Antonio Almenar me invita con frecuencia a su casa, aunque no siempre hablamos de guerras y demás. Al principio me reprochaba que me hubiera presentado a un premio con la idea de investigar su vida sin haberle preguntado antes, y no le falta razón. Le pedí disculpas, le dije que no sabía por qué no se me había ocurrido advertirle de mis intenciones, pero no es cierto. Tal vez no quise que me dijera que no, no quise arriesgarme a quedarme sin el proyecto; no por el proyecto en sí, sino por no perder la ilusión, porque proyectos he tenido muchos y casi todos me han salido mal, algunos, desde el principio, y otros se torcieron al final, pero ninguno había supuesto tanto como escribir ese libro. Sabía que no iba a cambiarme la vida, que no pasaría con él a la historia de la literatura, que no ganaría dinero ni me haría famosa, pero escribirlo me convertía en escritora.
La gente dice por el pueblo hay una escritora que está escribiendo un libro sobre el vicario y otro hombre que no sé quién es, y a mí esa palabra, escritora, referida a mi persona, me da ganas de llorar, pero no de alegría, sino de emoción, porque yo lo que he querido ser durante toda mi vida es eso, escritora. Me hice periodista para que me leyeran, porque me parecía más sencillo escribir crónicas que novelas, y al final, ni una cosa ni la otra, porque al margen de matarme a hacer prácticas sin cobrar, no publiqué gran cosa y al cabo del tiempo decidí dejar de combinar el paro (sin cobrar) con el trabajo en precario (sin cobrar) y me lancé a montármelo por mi cuenta, pero sin escribir, con la sensación de haber perdido mi tiempo porque nada de lo que había hecho me había servido para alcanzar mi sueño. O sí. Quién sabe por qué pasan las cosas. De no haber estudiado periodismo, nunca hubiera sido corresponsal de este pueblo, y nunca hubiera escrito un breve que se publicó el 4 de agosto de 1998 y que se titulaba «La familia de José Emilio Almenar le recuerda sesenta años después de su asesinato», y tampoco me hubiera llamado la atención leer un nombre que me resultaba tan familiar, Antonio Almenar (Miraval, 1922), en un reportaje sobre los supervivientes de la Nueve que publicó El País el 24 de agosto de 2004, y al quedarme en paro, nunca se me hubiera ocurrido la idea de enlazar estos dos nombres, estas dos historias, que llevaban tanto tiempo dando vueltas en mi cabeza, guardadas las dos en un álbum de recortes junto con otras noticias que me interesaban («Las cartas de amor del Capitán Nelson», «Aparece el cadáver de un hombre desaparecido en 1976 al desenterrar el ataúd de su esposa abrazado a ella», «Un león salva de morir abrasados a los integrantes de la compañía del Circo Jamaica», «Un niño permanece dos horas atrapado por un bollo») y algunas otras publicadas por mí («Un minusválido de Miraval se cartea con Felipe González desde hace veinte años», «Los hijos del “Pernales” quieren realizar su proyecto para detener la inclinación de la torre de Pisa», «Un comerciante gana el concurso nacional de canto timbrado con su canario»), junto al justificante de mi primer sueldo como periodista, un abono por valor de 1.900 pesetas hecho efectivo el 20 de noviembre de 1990 por Editorial Prensa Valenciana.
Siempre he tenido la certeza de que las cosas buenas no eran más que un espejismo que tarde o temprano revelaría su auténtica cara, así que el fracaso nunca me pilló desprevenida. Si acaso, con Comunicarte. Eso sí que me dolió, seguramente porque la fantasía había durado mucho tiempo y había conseguido engatusarme. Trabajaba desde casa. Mi despacho estaba en una habitación pequeña, junto al dormitorio, pero todos los días me levantaba a las ocho de la mañana, me duchaba, me vestía, me maquillaba, bajaba a la calle, hacía la compra, tomaba un café, iba a los bancos, subía al piso, leía los periódicos en internet, hacía llamadas, concertaba visitas, cerraba entrevistas, paraba a las dos, comía, volvía a las cuatro y por la tarde repetía la misma rutina, un día tras otro, hasta las siete y media, excepto los días en los que tenía que acompañar a los clientes o hacer gestiones que me quitaban más tiempo. Era metódica y organizada, y me iba bien. Pero vino la crisis y tuve que cerrar. Hubiera podido aguantar un poco más, pero los finales me gustaban rápidos y no quise quemar mis ahorros en una empresa condenada a morir. Porque tenía ahorros. Los tengo todavía gracias a esa decisión. Mi padre, que en vida no me dio más que disgustos, a su muerte me dejó todo lo que tengo. Monté la empresa y me compré el piso en la calle Doctor Chiarri, un quinto sin ascensor frente a la piscina cubierta municipal del barrio del Carmen. Dos habitaciones, un baño sin bañera, una cocina americana que me llena la casa de humo y del olor de la comida y un salón con una ventana enorme que da a un patio de luces en el que cada dos por tres aparecen gatos muertos. Pero a mí me da lo mismo, lo de los gatos, lo de los olores y lo del baño sin bañera, porque soy más bien de ducharme y porque, a mí, tener un piso que fuera mío, mío del todo, sin deber nada al banco y sin tener que pagar a un casero, era lo que más ilusión me hacía en este mundo (después de lo de ser escritora). Y a mi madre, también.
Yo me parezco a mi madre. Ella también cree que la vida tiene por objetivo hacerte daño. Desconfía de las buenas noticias, de la gente en general y de los bienintencionados en particular; si pasa algo bueno siempre dice espera a que venga la letra pequeña y cuando llega (porque siempre llega, puntual) entonces se regodea: lo ves, lo sabía, lo sabía, ya te lo dije yo, pero a pesar de ese carácter suele estar de buen humor. Ella dice que son los optimistas quienes están enfadados todo el tiempo, porque a cambio de sus esperanzas la vida sólo les regala fracasos. Mi madre es una mujer alegre y resuelta, seguramente por el mismo motivo que se mantiene animada: porque siempre está alerta a los problemas que han de venir, se anticipa, los soluciona.
Probablemente, desde que se casó estuvo preparándose para el abandono de su marido porque en el fondo intuía que, de no haberse quedado embarazada de mí, él no se hubiera casado con ella, y más en el fondo sabía que esa intuición no era más que una forma de enmascarar la certeza, así que cuando la dejó por otra lo tenía ya todo previsto. Lo único que no se esperaba fue que le doliera de esa manera, eso sí que la sorprendió; tanto, que no fue capaz de cumplir todos los pasos que formaban su plan: divorciarse, cambiar de trabajo, mejorar su aspecto y rehacer su vida con alguien que sí la quisiera. Lo hizo, todo, excepto lo último. Se divorció, se presentó a las oposiciones de Telefónica y dejó el trabajo de dependienta en una charcutería, se puso a dieta y se tiñó el pelo de rubio y trató de encontrar una pareja, pero a todos les veía pegas. Tuvo algunos romances, pero acabaron siempre mal. Nadie la quería lo suficiente. Me lo contaba de vez en cuando, y, a veces, añadía: y tampoco quieren cargar con la hija de otro. Yo no decía nada, pero ese comentario me dolía en el alma, no por el comentario, que incluso podía comprenderlo, sino por el verbo. Cargar. Yo era una carga. Sabía que la intención de mi madre no era esa, que no pretendía hacerme sentir un estorbo, algo que nadie quiere pero con lo que tiene que apechugar. Lo sabía porque sus muestras de afecto eran constantes y sinceras, porque no tenía reparos en mostrar en público sus sentimientos, fueran buenos o malos. Yo no. Me cuesta dejarme llevar, decir lo que siento.
Tal vez en eso me parezco a mi padre, pero tampoco puedo decirlo con seguridad, porque no lo conocí lo suficiente. Cuando se separó de mi madre también se separó de mí, seguramente porque se fue con otra mujer con la que tenía un hijo de cuatro años y vivir en plenitud un amor que hasta entonces había sido prohibido le absorbía todo su tiempo y todo su cariño.
Mi madre no los podía ni ver. A ella la llamaba zorra y puta y rompematrimonios y al niño, Roberto le llamaba engendro del demonio y decía que era feo y que tenía mirada de alelado, y como tenía los horarios cambiados y lloraba por la noche y dormía por el día, aseguraba que no era más que un castigo divino por el daño que sus padres le habían hecho a ella. A la zorra y puta y rompematrimonios le auguraba una vida desastrosa al lado de mi padre, porque era un hombre de poco fiar que ya le estaría poniendo los cuernos antes de que ella hubiera dejado de amamantar al pequeño y además estaba convencida de que nunca recuperaría la figura, porque después de parir se había quedado gorda, y que sería una mujer obesa y fea para el resto de su vida, lo que contribuiría, sin duda, a que él la abandonara por otra más joven y más guapa y más delgada a la que a su vez preñaría y abandonaría por otra al poco del parto, y así sucesivamente, como una condena bíblica. De Roberto también veía el futuro: sería un niño que crecería sin la figura del padre, que se haría delincuente o putero, que no tendría una vida de provecho y que repetiría la conducta del padre ausente con las pobres mujeres que se cruzaran con él.
Los pronósticos no se cumplieron porque una mañana un adolescente de buena familia que había consumido drogas y había robado un coche para experimentar lo que era vivir peligrosamente se los llevó por delante cuando estaban en la acera de su casa, en el patio, esperando a su padre.
Roberto, que tenía cinco años, se había dejado encima de la cama su peluche preferido, un gato al que llamaba Misu, y no quiso ir al parque sin él, así que se puso a berrear montado en su bicicleta hasta que la cara se le puso roja de tanto llorar. Mi padre y su mujer discutieron porque él pensaba que Roberto era un niño malcriado y caprichoso que siempre se salía con la suya, y ella insistía en que para un rato que pasaban juntos los tres no quería que hubiese llantos de por medio. Él le reprochó que le reprochara que trabajaba demasiado porque, le dijo, si lo hacía era para que a ellos no les faltase de nada. Ella insistió en que no quería pelear. Le dijo que estaba cansada, le recordó que era ella la que se hacía cargo continuamente de Roberto mientras él dormía como un tronco y le pidió, por favor, que subiese a por el juguete (de los cojones) antes de que el crío se pusiera enfermo de tanto llorar y tuvieran que irse a La Fe para que le dieran oxígeno con una mascarilla. Él se dio media vuelta y refunfuñó que aquella era la última vez que hacían lo que al niño le daba la gana, y estaba en lo cierto, porque cuando bajó, con Misu en la mano y una cara de enfado que se le quedaría para siempre grabada en el rostro, se encontró a su mujer y a su hijo muertos en el suelo y al asesino todavía dentro del coche con la mirada perdida.
Mi padre no se recuperó y cada dos por tres intentaba suicidarse tirándose por el balcón o dejando abierta la espita del gas. Los médicos decían que en realidad no quería quitarse la vida, sino llamar la atención, pero, por si acaso provocaba una tragedia involuntaria que afectase a otras personas inocentes, sugirieron que no continuara viviendo solo y nos recomendaron que nos lo llevásemos a casa una temporada, que finalmente se prolongó y se prolongó hasta que pasaron once años. Ese fue otro motivo por el que mi madre no pudo cumplir todos los puntos de su plan, porque rehacer la vida era complicado teniendo como tenía a un señor sentado en el sofá del salón que casi no comía y que pasaba las noches sin dormir, bañado en silencioso llanto.
Al final se murió, pero no le mató la pena, sino un cáncer de estómago. Para entonces, había vuelto a la vida. Bueno. Eso es un decir. Había retomado las rutinas de la vida, pero no las ganas de vivir. Cuando se recuperó, vendió su piso, se fue a vivir a una pensión de mala muerte cerca de la estación del Norte, traspasó el negocio (una empresa de reparación de televisores y de instalación de antenas), compró un local sobre plano en un centro comercial que estaba a punto de abrir y montó una pequeña librería. Cuando le diagnosticaron el cáncer, se deshizo de todo lo que tenía, y metió todo el dinero en una cuenta a su nombre y al mío para evitar los impuestos de sucesión, y luego se suicidó de verdad. Al morir, me hizo rica. Pero me dejó triste. Nunca le conocí, nunca supe nada de él. La vida tiene muchas formas de ser trágica. Cuando le recuerdo, me vienen a la cabeza esos versos de Leopoldo María Panero. La vida, que puede ser piadosa, no tuvo compasión. Mi madre no ha leído el poema de Panero, ni casi ninguno con la excepción del de las golondrinas de Bécquer, pero sabe que la vida es injusta y traidora, por eso me aconseja siempre que me adelante. Adelántate, coño, me dice, y llévate toda la felicidad que puedas antes de que te la quiten.
Por eso no le pedí permiso a Antonio, porque quise hacerle caso a mi madre, y adelantarme por primera vez en la vida. Y cuando voy a su casa a tomar café descafeinado y a que me enseñe las fotografías que tiene guardadas en cajas, algunas de madera, otras de zapatos, me lo reprocha. Me lo podías haber preguntado, ahora todos van a saber cosas de mí. Pero me lo dice sonriendo, y yo me doy cuenta de que en realidad no es que no le importe que la gente sepa, sino que tiene ganas de que alguien le ponga en su lugar.
Y luego sigue protestando:
—Mi vida no es interesante, yo qué tengo que contar, yo sólo soy un viejo, ahora las cosas son distintas, ahora casi nadie se acuerda de aquello, el otro día leí que la mayoría de los jóvenes cree que Franco fue un jugador de fútbol y se disfrazan de nazis para las fiestas como si fuera divertido porque en realidad no tienen ni puñetera idea de qué significa esa cruz gamada.
Y sigue con eso hasta que entra Manuela y le dice o le cuentas algo interesante a la chica o le dejas que se vaya, que la pobre tendrá sus cosas que hacer. Y Antonio sonríe. A veces se calla y me pide que me marche porque está cansado o tiene que ir a hacer la compra o ya es hora de cenar, pero otras, después de un rato de silencio, comienza de nuevo a hablar.