Me distraigo con facilidad. Me ha pasado siempre, toda la vida. Ahora mismo debería estar redactando las últimas entrevistas. Tengo varios testimonios a los que he atendido por cortesía, porque nada de lo que me han dicho me va a servir, para el libro pero no tengo corazón para decirles que no puedo escucharles, que me hacen perder el tiempo. Van a buscarme al ayuntamiento, y dejan sus teléfonos para que les llame y cuando lo hago me hablan de usted y me invitan a sus casas, y cuando acudo me están esperando con café y pastas, o con coca-cola y patatas fritas, o con horchata y fartons, y si se hace la hora de comer insisten en que me quede con ellos porque casualmente han hecho paella de sobra, por si a última hora tenían un invitado inesperado, y cuando dicen eso, sonríen porque se dan cuenta de que es evidente que pensaban invitarme a comer desde el primer momento. No es que todos estén solos. Algunos tienen mujer, o marido, y aunque sean viudos siempre hay un hijo, un nieto o un sobrino que se pasa de vez en cuando a comprobar que todo va bien. Muchos viven con una cuidadora, boliviana o ecuatoriana, por lo general, que les limpia la casa, les hace la comida, va a por las recetas al médico y a la farmacia y empuja la silla de ruedas, si es necesario, para que les dé un rato el sol en la plaza o en el parque. Están contentos, dicen. No les gusta quejarse, dicen. Pero se quejan. Se acuerdan de sus padres, que murieron en su cama, con todos sus hijos a su alrededor, y piensan que ellos deberían morir de la misma manera. Se sienten afortunados, en todo caso, porque podrían estar en una residencia y en cambio siguen ahí, en casa, con sus recuerdos de toda la vida, aunque sea a costa de pasar tanto tiempo solos o de compartir espacio con una señora que, vale, sí, es cariñosa, pero no sabe dónde está la mitad de las cosas y cocinan de otra manera, no mal, pero de otra manera, que hay que ver lo que les ha costado cogerle el punto a la paella, con lo fácil que es, ¿no le parece a usted? La queja, la que no quieren hacer, siempre es la misma. Y la disculpa, también. Comprenden a sus hijos, que tienen tanto que hacer y que aun así se preocupan por ella, o por él, o por ellos, y que pagan de su bolsillo el sueldo de la asistenta, y que les llaman tres veces al día, como si la llamada fuera un antibiótico que hay que tomar cada ocho horas. Pero es que les tratan como a niños. De eso también se quejan. Como a niños o como a viejos, lo mismo da. Da igual que tuvieran cuatro o que tengan setenta, ochenta o noventa años. Los hijos toman decisiones por ellos, les hablan con condescendencia, hacen y deshacen a su antojo, y, a veces, se llevan cosas de la casa como si ellos ya se hubiesen muerto, cosas sin importancia, una foto, un crucifijo, un vestido de cuando eran jóvenes para que se disfracen sus nietos en carnaval, y estoy segura de que si no fuera porque los han parido y los han criado y los han querido más que a su vida, cuando me cuentan eso, añadirían: hijos de puta.
Les escucho y me enternecen. A mí, que nunca he sido familiar, me salen ahora abuelos por las esquinas. Más de una vez he estado tentada de llamarles por teléfono y de preguntarles ¿qué tal? ¿Cómo les va?, y eso me gusta. Me gusta, sobre todo, el hecho de que me guste. Me siento cómoda con ellos, escuchándoles, diciéndoles que el café está muy bueno, o que es la mejor paella que he probado nunca, o mostrando interés por lo que me cuentan aunque sepa que no lo voy a utilizar. Al principio pensaba que era por educación; luego me dije que era posible que al revisar las cintas me diese cuenta de que en realidad algo de lo que me estaban contando sí tenía interés y en ese momento no me había percatado, pero, al final, comprendí que nada de lo que hacía era gratuito, que todo tenía un sentido, que tal vez era verdad que aquello no iba a servirme para ese trabajo, pero sí sería de utilidad para los que escribiría después. Porque de eso estoy segura: escribiré más, muchos más, cuando termine este libro vendrán otros que seguramente terminarán como este, en el olvido, en el orgullo de mi estantería, pero ahora soy consciente de que los escribiré por el puro placer de escribirlos, al margen de lo que pase después.
¿Qué es lo que me cuentan? Aparte de sus problemas familiares, me explican cómo era la situación en el pueblo antes de que estallara la guerra.
Me dicen que la República trajo la felicidad, o así lo recuerdan ahora, tal vez porque luego todo se emborronó con la guerra, y con lo que vino después, que no fue moco de pavo, todo el mundo expuesto a que alguien les denunciara porque les diera la gana, o porque en realidad sí hubiera habido motivos para el chivatazo, quién sabe, porque te hubiera pillado la guerra donde no tenía que pillarte y te hubiera tocado hacerla con los del otro bando, o porque en verdad creyeras que hombres y mujeres eran iguales, o que la sanidad y la educación eran un derecho, o que había llegado el fin de los días en los que los ricos mandaban sobre los pobres por el simple hecho de serlo.
Recuerdan que el suyo era un pueblo tranquilo, que la gente trabajaba en el campo, que las mujeres jóvenes servían en la capital desde que no eran más que unas niñas.
Me cuentan anécdotas.
Un hombre que se llama Pepe y tiene ochenta y ocho años me dice que en agosto del 1931 fueron a otro pueblo a un concurso de sandías con una que pesaba sesenta y seis quilos con doscientos veinte gramos, y que llevaron la sandía en un carro de madera verde y rojo tirado por un caballo cruzado de árabe e inglés, y que, aunque no ganaron y quedaron en segundo lugar y no tuvieron premio, fue uno de los mejores días que recuerda porque entonces aún no había pasado nada malo y todos eran tan felices nada más que porque tenían una fruta de verano enorme, y que a menudo, después, se ha acordado de ese día, cuando ha tenido muchas cosas que no le han parecido suficientes y ha pensado que nunca valoramos nada de lo que tenemos hasta que ya no lo tenemos, pero esto a usted no le vale de nada, ¿verdad? Y me encojo de hombros y le sonrío.
Otro que se llama Anastasio y que va en silla de ruedas me dice que tiene noventa y un años y me cuenta, y esto sí que me sirve, que al vicario, a don Valeriano, le pusieron una multa de las gordas (no recuerda cuánto) antes de las elecciones de 1933 (no recuerda cuándo) porque desde el púlpito, los domingos, pedía a los parroquianos que se afiliasen a los partidos de la derecha y que se enfrentasen a los republicanos, y que más tarde (sigue sin recordar cuándo), le cayó otra igualmente gorda (sigue sin recordar cuánto) porque volvió a utilizar el sermón del domingo para arengar a los feligreses contra la República, y que ya después, esto sí lo recuerda, cogió sus bártulos y se marchó del pueblo, pero entonces llegó el otro, que era de allí y era un crío y les costaba llamarle de usted porque le conocían desde que nació, y se puso a decir misa como si nada, y pedía calma, y ayudaba igual a unos que a otros, y unos y otros le apreciaban igual (mucho) porque los jóvenes habían jugado con él y los mayores le habían visto jugar con sus hijos, y se comportaba como si en realidad no estuvieran en guerra, de lo tranquilo que parecía todo el tiempo, y que cuando lo mataron todo el mundo se sorprendió y lo lamentó y muchos lloraron y fueron a enterrarlo en sagrado sin que nadie se opusiera, y vino un cura de no se sabía dónde y le hizo un funeral como Dios manda, sin esconderse de nadie, y nadie le hizo nada y le dejaron marcharse por donde había venido, porque el cura muerto era un hombre bueno que no merecía que le pasara lo que le pasó.
Una mujer que tiene ochenta y siete y se llama Dolores y tiene que apagarse el sonotone porque la pila no le funciona bien y se escucha todo el rato un pitido muy molesto, hasta que se lo desconecta, me dice que en 1932 fue con su madre a una charla que daba una señora muy guapa y muy moderna, que fumaba y todo, que hablaba sobre el papel de la mujer en la política y que salió de allí tan impresionada que le dijo que ella de mayor quería afiliarse al Partido Radical Socialista, porque la conferencianta había dicho que Clara Campoamor era de ese partido, y había dicho también que la tal Clara (que ella no sabía quién era entonces y tardó años y años en saberlo después) había sido la mayor defensora de que las mujeres pudieran votar, en contra de quienes pensaban que su voto estaría condicionado por la derecha, por la Iglesia o por sus maridos, y su madre se paró en seco, la miró fijamente y le arreó un bofetón que la dejó seca en mitad de la calle, y luego la abrazó y le dijo: «No vuelvas a decir eso en tu vida, la política sólo nos traerá desgracias, no teníamos ni que haber venido». Dolores guarda silencio un instante, me mira, me hace un gesto con la cabeza como preguntándome si quiero añadir algo, y me lo pregunta de viva voz:
—¿Quieres decir algo?
Le digo que no.
—Si quieres, tienes que tocarme el brazo, o algo, porque con el aparato apagado no te voy a oír.
Insisto y niego con la cabeza.
Continúa.
—Mi madre tenía razón. Al acabar la guerra a muchas de las mujeres que habían venido con nosotras a esa charla las detuvieron, aunque muchas habían ido como si fueran a una excursión y, en realidad, cuando pudieron votar, votaron a la derecha. Pero igual se las llevaron. A mi madre también. La devolvieron con el pelo rapado al cero, y se murió de un ataque al corazón unos meses después, sin que le hubiera crecido el pelo del todo. No sabes cómo le picaba, cuando salía. Estoy segura de que el corazón se le paró por miedo, por miedo de lo que había visto mientras estuvo detenida y por miedo a que se me llevaran a mí. Yo tenía nueve años cuando fui a la charla, y trece cuando acabó la guerra. Nunca me hicieron nada, aunque a algunas niñas más mayores sí que les raparon el pelo.
Le toco el brazo. Se enciende el audífono.
—¿Y qué hizo usted, después?
—…
—Con lo de la política, digo. ¿Qué hizo usted?
—Me afilié al Partido Socialista en el setenta y siete, y fui concejala en el pueblo unos años después.
Sonreímos, las dos, satisfechas.
—Creo que es lo que mi madre hubiera querido.
—Yo también lo creo, Dolores.
Y Dolores se calla, definitivamente, y no vuelve a hablar hasta que le aprieto el brazo para decirle que me marcho. Cuando me voy, Dolores tiene los ojos húmedos. Yo también.
No es por esos ancianos que me retienen en su casa a fuerza de rellenarme el vaso con refresco, pero ahora sé cosas que antes no me permitía saber. No sé cómo las sé, pero ahí están, con tanta fuerza que parece que hayan estado dentro de mí toda la vida.
Sé por ejemplo:
Que siempre he sido una reprimida y una amargada, probablemente porque pensaba que no merecía que me pasaran cosas buenas y que, en cambio, tenía un inevitable poder de atracción para las penalidades.
Que yo misma soy responsable de que llegaran (las penalidades) porque la ley de la atracción había sido creada para mi persona: nadie más que yo era la responsable de que mis pensamientos negativos me trajesen de vuelta ondas negativas.
Que los problemas de los demás no son siempre menos graves que los míos.
Que permanecer dentro de una coraza te libra de muchos sufrimientos pero también te priva de muchas satisfacciones.
Que no merece la pena vivir pensando en los errores que has cometido ni dejar que te consuma el rencor.
Que es importante mantener el aprecio de las personas que te han querido y a las que quisiste.
Que es verdad que si das afecto recibes afecto.
Sé otras muchas cosas parecidas a estas. Seguramente por eso, y porque me distraigo con facilidad, llevo el cursor al botón amarillo de la parte izquierda del documento de Word en el que escribo el texto de mis entrevistas y se reduce hasta desaparecer por la parte derecha, abajo, de la pantalla del ordenador, y luego hago doble clic en la bola del mundo del Firefox que también está abajo, a la izquierda, y abro el Facebook, e introduzco mi clave, y busco los mensajes de Carmen y le contesto al que me escribió hace una semana.
Le cuento el libro que estoy escribiendo. Le digo que no es una novela, sino una especie de ensayo novelado, si es que existe ese género. Le hablo de Antonio Almenar, de su magnetismo, de su fuerza, del efecto que me está causando, y también le escribo sobre José Emilio, sobre su muerte absurda y, hasta ahora, incomprensible para mí, porque según parece nadie le odiaba tanto como para matarlo y fue la única muerte violenta que se produjo en el pueblo durante la guerra. Le digo que me noto más cambiada en estos meses que en los años que llevamos sin vernos, que me siento feliz, satisfecha, que me gusta relacionarme con las personas a las que entrevisto porque son sabias, aunque muchos no sepan hacer la o con un canuto. Escribo que la mayoría de las mujeres no saben ni leer ni escribir y las que saben lo han aprendido hace poco, y que siempre salgo de sus casas con la sensación de que además de enseñarme cosas que me son de provecho para mi trabajo, también aprendo de ellas, con ellas, por ellas, los verdaderos misterios de la vida. Le digo que tengo el síndrome de Estocolmo y pongo entre paréntesis unas carcajadas (jajaja) para que note que estoy bromeando, pero adaptado a la recopilación de testimonios orales, porque no puede ser cierto que una persona como yo, tan fría, tan espartana, se despida de cada entrevistado perdidamente enamorada, y luego pase días pensando en él, o en ella.
Le cuento que de todas las personas con las que me he visto, sólo dos han despotricado contra los asesinos de José Emilio (eran unos cobardes hijos de puta que mataron al cura porque no podían matar a Jesucristo), contra la República (lo que pretendían los republicanos era hacer de España una colonia de la Unión Soviética), contra los socialistas (unos ateos que sólo quieren dar derechos a los maricones y a las mujeres, que son unas putas para que puedan abortar), pero no me han aportado ningún dato que me ayude a averiguar cómo y por qué le asesinaron en realidad.
Le escribo que me sorprende encontrar a tantas personas que recuerdan aquellos años con la memoria distorsionada, como si la guerra no hubiese sido un suceso de tal envergadura. Por ejemplo, le cuento que entrevisté a uno de los niños que estuvieron en las Colonias Escolares de los Huertos. Se llama Mariano Cambronero, y estuvo en Miraval desde el principio hasta que les evacuaron a todos. Llegó a los siete años y salió de allí con casi once. De Madrid a Valencia, de Valencia a Barcelona y de Barcelona a Panazol, un pequeño pueblo de Francia donde sobrevivió a la guerra mundial, pudo recuperar a sus padres, se enamoró, se casó, tuvo hijos y nietos y, prácticamente al final de su vida, se reencontró con todos aquellos recuerdos de infancia porque Panazol y Miraval se hermanaron y todos los años se organizaban intercambios escolares y culturales que le trajeron, de vuelta, a aquellas tardes de verano entre los huertos de naranjos.
Le entrevisto por teléfono, porque el presidente de la Asociación de Hermanamiento me facilita su número, después de repetirme cinco (o seis) veces vaya por Dios, menuda casualidad, menuda casualidad.
Eso es lo que me cuenta, lo que recuerda, no la tristeza de estar separado de su familia, de vivir en guerra, de tener que salir de la cama en pijama a esconderse de las bombas en las acequias de los campos, sino esto otro:
Que estudiaba aritmética, geografía, lenguaje, fisiología o historia general.
Que les enseñaban a dibujar y lo mismo les ponían un botijo delante y les decían: venga, a pintarlo, que les dejaban libertad para que expresaran en el papel lo primero que se les pasara por la cabeza.
Que una vez hicieron una exposición, en Valencia, con los mejores dibujos, y el suyo fue uno de ellos.
Que el cuarto de baño de los chicos era azul, y había unas perchas con el número de cada uno de ellos, y que en las perchas colgaban la bolsa de aseo con los cepillos o la pasta de dientes.
Que su número era el veintisiete.
Que la primera vez que fue al mar casi se murió del gusto.
Que a Valencia sólo fue en dos ocasiones: una a ver la exposición de dibujos y otra, al dentista, y que como el niño que entró delante de él se puso a gritar, él se escapó corriendo y lo atraparon en la calle.
Que les leían cuentos, como Los tres cerditos o La vendedora de fósforos, pero que también les recitaban a García Lorca, a Machado, a Alberti o a Juan Ramón Jiménez.
Que la canción que más le gustaba era una de la que no entendía ni papa, que se la aprendió de memoria y se la enseñó una maestra holandesa.
Que la canción se llamaba Gaudeamus Igitur, y que, a día de hoy, todavía es capaz de cantarla.
Que de merendar les daban chocolate crudo, o leche condensada untada en pan.
Que lo que más les gustaba comer era la carne rusa que venía en lata. Que nunca ha vuelto a probar una delicia semejante, ni la de las vacas lemosinas, fíjese lo que le digo.
Que lo peor era el aceite de hígado de bacalao.
Que había inventado un código con su padre para la correspondencia familiar que se escribían cada sábado: si las letras estaban bien abiertas, era que algo malo pasaba.
Que él nunca, nunca, nunca, dejó sin cerrar ninguna vocal, porque todo lo que allí pasaba era maravilloso.
Que una vez pasó mucho miedo porque fueron tres milicianos a buscar al director, don Miguel.
Que se bañaron en la alberca, y se marcharon de allí de mala manera, porque don Miguel les obligó a irse.
Que al día siguiente les dijeron que el cura, que a veces también iba a verles, había aparecido muerto en una acequia.
Que al siguiente sábado estuvo tentado de dejar abierta una letra.
Que no lo hizo.
Que era feliz.
Le digo a Carmen que uno de los que entrevisté murió unas semanas después y estuve varios días llorando la pérdida. Le cuento que era previsible, que en la grabación se escuchaban los pitos de sus pulmones cada vez que respiraba, que él también sabía que le quedaba poco tiempo, pero que se le veía contento, contento con la vida que había vivido, satisfecho de no haberse dejado llevar por la ira ni por el rencor. Se llamaba Daniel y me contó cosas sobre los padres de José Emilio, que no me sirvieron ni mucho ni poco pero que me ayudaron a hacerme una composición de lugar de cómo fue su infancia, su educación, siempre temeroso de Dios y aceptando la idea de hacer bien al prójimo como una obligación y la de pensar en uno mismo como un signo inequívoco de indignidad; por él supe también que José Emilio fue un buen sacerdote, íntegro, satisfecho de su fe, y convencido de que gracias a ella podría hacer muchas cosas para mejorar la vida de la gente.
Cambio de tema. No te quiero aburrir, le digo.
Trato de contarle algo divertido de mi vida en estos años, pero no hay mucho donde elegir, que si una vez fui en el metro con un saltamontes en la cabeza que se me debió de colocar ahí mientras esperaba en el andén y nadie me dijo nada aunque todo el mundo me miraba (con esto le quiero decir que la gente no es de fiar); que si una vez me fracturé el tobillo porque me caí en el penúltimo escalón de una escalera (con esto le quiero decir que he tenido mala suerte); que si una vez llevé la comunicación de un festival de música y conocí a James Brown, pero no me entendí con él porque el inglés escribirlo lo escribo bien pero al hablarlo la fastidio (con esto le quiero decir que soy una zopenca).
Me despido de ella todo lo cariñosamente que puedo. Quiero que me cuente por qué se distanció de mí, qué le hice, qué pasó entre nosotras, pero me doy cuenta de que no me lo quiere contar y yo quiero que esté en mi vida, me alegro de haberla recuperado. Se lo digo. Le mando un beso. Le digo hasta pronto. Y a los pocos minutos recibo su respuesta.
Hace cinco minutos
Carmen López
Natalia:
No dejo de pensar que cuando nos conocimos, a la edad en la que nos conocimos, pocos tienen claro lo que quieren hacer, pero tú querías ser escritora y estudiar periodismo… Conozco a mucha gente que ha cambiado de carrera, que ha estudiado obligada (yo misma), que lo ha dejado a mitad (yo misma), que se dedica a cosas nada relacionadas con sus estudios etc. Tú habrás conocido a mucha gente que lo ha intentado y a otra mucha que lo habrá conseguido, pero yo sólo conozco a una chica que creía, amaba y le gustaba la literatura como a ti. Sí que he conocido a mucha gente a la que le gusta leer (cómo no, si soy bibliotecaria!!). Incluso a gente que gustándole leer me ha expresado, así en general, que escribir tiene que ser muy bonito y gratificante pero hacerlo bien muy difícil (yo es que soy muy de verlo todo fácil y posible…, a menudo me equivoco, claro), pero bueno, has perseguido tu sueño, has sabido hacerlo es evidente que sabes escribir, pero también sabes qué escribir, cuándo hacerlo, y dónde (me refiero para quién). No sé si este libro lo leerá mucha gente o poca, pero de lo que estoy completamente segura es de que tú, amiga mía, eres una escritora. Ya lo eras antes, cuando escribías esos relatos en el instituto. Todavía me acuerdo de ese cuento sobre una chica gordita a la que nadie miraba, porque pasaba desapercibida, hasta que un día empezó a salirle un grano enorme en la nariz, y fue creciendo y creciendo hasta que la internaron en un hospital, y se convirtió en un fenómeno de feria. ¿Te acuerdas tú? Me impactó una cosa que ella decía, algo así como que nadie la había visto nunca y que ahora que pagaban por verla se iban de la misma manera, sin haberla visto, porque no podían ver lo esencial, lo que ella era en realidad. Yo me sentía igual entonces, pensaba que nadie, ni siquiera tú, que eras la persona que más me conocía, sabía lo que en realidad había dentro de mí, escondido. Yo misma, a veces, creo que tampoco lo sabía.
Le contesto.
Hace un minuto
Natalia Soler
¿Y qué era eso que ocultabas? Cuéntamelo.
Pasan horas. No hay respuesta.