José Emilio

La mujer que está frente a mí está nerviosa. Se le nota. Lleva una falda oscura y una camisa negra con pequeños lunares blancos, y encima, una chaqueta granate con hombreras. Es rubia, y lleva el pelo cardado. Seguramente, por ella misma. Me la imagino frente al espejo cada mañana, con un peinador blanco sobre los hombros para que el pelo que se cae no se le quede en la ropa, con el peine en una mano y un mechón de pelo en la otra, arriba y abajo, hasta dejarlo hueco y en su sitio ayudada por la laca. Me pregunto desde cuándo lo hará, y si su madre le enseñaría a peinarse así, pero sin laca, que entonces no se estilaba.

Me ha dicho que se llama Cristina y que tiene setenta y un años, que sus hijos no saben que me ha llamado y que, si vivieran sus padres, no lo habría hecho. Me pregunta si es posible que no la identifique si decido escribir lo que me va a contar, y le respondo la verdad, que no lo sé. Le digo que el libro refleja testimonios orales sobre la vida de José Emilio Almenar y que la mayoría aparecen incluso fotografiados, pero como no quiero perder la oportunidad de escucharla, le prometo que valoraré la posibilidad de dejar un apartado para los testimonios anónimos. Le recuerdo que José Emilio, por desgracia, lleva muchos años muerto y que ya queda viva poca gente que le conoció.

—Lo sé —me dice ella—, murió dos años antes de que yo naciera. Eso nos libró.

—¿Nos libró de qué, Cristina?

Vuelve a ponerse nerviosa.

Me ha citado en su casa. Es viuda, y, como Leo, vive también sola, pero me dice que sus nietos suelen ir a comer casi todos los días.

—Soy una buena madre, una buena abuela, una buena persona. Fui una buena hija y soy una buena cristiana. Voy a misa todos los domingos, y si estoy enferma la veo por La 2, y procuro hacer el bien, no hablar mal de nadie, no mentir, y, por supuesto, ni robar ni matar ni nada de eso —vuelve a sonreír—. Por eso la he llamado.

—¿Por eso?

—Porque soy una buena cristiana, ya se lo he dicho. Porque me pareció que si no le contaba lo que sabía sería como si estuviera mintiendo. O peor…

Se tensa, de nuevo. Se frota las manos, como si tuviera frío. Yo también me pongo nerviosa, me impaciento. Todavía pienso que esta gente lo único que quiere es hacerme perder el tiempo.

—¿Peor?

—Pues sí, peor.

—¿Por qué?

Me mira.

—Igual a usted le parece una tontería.

—Bueno, cuéntemelo y ya veremos…

—Mi madre, que en gloria esté, tenía la misma edad que el vicario.

—¿Qué vicario?, ¿don Valeriano?

Se ríe.

—No, don José Emilio.

—¿Y eran amigos?

Deja de reírse.

—Eran novios. En secreto.

Esto sí que no me lo esperaba.

—¿Novios? ¿En serio?

—Bueno… No es que fueran Romeo y Julieta… Pero mi madre siempre le tuvo presente…, no sé…, siempre le recordó, se encomendaba a él cuando perdía algo, decía «Ay, José Emilio que estás en el cielo, ayúdame a encontrar la cartilla del médico», por ejemplo, y al rato aparecía. Rezaba mucho por él, por su eterno descanso, por su alma, nos decía. Y tenía una estampita con su fotografía en la mesilla de noche. A mi padre eso le daba mucha rabia, discutían por eso muchas veces, pero no consintió quitar la foto. Nunca la he visto tan feliz como cuando le beatificaron, estaba tan contenta, «se ha hecho justicia, se ha hecho justicia», decía todo el rato. Murió cinco meses después.

—Vaya…

—Por ella, no hubiera vivido tanto. Y mire que estaba bien. Tenía un poco de azúcar, algo de colesterol, de vez en cuando se resfriaba… Pero nada grave, estaba infinitamente mejor que yo. Pero no tenía interés por la vida, aunque sé que se alegró de vivir para poder ver lo de la beatificación. Era una buena mujer, lo que pasa es que tenía mucho resentimiento dentro, mucho dolor. Cuando mi padre murió, se hizo un escapulario con la estampita y no se lo quitaba nunca, y cada vez que se ponía enferma me hacía jurarle que la enterraríamos con él, que no se lo quitaríamos al meterla en el ataúd. A nosotros también nos daba un poco de rabia eso.

—¿Por qué?

—Pues porque parecía sentir más la muerte de ese hombre de Dios que la de mi padre.

—¿Y le contó alguna vez qué pasó entre ellos?

—No.

—¿Entonces? ¿Cómo lo sabe?

—Por lo que decía la gente.

—¿Y qué decían?

—Ya sabe cómo son en los pueblos… Mi madre siempre decía «Más vale que te coja un toro que la gente», porque un toro puede matarte o no, pero la gente con sus comentarios te destroza la vida con total seguridad.

Sonrió.

—¿Qué decían?

—Bueno, había comentarios buenos, malos y peores. Los buenos sólo decían que eran vecinos, que se habían criado juntos, que la madre de José Emilio amamantó a mi madre porque a mi abuela se le cortó la leche cuando la mula de mi abuelo le pegó una coz en la cabeza y lo mató, que siempre estaban jugando y enredando, y que al crecer, parecía que estaban enamorados, pero José Emilio se fue al seminario, que era el deseo de su madre desde que el crío nació y que después…, bueno, ya sabe lo que pasó después.

—¿Los malos?

—Los malos empezaban igual, pero luego continuaban: la madre de José Emilio los había descubierto besándose y toqueteándose y le adelantó el ingreso en el seminario. Y los peores, imagínese. Empezaban como los buenos, se encadenaban a los malos y seguían diciendo que fueron novios en secreto, incluso después de que José Emilio se fuese al seminario, y que mi abuela casó a mi madre contra su voluntad, porque ella estaba enamorada del otro, del cura. Incluso llegaron a decir que fue mi padre quien lo delató para que le dieran el paseo, y otros fueron más lejos y aseguraban que fue él, mi padre, quien le mató… —la voz se le quiebra—. Eso sí que no me lo creo…, ¿sabe? Mi padre era incapaz de hacer daño a nadie, mucho menos de mandar a morir a otro ser humano. Tenía mal carácter, pero también tenía sus motivos… De pequeño tuvo la polio, y se le quedó inútil una pierna. Por eso no hizo el servicio militar ni fue a la guerra, pero toda la vida fue eso, un inútil. Trabajaba en el ayuntamiento, de alguacil, y con la guerra unos y otros le miraban mal. Los republicanos porque había trabajado allí antes, pero de todos modos le mantuvieron en el puesto porque como le veían así, cojo, con la pierna deformada, pensaban que también era un poco subnormal, que no era verdad, se lo digo también, y además entonces empezaron a decir lo del chivatazo. Luego, los franquistas también le dieron lo suyo. Se lo llevaron preso a San Miguel de los Reyes, y allí estuvo unos meses, pero luego volvió y lo dejaron trabajando en el mismo sitio.

—Se hicieron muchas barbaridades.

—Muchas, no lo sabe usted bien.

Silencio.

—¿Volvieron a verse, su madre y José Emilio?

—Sí, por supuesto. Cuando mis padres se casaron, él asistió a don Valeriano en la ceremonia. Y cuando volvía a su casa, mientras estaba en el seminario, se verían también. Y cuando vino aquí para esconderse imagino que le visitó. Aunque todo lo demás que decía la gente fuera mentira, se habían criado juntos, y ella debía de quererle. Cuando lo mataron, cuando apareció el cuerpo… —guarda silencio y se santigua—, seguro que fue a casa de sus padres a velar el cadáver, o a ayudarles a amortajarlo, que era lo que se estilaba entonces. Sufro mucho al pensar en ese momento, al imaginarme a mi madre frente al cuerpo sin vida.

La miro, por si se pone a llorar en este punto del relato, pero no.

—Puede que no fuera a velarlo, Cristina. En esos días la gente tenía mucho miedo, nadie quería significarse, todos pensaban que podían ser los siguientes —le digo.

—¿Sabe qué? —niego con la cabeza—. No creo que mi madre tuviera miedo, y estoy convencida de que, si tuvo la oportunidad, fue a acompañar a su cuerpo en su último día en la tierra. He tardado mucho en comprenderla, se lo digo de verdad. Esos comentarios me hicieron mucho daño toda la vida, y ver cómo ella trataba a mi padre, también. No me malinterprete, no es que le maltratara o le faltara al respeto. Siempre le cuidó bien, le atendió cuando estaba enfermo. Lo que pasa es que ahora me doy cuenta de que no le quería, de que quería a otro hombre, y creo que no debe de haber en este mundo una desgracia mayor para una persona… Eso lo he aprendido en la televisión, por las telenovelas. Y también por los libros que he empezado a leer hace poco, porque yo hasta hace muy poco leía los carteles y poco más, porque no sabía.

Sonríe, y yo también.

—Y eso que mi madre sabía leer y escribir. Seguro que se imagina quién le enseñó —me interroga con la mirada—. ¿No? Pues el propio José Emilio. Cuando volvió de la guerra, se puso a dar clases y mi madre fue una de las alumnas.

—¿Y ella no le enseñó a usted?

—No es que no me enseñara: es que nunca volvió a leer. Era como si renegara de ese conocimiento… Nunca he sido capaz de entenderla… En eso, no, nunca…

Como no quiere hablar mal de su madre, retoma el tema del amor.

—Le digo la verdad. A nosotras no nos educaron en eso, en esas tonterías del amor y de la felicidad. O al menos, a mí no me educaron así. Yo me crie haciendo las cosas normales, las que hacía todo el mundo, ya sabe usted que la costumbre tiene rango de ley. No estudié, no supe leer ni escribir hasta hace muy poco, me casé con mi marido porque era un buen chico y me lo pidió antes que ningún otro y con el tiempo le cogí aprecio, luego cariño y, si le digo la verdad, nunca me planteé si eso era o no era suficiente, así que supongo que sí que lo fue.

Toma un sorbo de agua. Sigue hablando.

—Era un buen hombre, trabajador. No se iba de bares ni tenía otras mujeres. Me cuidaba y cuidaba de mis hijos, de que no nos faltara nada. Era cabal y decente. Ahora, con el tiempo, pienso que quizá podía haberle hecho más feliz, haber sido más feliz yo misma… Pero a toro pasado es fácil ver las cosas de otro modo, ¿no le parece? Mientras vives, sólo haces eso, ir viviendo, sin pensar en por qué dices esta palabra o esta otra, por qué haces este gesto y no este otro… Eso sólo lo ves cuando miras hacia atrás y te dices, ay, Cristina, deberías haberle dicho a tu marido más cosas bonitas, haber sido más cariñosa, podrías haberte preguntado si estabas enamorada… Pero… Esas cosas entonces no se sabían, o era yo sola la que no las sabía… ¿Qué le parece a usted?

Me encojo de hombros. No sé qué decirle.

—Tuve cinco hijos, perdí a dos, mantuve con vida a los otros tres, trabajé lo que pude y más para que no les faltara de nada. Mi marido y yo quisimos que estudiaran, al menos lo elemental, que no fueran unos analfabetos, que nadie pudiera engañarles, estafarles. Ellos no quisieron, prefirieron trabajar, y no les fue mal, pero ahora ni se plantean que sus hijos dejen los estudios. Hacen bien, la educación es lo primero. Mi hija sí estudió y es maestra, y hace unos años me inscribió en la Escuela de Adultos, y, ¿sabe qué? Ya leo y escribo mejor que los jóvenes, que con eso de los móviles se comen todas las letras y no ponen ni los acentos.

Se calla un instante.

—No crea que estoy perdiendo el hilo. No voy a aburrirla con mis cosas. Sólo quiero que entienda por qué he tardado tanto en comprender que mi madre era una mujer que sufría porque no pudo hacer realidad su amor. Y eso es una cosa muy dura, por todo lo que implica.

—¿Qué quiere decir?

—Cuando la gente piensa en esa época, piensa en la guerra, o en lo que se consiguió, o en lo que se perdió. Decimos «las mujeres», o «los pobres», o «los fascistas», o «los rojos», o «los inocentes», como si todo el mundo hubiera tenido una conciencia política, hubiera estado en un lado o en otro… Y la verdad es que no fue así. Hubo mucha, mucha gente que estuvo al margen, que se preocupó por lo que se había preocupado toda la vida, por sobrevivir y hacer que sus hijos sobrevivieran, sin plantearse que había algo más en la vida que acostarse y levantarse al día siguiente para trabajar como una mula. Esa gente no se imaginaba que las cosas podían ser de otro modo, y como no se lo imaginaban, no intentaban que nada cambiase. Vivían como se había vivido siempre, obedeciendo a los padres, respetando las costumbres fueran las que fuesen. Y si les iba bien, perfecto. Y si les iba mal, o rezaban o se aguantaban. Pienso mucho esto que le acabo de decir, y pienso siempre en mi madre, que era sólo una persona, sólo una mujer infeliz que no pudo hacer nada para ser otra cosa.

—…

—Le cuento todo esto para que sepa que José Emilio Almenar fue un sacerdote, un mártir, una víctima…, pero también fue un hombre. Al final sólo somos eso. ¿Me entiende? ¿Entiende lo que le quiero decir?

Le digo que sí.

Lo entiendo.