Manuela tiene pocas arrugas, a pesar de tener los setenta y tres cumplidos. Se lo digo, y asiente con la cabeza.
—Es que tengo la piel muy grasa, de joven me salían granos enormes —se ríe—. Pero ahora me alegro, porque arrugas tengo pocas, es la verdad.
Suspira.
—Pero siempre tengo la cara brillante, como mojada… ¿Te has dado cuenta?
Le digo que no.
—Es como sudor. Al principio me incomodaba, pero al poco tiempo me di cuenta de que no pasaba nada.
—Pues claro que no, Manuela, ¿qué importancia va a tener?
—Mujer, es desagradable acercarte a dar un beso a alguien que tiene la cara húmeda, ¿no? —me encojo de hombros—. Pero ¿sabes qué pasa? —le digo que no—. Que nadie se acerca a dar besos a los viejos. Bueno, nadie que no sea de su familia. A mí me besan mis hijos, mis nietos y mi marido, y ya está. En total, dos hijos, cuatro nietos y un marido, pero no hacen siete personas porque mi nieta la pequeña sólo tiene cinco meses y no sabe besar, y la segunda por abajo, Lola, tiene dos años y medio y no le da la gana dar besos y sus padres, bueno, su madre, que es muy moderna, dice que no hay que obligarla a hacer lo que no quiere hacer, sobre todo si son cosas físicas, porque dice que así se ayuda a evitar los abusos y esas cosas, porque los críos aprenden a decir que no si es que no quieren un beso, o una caricia.
—No le falta razón…
—¡Pero es que yo soy su abuela! Y cuando le viene bien que me la quede para irse al cine o a comer o a cenar no le importa que la bese, que la abrace o que la malcríe, pero cuando no necesita nada de mí todo le parece mal.
—¿Se lleva mal con ella?
—Yo no me llevo mal con nadie.
—Eso es imposible, nadie se lleva bien con todo el mundo…
Se piensa su respuesta un instante.
—Es verdad, es verdad… Sí, no me llevo bien con ella, lo reconozco. Es la mujer del mayor, Ernesto. Es médico, ¿lo sabías? —sí, lo sabía—. Ella también. Se conocen desde la universidad, y se llevan muy bien, a pesar de que ella es… —baja la voz—… de derechas.
Sonrío. A Manuela mi sonrisa no le hace gracia.
—Manuela, ¿y qué importancia tiene eso?
—Nosotros lo hemos pasado muy mal, tú deberías saberlo.
—Sí, pero nada de lo que ocurrió es culpa de su nuera. La derecha de hoy no tiene nada que ver con la derecha de entonces…
—¿Seguro?
—Seguro, y menos si nos referimos a una persona de su edad… ¿Cuántos años tiene? ¿Cuarenta?
—Cuarenta y tres.
—Razón de más…
—Pero es que es muy reaccionaria… Pertenece a esa generación que lo tuvo todo fácil, que no valora los logros que se han conseguido con tanto esfuerzo, que los asume como naturales. Y no lo es, ¿sabes? Ahora sí, ahora naces y nada más nacer tienes unos derechos por el simple hecho de haber nacido, la sanidad, la educación. Ahora se nace con dignidad. Pero antes no era así. Yo nací durante la guerra, y cuando tenía dos años mi padre desapareció —sonríe con ironía, y repite—: Desapareció… Se lo llevaron una noche de casa porque un vecino dijo que era rojo. Tenía cuarenta y seis años, y no había ido a la guerra por la edad. Ya no volvió. Nos dijeron que se bajó en marcha del camión que le llevaba a la cárcel y que se escabulló por las calles de Valencia. Nos dijeron que les había dicho que tenía una amante, una mujer que era prostituta en el barrio chino, que él era su chulo, que estaba harto de una vida de responsabilidades, que estaba harto de su familia, que si le dejaban libre ya no volvería a meterse en política, y dijeron que le dejaron marchar. ¿Te imaginas una mentira más burda?
Guardo silencio.
—Mi padre se afilió al Frente Popular en el treinta y seis porque admiraba al doctor Peset, supongo que sabrás quién era —le digo que sí—. Le admiraba muchísimo. Mi madre decía que él decía que gracias a él mis hermanos mayores pudieron vacunarse y no morirse de miseria. Le admiraba mucho, sí, y además estaba harto de que unos pocos lo tuviesen todo y la mayoría no tuviese nada, y por eso se afilió. Pero nunca hizo nada, nada de nada. Sólo trabajar, y estar con nosotros, con mi madre y con mis hermanos, y conmigo, claro. Trabajaba en un banco, en la Société Générale, era portero, y como el interventor, que se llamaba don Patricio, le había dicho que si se esforzaba podría ascender, había aprendido a chapurrear un poco de francés y le enseñaba a mi madre, sin imaginar de cuánta utilidad nos sería aquello tiempo después. Cuando se lo llevaron, mi madre se quedó sola con cuatro hijos, yo, que era la pequeña, y mis hermanos mayores, que tenían cuatro, cinco y siete años. Fue a buscar a don Patricio, pero a él, que también estaba en el Frente Popular, lo habían depurado y ya no podía hacer nada por nosotros. Al poco tiempo, mi madre se enteró de que al pobre hombre le había dado un infarto, seguramente por el disgusto, y había muerto en plena calle. El hambre que pasamos no se la puede imaginar nadie. Y las fatigas, tampoco. Bueno, quienes también las vivieron, que fueron muchos.
Me mira, con los ojos secos.
—No pretendo contarte cosas que ya sabes. Te supongo enterada de todo lo que pasó en esta guerra, y lo que vino después, que fue casi peor…, esa humillación, esa venganza continua contra los perdedores. Lo que sí quiero decirte es que nada de lo que tú tienes ahora nos ha salido gratis. Antes te he hablado del doctor Peset. ¿Sabes lo que le ocurrió?
Lo sé, por supuesto, pero le digo que no para que me lo cuente.
—Le fusilaron contra la tapia del cementerio de Paterna, el mismo lugar donde seguramente murió mi padre y quizá donde también asesinaron al padre de Antonio. Antes, le quitaron la cátedra, y le llevaron por los peores campos de concentración. Le condenaron a muerte, pero en la condena recomendaban que no le fusilaran, sino que le conmutaran la pena por treinta años de cárcel. Pero otro doctor le denunció nuevamente y llevó un discurso que Peset había dado en el treinta y siete en el que criticaba a los sublevados, a los franquistas, por no haber aceptado el resultado de las elecciones. Peset salvó a muchos franquistas de ser asesinados por milicianos durante la guerra, pero a él no hubo nadie que le salvara y sí muchos que le acusaron. Algunos de ellos tienen también calles en esta ciudad, como el doctor Marco Merenciano, uno de los primeros en denunciarle.
—Sí, es terrible que todavía se mantengan esas nomenclaturas…
—Esta ciudad es así. Vicent Andrés Estellés le dedicó un poema al doctor Peset. ¿Lo conoces?
Le digo que no. Manuela mueve la cabeza con desaprobación. Se levanta y rebusca entre los libros de la estantería del comedor.
—A mí me encanta leer. Devoro todo lo que cae en mis manos, excepto los libros de Pío Moa —se ríe—. De Estellés seguro que sólo conoces el del Llibre de Meravelles, ¿verdad? «No hi havia a València dos amants com nosaltres, feroçment ens amàvem del matí a la nit[5]»… —No espera mi contestación, por suerte, porque tiene razón, y continúa hablando—. Este se titula «Ofici permanent a la memòria de Joan B. Peset». Es muy largo, no te lo voy a recitar entero. Pero tiene unos fragmentos que me gustan mucho —busca el verso, y comienza a leer—: «Jo no vull la mort, vull la vida que podrà ser útil encara[6]».
—Me mira, y continúa—: «I tu ciutat, ciutat que oblides massa fàcilment i hauràs de purgar les teues culpes[7]». A veces me acuerdo de esta estrofa y pienso que sí, que las culpas ya se han purgado, pero otras veces… Otras creo que no, y entonces se me hace difícil mirar a mi alrededor como si nada hubiera ocurrido, porque es que pasó, pasó, y no hace tanto tiempo.
Bebe agua y se pasa un pañuelo por la cara, por el sudor.
—Eso es lo que más me duele: que no se valore el pasado. Yo puedo asumir que no se recuerde lo que hizo tanta gente que se dejó la vida por el camino, entiendo que hay que olvidar, pasar página, deshacerse del rencor… Pero que no se aprecie lo que se tiene ahora…, por ahí no paso… Es superior a mis fuerzas. Me encanta que se conozca ese poema de amor de Estellés, pero me repatea que se ignoren los otros, o que quien pase por la calle Marco Merenciano no sepa que fue un… En fin, no me quiero calentar… Me duele que se piense que ahora ya da todo igual, porque no da igual. Esas cosas pasaron, y, puesto que pasaron, ahora estamos como estamos, y tenemos lo que tenemos, por todos esos sacrificios de tantas personas que ni siquiera tienen un lugar donde sus parientes puedan llevar flores. Mi madre nunca pudo ir a la tumba de mi padre, ni tampoco la madre de Antonio. Eso me duele. Pero que no se valore que gracias a ellos hoy tenemos este Estado de bienestar… me indigna. Por eso me da tanto coraje lo de mi nuera.
—…
—Ella es de las que piensan que la izquierda y la derecha son lo mismo, que todos los políticos son lo mismo, son iguales, que todos quieren enriquecerse y poco más. Es de las que piensan que el que tiene poco es porque trabaja poco, y que el que tiene mucho es porque se lo ha trabajado. Por no mencionar que está en contra del aborto, o del matrimonio homosexual, de las que creen que el feminismo está trasnochado y de las que aplaudió a Arias Cañete cuando dijo que los camareros de ahora no son como los de antes porque todos son extranjeros… Pero por lo demás, es buena chica.
Reímos.
—Sé que quiere mucho a mi hijo, y es una buena madre.
—¿Y qué le parece todo esto a Antonio?
—Antonio no se mete, no dice nada, todo le parece bien, todo le viene bien… A veces pienso que ya luchó todo lo que tenía que luchar en esta vida.
—¿Cree que está cansado?
—¿Tú no lo estarías?
La verdad es tan obvia que prefiero no contestar.
—¿Por qué no me cuenta cómo acabó en Bruselas, Manuela?
—Por las clases de francés que mi padre le dio a mi madre, ya ves tú las vueltas que da la vida. En algún lugar he leído que la vida rima, que todo acaba encontrando un lugar y un porqué. Si no hubiera llegado la República, mi padre nunca hubiera pensado que podía ascender; si no hubiera estudiado francés, nunca se lo hubiera enseñado a mi madre; si no hubiera querido mejorar su vida, nunca lo hubieran matado; si no lo hubieran matado, nadie nos habría dado la espalda, mi hermano mediano no se hubiera muerto de miseria, y mi madre no hubiera pensado que lo mejor era que nos marchásemos de Valencia; si mi padre no hubiera aprendido francés, nunca nos hubiéramos marchado a Francia y de Francia a Bélgica; si no hubiésemos ido a Bélgica no hubiera trabajado de cocinera en la casa de los Lazer, que eran fabricantes de cascos para motos, y aún lo son, de los mejores del mundo —se siente orgullosa, es evidente—; y si no hubiera estado allí, no habría podido ir a tomar un chocolate caliente a ese bar, La Fleur en Papier Doré. Y lo demás, ya lo sabes.
—No lo sé todo.
—Con Antonio nunca se sabe todo… O una nunca está segura de saberlo todo… Es parte de su atractivo.
Las dos sonreímos.
De repente, imagino cómo sería Antonio casi medio siglo atrás. En realidad, no tengo que esforzarme: puedo verlo. Aparte de las fotografías que me enseñan cada dos por tres, sólo tengo que mirar encima de la tele, o en la estantería, ante los libros, o junto al teléfono. Le veo envejecer delante de mí. Le veo siendo un niño en una foto borrosa, entre su padre y su madre; le veo abrazado a Manuela en la plaza de la Virgen, delante del tapiz de flores de la Mare de Déu dels Desamparats después de la ofrenda de flores, en fallas (Manuela lleva un clavel, seguramente recogido del suelo o arrancado del manto); le veo sosteniendo a su hijo recién nacido; le veo con una rodilla sobre la arena de la playa (la Malvarrosa, me dice Manuela) mientras abraza a los dos niños; le veo sentado en el camión de Campsa que condujo hasta que se jubiló; le veo delante del Ayuntamiento, ondeando la bandera del Partido Socialista (las primeras elecciones de la democracia —me apunta, orgullosa, Manuela—, se echó a la calle y fue la primera vez que le vi llorar); le veo en la boda de Ernesto, y en la de Pablo; le veo con el sombrero de paja. Le veo. Era un hombre guapo. Aún lo es, a pesar del sonotone, de las arrugas y de la muleta en la que se sostiene cuando le falla la pierna, porque no ha perdido (todavía) el brillo travieso de la mirada ni (tampoco) la sonrisa. Los ojos oscuros; el pelo negro; el bigote fino, a veces, barba poblada, otras, la piel suave como la de un bebé; los hombros anchos, los muslos potentes; las manos grandes; los dedos cortos, romos, el meñique y el anular de la mano izquierda cortados a la altura de la falange por la explosión de una bomba, o por una bala perdida, o por un enfrentamiento cuerpo a cuerpo con bayoneta. Lo supongo apasionado, vehemente y me figuro sus enfados desmedidos, sus reconciliaciones proporcionales a la desproporción de la pelea. No puedo evitar imaginar la manera de hacerle el amor a Manuela, la primera vez que la desnudó. Me pregunto qué le diría el hombre acostumbrado a matar y acomodado a la idea de morir para vencer esa resistencia, última, íntima. Me vienen a la cabeza los versos de Estellés que me acaba de recitar Manuela.
«Yo no quiero la muerte, quiero la vida que podrá ser útil todavía».
Me entran ganas de llorar. Carraspeo. Bebo agua. Me tiembla un poco la mano cuando cojo el vaso. Creo que ella lo ha notado, no que acabo de pensar en su cuerpo desnudo entre el cuerpo desnudo de su marido, sino que siento una tremenda y desconcertante ternura hacia ellos.
Me concentro en la entrevista.
—¿Se dio cuenta de quién era el que estaba con él en ese local?
Se ríe. Cada vez que la veo reír, entiendo por qué Antonio se enamoró de ella.
—¡Qué va! Yo entonces no tenía ni conciencia ni interés por nada que no fuera sobrevivir. Imagínate. Nos fuimos de este país y era como el juego de la oca: de posguerra en posguerra y tiro porque me toca —ríe, y la quiero, definitivamente—. Yo sólo quería cocinar bien para que no me echaran. Entré a trabajar con quince años, limpiando la casa, y un día, hablando con la cocinera, que era nacida allí pero de padres gallegos, le dije que yo era valenciana y ella me preguntó que cuál era el plato típico de aquí, yo le dije que la paella, me dijo que cómo se hacía, y yo: pues con conejo, con pollo, con judías verdes, garrofón, que no sabían ni lo que era, azafrán, pimentón, alcachofas, arroz… Y nos escuchó la señora Lazer y dijo «j’en ai l’eau qui me vient à la bouche», que quería decir que la boca se le estaba haciendo agua, claro. Total, que les hice la paella en un caldero, no en una paella, porque ahí no se usaba para nada, y ya no volví a limpiar más. Salí de esa casa catorce años después, para casarme con Antonio, y la señora lloraba como una magdalena. «Plus jamais je ne mangerai bien», lo repetía sin parar, una y otra vez —vuelve a reír, y vuelvo a caer rendida a sus pies—. La pobre, que decía que nunca volvería a comer bien… Nadie se hubiera creído que alguien que había pasado tanta hambre como yo supiera cocinar así, pero es que cuanta más hambre tenía, más me entretenía imaginando los platos que me gustaría comerme —risa por su parte, amor por la mía—. Mi madre se quedó en la casa, como sirvienta. Mi hermano trabajaba haciendo cascos, los más antiguos del mundo, ¿te lo he dicho ya? Ah, sí, ya te lo había dicho. Pero yo me vine con Antonio. Yo, siempre con Antonio, desde que lo conocí, siempre con él, siempre juntitos los dos…
—Fueron novios poco tiempo para la época, ¿no?
—Sí, muy poco. Menos de un año. Pero es que yo tenía casi treinta años, bueno, veintiséis o veintisiete, y él unos cuarenta, o cuarenta y dos, ¡nunca he sabido bien qué edad tiene! —se ríe—. Ahora eso no es nada, pero entonces ya se decía que se nos pasaba el arroz. No estábamos para tonterías. Y además, como él me metió en la cabeza todas esas ideas libertarias… Pues no quería que me ocurriera nada, ¿me entiendes? Yo entonces empecé a ser de izquierdas, pero hasta ese momento, aunque hubiera sido por miedo, era católica a más no poder, y me daba todo un poco de reparo… Imagínate que me tengo que casar embarazada, qué apuro me hubiera dado. Ahora lo pienso y me da risa, pero entonces… ¡era tan pánfila! —se queda pensando y añade—: Y que se fuera con otra también me daba miedo, como era tan guapo… Y los críos también vinieron enseguida, porque no queríamos perder más tiempo.
—¿No le dio miedo volver a España? Franco aún no había muerto…
—Antonio me dijo que no teníamos nada que temer, que él tenía la nacionalidad francesa, y que como era ciudadano francés estaba protegido internacionalmente, y luego sacó de un cajón… ¡yo qué sé cuántos pasaportes! Me dijo mira, si las cosas se ponen feas, cambio de personalidad y nos volvemos. Pero pasé muchos años con el miedo en el cuerpo, no te creas, porque como él quiso volver aquí, a su pueblo, me daba no sé qué que alguien le delatara, le denunciara, dijera mirad el hijo del director de las colonias… Pero él me decía que, en realidad, aquí no había nada contra él, que era menor cuando salió de España, y es verdad, era menor, pero mintió sobre su edad cuando se enroló en el ejército francés, en el cuarenta, y también cuando se fue con la legión. Yo pasé mucho miedo, pero él decía la verdad: no tenían nada contra él.
—¿Le denunciaron?
—Claro, por supuesto que sí… Todavía no habíamos acabado de sacar las cosas de las cajas y ya se lo había llevado la policía; venían a por él cada primero de mayo hasta que murió Franco. Leí una cosa parecida en un libro de Dulce Chacón, La voz dormida, pero en el libro ponía que el último día que fueron a buscarlo acababa de morir —por primera vez, parece a punto de llorar—. Pienso la suerte inmensa que hemos tenido de vivir todo lo que hemos vivido, y de haber llegado hasta aquí… Esos malnacidos siguieron haciendo de las suyas durante mucho tiempo con toda la impunidad. Y ahora van y admiten esa querella contra Garzón por investigar los crímenes del franquismo…
Hago de abogado del diablo y digo:
—Tiene toda la razón, pero no podemos negar que poco antes se inhibió de investigar las muertes de Paracuellos del Jarama…
—¿Qué quieres decir? ¿Qué los de Manos limpias tienen razón? —se indigna. Me mira con furia. También la quiero por eso.
—No, no, por supuesto que no… No tienen razón en absoluto, aunque eso lo tendrá que decidir un juez. Está claro que los crímenes del franquismo quedaron impunes por motivos obvios, pero también durante la República y durante la guerra civil se cometieron muchos desmanes por parte de los milicianos republicanos…
Manuela guarda silencio. Yo continúo y le digo lo primero que se me ocurre.
—Ya sabe que parte del trabajo de investigación de este libro también se centra en recuperar testimonios sobre un sacerdote que mataron aquí mismo, prácticamente al final de la guerra.
—No tenía ni idea. Pensaba que sólo trataba de la historia de Antonio.
—No… La parte de Antonio es fundamental, pero hay otra muy importante también, la del cura. La idea es tratar de demostrar, a través de los testimonios, que dos personas tan alejadas, con ideas tan opuestas, en realidad tenían el mismo objetivo, que era hacer un mundo mejor para los demás. No llegaron a conocerse, pero son dos personas con muchos más puntos en común que en contra, además, compartían apellido: Almenar.
Manuela se levanta de la silla, como si hubiera sentido un dolor repentino.
—¿Te refieres a José Emilio Almenar?
—Sí, el mismo. También tiene una calle en el pueblo.
Me da la sensación de que se ha puesto pálida.
—¿Antonio lo sabe?
Encojo los hombros.
—Nunca hemos hablado del tema, pero imagino que sí… Cuando gané el premio la noticia salió en la web del ayuntamiento, en el periódico local y creo que también en el Levante.
Niega con la cabeza, en silencio.
—No lo sabe.
—Bueno, se lo diré cuando le vea, si usted cree que es importante.
—¿Que si es importante?
No entiendo nada.
—¿Qué problema hay, Manuela? ¿Cree que Antonio preferiría que el libro se centrase en él únicamente?
—No es eso. Pero debes decírselo.
—Pero ¿por qué reacciona así, Manuela? ¿Ocurre algo que yo deba saber?
—Siempre ocurre algo que una debería saber y que luego querría no haber sabido.
Vuelve a retirarse la humedad de la cara con un pañuelo.
—Habla con Antonio. Sólo puedo decirte eso. Habla con Antonio. Él decidirá si quiere continuar con esto, y también decidirá qué es lo que quiere contarte.
Asiento, pero la voz que escucho dentro de mi cabeza no es la suya; es la de mi madre. Adelántate, coño. Así que le digo que sí, que lo haré, pero no tengo la menor intención de hacerlo, no haré nada que ponga en riesgo este trabajo, no sólo por el trabajo. No quiero perder esta oportunidad. Pero no me refiero a escribir un libro que van a leer siete personas, con suerte. Me refiero a la oportunidad de estar con ellos, de tenerles cerca, de sentirme parte de sus vidas, de sentir que son parte de la mía. No. Definitivamente.