilio

José Emilio Almenar vivió con intensidad los días previos al estallido de la guerra civil. Los años previos, mejor dicho. Aunque no creía en las premoniciones, o, al menos, no en las premoniciones de los hombres normales y corrientes (y él se consideraba uno de ellos, a pesar de vestir con sotana y alzacuellos), estaba convencido de que las cosas no podían seguir por ese camino. Y eso que él, en secreto, se había alegrado de la llegada de la República, aunque no les había votado porque no tenía edad, y había salido a la calle a festejar, o a ver cómo festejaba la gente, el fin de la monarquía, de la opresión, y la llegada de la esperanza, de la justicia y la modernidad. Se coló entre la multitud que enarbolaba banderas tricolores, orgulloso de lo que estaba viendo a pesar de que no agitó nada ni cantó el himno de Riego, mucho menos cuando escuchó lo que la letra anunciaba: si los curas y frailes supieran la paliza que se van a llevar subirían al coro cantando libertad, libertad, libertad.

No le hizo gracia ninguna, y quizá fue ese el primer momento en el que pensó que las cosas no acabarían saliendo como auguraba ese día de fiesta, ese día de primavera, en el que todo parecían promesas de felicidad, y los hombres cantaban y las mujeres bailaban y los niños correteaban por las calles a la manera de los niños, felices de ver la felicidad, contentos por compartirla, pero sin saber demasiado bien qué era lo que se estaba celebrando.

¿Y qué era lo que se celebraba? A José Emilio le parecía que era la ilusión por las cosas que cambiaban. En ese momento, nadie podía saber que dos años después el informe del fiscal de la República diría que en ese período se habían producido más de quince mil huelgas, que el terror acabaría campando a sus anchas y que quienes prometían justicia terminarían siendo también injustos, y, como no lo sabían, de lo que se alegraban era de ser libres, de que ya nadie mandara sobre ellos, de que las mujeres fueran a tener los mismos derechos que los hombres, de que todos los niños pudieran ir a la escuela, porque la educación les daría la posibilidad de tener un futuro mejor, más digno, y el hijo del campesino, o del carbonero, o del pastor, no tendría por qué ser campesino, o carbonero, o pastor.

Y se entusiasmaban también porque las niñas no tendrían que ser o costureras o sirvientas o mujeres de sus maridos, y podrían ser maestras, o, ¿por qué no?, médicas, o abogadas, o políticas, y se acabaría el caciquismo, y todo sería de todos, y podrían decir lo que se les pasara por la cabeza sin temor de que se los llevaran presos porque a alguien no le pareciera bien lo que estaban pensando. Algunos también se regocijaban porque la República era el primer paso para acabar con el poder, con el control del Estado, y proclamar la anarquía, y otros, que culpaban a la Iglesia de todos sus males, y estaban entusiasmados porque podrían gritar arengas contra curas, monjas, frailes y otros religiosos, para espanto de José Emilio, que lo único que hacía, aparte de rezar y administrar sacramentos, que era lo que le correspondía como coadjutor auxiliar, era ayudar en lo que podía al que lo necesitaba.

Por ejemplo:

Por las mañanas, cuando acababa el culto en su parroquia (San Miguel y San Sebastián), iba a la Casa de la Caridad, en el Paseo de la Pechina, frente al río Turia, y no se marchaba de allí hasta asegurarse de que todos los pobres sin techo bajo el que guarecerse habían comido o retiraban del ropero algo para abrigarse, y si había niños, se entretenía hablando con ellos y les preguntaba si sabían leer o escribir y, les decía si venís mañana traeré unos lápices, y al día siguiente volvía y llevaba lapiceros y hojas y les enseñaba a escribir sus nombres y al día siguiente les enseñaba otras letras, y así había formado un pequeño grupo de chavales que al menos sabían garabatear que se llamaban Mario Guillem, o Carlos Marzo, o José María Chamorro.

Por las noches, después de la última misa, regresaba de nuevo, ayudaba con el servicio de cenas y no se iba hasta que todos estaban en el catre.

Los pocos domingos que iba a comer a casa de sus padres se llevaba libros de la biblioteca de la iglesia, y hacía correr la voz de que leería a las cinco de la tarde en el patio de la casa, y a su alrededor se arremolinaba la gente, que después de oírle un buen rato leer, por ejemplo, las vidas de los santos, le tendían con timidez un ejemplar de El Pueblo de hacía varios días, o uno de El Mercantil Valenciano, o, muy raras veces, uno de La Libertad, y él los leía y no les decía que en el talego llevaba los ABC de toda la semana junto a una Biblia y un misal, porque sabía que a ellos no les interesaba lo que contase la derecha, que estaban hasta el gorro de la religión y que esa mañana, la mayoría por obligación, ya habían estado escuchando a don Valeriano, que con la República se había desatado y aprovechaba sus sermones para despotricar contra los socialistas, los anarquistas, los cenetistas, los republicanos en general y, sobre todas las cosas de este mundo, contra los comunistas.

Pero hasta que llegaron las quemas de los conventos, un mes después de esa mañana primaveral, José Emilio simpatizaba con ellos, porque prefería que cada uno tuviese un poco a que unos pocos lo tuviesen todo, y estaba secreta y firmemente convencido de que si Dios Nuestro Señor enviase de nuevo a la tierra a su hijo en estas fechas Jesucristo sería comunista convencido porque, ¿acaso no era eso lo que venía a decir el milagro de los panes y los peces? Eso quedaba probado cuando después de hacer el prodigio de la multiplicación, se dirigió a sus apóstoles y les dijo:

—Bienaventurados todos aquellos que han sido perseguidos, que serán perseguidos por mi nombre, porque ellos heredarán la gloria del cielo, bienaventurados aquellos a los que ultrajen, aquellos a los que maltraten y maldigan, porque ellos heredarán la tierra.

Y a continuación, prosiguió:

—Todo lo que deis en mi nombre, aunque sea un vaso de agua, no quedará sin recompensa, porque Dios es justo y misericordioso.

Y además añadió:

—No acumuléis riquezas en la tierra, donde el robín y la polilla las corroen y las corrompen, acumulad riquezas en los cielos, porque donde está vuestro corazón está vuestra riqueza, acumulad las riquezas en el cielo, porque esas son eternamente para siempre.

Y por último:

—Que vuestra mano esté siempre para dar limosna, porque Dios ama tanto a los pobres que no hay palabras que puedan comprender ese amor. No os deis a la avaricia y a la usura, porque eso os hará caer a lo más hondo.

Y también tenía como prueba la Eucaristía. Ay, la última cena. Distinto hubiera sido si se hubiera comido él solo todo el pan y bebido todo el vino, por más que fuera su cuerpo el que iba a ser entregado por ellos mismos para el perdón de los pecados. Pero él dijo:

—Tomad y bebed todos de él porque esta es mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna que será derramada por vosotros para el perdón de los pecados.

Es decir: Jesucristo era perdón y amor, amor por los pobres, por los perseguidos, por los que no tenían nada más que hambre y sed, y él, con humildad, estaba dispuesto a hacer lo que creía que Dios haría si estuviera en la Tierra, esto es, amar, comprender, compartir, consolar, ayudar, perdonar.

Pero con lo de las quemas no pudo. No podía comprender ese odio terrible, por más que él mismo había conocido sacerdotes que no pensaban como él y que quizá no actuaban como él actuaba y que seguramente preferían acumular las riquezas de la tierra, por mucho que el robín y la polilla las corroyeran y las corrompieran y, aparentemente, les importaran bastante poco los pobres a los que Dios (y él mismo) tanto amaban. Haberlos, los había. Él no lo iba a negar. Pero al proclamarse la República, las pastorales de los superiores invitaban a la obediencia al nuevo gobierno, y recomendaban a sus ministros paz y tranquilidad para afrontar la nueva situación. Aun así, al cardenal Segura, que era arzobispo de Toledo y primado de España, lo expulsaron ilegalmente del país, lo mismo que al obispo de Vitoria, monseñor Múgica, porque en sus circulares habían incluido un mensaje de agradecimiento al rey, según decía el ABC.

No le entraba en la cabeza ese ensañamiento, ni comprendía qué motivo podía llevar a ningún ser humano a sacar una imagen de una iglesia, desvestirla, someterla a tocamientos obscenos, escupirla, ahorcarla o quemarla. Cuántas obras de arte se destruyeron, y cuántas se destruirían en adelante. Cuánto le dolía. Pero lo peor de todo ese terror callejero no era que quemasen un cuadro y asustasen a los religiosos, qué va, lo peor, lo peor de todo, era que los grupos violentos asaltaban y quemaban templos, conventos, colegios y asilos a los que asistían únicamente niños y ancianos que no tenían otro sitio adonde ir a educarse o a esperar la muerte, y los dejaban desamparados quienes debían mirar por ellos. Había quien decía, entonces, que lo que los republicanos no podían consentir era que los pobres fuesen amigos de la Iglesia, y también quien sostenía que lo que pretendían era dejar al pueblo sin fe, puesto que un pueblo sin religión era un pueblo fácilmente dominable.

Un año después, Pío Baroja, en los periódicos, se lamentaba:

—En un año de República hemos tenido más muertes que en los últimos cuarenta años de la monarquía.

A José Emilio le dolían todas las muertes, no sólo las violentas, también las tranquilas, las que te pillaban en el campo, o en la cama, o en la plaza, las que venían tras una enfermedad larga y dolorosa, o las que llegaban de repente, las de los mayores y las de los niños (especialmente las de los niños), porque, aunque creía en la vida eterna y en el Paraíso, lo que sabía a ciencia cierta era que aquí, aunque viviésemos en un valle de lágrimas, estábamos bien porque teníamos a nuestro lado a la gente a la que queríamos, y a veces pensaba que cuando estuviésemos en el cielo nos querríamos todos igual, lo mismo a un hijo que a uno que te caía mal en vida, y esa idea no le hacía demasiada gracia. Cuando pensaba esas cosas, se sentía indigno de llevar el mensaje de Dios Nuestro Señor, pero a continuación se decía lo mismo que cuando la boda de Cristina (que Jesús no invitaba a personas perfectas a seguirlo de cerca, sino a hombres y mujeres humildes y honestos, y que él era una vasija de barro que Dios moldearía a su voluntad, etcétera), y entonces se consolaba.

Le dolían todas las muertes, pues, pero las que más daño le hicieron en ese momento, más que las de los mártires que estaban siendo asesinados por los grupos violentos ante la pasividad del gobierno, fueron las de los campesinos de Casas Viejas, en Cádiz, primero porque fue el propio Azaña quien, al parecer, dio la orden; segundo, porque trataron de manipular al pueblo, cayendo ellos mismos en lo que tanto habían criticado, y tercero, porque todos aquellos muertos representaban lo más profundo de la lucha de clases, esa diferencia abismal, marcada a base de años de miseria, de explotación, de injusticia y de poca caridad cristiana.

Poco después, José Emilio Almenar, que leía sobrecogido las informaciones y se había, incluso, comprado el libro que publicó Ramón J. Sender en 1934 titulado Viaje a la aldea del crimen, habría muerto de manera tan injusta como los jornaleros de Casas Viejas.