Antonio

En marzo de 1939, a los pocos días de llegar al campo de concentración, Antonio Almenar se cruzó por primera vez con André Friedmann. Fueron unos segundos, en los que no repararon el uno en el otro. Antonio estaba sentado sobre la arena de la playa del campo de Argelès-sur-Mer, mirando el vaivén de las olas y preguntándose qué iba a hacer con su vida, y André fotografiaba las caras y las manos de los refugiados, tratando de captar en la imagen el miedo, la resignación y la desolación, pero también la dignidad de las personas derrotadas. Antonio no sabía quién era, ni que no se hacía llamar André sino Robert, ni que había pasado años retratando la guerra civil en España desde campos de batalla o ciudades destruidas, indistintamente, ni que era el mismo que, con sus fotografías, había trasladado el horror al mundo entero desde los frentes republicanos.

También ignoraba que, mientras hacía su trabajo, el joven moreno de mirada profunda, más profunda aún a través de los ojos de su cámara, andaba por el mundo con la misma tristeza infinita que él, aunque por razones distintas. O no tan distintas. También Robert, o André, había perdido la guerra, pues aunque no había luchado con armas, sí había apostado por el bando derrotado, y de la misma manera que Antonio había perdido a su padre y a todos sus seres queridos, con la excepción de su madre; el fotógrafo andaba penando otra muerte, la de Gerta Pohorylle, la mujer a la que más había amado en la vida y a la que le debía la mayor parte de la suya.

Tampoco Gerta Pohorylle se hacía llamar por su nombre, sino Gerda Taro. Como él, era fotógrafa, y como él, no lograba sobrevivir de su trabajo. Fue ella la que ideó el nacimiento de Robert Capa, un prestigioso fotógrafo norteamericano que cobraba tres veces lo que cualquier otro profesional y que se relacionaba con sus clientes a través de sus representantes, Gerda Taro y André Friedmann. La treta de Gerda dio resultado, y por fin la pareja empezó a ganar dinero, aunque fuera por medio de una mentira y sin que nadie supiera qué imagen era de Gerda y qué fotografía era de André. Tampoco les importaba. Al principio, los amantes sienten que son una misma cosa, una misma persona, un mismo ser, y ellos no fueron distintos durante un tiempo. Luego sí. Quién sabe por qué mecanismos de la mente el corazón acaba por corromperse con mezquindades o celos o envidias, o un poco de cada cosa, y finalmente fue él quien se quedó con el nombre y con casi todo el prestigio.

También Gerda estuvo en España y también ella enseñó al mundo la agonía de la guerra y el horror en la mirada de los niños, o en la indiferencia de los milicianos al pasar junto a montones de cadáveres amontonados, pero al contrario que André, ella no sobrevivió. Tal vez era una idea que ambos habían barajado, morir en la batalla, por un obús o por una bala perdida. Ella se acercaba más que él; André prefería la retaguardia para mostrar los efectos de la guerra, consciente de que las víctimas colaterales son tan importantes como las del frente, pero los dos compartían la misma máxima (si una foto no es buena es porque no estás lo suficientemente cerca), y es probable que ese pensamiento, el saberse tan próximos a la muerte, cada día, les hiciera estrechar el abrazo más de una vez. Sin embargo no fue nada de eso, sino la fatalidad, lo que se llevó a Gerda. Durante el repliegue del ejército republicano en la batalla de Brunete, Gerda se subió al estribo del coche del general Walter, pero un desnivel del terreno y el pánico que reinó en el convoy por el vuelo bajo de los aviones enemigos hicieron que un tanque cayera sobre ella mientras hacía marcha atrás para sortear la elevación del camino, reventándola por dentro seis días antes de cumplir los veintisiete años de edad.

Pero Antonio desconocía todo esto, del mismo modo que tampoco sabía que, algunos años después, entraría con él en el París liberado, ni que, al poco tiempo de salir del campo, el fotógrafo denunciaría al mundo entero que la situación de los refugiados en el Argelès-sur-Mer era un infierno sobre la arena.

«Los hombres allí sobreviven bajo tiendas de fortuna y chozas de paja que ofrecen una miserable protección contra la arena y el viento. Para coronar todo ello, no hay agua potable, sino el agua salobre extraída de agujeros cavados en la arena», diría Capa cuando tuviera oportunidad.

Pero como Antonio no sabía la identidad del hombre que tenía al lado, no pudo reparar en él, ni darle las gracias por todo lo que había hecho, ni pensar en que la mayoría de las veces ignoramos qué tenemos que agradecer y también a quién.

Antonio andaba a lo suyo: sobrevivir. Sobrevivir con su madre en ese panorama desolador. En Argelès-sur-Mer más de ochenta mil personas con la playa a sus espaldas, cercados por alambre de espino y custodiados por unos pocos gendarmes y muchos militares de las tropas coloniales de Marruecos y Senegal, trataban de hacerlo, sobrevivir, con cualquier cosa. Cuando había algo que cocinar, lo cocinaban con el agua salada del mar y cuando no, engañaban el hambre despiojándose unos a otros, o pensando en el viento helado de la tramontana, o en la suerte de no ser uno de los que habían muerto ese día. Ellos mismos construyeron letrinas en la arena, cocinas y chozas con madera, trozos de mantas o de paracaídas e, incluso, con papel. También había quien se refugiaba en lo que se conocía como conejeras, pequeñas zanjas en la arena cubiertas con cañas, cuerdas y una manta.

A diario moría gente de hambre, frío, disentería y sarna, por no hablar de las enfermedades propias del corazón, en sentido literal y también en el figurado. Contaban que, una mañana, uno de los prisioneros enloqueció y avanzó mar adentro con las maletas en la mano, mientras se despedía de sus compañeros diciendo que se iba a México, y que poco después, el mar devolvió su maletas ya abiertas.

Antonio, que desconocía tantas cosas, tampoco sabía que poco tiempo después ya no estaría allí, sino en otros lugares más cálidos. Cuando Hitler invadió Francia, en junio de 1940, los supervivientes de aquel desastre se dispersaron. Les ofrecieron volver a casa. Muchos lo hicieron, confiando en la promesa de Franco de amnistiar a quienes no tuvieran delitos de sangre. Antonio, desconfiado por naturaleza, no creyó en esa oferta y el escepticismo le salvó la vida, puesto que la mayoría de los que regresaron murieron ejecutados o acabaron en la cárcel. Otros decidieron permanecer en Francia. Su madre encontró un pariente lejano en Carcassonne y creyó que su hijo iría con ella, pero Antonio tenía otros planes: falsificó su documentación, se cambió la fecha de nacimiento y se enroló en la Legión Extranjera Francesa.

Cuatro años más tarde volvería a encontrarse con Robert Capa, pero, para entonces, seguía sin saber quién era ni cuántas cosas tenía que agradecerle.