Antonio

No le gustan las películas de guerra. Cuando en la tele ponen una, cambia de canal hasta que encuentra otro que le viene bien. Muchas veces se duerme a mitad de programa, porque la vejez tiene esas cosas, te vuelve niño, te cambia el sueño, hace que casi siempre tengas frío y que te olvides de lo que tienes que hacer, pero, a cambio, te mantiene frescos los recuerdos que creías olvidados, como las caras de los amigos que hace tiempo que se fueron, o la música que sonaba en el Casino Canyot los domingos que había baile, con un acordeonista que lo mismo tocaba un pasodoble que un tango. En carnavales la gente se disfrazaba. Los hombres de mujer, las mujeres de hombre. O de gitana, o de torero, o de El Zorro, o de niño, o de payaso. De lo que fuera. El mundo al revés. Y sorteaban un ramo de flores para la pareja que mejor bailara, o para el mejor disfraz, según la inspiración del momento. El domingo anterior, en misa, don Valeriano advertía a quienes tuvieran intención de ir a ese baile que quedarían inmediatamente fuera de la Iglesia, ex-co-mul-ga-dos (y al decirlo, solía lanzar tres o cuatro escupitajos por el propio enfado del momento y porque le faltaban dos de los incisivos, y por el hueco se le escapaba la saliva y los fideos de la sopa), porque bailar era pecado, porque disfrazarse era pecado, y porque cometer los dos pecados juntos era un signo inequívoco de que el Mal, el Maligno (escupitajo), había entrado en los débiles cuerpos humanos y no les hacía pensar en más cosas que en la fornicación.

Los feligreses miraban hacia otro lado. Le tenían cariño al vicario. Era un hombre bondadoso y compasivo, cariñoso con los niños y con los enfermos, y no imponía penitencias severas porque, por lo general, comprendía las contradicciones humanas, era tolerante con los errores si mediaba el arrepentimiento y sabía que su rebaño no cometía pecados mortales sino que más bien era proclive a pequeñas miserias como envidias, malos pensamientos o insignificantes hurtos, por lo general para poder comer, pero en el púlpito se crecía. Los domingos fingía que sabía secretos que en realidad desconocía, señalaba con el dedo acusador al que se le pusiera a tiro y lanzaba amenazas de proporciones bíblicas que sabían que no se iban a cumplir. Como la de la excomunión, por muchos espumarajos que salieran de su boca, porque al día siguiente del baile la pena quedaba anulada si le llevaban a la Virgen el ramo de flores ganado en el concurso.

La vida era fácil, entonces. Antonio se acuerda a menudo de aquellas tardes. La mayoría de las mujeres bailaban unas con otras entre las mesas, porque no estaba bien visto que una se abrazara con alguien que no fuera un pariente, padre, marido o novio. Él iba con su madre, porque a ella le gustaba bailar más que nada en este mundo, y se quedaba con ella hasta que aparecía su padre, que era maestro, y que solía llegar tarde porque siempre tenía algo que hacer, una reunión, un comité, lo que fuera. Pero su madre no se enfadaba, no le molestaba que cuando no estuviera trabajando anduviese metido en política. Estaba orgullosa de él. Tu padre quiere que vivas en un mundo mejor que el nuestro, un mundo más libre y más justo, le decía. Eso lo recuerda. Los domingos en el baile le recibía con una sonrisa orgullosa, y le soltaba con una palmada en el hombro, hala, ya puedes irte, que ya ha venido mi hombre.

Se acuerda mucho de ella, de su madre, y del amor profundo y entregado que sentía hacia su marido. Y de sus dos vestidos de los domingos, uno de verano y otro de invierno, los dos morados y rojos con pequeñas flores amarillas, cosidos por ella misma como un homenaje a la República que estaba por llegar; de cómo se ponía agua con una pizca de azúcar en el pelo para marcarse caracolillos en la frente y de la mirada de su padre, pero qué guapa estás, qué guapa estás no, qué guapa eres, coño.

Recuerda también a los niños que evacuaron de Madrid y que se alojaron en las Colonias de los Huertos, tres enormes fincas expropiadas que los niños llamaban hoteles. Su padre fue director de una de ellas, y su madre trabajó allí dos años y medio como profesora, y él pasaba muchas horas allí, como un evacuado más, pero por la noche, cuando se iba a dormir a su casa, con sus padres, la pena por esos críos que se quedaban solos no le dejaba dormir. Cuando las cosas se complicaron, se marcharon todos de allí, amontonados en camiones, hasta Barcelona. Su padre consiguió meterlos en uno, con la promesa de reencontrarse a los pocos días, en Cataluña o en Francia. A veces se pregunta si entonces ya sabía que no podría cumplir su palabra o si la muerte le cogió por sorpresa, desprevenido, confiado, seguro de la naturaleza generosa del ser humano. Tal vez pensó que podría esconderse, escapar, llevar a su mujer al baile todos los domingos aunque fuera en otro país, y no se le pasó por la cabeza que alguien le delataría, que le encerrarían, que le fusilarían contra la tapia de un cementerio y que arrojarían su cadáver a una fosa común después de robarle el anillo de casado y una muela de oro que se había puesto por capricho siete años antes en un dentista de la calle Cirilo Amorós que era camarada del partido y que le había hecho buen precio.

La memoria es caprichosa, y ha borrado lo malo. Lo malo con mayúsculas y lo malo con minúsculas, los enfados, la guerra, la ausencia de su padre, la certeza de su muerte. El camino del exilio, el campo de concentración, el hambre, el frío, la arena helada con la que trataban de engañar al frío, la humillación, la derrota, el miedo a tener miedo, a morir, a volver, a no volver.

Hem de tornar[1] —decía la madre.

—Yo no quiero volver a ese país de mierda —protestaba él.

Hem de tornar a portar flors a la tomba del teu pare[2] —insistía la madre.

—Pero si no sabemos ni dónde está enterrado, madre.

Doncs la busquem fins a trobar-la. Ningú pot ser tan fill de puta com per a deixar que un home bo estiga baix d’una cuneta com si fóra un gos[3].

—¿Y después, qué? ¿Nos volvemos a Francia?

Després ens quedem, per a dur-les de nou al diumenge següent[4].

Tampoco le gustan las películas en las que la gente muere en grupo, ni las de catástrofes, ni sobre el Holocausto judío ni de accidentes de aviación, mucho menos en las que los protagonistas pasan frío. Una vez fue al cine a ver ¡Viven! y se salió de la sala a mitad de la proyección con escalofríos y ganas de vomitar y cuando llegó a casa tuvo el tiempo justo de abrir de un portazo el baño y de devolver en la taza del váter toda la comida, la merienda y las palomitas. Luego se metió en la cama tiritando como si estuviera enfermo, y lo estaba, en realidad. Manuela le hirvió agua, la puso en la bolsa forrada de lana roja y se la colocó en los pies para que entrase en calor, aunque sabía que el frío que se le había colado a su marido en los huesos no se le iría ni con la bolsa ni con las mantas, sino con sus manos acariciándole la frente y recordándole que no tenía diecisiete años sino setenta y dos, que no arrastraba los zapatos rotos sobre la nieve de los Pirineos, sino en su casa, en su cama, a su lado, que no iba a morir de congelación ni de terror, sino que al cabo de un rato se dormiría y cuando se despertara sería como si nada hubiera ocurrido, ni entonces ni ahora.

No era la primera vez que le sucedía. Solía pasar cuando algo, un sabor, un olor, una imagen, o tal vez nada, porque a menudo no era necesario un motivo, le traía a la memoria algún recuerdo doloroso. Insoportablemente doloroso, mejor dicho, porque recuerdos que dolían Antonio los tenía a montones. Manuela no sabía cuántos, porque su marido los había encerrado en algún lugar de su cabeza, y los mantenía ocultos ahí, bajo mil cerrojos. No confías en mí, le reprochaba ella, y se creía en lo cierto porque él no le respondía nunca y Manuela daba por hecho que si callaba era porque otorgaba, hasta que un día la piel de Antonio se volvió púrpura mientras comían y veían en el telediario las imágenes de unos niños muertos con los pies descalzos tras un ataque, en uno de esos países africanos en los que siempre están en guerra y la gente se acostumbra a mirar hacia otro lado para fingir que nada de eso está pasando. Antonio dejó la cuchara en el plato (estaban comiendo lentejas) y le pidió a su mujer que llamara a un taxi para ir al hospital, porque ardía de fiebre y un dolor inaguantable le inmovilizaba la nuca. Allí le hicieron placas, un electro y analíticas y le dejaron nueve horas en observación, más que nada por las manchas de la piel. Cuando descartaron la meningitis y la varicela, le dieron el alta con la recomendación de que acudiera al psiquiatra, porque aquello no era más que la respuesta de su cuerpo somatizando un disgusto. Llegaron a casa de madrugada. Los niños, Ernesto y Pablo, se habían quedado a dormir con una vecina, pero Antonio insistió en ir a verles a pesar de las horas. No les despertó, pero a los pies de la cama, mientras les veía con ese abandono confiado del que no tiene nada que temer porque no conoce las crueldades con las que es capaz de sorprendernos la vida, lloró como un crío, pero sin hacer ruido, hasta que Manuela consiguió arrastrarlo fuera del cuarto.

—¿Por qué no me cuentas lo que te atormenta? ¿Por qué no confías en mí? —le preguntó.

Y Antonio la miró con una tristeza infinita y esta vez sí le contestó:

—¿No ves que lo único que quiero es protegerte?

Y en esa casa ya nunca más se peleó por el silencio taciturno de Antonio cuando algo le preocupaba, ni por las enfermedades ficticias que le atacaban y que no le dejaban otra opción que meterse en la cama con una bolsa de agua caliente aunque fuera pleno verano, ni por la educación estricta que les daba a sus hijos, por esa exigencia de que fueran honrados, responsables y nobles cuando los pobres críos sólo querían pasar el rato jugando, aunque para ello tuvieran que saltar la tapia del colegio o quitarle a su madre algunas monedas del bolso, como hacían todos los demás.

Cuando piensa en el libro que está escribiendo la periodista, sonríe. Sabe que tendrá poca repercusión, que prácticamente nadie lo va a comprar. Como mucho, aprovechando los antiguos contactos, Natalia le ha dicho que conseguirá que la entreviste algún colega en una tele local, o para las páginas de comarcas del periódico; no aspira a salir en la sección de cultura, ni en el suplemento de libros. Pero lo leerá Manuela, y sus hijos, que se enterarán entonces de que le deben sus nombres a Pablo Iglesias y a Ernesto Guevara. Se pregunta también qué sabrán de él los hijos, porque sabe que ha sido hombre de poco comunicar.

Quería, pero las palabras se le quedaban atascadas en la garganta, sobre todo las de afecto. Ahora, a la vejez, se le ha soltado la lengua y se le ha ido la vergüenza, sobre todo con los nietos. No les cuenta historias de viejo pero les dice que están guapos, o altos, o más gordos, y les felicita cuando hacen algo bien, y le quita importancia a los errores que puedan cometer, y a escondidas les da dinero para que se compren lo que quieran, y se ofrece a servirles de coartada cuando quieren hacer algo sin que sus padres se enteren, y de vez en cuando, porque esto sí le sigue dando pudor, les confiesa que no sabe cuánto tiempo más estará en este mundo, les pide que sean hombres de provecho, les dice lo orgulloso que se siente de ellos, y, sobre todo, les recuerda que les quiere. Con Manuela también habla más. A diario le dice que es la mujer más bella del lugar en el que se encuentran (la calle, el hogar del jubilado, la sala de espera del médico), o la coge del brazo, o de la mano, o la besa en la mejilla, y ella le dice:

—Quita, hombre, a estas alturas te me vas a volver romántico.

O:

—Antonio, que van a pensar que estás senil.

O:

—Si de joven hubieras sido tan sobón otro gallo nos hubiera cantado.

Pero siempre sonríe al decirlo, y si a él se le ocurre retirar la mano, o soltar el abrazo, ella lo sujeta con fuerza y le dice:

—Pero ¿dónde vas, hombre de Dios? Tú te quedas aquí, y si no, no haber empezado.

Y entonces sonríen los dos, y caminan agarrados.

Por Manuela está tranquilo. Lo que ella no sabe, se lo imagina. Pero sus hijos sí le preocupan. Se pregunta si al leer lo que la periodista escriba de su padre le darán a Antonio su auténtica y verdadera dimensión, la del hombre hecho a base de renuncias y de sacrificios, o si se sentirán avergonzados al saberle tan vulnerable a pesar de esa aparente fortaleza moral.

A veces piensa que al leer el libro comprenderán todo lo que de niños les pareció incomprensible, como esos cabreos monumentales cada vez que le pedían que para sus cumpleaños les regalase una escopeta de balines y que él nunca les compraba, aunque sabía que sólo la querían para arrancarles de cuajo los rabos a las lagartijas que corrían por las acequias de los campos de naranjos, tan cerca de las enormes casas de los Huertos a los que su padre les tenía prohibido acercarse; o que siempre anduviera con ese rictus tan serio cuando le daban las notas y no había más que un sobresaliente, por no hablar de esos castigos ejemplares si suspendían alguna asignatura. La educación os hará libres, les decía, libres. Y ellos refunfuñaban que la única libertad que querían era la de estar lejos de él, coño, que parecía mentira que fuera tan socialista, tan libertario, y luego les obligara a estudiar con disciplina militar. Ernesto es médico, y Pablo sociólogo. Ahora se alegran de que no les permitiera dejar los estudios, de que les aconsejara hacer el servicio militar voluntarios para estar más cerca y no perder cursos, de que les pidiera que no trabajaran para pagarse los estudios, de que les dejara dormir tres días seguidos después de la época de exámenes, de que les premiase con dinero en metálico para irse de vacaciones solos y donde les saliera de los huevos todos los veranos sin pedir explicaciones a la vuelta con la condición de que estuvieran en casa quince días antes de que comenzaran las clases. Ahora se alegran de que les recomendara no dejarlo todo por la primera tía que les pusiera cachondos, y de que no se los llevara de putas al cumplir los dieciocho, como habían hecho los padres de algunos de sus amigos, y de que nunca les hablase de sexo, pero de que apareciese una caja de preservativos en la mesita como por arte de magia.

Se alegran de todo eso, pero sabe que entonces, cuando tenían siete, nueve, quince, veinte años, les parecía que su padre era, con diferencia, el peor de todos los que conocían, el más hermético, el más serio, el más inflexible con las debilidades, el más exigente con las virtudes que teóricamente debían atesorar. Hoy, que son hombres honrados, trabajadores y justos, y que saben que eso compensa con creces sus pequeñas miserias, como cuando cambian de humor o de opinión sin motivo, o cuando se comportan de forma egoísta o caprichosa, saben también que se lo deben a él y a sus esfuerzos por hacer de ellos personas de bien, con sus contradicciones, pero decentes, y le gusta pensar que eso se lo deben a él, a un hombre que se siente cansado pero no arrepentido, a un hombre al que le gustan las flores, sobre todo esas pequeñas amarillas, pero que enferma con las películas de guerra y de sufrimiento.