Natalia

Natalia Soler

Querida Carmen:

No, lamento comunicarte que no soy quien buscas, inténtalo en otra parte.


Pues sí, soy Natalia Soler, y sí, me acuerdo de ti. Pero siento mucho decirte que en este momento de mi vida no me apetece volver al pasado como si esto fuera la tercera parte de una película de Zemeckis. Te agradezco el interés, pero no vuelvas a molestarme. Tengo mucho trabajo y no puedo perder el tiempo.


Carmen: No sé si sabes que soy Decana en la Facultad de Filología y Comunicación de la Universitat de València. Aunque valoro positivamente las nuevas tecnologías y las herramientas que nos ofrecen, como comprenderás, no estoy para estas pérdidas de tiempo. Espero que te vaya bien. Un afectuoso abrazo.


Me ha hecho mucha ilusión recibir tu mensaje. ¿Cuánto tiempo hace ya? ¡Madre mía, casi treinta años! Creo que mis alumnos piensan que ya nací vieja, que no tuve adolescencia ni amigos. Me miran como nosotras debíamos mirar a nuestros profesores, que eran más jóvenes de lo que somos ahora. ¡Esto es como un castigo divino! ¿Mantienes contacto con alguien de los de entonces? Yo no. Y no creas que no me gustaría, pero la facultad nos dispersó a todos. Ahora que estoy en el otro lado (soy catedrática y decana de la facultad), me doy cuenta de que lo que en otro momento interpreté como normal no lo era tanto. Quiero decir, que deberíamos habernos esforzado más en mantener los lazos que nos unieron durante tanto tiempo. Y no me refiero a nosotras, sino a todo el grupo. Tú y yo… ¿desde cuándo éramos amigas? ¿Desde crías, desde el parvulario? No, ya sé que no, que nos conocimos en el instituto, pero es que ahora, con la perspectiva de los años, parece que entonces fuéramos unas niñas en lugar de unas adolescentes. Fue una pena perdernos, pero también fue una pena dejar de ver a los demás: Antonio, Carlos, Alberto, Chus, Mar, Mercedes… ¿Qué será de ellos? ¿Y de ti? ¿Qué es de ti? Escríbeme, y cuéntamelo todo.


Me acuerdo de ti. Cómo no acordarme. Quisiera haberte borrado. Tiempo he tenido. Pero siempre has acabado apareciendo, en alguna palabra, en algún silencio. A menudo me lo pregunto, cómo es posible que algo que pasó hace tanto pueda quedar grabado en la memoria de esta manera tan precisa, tan indeleble, como si todo el tiempo transcurrido fuera en vano, como si los minutos, las horas, los días, las semanas, los meses, los años, en fin, se hubieran confabulado para desaparecer y borrar de un plumazo a la mujer que eres hoy, la mujer segura, la mujer que es catedrática, coño, que tiene a sus alumnos sin pestañear mientras da clase porque me tienen más miedo que a un dolor de muelas, pero no los soporto, porque van de progres y son unos carcas, más carcas que sus padres y que los padres de sus padres y lo único que quieren, con excepciones, es follar y pasarlo bien, especialmente haciendo botellón, poniéndose hasta el culo de bebida de garrafón y luego copian en los exámenes, o se aprenden de memoria datos, fechas, cifras, y se creen que con eso ya lo tienen todo hecho. Me crispa escuchar a las tías contarse las unas a las otras que fulanito ha cortado con menganita, o sea, tía, que tengo vía libre, mola. Me enciende que el aseo de los profesores esté atascado y tener que coincidir en el cuarto de baño con una de ellas que llora desesperadamente porque le han roto el corazón. Me molestan, porque hacen perder el tiempo a sus compañeros que sí trabajan, y a mí también, porque hacen que sienta que todo mi esfuerzo ha sido eso: una pérdida de tiempo. No sé ni por qué te lo cuento. Bueno. Sí. Te lo cuento porque tú sí me has ofendido, con esa pregunta, no por la pregunta, sino porque es una pregunta desenfadada, como quien no quiere la cosa. Si aún conservo recuerdos de esos años, dices.

No te he olvidado.

Soy feliz.

Pero no te he olvidado.

Natalia se queda un buen rato mirando la pantalla del ordenador, el cursor vacilante que parpadea al final de lo último que ha escrito, un punto, y repasa los mensajes que no ha enviado y en los que ni siquiera se ha acordado de puntuar para que quien los leyera supiera que la carta había terminado. Como para creerse que es catedrática. A quién se le ocurre. Se ríe, pero no puede evitar sentirse ridícula. Está en su despacho, aunque no es catedrática, ni mucho menos decana. A saber por qué mecanismos de la mente le ha salido de la yema de los dedos semejante mentira. No es la primera que dice.

De pequeña, sus mayores castigos le venían por eso, por no controlar la sutil diferencia entre fantasear y mentir. Sonríe. De niña, no sabía bien qué distinguía lo que deseaba y lo que tenía, porque estaba segura de que el deseo estaba indisolublemente ligado a la consecución, de que bastaba con soñar para alcanzar el sueño. ¿Qué era lo que quería ella? La sonrisa se le borra de la cara.

Ahora mismo, está en nómina de la empresa más grande del país, el INEM. A duras penas consiguió acabar la carrera antes de que a sus padres se les terminara el dinero y la paciencia. No es que no fuese estudiosa, es que las letras se le emborronaban en la cabeza y se distraía, y nunca fue capaz de entender la macroeconomía, que la aprobó varios cursos más tarde del que le hubiera tocado, ni la sociología, que sólo fue capaz de superarla el año en que le pasaron el examen justo antes de entrar en el aula y memorizó todas las respuestas del test. Verdadero. Verdadero. Falso. Verdadero. Que a ella la economía y la sociología le gustan, pero no las comprende. Por eso no llega nunca a fin de mes ni entiende a las personas cuando están en grupo. Uno a uno, todavía, pero en manada se le escapan. Nunca ha trabajado en equipo. No se le da bien la gente. Ha ido siempre por libre, sola, por su cuenta, para evitarse problemas y malos rollos, para no tener que aguantar memeces, cotilleos, mezquindades, envidias y otras ruindades a las que el ser humano es tan proclive. Verdadero. Se perdía algunas cosas agradables, como las cenas de Navidad, pero le compensaba. Mejor sola que mal acompañada. Falso.

A veces se arrepentía, con lo fácil que hubiera sido trabajar las horas que fuera y cobrar sin tener que preocuparse de buscar clientes, de hacerles la pelota, de convencerles de que tenían un producto maravilloso que todo el mundo necesitaba conocer, Aceites Amanda, Talento Duetto, tanto daba, escuchar sus quejas si tenían demasiadas entrevistas y sus lamentos si no interesaban a la prensa local. Cuando ella empezó no había muchas agencias de comunicación, y no como ahora, que das una patada y te salen veinte, todas peleando entre ellas por el mismo contrato, reventando los precios que tanto había costado conseguir. Y luego los medios de comunicación, que se han vuelto intratables. Si quieres publicidad, la pagas, que no estamos para bromas. Así ha pasado: unos que no contratan, otros que no publican, los que antes externalizaban el gabinete de comunicación ahora tienen un becario que les escribe las notas de prensa, a veces con faltas de ortografía, y las envía con un golpe de muñeca sin llamar ni siquiera al redactor del medio. Vale. De acuerdo. No es exactamente así. Los becarios de hoy salen mucho mejor preparados que los de entonces, pero es que ella se ha dejado la piel y ahora, hala, al paro, a cerrar la empresa, que sí, que estaba ella sola, pero le había dado para comer, para viajar, para pagar el alquiler, para comprarse ropa, para beber, para vivir, vaya. Y ahora, cerrada. La puta crisis. Tiene derecho a estar enfadada con los clientes, con los becarios, con el fondo monetario internacional, con Zapatero, que no informó de la que se nos venía encima, con Rajoy, que si lo sabía tampoco hizo mucho, con el mundo entero, que ignora su drama, con los que la animan diciendo que esto no es más que una oportunidad para reinventarse y le dan la matraca con que el símbolo chino de la crisis contiene los dos elementos que significan peligro y oportunidad. Coño.

Cuando escucha que periodismo es una carrera fácil no puede evitar que la sangre se acerque al punto de ebullición. Fácil, dicen. A ella le costó lo que no tenía. Los dos primeros años estuvo becada. Sacaba buenas notas, pero pronto comprendió que salir y estudiar no eran del todo compatibles para una cabeza como la suya, tan dada a la dispersión, y los suspensos empezaron a caer como del cielo, nunca mejor dicho, porque le llegaban directamente de Dios. Estudió en el CEU, porque en Valencia no había entonces facultad de periodismo y le dio pereza marcharse fuera. Se quedó y le hacía gracia responsabilizar a la divina providencia de sus suspensos, porque sentía que la culpa tampoco era toda de ella. Estudiaba, se esforzaba, y, a veces, hasta se quedaba sin salir, pero ni por esas la realidad estaba a la altura de sus esfuerzos.

Natalia se ríe. Catedrática. Sí. Catedrática de Cómo Llegar a Fin de Mes, asignatura troncal de la carrera de la vida. Se ríe más. Además de mentirosa y parada, hortera.

Mira de nuevo todos los mensajes que ha escrito, los de me alegro, los de que te den, los de mentira. Cancelar. Eliminar mensaje. Los borra todos.

Antes, antes de borrarlos, lo que había hecho era sentarse y leer una y otra vez, releer, para ser más respetuosos con el lenguaje, el correo de Carmen López. Sorprendida, atónita, contenta, irritada. Pero cómo te atreves a volver a mi vida y a hacerlo como si nada, después de todo este tiempo, como si no hubiese pasado el tiempo, como si la vida se hubiera detenido entonces, como si fuésemos dos adolescentes con la carpeta forrada con fotos de la Super Pop, como si no supieras que yo ya no soy esa, hostia, que soy catedrática, coño, que no digo tacos, joder, y me los estás sacando uno a uno de la boca como si fuera una camionera. ¿No eres tú? Chica, pues perdona. ¿Eres tú? Pues a mis brazos, amiga, como si no te hubiera ignorado durante más de la mitad de su vida. Pues que te den por el culo, pensó. Y brujuleó un buen rato en su perfil. Ahora Carmen es rubia y tiene el pelo corto. Dos hijas. Marido. Perro. Gato. Peces. Una tortuga que se llamaba Tomasita y que se murió hace poco. Oh. Es bibliotecaria. Ha ido de crucero al menos una vez. También a la nieve. En esas fotos no ha sido morena ni ha llevado el pelo rizado (es decir, siempre está igual). Y se va de cena con las chicas del spinning y las llama golfas y guarrillas porque lo han pasado superbién y tiene 567 amigos de los cuales siete son comunes. Paco González, Gonzalo Conde, Ana Portaceli, Remei Castelló, María Dolores Luján, Daniel González Serisola y Angélica Morales. Hace memoria, y no se acuerda de qué conoce a esos siete, ni qué pueden tener en común entre ella y la aficionada a la bicicleta estática. Se refiere a ella así, como con desdén, para marcar distancias pero también porque no es así como la recuerda. Para ella, Carmen sigue teniendo diecisiete años y es gordita y su relación con el deporte es tan pasiva como la bici en la que se monta para el spinning tres veces por semana. Carmen no tenía intención de casarse ni de procrear. Quería vivir la vida loca y ese cambio, ese cambio que debió gestarse hace años pero que para ella es nuevo, reciente, doloroso, se le antoja una traición. Casada. Aficionada al gym. Joder. Se toca un michelín, el michelón, le llama ella, como para reafirmar el peso de semejante traición. Natalia no pisa un gimnasio así le vaya la vida en ello. Como mucho, como todos, se matricula y paga las mensualidades entre dos y seis meses, aunque luego no vaya y termine borrándose. Carmen era así también. No leían Elle ni Cosmopolitan. Se compraban el Nuevo Vale y se sentaban en un banco con un paquete de pipas para morirse de la risa con las cartas de las lectoras. Mi novio quiere que hagamos el amor, pero a mí me da miedo, qué puedo hacer. Mi novio quiere que le haga una felación, pero me da reparo porque no sé cómo hacerla. Se reían si pensaban que las cartas eran reales, y se reían más todavía si se figuraban que había una persona encargada de formular las preguntas y las respuestas. Pues chúpasela, mujer, como si fuera un helado de cucurucho. Yo seré periodista para trabajar en esta revista, decía Natalia. Y cumplió su promesa. Pero ahora mira a Carmen, mira a la que quería dar la vuelta al mundo con De la Quadra Salcedo, haciendo un crucero con Pulmantur todo incluido en camarote con balcón. Qué deslealtad tan imperdonable. La odia. Tanto. No tiene en cuenta que han pasado, ¿cuántos?, ¿treinta años? (Vale, no tantos, ni siquiera llegan a veinticinco). Ni que ella misma ha evolucionado, algo, un poco, también, ni trabajó nunca en una revista ni hizo el menor esfuerzo por responder las preguntas tontas de un consultorio sentimental y mucho menos, mucho menos, recomendó a nadie hacer nada con algo parecido a un helado de cucurucho. ¿Es verdad que con la luz apagada la primera vez que haces el amor no puedes quedarte embarazada? He perdido mi anillo de boda en la luna de miel y temo que mi marido me abandone por otra. Voy a cumplir diecisiete y nunca me han besado. Hubiera podido hacerlo. Tenía respuestas para todos, pero nunca se lo planteó en realidad, y eso que envió su currículum a la mayoría de los medios de comunicación del país. No le parece ninguna traición, pero lo de Carmen sí. Porque ella no se marchó, no se fue, no se alejó, no desapareció, no dejó de quererla, no condenó a permanecer en el aire todas aquellas fantasías de crecer y madurar y envejecer juntas y ser amigas para siempre jamás, que hasta hicieron un pacto de sangre sobre una foto de ellas en la playa, medio en broma y medio en serio. En realidad toda la sangre era de ella. A Carmen le daba miedo el alfiler, así que Natalia se hincó de nuevo la punta y dejó que un par de gotas cayeran sobre el pulgar de su amiga. Luego lo aplastaron sobre el reverso de la fotografía, debajo de sus promesas: ver a Madonna en directo, odiar forever de la vida a Los del Río, y no desjuntarse nunca. Escribieron eso, desjuntarse, porque a Natalia le pareció que era un verbo más dramático que distanciarse. Ellas no estaban cerca, estaban juntas, unidas, una dentro de la otra. Nadie la había querido tanto, tan profunda y absolutamente. Algún día matarás a alguien y yo encontraré justificación para el crimen, le decía Carmen, entre risas, cuando Natalia le contaba cualquier cosa de la que no se sentía orgullosa y ella conseguía darle un tono de normalidad. No pasa nada si le quitas algo de dinero a tu madre, si copias en los exámenes, si le pones los cuernos a menganito con fulanito. Qué va a pasar. Pues nada, tía. Nunca había querido tanto, tan profunda y absolutamente a nadie. No ha vuelto a hacerlo. Ni han vuelto a hacerlo, tampoco.

Lo tiene guardado, el documento, aunque no recuerda dónde. Reprime un impulso de levantarse a buscarlo y hace un esfuerzo por mantener su discurso irritado: ahora esta aparece como si nada, como si tal cosa, como si el mundo girase alrededor de la rueda de su bicicleta de spinning. Vete a la mierda, piensa, ah, no, mejor vete a tomar por el culo, rectifica, porque recuerda aquellas largas discusiones tontas en las que debatían sobre si se decía a tomar por culo o a tomar por el culo. Por el culo, insiste, y se aparta con una mano un mechón de pelo que le cae encima del ojo, y con la que le queda libre hace el ademán de bajar la pantalla del Mac para que se quede en reposo, pero sin apenas darse cuenta teclea:

10 de octubre de 2010

Natalia Soler

Sí, soy yo. Nos vemos el jueves??