Carmen

Se aparta un mechón de la frente y trata de colocárselo tras la oreja, pero se le escapa porque está demasiado corto. La pantalla del ordenador le devuelve una imagen que debería resultarle familiar pero que la desconcierta. Maldice a la peluquera (me cago en la peluquera, dice) y se jura (se jura) que nunca (jamás) volverá a ir a una que no sea la suya (esto me pasa por no serle fiel a María José Zamorano), porque su peluquera de toda la vida no le hubiera asegurado que un new look es lo que mejor le venía en ese momento de descorazonamiento vital. Su peluquera, su María José, sabía que los cambios de imagen no le sentaban bien, que ella era de poco arriesgarse, de pequeñas variaciones, tal vez unas mechas más claras, un escalonado más marcado, un tratamiento de queratina y para de contar, porque su peluquera sabía que a ella lo nuevo la desequilibraba, que las costumbres, las rutinas, la hacían sentir segura, fuerte. De acuerdo, tal vez no intuyera esos recovecos de su personalidad, pero se había dado cuenta de que en catorce años de visitas rigurosas nunca había usado un tinte diferente, ni se había hecho la permanente, ni se había dejado llevar por las fotografías que de vez en cuando le enseñaba mientras mantenían un diálogo corto:

—¿Qué tal un giro en tu imagen? —le preguntaba.

—Ni de coña —contestaba ella.

Fin de la conversación.

Pero ese día, después de leer los mensajes de Natalia, se sintió triste. Su compañera le dijo:

—¿Tienes motivos para estar triste?

Ella mintió:

—No.

Y la otra:

—Pues entonces lo mejor es que le des una alegría al cuerpo. ¿Está tu marido en casa? ¿Quieres irte? Yo te cubro, decimos que te has puesto mala y que tu señor esposo te pegue un señor polvo.

—Imposible.

—¿Por qué?

Carmen no quiso darle los detalles de los motivos que hacían inviable la sugerencia (Javier sí estaba, pero trabajando, y no se le podía molestar; la chica que venía a limpiar dos veces por semana hoy iba a casa y con gente ella no se concentraba; hacía, ¿cuánto?, ¿mes y medio?, que no hacían el amor porque ella había tenido la regla, y luego migraña, y luego dolor de riñones, y luego le molestaron las muelas, y luego los niños tosían, y luego virus intestinal, y una noche que empezaron a hacerlo Javier le dijo que así no le apetecía, que ella estaba quieta mirando al techo y a saber en qué estaría pensando y para eso se hacía una paja cuando ella se durmiese, y se había retirado de encima de ella y ella, de reojo, le había visto una erección tremenda que le había dado pena pero también grima), así que dijo simplemente:

—Pues porque es imposible.

Y ante la mirada desconcertada de su compañera se vio obligada a añadir:

—Está en un juicio.

La otra pareció aliviada y continuó:

—Entonces ve a que te den un masaje, o córtate el pelo.

Le pareció mejor idea. Llamó a su peluquería, pero estaba cerrada por descanso del personal.

Y la otra:

—Pues aquí enfrente hay una que tiene buena pinta.

Y Carmen, que nunca lo hacía, ese día se dejó llevar directa a la tragedia griega de un corte de pelo que no le sentaba bien. Era demasiado corto, no le acertó con el color, rubio en exceso, y el escalonado le dejaba a la vista las orejas de soplillo que tanto la avergonzaban (eh, que te has dejado abiertas las puertas del coche, le decían en el colegio) (cabrones).

No era para tanto. Lo sabía. Su marido se rio por lo bajini al verla, pero le susurró:

—No te sienta tan mal, mujer.

Su hijo mayor le dijo:

—¡Pero qué te has hecho!

Y su hijo pequeño:

—No te preocupes, el pelo crece.

Ya habían pasado dos semanas. No se había atrevido a ir a su peluquería porque no quería reconocer esa infidelidad estética. El pelo le había crecido algo, era la verdad, y además se había acostumbrado un poco a verse y le parecía que la (guarra de la) peluquera tenía algo de razón y el pelo corto le acentuaba los pómulos y le afinaba la cara, y el color le suavizaba la expresión, tal vez demasiado dura con un tono más oscuro, pero lo de las orejas no se lo perdonaba, ni se lo perdonaría nunca. La odiaba. Incluso había colgado en su muro del Facebook esta advertencia:

Si no queréis acabar hechas un ADEFESIO no vayáis nunca, nunca, NUNCA a la peluquería AlmuMar de Valencia.

Avisados quedáis.

Fue una venganza absurda, que no la hizo sentir mejor, pero tampoco borró el texto a pesar de que la idea (borrarlo) se le vino a la cabeza en alguna ocasión porque pensó que quizá le estaba haciendo un daño innecesario a la pobre peluquera, que a lo mejor tenía hijos y una madre enferma y que por su culpa perdería clientas y perdería dinero y perdería prestigio (etcétera), pero luego se dijo que ella no tenía capacidad suficiente para hacerle tanto daño y que, aunque la tuviera, se merecía todo su desprecio y el mayor de los castigos que pudiera infligirle.

Eso era algo que hacía a menudo (no calibrar las consecuencias de sus acciones, no compadecerse de los demás y pensar que lo suyo, siempre, fuera lo que fuera, era infinitamente peor que cualquier otra cosa que le sucediera a los demás), pero, con todo, dejó la declaración tal y como estaba y tranquilizó su (escasa) mala conciencia porque nadie clicó ni una sola vez en «me gusta» y, por supuesto, nadie añadió ni un comentario a su acusación.

Así que esa mañana de noviembre que ha amanecido nublada y que amenaza con una lluvia que no llega a caer, Carmen se mira en el reflejo que le devuelve la pantalla del ordenador y no se reconoce, pero empieza a hacerlo. No se gusta del todo, pero empieza a no disgustarse tanto, y se da cuenta de que está entrando en un estado de ánimo no del todo negativo, que es lo que la ha mantenido allá abajo, en el fondo de su melancolía y de su mezquindad, varias semanas (sí, desde los correos de Natalia). A sus hijos no los ha tratado bien, no ha sido cariñosa ni les ha regalado besos ni buenos gestos, más bien al contrario, los ha castigado sin televisión a diario, no les ha contado un cuento al acostarse ninguna noche (no, ninguna noche) ni les ha llevado al cine ni les ha hecho su plato favorito el domingo ni les ha felicitado por nada que hayan hecho bien. Se da cuenta ahora, y le duele. Con Javier la cosa no ha ido mejor, claro que con Javier la cosa no suele ir como para echar cohetes (casi) nunca. Que la quiere, no lo duda. La quiere incondicionalmente, a pesar de su carácter podrido, de sus ciclos de altibajos anímicos que cada vez son más bajos y menos altos, de sus malas caras y de sus prontos malhumorados.

A menudo ella le pregunta:

—¿Por qué me aguantas?

Y él contesta:

—Por los niños.

O:

—Porque es más barato pagar la hipoteca a medias.

O:

—Porque así no tengo que buscar con quien ir al cine.

O:

—Porque te quiero.

Cuando le contesta lo último, ella contraataca con una nueva pregunta:

—¿Y por qué me quieres?

Pero entonces Javier sabe que lo mejor es no continuar, porque por su trabajo está acostumbrado a los enfrentamientos baldíos que no llevan a ninguna parte más que al agotamiento del contrario, que, por lo general, acaba confesando lo que uno quiere que confiese, y porque sabe que en realidad no tiene respuesta para esa pregunta: no sabe por qué la quiere, ni tampoco sabe si la quiere. ¿Cómo quererla? Si (casi) siempre está de mal humor, si (casi) siempre parece que la vida no es bastante para ella, si (casi) nunca le viene bien nada de lo que él hace, dice o piensa; si (casi) siempre se queja de que no colabora y cuando colabora anda tras él rehaciendo lo que él acaba de hacer. Entonces no la quiere. Es más, la detesta. Pero otras veces sale del fondo como si flotara, y durante unas semanas la sonrisa no se le borra de la cara; está amable, divertida, cariñosa y hace planes, y si la racha es suficientemente larga, los cumple, y tiene ganas de hacer el amor todo el tiempo, como si el estar contenta por el simple hecho de vivir trajese aparejada una fogosidad que él, para qué engañarse, recibe sin cuestionársela apenas, con los brazos abiertos. Bienvenida, Carmen.

Cuando vienen esos tiempos, los buenos, la casa parece otra. Todo funciona, todo es real. ¿Qué quiere decir eso? Pues justo eso: que es real, que nada es fingido ni impostado, y no como cuando Carmen se esfuerza en aparentar que todo es perfecto. Eso es lo peor. Fingir que no ocurre nada, porque aunque él no tenga la menor idea de qué es lo que pasa, sí sabe que algo no va bien en su mujer, dentro de ella, y lo sabe desde siempre, desde que la conoció y pensó, inconsciente, que a su lado todo sería distinto, que él la cambiaría, que le contagiaría sus ganas de vivir, de comerse el mundo, de ser feliz. Aún no ha tirado la toalla. Quizá el día menos pensado averigüe qué es eso que la hace odiar el mundo y luego arrepentirse de ese odio y, en medio de todo eso, qué es lo que la obliga a representar que su vida es perfecta, que la felicidad existe y es nada más que de ella, y el día que sepa lo que es, quizá, tal vez, pueda decirle: Carmen, vamos, que podemos con esto.

Así que no le responde nada cuando le hace esa otra pregunta. Sabe que nada de lo que diga la hará sentir satisfecha, mucho menos la auténtica razón de ese amor que se empecina en no irse incluso en los peores momentos: porque lo bello del desierto, como decía Saint-Exupéry, es que en cualquier lugar se esconde un pozo.

Ella lo ignora, lo del pozo y demás, pero sí intuye que el amor de Javier ha de ser más profundo que su desconcierto, porque sabe que su forma de ser es así, desconcertante. No le gusta darle vueltas al asunto. Ha aprendido a aceptarse como es, a asumir ese espíritu de contradicción que la hace querer y no querer y que la obliga (sí, la obliga) a llevar al límite a los que la quieren, quién sabe si para saber que seguirán ahí, pase lo que pase, haga lo que haga, diga lo que diga, se ponga como se ponga. Su familia la hace sentir segura, anclada a la tierra, y cree que, sólo por ellos, es capaz de nadar hasta salir a flote cuando algo, lo que sea, no tiene por qué ser nada importante, la desnivela y la lleva a ese lugar oscuro en el que nada le gusta y todo le estorba. A veces se siente tan infeliz que sólo puede superarlo si hace como que es feliz, que todo va bien, que la vida es perfecta, que su vida es perfecta, que no hay dolor ni problema ni desequilibrio ni frustración ni tampoco miedo.

Mira el ordenador, y hace un esfuerzo por apartar de su cabeza la imagen que no le gusta aunque ya no le disgusta (la suya). Mira a su alrededor y comprueba que nadie va a molestarla. Se conecta al Facebook y lee de nuevo el último mensaje de Natalia, dispuesta a contestarle como lo hace todo en esta vida: fingiendo. No piensa decirle qué fue lo que le pasó, lo que les pasó, cuál fue la causa de esa distancia que ahora quiere deshacer, aunque sea a costa de no revelar la verdad.

La verdad. Lo piensa y no puede evitar reírse. Ha oído, leído y repetido tantas veces que la verdad no existe, que cada uno tiene la suya, que todas las verdades forman una gran verdad, que ella misma ha acabado creyéndolo.

No. No va a decirle la verdad, su verdad, esa verdad pequeña, perversa y despreciable, aunque ese silencio la haga sentir miserable y cobarde. No fue para tanto. No es para tanto. No fue culpa de Natalia. No es culpa de Natalia. Pero.

Escribe:

9 de noviembre de 2010

Carmen López

Natalia:

Empiezo de nuevo pidiéndote disculpas, aunque esta vez te ahorraré las excusas, o, mejor dicho, te las resumiré. Cuando me acordaba de escribirte, no podía hacerlo, y cuando podía hacerlo, no me acordaba… ¡Lo siento! Sin darme cuenta he dejado que pasaran más de quince días… Me consuelo pensando que tú también habrás andado liada, con tu libro (por cierto, aún no me has contado de qué trata), y que no me lo vas a tener en cuenta.

Respecto a tu pregunta… Es que no sé qué decirte, de verdad. Trato de hacer memoria, y no consigo recordar que ocurriese nada entre nosotras, nada grave, aparte de lo que ya te he comentado, que me encoñé como una burra por un tío y el mundo entero desapareció para mí.

No te atormentes, no le des vueltas a algo que no vale la pena. Es decir, no es que nuestra amistad no valiese la pena (no me malinterpretes, por favor). Lo que no vale la pena es culparte por algo que no fue culpa tuya, responsabilizarte de algo que no llegaste a hacer.

Y ahora, dime, amiga mía: ¿cuándo nos vemos?