—Tomar los hábitos no debió de ser cosa fácil. Era un chico normal, no me malinterprete, no es que los sacerdotes no sean normales, pero es que al padre José Emilio antes de ser el padre José Emilio le gustaban los bailes, estar con las chicas, pasear con los amigos, iba hasta a la verbena del casino en los carnavales y eso que el vicario nos decía que si íbamos a bailar quedábamos excomulgados icsofacto, ¿qué?, ¿de qué se ríe? Ya, ya sé que no se dirá así, mis nietos se ríen de mí por eso. ¿Cómo es? ¿Ipso? Pues eso, ipso facto, gracias, señora. ¿Qué? Bueno, gracias, señorita. ¿No está casada? Pero novio tendrá, ¿no? Es usted muy guapa, no se preocupe. Lo que pasa es que los hombres de ahora están ciegos, y son tontos y les gustan las mujeres escuchimizadas y no como usted, que se ve que tiene dónde agarrarse. Yo tengo tres nietas y cinco nietos. Las nietas, todas estudiosas. Los nietos, todos unos zopencos. Andan siempre pensando en salir de juerga, no tocan un libro ni vienen a verme. No me mire así. Es que estoy aburrida.
Se detiene un momento, para respirar, y continúa.
—Casi nadie viene a verme ya. Por eso cuando Víctor Fuentes me dijo que quería hablar conmigo le dije que sí sin preguntarle ni qué quería usted, y mire por dónde quiere hablar de mi primo José Emilio, ay, qué alegría y qué pena también. Pobre hombre, bueno, pobre crío, porque murió cuando de hombre no tenía más que las ganas, pero de todas formas, pobre, tan bueno como era, y tan guapo, porque mire que era guapo, alto, moreno, con esos ojos grandes y esa expresión en la cara cuando sonreía, ¿sabe lo que le digo? Hay gente que sonríe y cuando sonríe es como si no sonriera porque con la boca hace el gesto pero con los ojos te está diciendo maldita la gracia que me hace sonreírte, ¿sabe cómo es? Mire, así, más o menos. No sé si me sale. Yo es que soy risueña, no tanto como José Emilio, el pobre, que siempre se estaba riendo pasara lo que pasara.
Mientras la escucho, pienso que no tiene razón. No creo que se riera siempre, pasara lo que pasara. Seguro que no se rio cuando supo lo de la guerra, o cuando se lo llevaron, o cuando le dijeron ponte ahí cura de mierda, de espaldas, y oyó cómo se amartillaban las armas e intuyó que le apuntaban, y supo que su tiempo entre los vivos se estaba terminando de esa manera tan ruin.
Ella prosigue con su relato:
—No es el único pariente que se me ha muerto. Fue el primero, pero no el único. Usted comprenderá, tengo noventa y cuatro años. Han muerto mis padres, algunos de mis hijos, mi marido y todas mis amigas. Pero Emilio fue el primero, y el más injusto. La muerte es injusta, todas las maneras de morirse son injustas. Un hijo mío se me murió con tres meses, figúrese, una criatura que todavía no había aprendido a tirarse los aires y se retorcía de dolor como una lagartija por las noches, mire si habrá cosa más injusta que esa, pero es que lo de José Emilio no tuvo perdón porque no tuvo explicación. Era cura, pero ese no es motivo. Cuando la guerra, ¿sabe lo que hizo? Se vino a casa, pero no se escondió, no tenía miedo, qué va, era por ayudar. Se presentó a las autoridades y dijo miren, soy fulanito de tal y me pongo a su disposición para lo que necesiten. Algunos se rieron de él, dijeron cosas por el pueblo, se burlaban, pero este es un pueblo pequeño y entonces más pequeño que era, todos nos conocíamos, todos conocían a su familia, le habían visto echar los dientes y sabían de qué pasta estaba hecho, así que le dejaron en paz. Y como el vicario de aquí, que era de Beneixama, en Alicante, se había ido a su casa, este sí que para esconderse, cuando la República, pues Emilio se hizo cargo de la iglesia. Recogía alimentos para los que no tenían y organizaba el reparto y cosas así. Bueno, y rezaba, claro, y hacía sus misas, que para eso era sacerdote. Pero a dormir, a casa. No se quedaba en la casa parroquial porque eso sí que le daba no sé qué. Era valiente, pero temerario, no. Quién sabe lo que habría tenido que ver para no querer quedarse solo. Pero no recuerdo el momento. El momento exacto, quiero decir. Y mire que soy capaz de recordar cosas absurdas, como la ropa que llevaba el día que mi marido me preguntó si quería casarme con él, o lo que estaba haciendo cuando rompí aguas del primer chiquillo, mi José María, un bocadillo de panceta con pimientos para mi marido, que no sabe usted la manía que le he tenido desde ese día, no a mi marido, sino al bocadillo de panceta con pimientos, pero no recuerdo qué pasó cuando se lo llevaron. A lo mejor ni siquiera estaba con él. Ocurrió cuando llevábamos muchos meses en guerra, pero realmente no sé cuándo fue. ¿Qué es lo que usted quiere saber, exactamente?
—Nada —le digo—, nada en concreto. Lo que usted recuerde de su primo, lo que me quiera contar, no hace falta que sea de cuando se lo llevaron.
—¿Cualquier cosa? —me pregunta.
—Claro, Leo, cualquier cosa que le apetezca.
Me ha hecho varias preguntas sin darse tregua ni darme tiempo para contestar, en este rato, largo, en el que no ha parado de hablar sin decir nada en realidad. Me he acordado de esa canción de Nacha Pop, Desordenada habitación, que dice, más o menos, no me canso nunca de hablar porque vivo en el silencio más total. Siempre me ha gustado, la canción, sobre todo por esa frase, porque me he sentido identificada con ella desde la primera vez que la escuché, y ahora he vuelto a acordarme por esta mujer, con esta mujer, a la que acabo de conocer y de la que me siento tan próxima. ¿Cómo puede ser eso posible?
Se llama Leo, de Leovigilda. Es viuda. Normal. Tiene, acaba de decírmelo, noventa y cuatro años, pero se quita tres. Según el DNI que ha insistido en enseñarme, azul, caducado hace diecinueve años, nació el 15 de marzo de 1913, cuatro días antes que su primo hermano José Emilio Almenar, que en principio había de llamarse solamente Emilio pero que se llamó José Emilio por nacer justo cuando nació.
—¿Estas cosas, le sirven?
—Pues claro que me sirven, cuente lo que quiera.
No le digo que es más vieja de lo que cree, y que si aguanta viva un poco más, probablemente vendrán el alcalde y algún concejal a traerle un ramo de flores y a felicitarla por cumplir cien años y que luego la foto saldrá en el periódico. Leovigilda Vilar cumple cien años rodeada de su familia, será el titular.
Imagino que vive para ese momento y la imagino feliz. Imagino que no vive para ese momento y veo ese salón vacío de gente y vacío de ella, con la carta que cada mes le manda el supermercado Consum, con el cupón de descuento que casi nunca supera el euro y medio pero que a ella le hace feliz porque es de las pocas alegrías que todavía llegan a casa por correo postal.
—¿Desde cuándo vive usted aquí, Leo? —le pregunto, y me dice que desde que se casó.
Baja la voz. Carraspea.
—Bueno —dice—, desde antes de casarme. Es que, sabe, como el vicario se tuvo que ir y nos quedamos sin cura, y total ya lo teníamos todo preparado, y nuestros padres estaban conformes, y mi Vicent era un buen chico pero ya no podía más, pues pensamos que lo mismo nos daba la bendición un día que otro y un domingo de mayo mis padres mataron un par de pollos y un conejo grande y, ya ve, hicimos una paella para veintiocho. Buena no estaba, pero lo pasamos bien. Él vino.
—¿Quién?
—Pues quién va a ser, mi José Emilio, y me dijo que, para él y para su Dios, con eso valía, pero que cuando todo se apaciguase, él mismo nos casaría en la misma iglesia en la que me cristiané. Figúrese, si a él le daba lo mismo, a mí qué me iba a dar, pues cinco veces lo mismo, o más. Creo que esa misma noche mi Vicent me hizo al primer hijo. —Sonríe—. Qué ganas tenía, pobre. Y yo qué susto. Entonces no era como ahora, ¿verdad? Antes éramos todas tontas. Nos hacían tontas, nos metían miedo, nos decían que cerrásemos los ojos y pensásemos en otra cosa, que nos aguantásemos el dolor, que nos encomendásemos a Dios y que nos entregásemos a la idea de que semejante acto abominable era para darle al Señor hijos a su servicio.
Yo también me río, y ella se tapa la cara con ambas manos. Se aparta una lágrima del ojo derecho, y continúa.
—No era por maldad. O sí. Creo que las que lo decían lo decían por reírse de nosotras, las jóvenes, igual que lo habían hecho con ellas. Mi madre, mis tías, mis hermanas mayores, mis primas. Ese día, el de la falsa boda, mi amiga Amparo, que se había casado dos meses antes que yo, vino a felicitarme a la hora del postre y me advirtió: no hagas caso de lo que te han dicho, la noche de bodas es lo mejor de este día. Pero cuando llegó el momento yo temblaba de miedo. —Se detiene—. Pero esto no hace falta que se lo cuente, ¿no?
—Mujer, Leo —le digo—, usted cuénteme lo que quiera, pero esto no lo voy a incluir en el libro.
Se lo piensa un instante. Me pide que le traiga un vaso de agua.
—Pero de la nevera no, que está demasiado fresca. Del grifo ese pequeño que está junto al grande. Es que mis hijos me han puesto el aparato ese de la osteoporosis inversa en el agua, para que esté más buena.
Sonrío, y no le digo que no se dice osteoporosis sino ósmosis. Le lleno el vaso e imagino que lo ha pedido para hacerse un guión de lo que me quiere contar. Creo que quiere contármelo todo, pero no sólo lo referente al asesinato de su primo hermano José Emilio, porque sobre eso hay bastante poco que contar. Creo que tiene ganas de hablar, simplemente, así que, cuando vuelvo, le pregunto si le apetece que vuelva otro día para que hablemos tranquilamente de todo un poco. Me pregunta si tengo abuela. Le digo que sí, y luego rectifico: no, murió hace unos meses. Me pregunta si tengo madre. Le digo que sí. Me pregunta si tengo padre. Le digo que no, que murió cuando yo tenía veintitrés años. Me pregunta si visito a mi madre con frecuencia. No. Me pregunta si la llamo por teléfono, si me preocupo por ella, si me aseguro de que tiene suficiente comida en la despensa, o de que no se ha caído al salir del baño y está tiritando en el suelo, si le doy conversación, si la invito al cine, si la quiero, si ella lo sabe. Le digo que no hace falta. Que mi madre tiene sesenta y cuatro años y acaba de prejubilarse en Telefónica y que en ese mismo instante está recibiendo clases de buceo en el mar Muerto, y que a los cuatro años de que muriera mi padre se echó un novio dominicano que la tiene todo el día bailando merengue, pero que no se quiere casar ni vivir con él porque le da pereza meter a un tío en casa con lo bien que se vive sola sin tener que dar cuentas a nadie, y que es ella la que me llama continuamente para recordarme que soy yo más vieja que ella y que debería esforzarme por ser más feliz.
Leo se ríe y mueve la cabeza un par de veces.
—Ven cualquier día, pero cuando terminen las novelas de la primera, que me encantan aunque no se terminan nunca, sobre todo la de los tiempos revueltos, que hay que ver lo que dura. Pero quédate un poco más hoy, si no te importa, y no te contaré más cosas mías, sólo de José Emilio.
Tomo de nuevo el Pilot y le doy al REC de la grabadora. Me imagino que cuando esta mujer muera escucharé su voz temblorosa, cansada pero alegre, y me acordaré de esta tarde, y lloraré, así que, me digo, nada de volver otro día porque aún no se ha muerto y ya tengo ganas de llorar, pero me enfado y se me pasan las ganas. Me cabreo conmigo misma, por esta costumbre de anticiparme al dolor antes de que llegue que tantos dolores me ha evitado, pero quién sabe también cuántas alegrías.
La dejo hablar, pero ya no tomo notas. El bolígrafo está en mi mano, esperando que el cerebro le ordene levantar una línea, bajarla, cruzarla, escribir una A, o una Z, o dibujar una casa con una chimenea humeante y pájaros, o lo que a mí me parecen pájaros, surcando el cielo, mientras la escucho. Y es que no la escucho. Mi pensamiento está lejos, y no me siento culpable, porque sé que Leo no necesita mi atención sino mi presencia. No estás sola, Leo.
Pasan horas. ¿Cuántas? Demasiadas para las cosas que tengo pendientes: tengo que recoger la cocina, que me la he dejado patas arriba antes de salir, tengo que ir a comprar algo para la cena, tengo que escribirle un correo a mi madre, tengo que transcribir la grabación para saber qué es lo que me sirve de todo lo que me ha contado, tengo que hacer un esquema mental del trabajo hecho y del que me queda pendiente. Pero aquí estoy, anclada a esta silla viéndola mover los labios, a veces hablando y a veces sonriendo. No estás sola, Leo. Pobre Leo.
Casi nada de lo que me dice me será de utilidad. Tendré que repetir la entrevista, o inventármela, o rellenar los huecos de la vida de José Emilio con otro pariente vivo. No será difícil. Se ha corrido la voz de que hay una periodista que quiere escribir sobre él, sobre el pobre José Emilio que murió tan pronto, de tan mala manera, de tan bueno que era, ay, José Emilio, que lo daba todo, que tan poco se merecía aparecer en una acequia con un tiro descerrajado en el pecho. Todo el mundo quiere hablar. Van a buscarme al ayuntamiento y preguntan por mí, aunque ni trabajo allí ni tampoco vivo en ese pueblo, ni tengo interés en mantener contacto con la hija de la hermana del señor que le vendía la leche de vaca a la madre de José Emilio en una lechera de latón.
Al principio, esas cosas me irritaban sobremanera, porque me hacían perder el tiempo. Todo el mundo dejaba su teléfono para que les llamara con el pretexto de que tenían información importante, como si anduviera investigando la vida secreta de Adolf Hitler, cuando la realidad era más simple: dos hombres que no llegarían a conocerse compartieron apellido, compartieron entorno, compartieron afectos. Uno se hizo religioso y el otro revolucionario, uno murió asesinado y el otro vivió para contarlo pero también para ver cómo el mundo dejaba caer su sacrificio en el olvido. Ya está. Fin de la investigación. No pretendo cambiar el curso de la historia con este trabajo, tan sólo quiero contarla, la historia, la historia pequeña de dos personas pequeñas que nunca pasarían a la historia grande, la que se escribe con letras mayúsculas, la que permanece, la que los niños estudian en la escuela, la que todo el mundo recuerda.
El 28 de octubre de 2007, José Emilio Almenar fue beatificado por el papa Benedicto XVI en la plaza de San Pedro, junto a otros 497 mártires. Hasta Roma viajaron algunos de sus paisanos, que, junto a decenas de miles de peregrinos, llenaron Roma de cánticos religiosos y de banderas españolas y que en las páginas de los periódicos y ante los micrófonos de las televisiones declaraban asistir a semejante acontecimiento sin rabia, sin rencor y sin revanchismo y sí con un fuerte espíritu de reconciliación y con el legítimo orgullo de saber que la memoria de sus familiares, conocidos y amigos estaba por fin situada en el lugar en el que merecían: en el de la santidad.
Fue la primera vez que en un periódico salió su fotografía. Su cara está desdibujada por el tiempo, es una foto vieja, pero Leo tiene razón: era un hombre guapo, de mirada franca y de sonrisa sincera. El pelo rizado, algo largo para la época, los ojos grandes y claros, las cejas pobladas, el mentón recio y los labios finos. Nadie en el pueblo sabe demasiado de él, aunque desde poco después de acabar la guerra una de las calles lleva su nombre. Es una calle buena, ancha, de doble carril, algunos comercios y bastante tráfico. Poca gente sabe lo que hay detrás, pocos conocen su renuncia íntima y profunda, su generosidad, y en cambio, son muchos quienes ignoran por qué le pusieron su nombre a aquella avenida, quién era él, por qué se lo mereció. ¿Sabe por qué esta calle se llama José Emilio Almenar? No, ni idea. Lo mataron en la guerra, creo. No, no soy de aquí. Era el cura del pueblo.
Y el otro, el vivo, no tiene mejor suerte. Nadie sabe que luchó y perdió y que aun así no se resignó, que cruzó la frontera y pasó fatigas y penalidades pero nunca renunció a defender lo que él consideraba justo, que estuvo preso, que fue legionario, que vivió con la valentía temeraria de los que nada tienen que perder hasta que se enamoró. Nadie sabe que, a día de hoy, es uno de los pocos supervivientes de la nueve. Casi nadie sabe qué es la Nueve. ¿La tele? ¿El canal Nueve?, dicen si se les pregunta. No. Nadie sabe nada de ese que no le temía a la muerte sino a la injusticia y que ahora se pasea por la calle con un sombrero de paja con una cinta de Águila Amstel y un sonotone en el oído, y que en verano aguarda al sueño sentado en una silla de anea en la acera de la calle mientras escucha Hora 25 en la SER. Quienes esperan su turno tras él en la frutería y le escuchan pedir kiwis y tomates raf ignoran que la misma voz corrigió al periodista Pierre Crenesse cuando informaba en directo para la radio clandestina francesa de la liberación de París de las manos alemanas, poco antes de que el general De Gaulle pronunciase aquel discurso en el balcón del Hôtel de Ville:
—¡París!, París ultrajado, París roto, París martirizado, pero también París liberado, liberado por sí mismo, liberado por su pueblo con la ayuda del Ejército francés, con el apoyo de toda Francia, de la Francia que lucha, la única Francia, la auténtica Francia, la Francia eterna.
Crenesse, embriagado por el momento que estaba viviendo y protagonizando, cogió del brazo al primer soldado que entró en el Ayuntamiento y dijo de él:
—C’est un français de cep pur, venu de très loin pour libérer la mère patrie.
Pero Antonio Almenar, más consciente todavía de la magnitud de aquel instante en la historia y con la cabeza llena de las caras de los amigos que había perdido por el camino, algunos sólo unos días antes de poder vivir ese glorioso momento, le respondió sin vacilar:
—Señor, soy español.
Y mientras el país entero oía por la radio aquellas tres palabras que no entendió porque no fueron pronunciadas en francés, Antonio lloró, por segunda o tercera vez en la vida, sin saber que aquella gesta protagonizada por hombres valientes quedaría condenada al olvido. Nadie lo sabe. Nadie sabe la dimensión de la deuda, y seguramente todos deberían conocerla.