Natalia lee el correo de Carmen, y no puede evitar reírse. Está contenta, le alegra haberlo recibido, porque de repente le parece que todos esos años sintiéndose inferior, sintiéndose culpable, sintiéndose la responsable única y última de aquella separación, se borran de un plumazo gracias a esa hache olvidada delante del verbo haber. Siento aberme perdido el largo camino, le dice la que fue su alma gemela, la que ha conseguido que no sea capaz de entregarse a las relaciones que vinieron después porque siempre tuvo miedo a que la dejaran de nuevo. Eso se lo dijo Olano, pero no hacía falta pagar 70 euros para que le revelase semejante obviedad. Y Natalia se ríe con ganas. Pero cómo pude ser amiga de esta zopenca, piensa. Y vuelve a leer el mensaje, por si acaso encuentra otra patada al diccionario que le devuelva algo de autoestima. Pero no la hay, y a la cuarta, quizá la quinta, lectura, empieza a encontrar matices que se le pasaron por alto la primera vez que lo leyó, y piensa que su amiga se esfuerza por ser feliz aunque no parece serlo. Se detiene en una pregunta: «¿Crees que es malo soñar, haber soñado, si llega un momento en el que te das cuenta de que la vida que tienes no se parece a la que habías imaginado?». La respuesta que primero se le viene a la cabeza es no, claro, no es malo soñar, pero luego se da cuenta de que quizá las cosas no son tan sencillas. Ella no puede saberlo, porque sus sueños no han sido grandes y los pocos que tuvo los ha conseguido. Claro que sus sueños se centraban en la vida profesional porque la otra, la sentimental, siempre la ha dado por perdida. Ya sale otra vez ese sentimiento de inferioridad. Pobre Natalia, que nunca ha sido amada, pobre Natalia, que no merece que nadie la quiera, que siempre hará algo que acabará por estropearlo todo.
Lee el mensaje de nuevo y brujulea por los álbumes de fotos (7) de Carmen: mis cosas, en el gym, the best friends, mis amores, mi vida, fotos de muro y fotos subidas con el móvil. Está guapa. Sus hijos son guapos también, y su marido tiene buena pinta, parece agradable y en todas las fotografías sale con un gesto cariñoso hacia ella, a veces la abraza, a veces le da un beso en la mejilla, a veces la mira con arrobo, y Carmen siempre aparece sonriendo, porque Carmen siempre tuvo la sonrisa fácil (sonríe, tía, que sólo hacen falta diecisiete músculos y usamos cuarenta y tres para fruncir el ceño, le decía), pero a ella las cuentas musculares no le salían, y si le salían, no le compensaban, porque solía parecer enfadada aunque no lo estuviera. Sabía que a menudo le preguntaban a Carmen cómo era posible que siempre estuvieran juntas, si su amiga (ella) era la tía más estirada del mundo, pero Carmen siempre la defendía. Vosotras no la conocéis, les decía a las otras. Y era verdad, no la conocían.
Natalia iba al instituto a estudiar, en clase no abría la boca, tomaba apuntes con caligrafía impecable y, entre clase y clase, subrayaba las partes más importantes de la lección con rotuladores fluorescentes para que no se le escapara nada; en verde para el enunciado y en rosa para la idea fundamental, y en verde y encima en rosa para remarcar lo que era imprescindible saberse. No es que fuera una empollona, es que era perfectamente consciente de sus limitaciones y sabía que la inteligencia no le había tocado en el reparto de los dones. Si no escribía lo que el profesor explicaba, la cabeza se le iba por los cerros de Úbeda. No era capaz de mantener la atención en la clase y cuando quería darse cuenta estaba pensando en la novela que tenía a medio leer, o en unos zapatos que había visto en un escaparate, o en que su padre parecía un poco más animado, o en que su madre estaba empezando a salir con un señor de Murcia, así que, para evitarlo, tomaba apuntes.
No le costaba memorizar, pero sí tenía dificultades en entender lo que estaba leyendo, en asimilarlo, y una vez aprobado el examen las ideas se le borraban de la cabeza como si fuera agua escapándose de una cesta, de modo que aprendió a hacer una virtud de sus defectos, y por eso estudiaba sin parar. Así comenzó a hacerse amiga de Carmen, porque de vez en cuando coincidían en la biblioteca y Carmen se fijó en que sus apuntes eran, con diferencia, los mejores de la clase. Además, a Carmen le venía bien tener a alguien que la empujase a hincar los codos, porque a ella le ocurría justo lo contrario: sabía que con apretar justo antes de los exámenes tenía suficiente para aprobar, pero desde que empezó a quedar para estudiar con Natalia sus notas mejoraron tanto que decidió darle una oportunidad a la rara de la clase.
Porque era rara, eso lo tiene que reconocer. El primer día de instituto no habló con nadie, ni siquiera con su compañera de mesa, y tardó más de una semana en saber que ella, la compañera, se llamaba Martina. No es que fuera antipática, es que era enfermizamente tímida y (casi) todo le daba un miedo horroroso. Se sentía más segura estando sola, y por eso se concentraba en repasar los apuntes, para no ver que a su alrededor un montón de adolescentes llenos de granos con las hormonas revolucionadas se esforzaban en ligar los unos con los otros.
A ella eso no le interesaba, lo del ligoteo. Ya entonces desconfiaba del amor, y además, su madre le había repetido hasta el hartazgo que si suspendía una sola asignatura la sacaría del instituto y la pondría a trabajar, algo que a ella la espantaba, no por el trabajo, sino porque no quería ser una patana sin estudios que lo mismo trabajaba de dependienta que de reponedora que de charcutera que de telefonista, como su madre. A ver. Que ella no pensaba que su madre fuera una patana, ni mucho menos, lo que pasa es que Natalia quería ser periodista por encima de todas las cosas de este mundo, costase lo que costase, y si para eso era preciso estudiar, pues estudiaba sin parar. Pero con Carmen todo cambió. Bueno. No es que dejara de estudiar, ni mucho menos, pero sí empezó a ser divertido. No sólo estudiar. La vida empezó a hacerle gracia. Seguía siendo callada, y retraída, y hasta antipática, pero con ella todo se volvió alegre. Estudiaban juntas, salían juntas, se divertían juntas. Se cambiaron el sitio y se sentaron en el mismo pupitre, se contaban cualquier cosa que les pasara por la cabeza, se cambiaban la ropa, se enamoraban de los mismos chicos, inventaban planes para conquistarlos, y proyectaban una vida juntas en las que las dos serían felices. No es que Carmen fuera su primera amiga, ni tampoco la única. Había tenido más, las seguía teniendo. Amigas con las que había jugado en el parque de pequeña, con las que había ido a la escuela, con las que quedaba de vez en cuando para tomar un refresco y hablar de cuatro tonterías, del último capítulo de Verano azul, de si Pancho era más guapo que Javi, o de si Bea era una estúpida o la estúpida era Desi. Natalia pensaba que las estúpidas eran ellas por mantener esas conversaciones un día tras otro, como si no hubiera más temas o más series de televisión. Pero no lo decía. Lo pensaba nada más. Había tenido otras amigas. Pero ninguna como Carmen.
No desjuntarnos nunca. Eso pone en la fotografía de Los del Río.
Mira de nuevo el texto de Carmen. Ese aberme perdido sin hache ya no le hace gracia sino que la enternece. A ella también le da pena abérselo perdido. Lee el mensaje otra vez. Escribe.
Hace aproximadamente una hora
Natalia Soler
Carmen:
Yo también me alegro mucho de encontrarte. La verdad es que al principio me sorprendí un poco, porque no esperaba volver a saber de ti al cabo de tantos años (¿veinte?) (no, veinticuatro) y eso que yo también me he reencontrado con gente del instituto, e incluso del colegio. De la facultad no te digo nada, porque con ellos he mantenido el contacto. De hecho, fue una de mis compañeras de carrera la que me introdujo en esto del Facebook, mandándome una invitación. Mi amiga, que se llama Chelo, vive y trabaja en Madrid, y dijo que así sabríamos la una de la otra en tiempo real aunque no nos escribiésemos; total, que me convenció, porque a mí este rollo de internet no me apetecía para nada, me parecía una pérdida de tiempo y una especie de permiso para fisgonear, quiero decir: ¿a mí qué me importa lo que esté pensando un fulano al que en realidad ni siquiera conozco? Porque de todos los amigos que tú tienes ¿a cuántos conoces de verdad? He visto que tienes muchos. Yo tengo tres mil doscientos tres, y conocer, lo que se dice conocer, creo que conozco a un diez por ciento, el resto son amigos de amigos de amigos. Pero luego le cogí el gusto porque mi amiga tenía razón y estábamos al tanto la una de la otra, aunque sólo fuera viendo las fotos, y porque, además, me di cuenta de que era una buena herramienta de trabajo, porque me servía para colgar los eventos en los que trabajaba. Hasta me abrí una página de Comunicarte en la que tenía casi cinco mil amigos, no te digo más. Pero luego la cerré, cuando cerré la empresa. No te lo he dicho: Comunicarte era una agencia de comunicación que me monté con el dinero de la herencia de mi padre. Porque mi padre murió, eso tampoco te lo he dicho.
Es que, Carmen, casi ha pasado un cuarto de siglo!! Imagínate las cosas que me falta por contarte. Es verdad lo que dices. Es una lástima que nos hayamos perdido el camino, pero lo importante, y te lo digo de corazón, es que nos hayamos podido encontrar de nuevo. Pero tengo que preguntarte una cosa antes de continuar. No es un reproche. Es sólo que necesito saberlo. ¿Qué nos pasó? ¿Qué te hice? ¿Por qué desapareciste?
Un beso.
Natalia
Hace siete minutos
Carmen López
Natalia:
Llevo un buen rato mirando tu mensaje, pensando en qué contestarte. Estoy en el trabajo, pero por suerte, a estas horas no hay mucha gente que quiera devolver o llevarse libros. Sólo hay estudiantes que preparan trabajos, o parados que leen el periódico, y algún que otro jubilado que se conecta a internet desde aquí. ¿Qué me hiciste? No me hiciste nada. Ni sé por qué lo preguntas así, como si algo hubiera sido responsabilidad tuya…, pero es que ni siquiera existe ese algo… ¿Qué nos pasó? Nos pasó que éramos unas adolescentes con la cabeza llena de pájaros, y que yo empecé a salir con alguien, ni recuerdo el nombre, ya ves tú qué cosas, y eso que entonces me volví del revés por él. Déjame que haga memoria. ¿Cómo se llamaría? ¿Raúl? ¿Carlos? ¿Antonio? ¿Fernando? Joder, es que ni me acuerdo. Soy lo peor, ya es oficial.
Hace mucho tiempo de eso, Natalia. Pero recuerdo que estaba enamoradísima perdida de como se llamara y que dedicar mi atención a cualquier otra cosa me parecía una pérdida de tiempo, lo cual, me temo, te afectó también a ti.
Tú eras mi mejor amiga, lo fuiste desde que te conocí, compartiste todos mis malos momentos, me aguantaste, me animaste, estuviste siempre a mi lado, y a cambio de todo eso, yo te pegué una patada en el culo cuando me enamoré para toda la vida de un chico del que ahora no recuerdo ni el nombre.
No me preguntes qué hiciste, porque tú no hiciste nada. C.
Hace aproximadamente dos minutos
Natalia Soler
Yo no recuerdo que las cosas fueran exactamente así, como tú las cuentas. Es verdad que empezaste a salir con un chico que, por cierto, se llamaba Fernando, y que eso te hizo desaparecer, pero… ¿y el teléfono? ¿Por qué no estabas nunca cuando te llamaba y no me devolvías la llamada después, en algún momento? ¿Por qué te cambiaste de sitio en clase, y dejaste de estudiar conmigo? Eso no pudo ser sólo porque te enamorases locamente de un tío, cosa que, además, ya te había pasado antes millones de veces con mejor o peor suerte. De verdad te lo digo, no es un reproche. Es sólo que por mucho que me alegre de haberte vuelto a encontrar y por mucho que me apetezca que formes de nuevo parte de mi vida, necesito saber qué pasó entre nosotras. Es posible que para ti no fuera importante, pero para mí sí lo ha sido. Tu amistad fue transcendental en mi vida, y perderte tuvo un valor similar. No pretendo hacerte sentir culpable, pero creo que igual que nuestra amistad me cambió, para mejor, nuestro distanciamiento me cambió, para peor. Me volví (mucho más) desconfiada, y no fui capaz de volver a tener ese grado de intimidad con nadie. Bueno. Tú sabes que eso no era muy difícil, porque antes de ti ya tenía ese carácter endemoniadamente retraído, y que la alegría de la huerta nunca he sido. Sólo en el ámbito laboral conseguía sacudirme esa pereza que me daba la gente (eso sí que no tiene nada que ver contigo, claro) y me convertía en una persona simpática, locuaz, habladora, que contaba chistes y que tenía una buena relación con mis semejantes (básicamente, porque mi subsistencia dependía de ellos).
En fin, Carmen. Que me alegro mucho de que estés al otro lado del teclado, pero que necesito que me hagas un favor: cuéntame qué te pasó, qué pasó, qué te hice, qué hice. No sabes cómo me ha atormentado esa duda todos estos años.
Un beso,
Natalia