Natalia

Natalia lee lo que ha escrito. Se pregunta si es eso lo que debe escribir, lo que la gente espera encontrar en ese trabajo. Tiene mil dudas, y eso que al principio le parecía que sería sencillo, pero es que entonces no sabía que conocer a Antonio y enterarse de cómo fue la vida de José Emilio, a través de tantas personas mayores que tenían tanto que contarle porque en realidad no tenían con quién hablar, iba a afectarle tanto.

Claro, que tampoco tenía ni idea de que Antonio era como era, ni de que soñaría con José Emilio noche sí y noche no, y la de en medio sería para Carmen porque hasta que no reapareció tampoco se imaginaba que la ausencia de aquella amiga de la que ya casi ni se acordaba le dolía tanto, tan intensamente.

Una vez estuvo yendo al psicoanalista, después de sufrir una crisis de ansiedad que la tuvo paralizada en el sillón toda la noche, sin atreverse a poner un pie en el suelo. Aparentemente, no tenía ningún motivo, pero de pronto le invadió un miedo insoportable a seguir viviendo. Llamó a una amiga psicóloga, Carmina Palau, que trabajaba en una Unidad de Conductas Adictivas, que al verla tan alterada decidió citarla para que, al día siguiente, la visitara una compañera en la propia UCA. Allí estuvo un rato esperando su turno junto a pacientes que acudían para desengancharse de las drogas, el alcohol o el juego, y justo antes de que la llamaran, una mujer sacó un palo del bolso y se puso a destrozar el mobiliario, las plantas, los cristales y cualquier cosa que se le pusiera por delante. Los celadores lograron inmovilizarla hasta que se la llevó una patrulla de la policía local, y a los cinco minutos todo el mundo se comportaba como si allí no hubiera pasado nada.

—Me siento un poco ridícula —dijo nada más entrar a la consulta.

—¿Por qué? —le preguntó la psicóloga.

—Porque a mí no me pasa nada —respondió.

—Si no te pasara nada, no habrías venido.

—No tengo ningún motivo para estar mal, para haber tenido ese ataque de pánico. Ningún motivo objetivo, quiero decir.

—Aun así, lo has tenido.

—Sí, pero me avergüenza estar aquí, robándole tiempo a esta gente que de verdad tiene problemas, problemas auténticos. ¿Has visto a esa mujer? —la psicóloga asintió—. Eso sí es grave, y ahora ella está en un retén, o en el hospital, y yo aquí, dispuesta a contarte que me da miedo la vida.

—Pero es que a ti ese temor te produce la misma ansiedad que a cualquiera que está ahí afuera el hecho de no poder consumir más drogas, o de no poder seguir jugando, o de no ser capaces de reprimir su violencia… Quiero decir que en esto no hay problemas ridículos, que nada se compara, porque el dolor que tú puedes sentir no es menor que el que pueden sentir otros.

Natalia guardó silencio.

—¿Por qué te da miedo la vida?

Más silencio.

—¿Pasó algo antes?

—No, no ocurrió nada. Estaba en casa, a punto de prepararme la cena, pensando en las cosas que tenía pendientes en el trabajo, y de pronto, no sé, tuve la certeza de que no iba a ser capaz de afrontar lo que me esperaba.

—¿Y qué es lo que te espera?

Natalia se encogió de hombros.

—Nada, supongo.

—¿No te espera nada?

—Bueno, no es que no me espere nada… Es que no me espera nada nuevo, nada fuera de lo común: trabajar, intentar conservar el trabajo, trabajar, salir de vez en cuando, estar sola, tratar de no pelearme demasiado con mi madre…, no sé, lo normal, ¿no?

La psicóloga la miró unos instantes en silencio y a continuación le preguntó por sus relaciones de pareja (pocas, cortas, malas), por sus relaciones familiares (frías, esporádicas, forzadas), por sus relaciones con los demás (distantes, superficiales, planas), y por su relación con ella misma (elemental, difícil, descuidada). La dejó hablar un buen rato, la citó en dos semanas y en la segunda visita le recomendó un psicoanalista.

—Creo que tú no necesitas terapia conductual, porque sabes reconocer cuál es el mejor camino para solucionar tus problemas, sean los que sean, y eres capaz de analizar tus reacciones y de comprender qué es mejor y qué es peor para ti. Sin embargo, pienso que quizá hay conflictos en tu interior que incluso tú desconoces, que te los ocultas a ti misma, y que te hacen ser desconfiada, distante y poco merecedora de atención y afecto.

Natalia se replegó imperceptiblemente en la silla. La psicóloga continuó hablando.

—¿Has oído hablar de Epicuro? —Natalia asintió, aunque en ese momento no sabía bien dónde ubicarlo—. Fue el creador del epicureísmo, cuyo objetivo era la búsqueda de la felicidad. Para Epicuro hay cuatro causas de infelicidad en el ser humano, y propone cuatro remedios, todos basados en la física y la filosofía. La primera causa es el temor al destino, entendido como fuerza ineludible que regula nuestra vida. El remedio físico a este miedo es el conocimiento de que todo fenómeno se explica en función de los átomos, de sus uniones o separaciones; y el remedio filosófico es la aceptación de estas leyes de forma racional y serena: esto es lo que hay, no se puede cambiar. El segundo motivo de infelicidad es el temor a los dioses, pero nos dice que la filosofía nos evita este temor infundado, ya que los dioses, en el caso de que existan, también están compuestos de átomos muy sutiles, y, además, por si lo de los átomos no nos deja tranquilos, nos dice que los dioses viven en regiones lejanas. Epicuro niega cualquier providencia o gobierno divino. El tercer miedo es el temor a la muerte, pero Epicuro nos dice que es inútil temer lo inevitable y habla de la aceptación de la muerte como una liberación del dolor, de la tristeza y de las amarguras de la vida, como un dulce sueño. El último temor es el del dolor, y para evitar este miedo, Epicuro recomienda, más o menos, vivir el presente, es decir, aceptar el placer presente, no pensar ni en el placer pasado ni en el dolor futuro.

—Sí… Esto. Lo recuerdo del instituto —mintió.

La psicóloga sonrió.

—No te estoy examinando… O, al menos, no en ese sentido —rio—. Pero sí quiero hacerte una pregunta, y me gustaría que me respondieras con sinceridad.

—Adelante.

—¿Tú eres feliz, Natalia?

La miró a los ojos, y Natalia fue incapaz de mantenerle la mirada y de responderle. Suspiró, cerró los párpados y cuando los levantó, ya estaba llorando. Salió de la consulta con el teléfono del doctor Olano y con un ataque de llanto inconsolable que le duró varias semanas. No es que llorase todo el tiempo, pero sí cada vez que se acordaba de la contestación que no había sabido darle a la doctora. No. No era feliz. Y lo peor de todo es que no recordaba haberlo sido nunca.

Tampoco el psicoanalista la alivió. Era un hombre mayor, de barba y pelo cano, que se sentaba tras ella en el diván y la dejaba hablar sin interrumpirla. Era difícil interrumpirla, porque casi siempre permanecía callada porque a menudo no encontraba nada que decir. Y eso que le habló de sus padres, de su separación, de la muerte de su padre, de su empeño por llevar adelante la empresa, de lo aburridas que le parecían todas las personas que amanecían en su cama al día siguiente de haberse enamorado perdidamente de cada una de ellas, de su habilidad para boicotear romances que tenían visos de durar más de unas horas, y, por supuesto, le habló de Carmen, su mejor amiga, su única amiga, su amiga del alma, su alma gemela, que desapareció de su vida después de que una absurda distancia se interpusiera entre ellas.

—¿Se enfadaron?

—No, no que yo recuerde.

—¿Entonces, qué pasó?

—Nada que yo sepa. Es decir, nunca supe qué pasó. Éramos íntimas amigas, lo compartíamos todo, siempre estábamos juntas, y cuando no estábamos juntas hablábamos por teléfono. Estudiábamos juntas, salíamos juntas, y a menudo dormíamos juntas para poder salir por la noche y estudiar al día siguiente, y de pronto, empezó a no llamarme o a no ponerse al teléfono cuando la llamaba yo, y luego dejó de sentarse a mi lado en el instituto, y cuando yo le proponía algún plan para el fin de semana siempre había quedado con alguien.

—¿Y usted no le preguntó qué le pasaba?

—Bueno… Hice algún intento, pero ella no me contestó y no quise insistir.

—¿Por qué?

—Bueno, pensé que si le pasaba algo y no me lo decía era porque no quería decírmelo… Me parece muy violento forzar a nadie a que me cuente algo que no me quiere contar.

—Usted es periodista, se supone que es parte de su trabajo.

—Me refiero a la vida personal.

—Pero eso es porque a usted le molesta que se lo hagan.

—Sí.

—¿No le parece que dar por sentado que los demás son como nosotros somos es un error?

—¿Qué quiere decir?

—Que se lo podía haber preguntado, haberle dado la oportunidad de que le respondiera o de que no. Es decir: haberse dado la oportunidad a usted misma de saber por qué su mejor amiga quiso dejar de serlo.

—Bueno, es posible… Pero de todos modos, al poco tiempo empezó a salir con un tío, luego vino la universidad, y… supongo que desaparecimos de nuestras vidas.

—Pero ella no ha desaparecido de la suya, aún la recuerda, y además la recuerda con rencor.

—No, con rencor no.

—La recuerda con rencor, reconózcalo. No pasa nada si se reconoce una debilidad, o lo que usted considera una debilidad. Era su amiga y dejó de serlo sin explicación. Eso usted lo considera una traición.

—No pienso que me traicionara. Más bien pienso, sé, que hice algo que la debió de cabrear tanto… Pero es algo que se me escapa, que no tengo ni idea de lo que puede ser… Lo que hace que piense en ella, que la haya mencionado en esta consulta, es que a veces me pregunto si volvería a hacerlo en el caso de…

—¿De permitirse tener una relación tan cercana con alguien como la que tuvo con ella?

—No es tan importante en mi vida, doctor.

—¿En serio?

Silencio.

El doctor Olano no tardó en detectar las causas de sus problemas, que fundamentalmente se resumían en una severa dificultad para relacionarse con el mundo siempre que no fuera por temas de trabajo y en una tremenda facilidad para caer en sentimientos de inferioridad. Le dijo que no sabía dejarse llevar, que quería tener controlada toda su vida, emociones incluidas, y que eso era una fuente inagotable de conflictos, porque en la vida, le dijo, pocas son las cosas susceptibles de permanecer sujetas a nuestra voluntad a pesar de nuestros esfuerzos. Dejó de ir. No le venía bien rebuscar trapos sucios, cuestionarse continuamente el porqué de cada reacción. Si están escondidos, aunque estén sucios será por algo, pensaba. Y luego estaba el tema económico (70 euros por sesión, 140 a la semana, 560 al mes), y la pérdida de tiempo. Dos visitas por semana, una hora tumbada, más el rato de ir y de venir. Se acordaba de la mujer que sacó el palo en la consulta de la UCA, de la gente que estaba ese día en la sala de espera, o de las personas que ella conocía y que tenían problemas de verdad, su padre, sin ir más lejos, que había sobrevivido a aquella tragedia sin necesidad de terapia (vale, la hubiera necesitado, pero no la pidió). Antes de irse, el doctor Olano le dijo ha sido un placer trabajar con usted, no se olvide de que estoy aquí si me necesita alguna vez, y añadió: debería tratar de dejar fluir sus sentimientos, porque hay cosas que sentimos aunque no sepamos que las estamos sintiendo.

Ahora recuerda muchas veces esa frase, la última, porque el regreso de Carmen ha traído con él un dolor del que no había sido consciente hasta ese momento.