Antonio recuerda perfectamente cómo y cuándo conoció a la que tiempo después sería su mujer. Mi mujer, no, me rectifica. Mi compañera, dice. Porque Manuela ha sido eso, mi compañera. Mi amor, mi amante, mi amiga. Se queda mirando un instante al suelo y luego levanta la vista; la dirige al cielo, y luego la baja de nuevo hasta mis ojos. Casi cincuenta años lleva siendo eso, mi compañera. Insiste.
Yo le sonrío y trato de ser dulce, de parecerlo al menos, porque sé que no lo soy. No quiero violentarle. No hay nada que me parezca más violento que obligar a alguien a que hable de amor.
Cuéntemelo, Antonio. Cómo la conoció.
Me dice que estaba sentado a una mesa de La Fleur en Papier Doré, en Bruselas. Me cuenta que escogieron ese lugar porque les habían dicho que en ese café se reunían artistas y escritores desde principios de siglo y que a él el arte y la escritura siempre le han entusiasmado. Me explica que primero pensaban pedir algo caliente pero que una vez allí, sin saber bien por qué, cambió de idea y pidió dos cervezas. Hace un gesto con los dedos y dice en francés deux bières s’il vous plaît. Dice que empezaron a hablar del viaje a Tanganica que estaban preparando. Le pregunto si preparaba ese viaje con Manuela y me mira con ojos risueños. ¡Con Manuela! Responde, y se da una palmada en la rodilla. ¡Qué va ser con Manuela!, repite. Guarda silencio un instante y aprovecha para quitarse algo, algo pequeño, quizá una mota de polvo o una lágrima traidora que se le ha colado en el ojo por la risa o por el recuerdo. No, dice, no estaba con Manuela. Manuela entró en ese momento con una amiga. Era rubia, alta, escultural, ay, dice, ahora es guapa aún, pero qué guapa era entonces… La amiga también estaba bien, también era alta, aunque morena, y algo rellenita. Pero no fue eso lo que le llamó la atención de ellas.
Me mira. Espera mi pregunta. Se la hago. Qué fue, Antonio. Es que hablaban catalán, me dice. Y yo allí, tan lejos de mi casa, preparando un viaje al Congo para entrenar a la guerrilla, al oírla pasar mientras decía és molt bonic aquest cafè, no et sembla, Maria, o tal vez no dijo eso y dijo otra cosa, ya no me acuerdo en realidad, no tiene mayor importancia.
Te lo cuento porque, al escucharla, sentí que era como de mi familia, que era como parte de mí, y cuando se sentó a otra mesa, detrás de la mía, yo no dejaba de volverme para mirarla y cada vez la veía más guapa, y cada vez me concentraba menos en lo que estaba haciendo, hasta que al final él me dijo óyeme, chico, ya está bueno, vuelve a esta mesa o te me vas a la otra, pero así no vamos a organizar nada. Yo le contesté es que me quiero casar con esa mujer y le sonreí, pero él no estaba para muchas bromas. Le molestaba que nos distrajésemos. Tenía razón.
Hay que estar en lo que se está. Estaba enfadado. Normal.
Se detiene y yo creo que quiere que le pregunte quién era el enfadado. Se lo pregunto. Quién estaba enfadado. Me mira, y me dice: Ernesto, el Che.