Antonio

En el campo de instrucción de Temara había un mono. Era tan grande como un hombre de estatura mediana. Formaba como los demás, con un pequeño fusil de madera que le había hecho un soldado con una navaja, guardaba la cola con un plato en la mano para que le echaran una cucharada (o más) de rancho y, por la noche, esperaba agazapado a que los hombres montaran las tiendas de campaña para deslizarse, rápido y sigiloso, en una de ellas y taparse con una manta, para disgusto de los humanos, que no tenían manera de que el mono saliese de allí y se veían obligados a buscarse otro lugar para dormir. Se llamaba Saud, el mono. Tenía buen carácter, y hacía reír a unos hombres que, por lo general, no encontraban demasiados motivos para hacerlo.

Antonio se acuerda a menudo del mono. Piensa que habrá muerto. Han pasado más de sesenta años, y ya entonces Saud debía de tener unos diez. Le alegra el recuerdo, pero también le entristece. Le enternece, mejor dicho, ese afán del mono por ser uno de ellos, esa camaradería que lo mismo le hacía compartir un dátil que enfadarse hasta el punto de destrozar lo que le pillase por el camino si descubría que le habían querido engañar poniendo una piedra dentro del papel de un caramelo. Ay. Saud. Lo dejaron con una familia de Rabat cuando recibieron la orden de salir hacia Casablanca, y a veces se sorprende preguntándose cómo sería la vida del chimpancé lejos de ese puñado de individuos ruidosos, sin tener que caminar con un rifle de mentira echado al hombro, sin una manta con la que taparse en la noche, sin nadie con quien jugar a ser hombre.

Se acuerda del mono porque, a veces, se sentía como él: un niño que fingía ser un adulto. De hecho, todo en él era falso, desde su nombre hasta su edad pasando por su experiencia. Mintió cuando se enroló en la Legión Francesa y dijo que tenía veintidós años cuando en realidad aún no había cumplido los dieciocho; contó que había hecho la guerra con los republicanos, y que fue militarizado con la quinta del biberón a los diecisiete. Dijo que había luchado en Gerona, Teruel, Zaragoza y Lérida, desde donde había cruzado la frontera con Francia. Explicó que allí le habían despojado de las armas, del uniforme, de un anillo que le había dado su madre y de un reloj que había sido de su abuelo primero y de su padre después. No tuvo que esforzarse, pues todo lo que contó lo había visto con sus propios ojos: unos soldados curtidos en infinitas batallas llorando como críos al verse privados de su dignidad, otros rompiendo sus cosas contra el suelo, a golpes, con tal de no entregar las armas; otros, escarbando en la tierra para enterrar ese recuerdo que no querían que perteneciese a nadie más; otros, tragándose el anillo o el colgante. Nada de lo que dijo se lo inventó: todo lo había visto, o se lo habían contado con tanto detalle que cuando le llegó la hora de hacer trincheras, de disparar, de enfrentarse a otro hombre que quería matarle y que también le temía, lo hizo como si todo lo contado hubiera sido verdad.

Hoy sabe que todo lo que le dijeron fue cierto, y sabe también detalles que entonces no llegó a conocer. Le gusta leer. Lee casi todo lo que cae en sus manos, aunque le ha costado tiempo atreverse con los libros de historia que hablan de la guerra civil y de la guerra mundial. Le parecen o demasiado próximos o demasiado lejanos. En el primer caso, le duelen como duele una herida reciente, como si acabara de hacerse un corte, como si se hubiera caído de rodillas al suelo y tuviera una fractura abierta, con un dolor insoportable. En el segundo caso, la profusión de números, nombres, cifras, como si no hubiera hombres con sus historias detrás, hombres que amaron, que tuvieron miedo, que murieron, que sobrevivieron, hace que la sangre le hierva dentro de las venas. Pero ha leído muchos. Algunos esperan su turno en la estantería. Otros, no piensa leerlos jamás. Le gustaría, pero sabe que no va a poder. Esto es lo que ocurre con La Nueve. Los españoles que liberaron París, de una periodista que se llama Evelyn Mesquida y que ha entrevistado a muchos de los supervivientes. Ese lo tiene desde hace dos años. Leyó en el periódico que el libro se presentaba en el Club Diario Levante, y fue al acto solo, sin decírselo a Manuela. No había mucha gente. Se sentó de los últimos y se levantó el primero, antes de que le ocurriera lo que ya sabía que le iba a ocurrir: sudores, palpitaciones, erupciones por el cuerpo, tal vez un desmayo. Pero tenía que ir. Se lo debía a sus compañeros, a sus camaradas, a sus amigos. Eran más de ciento cincuenta. Al final, sólo quedaban vivos dieciséis. Compró el libro. Lo dejó guardado dentro de la mesita. Querría leerlo y de vez en cuando abre el cajón, lo saca, acaricia la portada y repasa con el dedo los rostros conocidos. Granell, Arrúe, Fernández, Royo, Lantes, el mexicano, Putz, Montoya, Campos, Fábregas. Recuerda los nombres de casi todos, las muertes de casi todos, las ganas de entrar en batalla. De todos. Guarda el libro. Piensa que, algún día, quizá sí pueda leerlo. Sabe que nada de lo que ahí está escrito le va a sorprender, pero también sabe cuánto dolor le va a traer de vuelta, como si el tiempo no hubiera pasado y todavía estuvieran posando para el fotógrafo que les retrató, vestidos de uniforme, alegres, dándose codazos o poniéndose cuernos con la mano para hacerse rabiar, como críos, esperando la orden para embarcar rumbo a las playas de Normandía. Qué necesitan, les preguntaban. Enfrentarnos pronto a los alemanes, señor, contestaban todos los hombres con una sola voz.

Recuerda la tranquilidad de esos días, y el trabajo duro, y las tardes en las tabernas, jugando a las cartas o a los dardos y tratando de seducir a las inglesas. Sonríe. El capitán Dronne tuvo que mediar muchas veces en disputas amorosas entre los propios soldados, y también entre los españoles y los ingleses, pues los ingleses decían, con razón, que los de la Nueve les quitaban todas las novias.

Dronne les amonestaba:

—Vuestro país será juzgado por vuestro comportamiento.

Pero ellos no le hacían demasiado caso. Estar cerca de la muerte les hacía sentir vivos. Muchos conocían esa sensación desde hacía tanto tiempo que ya no recordaban que la vida podía ser plácida, tranquila; habían empezado a luchar en 1936, y ocho años más tarde seguían con una guerra que sentían como propia. No era contra los nazis por el simple hecho de serlo, aunque muchos les odiaban por las mil perrerías que habían sufrido de sus manos durante la guerra civil, al caer presos, en los penales franquistas. Lo que pensaban, todos, era que si les ganaban, que si vencían a Hitler y a Mussolini, los aliados irían después a por el único fascista que quedaría en Europa, Franco, culpable de encender la mecha que luego haría estallar la segunda guerra mundial, y ellos podrían terminar lo que habían empezado años atrás. Por suerte, no sabían entonces lo equivocados que estaban y por eso el mayor de todos los sentimientos que compartían aquellos hombres era la impaciencia por comenzar, cuanto antes, el camino que les llevaría de regreso a casa.

Al día siguiente de la presentación del libro de Evelyn Mesquida, leyó, recortó y guardó entre las páginas del libro este artículo en el Levante:

Traición a los hombres de la Nueve

Mesquida rescata la memoria de los soldados españoles que liberaron París y fueron olvidados

María Tomás, Valencia

Hoy mucha gente se sorprende de que París fuera liberada el 24 de agosto de 1944 por los soldados españoles en vanguardia. Entre ellos, los valencianos Germán Arrúe, Amado Granell y Juan Benito.

El libro de la periodista alicantina Evelyn Mesquida, titulado La Nueve. Los españoles que liberaron París (Ediciones B), y presentado en el Club Diario Levante, viene a cubrir este hueco. Aunque más que una falta de memoria, lo que ha ocurrido ha sido un fallo oficial de la memoria francesa encabezada por el mismísimo De Gaulle.

No es que no se les reconociera su acto heroico. Es que, como dice en el prólogo Jorge Semprún, tras la derrota alemana y la liberación de Francia «se afrancesó la lucha» como acto consciente y político de los gaullistas y los dirigentes del partido comunista francés, y los españoles que combatían junto a los franceses por causa de la libertad «se esfumaron de la historia oficial». Ya dijo convenientemente el que sería presidente de la República: París, liberada por sí misma.

Una frase bonita, sólo que incompleta. Porque en esa liberación participaba la Nueve, la compañía de la Segunda División Blindada del general Leclerc en la que «las órdenes se daban en español y los hombres llevaban al lado de la insignia de la Francia libre la bandera de la España republicana». Su misión era la avanzadilla de tropas y enfrentar en primera línea al enemigo.

La periodista ha realizado una tarea intensa que el presidente federal de Izquierda Republicana, Pablo Rodríguez, le reconocía «como republicanos demócratas y amantes de la libertad». Investigadora insistente, Mesquida conoció la historia de estos españoles ya en el avanzado año de 1998. «Un anciano luchador me enseñaba a un grupo de militares uniformados posando poco antes de partir hacia la gran batalla contra los alemanes. Era la Nueve. Y lo que me llamó la atención es que, de 160, 146 eran españoles». Según sus pesquisas, llegaron hasta el mismo Nido del Águila de Hitler, en Berchtesgaden.

«La mayoría de estos hombres tenía menos de veinte años cuando en el 36 cogieron las armas por primera vez para defender la República española. Ninguno sabía entonces que los supervivientes ya no las abandonarían hasta ocho años después, cuando serían los primeros en liberar París». Según narró la autora, entremedias de esta historia hay que mencionar la retirada. Más de 500.000 personas cruzando por los Pirineos hacia la frontera en el 36; lo que se ha dado en llamar los campos de retención (más de 60 en Francia) cercados por barreras de alambre de espino, el hambre, la sed, el frío, los piojos y la sarna, la humillación y la brutalidad. «Esas son las primeras experiencias francesas narradas por la gran mayoría de los refugiados», asegura. Como también, «las tropas coloniales senegalesas que tiraban a matar».

O a España o a la Legión

«En vísperas de la segunda guerra mundial, miles de estos refugiados fueron incorporados obligatoriamente a la industria de la guerra francesa», decía. «La disyuntiva fue volver a España o entrar en la Legión». Así fue como, según Mesquida, «los republicanos españoles continuaron en la lucha, casi siempre en primera línea de combate al lado de los franceses y de las fuerzas aliadas».

No eran un puñado de hombres. «Los republicanos españoles en la lucha por toda Francia fueron decenas de miles», añade Semprún. Según las palabras de Leclerc, «convencidos, estos españoles son invencibles». El capitán Dronne también dijo de ellos: «Eran individualistas, idealistas, valientes y daban prueba de un valor algo insensato, no tenían el espíritu militar, eran incluso antimilitaristas, pero todos eran magníficos soldados. Si abrazaron nuestra causa fue porque era la causa de la libertad».

Reconocer que aquellos combatientes «contribuyeron a restablecer en Europa las condiciones de una vida libre» era lo menos, afirma Semprún. Pero no.

Mesquida hablaba en el Club de su «soledad y nostalgia de España»; de su apariencia y su vida de «hombres normales. Ninguno me pareció un héroe y, sin embargo, al hablar con ellos, eran hombres cuyas convicciones firmes les habían hecho llegar hasta el final». Aunque muchos decidieron permanecer en silencio. «Cuando vencieron en Alemania el 8 de mayo de 1945 y De Gaulle dijo que la guerra había terminado, todos me dijeron lo mismo: aquello fue una traición». Luchaban contra el fascismo y en Alemania terminaba una parte de la guerra. El fascismo estaba vivo. Su tarea fue luchar. Su sueño, liberar España. «Por eso lucharon con tanta fuerza», dijo Mesquida. «Su empeño fue luchar por una Europa libre de la tiranía», decía Rodríguez. «Formaron, de manera inconsciente, el primer esbozo de una futura Unión Europea», añade Semprún.

Manuela encontró el libro y decidió leerlo. No se ocultó. A ella le gustaba leer en un sillón orejero tapizado con cuadros grises y verdes que ya habían perdido el color y que parecían blancos y marrones, pero ese lo leyó en la cama, a su lado, durante varias noches. A veces la veía llorar, en silencio, otras sonreía, y otras se indignaba con la lectura y murmuraba pero qué hijos de puta, qué hijos de puta, qué hijos de la grandísima puta. Cuando lo terminó, le miró y le dijo:

—Tú sabes que yo te quiero, ¿verdad?

Y él, que lo sabía pero que por carácter no acababa de acostumbrarse a que se lo dijeran, contestó:

—¿Es que me pasa algo? ¿Me voy a morir?

Manuela se rio.

—¿Vas a morirte tú?

Manuela volvió a reírse.

—De lo que me alegro es de que no te hayas muerto tú.

Le acarició la cara.

—¿Por qué no sale tu nombre ni en el libro ni en el reportaje?

—Sí que sale. Lo que pasa es que entonces no me llamaba Antonio Almenar.

—…

—…

—Me alegro de que fueras uno de los dieciséis.

Y le besó, apagó la luz y se dio media vuelta para fingir que dormía. Ninguno de los dos lo hizo. En realidad, ambos estuvieron pensando mucho rato, seguramente hasta que tuvieron que levantarse para comenzar un nuevo día, en todo lo que Antonio había vivido hasta llegar a esa noche, a ese momento, un momento cualquiera, una noche más, una de tantas, con esa apariencia de normalidad de la que hablaba la autora del libro, con ese aspecto de no ser lo que en realidad habían sido. Héroes.