José Emilio

Aunque ignoraba que viviría poco tiempo, José Emilio Almenar estaba convencido de que amaría a Cristina hasta el último de sus días. Se daba perfecta cuenta de que pensaba en ella más de lo necesario, que cualquier cosa (y cuando decía cualquier cosa era una expresión literal y no una frase que se dice por decir) se la traía a la cabeza. Qué estará haciendo ahora. Se acordará ella de mí. Esto se lo tengo que contar. Quizá podríamos dar un paseo cuando vaya a visitar a mis padres. Qué guapa estaba esta mañana. Para contrarrestar ese sentimiento cálido y cómodo que le hacía sentir escalofríos y malestar, la mayoría de las veces se decía que era un amor fraternal. Otras pensaba que formaba parte de su vocación, porque era su obligación amar al prójimo como a uno mismo y, a menudo, pensaba que el afecto hacia Cristina era aún mayor que el que sentía hacia su propia persona, y otras, se consolaba pensando que Jesús no invita a personas perfectas a seguirlo de cerca, sino a hombres y mujeres humildes y honestos, que era una vasija de barro que Dios moldearía a su voluntad. Había hecho libremente sus votos, se había comprometido con solemnes promesas a entregar su vida a Dios: guardar la castidad, obediencia a sus superiores, vivir una vida sencilla, modesta, libre de todo interés material y de todo apego al dinero y a los bienes. Se había decidido a consagrar por completo su corazón indiviso al servicio de Dios y al de su pueblo, y no dudaba de la firmeza de su vocación, pero como sabía que lo era (humilde y honesto) a veces, muy pocas veces, no podía evitar reconocer que, aunque la amaba de verdad, había decidido renunciar a ese amor profundo casi siempre doloroso, igual que había renunciado a tener hijos que se le parecieran, que heredasen su color de ojos, que le sacasen de quicio, que le enseñasen el verdadero misterio de la vida, que le acompañasen en la vejez, que le dejasen ser mejor hombre para ellos. Se sentía como el centurión de Cafarnaúm, cuando reclamó la presencia de Jesús para que sanase a su sirviente más querido y Jesús quiso ir a su casa y él no pudo evitar responderle: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una sola palabra tuya bastará para sanarme». No era digno, pero, al mismo tiempo, lo era, se decía, porque sabía la magnitud de su renuncia y aun así, la acometía con valor.

Pero cuando don Valeriano le contó que Cristina le había preguntado si él podría ayudarle a celebrar su matrimonio, estuvo tentado de poner cualquier pretexto para evitar ser partícipe de ese momento, aunque al final le avergonzó su mezquindad y aceptó con fingido orgullo el encargo del vicario. Había tomado una decisión, y tendría que vivir sabiendo cuál era la auténtica verdad: la amaba, pero amaba más a Dios. Sin embargo. Cuando llegó el día el pulso le temblaba mientras la veía avanzar hacia el altar, y por un instante, leve, fugaz, efímero, se imaginó que era él quien la estaba esperando al final del pasillo de la iglesia, vestido con un traje oscuro como el que llevaba el que sería su marido, en lugar del alba blanca y la estola dorada con la que se había cubierto él esa mañana.

Al ponerse el amito sobre los hombros, se arrodilló y murmuró:

Impone, Domine, capiti meo galeam salutis, ad expugnandos diabolicos incursus.

Y fue más consciente que nunca de lo que aquella oración, que a menudo repetía de forma mecánica y ausente, significaba ese día. «Señor, poned sobre mi cabeza la defensa de mi salvación para luchar victorioso contra los embates del demonio». No es que creyese que Cristina era el demonio, ni mucho menos, pero ese día, justo ese día, que él mismo iba a entregarla a otro hombre, tuvo la certeza de que tal vez no la amara como a una hermana aunque sí fuera cierto que la quería más que a sí mismo.

Cristina no se casó de blanco. Entonces no era costumbre. Llevaba un vestido negro con escote de pico, cerrado con un broche regalo de su suegra, y en la cabeza, una corona de azahares que simbolizaba su pureza también servía para ceñir un velo de gasa negro que le llegaba hasta la cintura. Apenas se le veía un trozo de las piernas, vestidas con unas medias, negras, tupidas, y no lucía más adornos que unos minúsculos pendientes de perlas que más tarde tendría que devolverle a la madre de su marido, porque esto no se lo quiso regalar, y una cadena dorada con un crucifijo pequeño que la madre de José Emilio le había entregado el día de antes.

—Dios nuestro señor te hará una mujer digna y honrada —le dijo, al dárselo.

Cristina, que estaba triste y asustada, no tuvo capacidad para tomarse a mal el regalo (envenenado) de la que debía haber sido en realidad su suegra y no sólo la madre del cura que la ayudaría a casar, así que lo aceptó, le besó la mano mientras lo recogía y le aseguró que no se lo quitaría nunca, no porque le gustase especialmente ni porque valorase el gesto de la mujer, sino porque estaba secretamente convencida de que ese crucifijo era el mismo que había llevado José Emilio desde que era un niño hasta que entró en el seminario y tuvo que desprenderse de todos sus objetos terrenales. Estaba equivocada. En realidad, el colgante se lo había dado a su hija la hija de su ama, cansada de llevarlo pero avergonzada de querer tirar a la basura una imagen religiosa, y llevaba años guardado en un cajón de la alacena sin que nadie le hiciese ni caso. Al verlo, la madre de José Emilio pensó que tenía resuelto el regalo de bodas de la vecina pero, al entregárselo, le entraron unas tremendas ganas de quedarse algo que siempre había despreciado, y por eso, y no porque pensara que a su hijo le martirizaban las dudas por culpa de esa mujer, se lo dio de tan mala manera.

Pero esa era la verdad. A su hijo le atormentaría para siempre el recuerdo de Cristina, aunque para siempre fuera poco tiempo en su caso, y aunque ese tormento no viniera de lejos, sino desde el momento en el que decidió cambiar las lecturas que había preparado para ellos, el Eclesiastés 4,9-12 («Dos son mejores que uno, porque ellos tienen un buen retorno para su duro trabajo. Porque si ellos fallan, uno podrá levantar a su compañero; pero pobre del que esté solo cuando caiga y no tenga otro que lo empuje hacia arriba. Si dos descansan juntos, ellos tendrán calor») y en lugar de ese texto optó por leer con voz temblorosa la primera carta del apóstol Santiago a los Corintios («ya podría yo hablar las lenguas de los hombres y de los ángeles; si no tengo amor, no soy más que un metal que resuena o unos platillos que aturden. Ya podría tener el don de predicción y conocer todos los secretos y todo el saber; podría tener una fe como para mover montañas; si no tengo amor, no soy nada. Podría repartir en limosnas todo lo que tengo y aun dejarme quemar vivo; si no tengo amor, de nada me sirve. El amor es comprensivo, el amor es servicial y no tiene envidia; el amor no presume ni se engríe; no es maleducado ni egoísta; no se irrita, no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites. El amor nunca termina»).

Hubiera podido recitarlo, porque se sabía de memoria el texto, pero prefirió no mirar a Cristina en el momento en el que le estaba declarando su amor en una historia tan vieja como el mundo. No porque fuera sacerdote, que también, sino porque las mejores páginas de la literatura universal estaban llenas de la misma tragedia, el amor imposible, el sentimiento que nace condenado a morir, la decisión tomada que el tiempo demuestra equivocada.

Y José Emilio, en ese instante, supo (sí, lo supo) que no habría segundo ni minuto ni hora ni día en el que no se sintiera un miserable, pues aunque sabía hablar las lenguas de los hombres y de los ángeles, y tenía el don de la predicción y conocía todos los secretos y todo el saber y su fe era tan grande que podía mover montañas, él no era nada porque no tenía amor y sabía que Cristina tampoco, porque mientras ayudaba a don Valeriano a pasar las hojas de la biblia, o a sujetar el plato y la copa de la comunión, se dio cuenta de que ella le miraba de reojo y le pareció una mirada triste, asustada, y hasta cierto punto avergonzada por lo que estaba haciendo.

José Emilio no sabía tres cosas.

La primera:

Que estaba en lo cierto y Cristina se sentía triste, pero no por él, sino porque le daba pena de su futuro marido, a quien estaba segura de no amar nunca aunque Dios nuestro Señor hubiera previsto para ella una vida larga, aunque también le daba lástima de ella misma, porque por la mirada de él sabía que tampoco es que la amase demasiado e intuía que se había casado con ella porque ninguna otra mujer del pueblo le había querido como esposo porque era cojo y tenía fama de que le faltaba un verano. Ella misma le había aceptado con dejadez, pues aunque era joven y hubiera podido esperar a otro hombre a quien amar, estaba segura de que a ella el amor le estaba prohibido.

Que estaba en lo cierto y Cristina estaba asustada, porque le daba miedo pensar en lo que le esperaba esa misma noche y las que vendrían después, porque aunque alguna vez había fantaseado con besar en la boca a José Emilio, no tenía ni idea de lo que venía después pero se le antojaba que sería cuando menos pecaminoso, por no mencionar el hecho de que, fuera lo que fuera, no sería con el hombre de quien estaba enamorada sino con otro con el que no tenía ni la menor afinidad.

Que estaba en lo cierto y Cristina estaba avergonzada, porque sabía que aunque no le había dicho a nadie ni lo que sentía por José Emilio ni lo que no sentía por su futuro marido, sí había alguien que lo sabía todo (Dios) y ante él se estaba comprometiendo a respetar y a honrar y a ser fiel a otro hombre, y aunque estaba segura de cumplir las promesas, mientras las hacía pensaba lo diferente que sería todo si, en lugar de estar aguantando el copón para la Eucaristía, José Emilio le estuviera sosteniendo a ella la mano, mirándola con arrobo e imaginando que cuando cayera la noche y todos se marcharan a sus casas haría con ella lo que quiera que hubiese que hacer cuantas veces fuera necesario hacerlo.

La segunda:

Que estaba equivocado y que a los pocos días de concelebrar aquella boda, de ese amor profundo, intenso y eterno que le consumía en ese instante apenas si quedarían los restos, porque él era un hombre de firmes creencias pero de voluntad aún más firme, y se convencería con argumentos variados, y todos válidos, de que lo que había sentido no había sido real sino una fantasía, que donde había creído encontrar amor de hombre no había más que el afecto del amigo que había crecido con ella y ahora la veía ante el altar dispuesta a convertirse en una mujer, y la alegría cristiana de saber que su amiga estaba a un paso de cumplir la voluntad de Dios como decía el libro del Génesis: «Creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla; dominad los peces del mar, las aves del cielo, los vivientes que se mueven sobre la tierra. Y vio Dios todo lo que había hecho; y era muy bueno».

Que estaba equivocado y que no soñaría con ella todas las noches que le quedaran por vivir, consumido por el deseo de poseerla y por los celos de saber que era otro hombre el que la hacía suya, pues al poco tiempo serían otros motivos los que le quitarían el sueño.

Que estaba equivocado y que Cristina trataría con todas sus fuerzas de vivir la vida de la mejor manera posible, que amaría a sus hijos, que acomodaría su recuerdo en un rincón de su cabeza (y de su corazón) y que se acostumbraría a pensar en él como un hombre de Dios. Casi siempre.

La tercera:

Que no tendría mucho más tiempo para pensar en Cristina y en sus sacrificios, porque muy poco después, a los veinticinco, ya estaría muerto.