El extraordinario Jaime Campmany, en su libro El jardín de las víboras, recoge una considerable cantidad de epigramas ingeniosos, algunos de voz anónima, otros atribuidos a un peligrosísimo «epigramista desconocido», un pájaro de cuentas.
En aquellos días, un tal Sánchez se enamoró de una corista. Se enamoró locamente, cosa por otra parte muy de los Sánchez de toda la vida. Cuando sus amigos, que se habían tirado a la novia de Sánchez cuantas veces habían querido, le advertían que la chica era ligera, Sánchez se irritaba como un antiguo caballero, y defendía el honor de la su dama con altivez castellana. Para bajarle del burro, o de la burra, uno de sus amigos le escribió este epigrama:
Aunque Sánchez se incomode
Margarita Suripanta
no es una tiple que jode;
es una puta que canta.
Parece ser que Sánchez reaccionó. Yo conocí un caso parecido. Un amigo de mis hermanos, de escasa apostura y menor belleza, formalizó relaciones con una señorita asturiana, que era conocida por «La Interpol». El mote le venía, según él, de su innata sagacidad, cuando en realidad era así denominada porque tenía archivadas en las tetas todas las huellas dactilares de los hombres menores de cincuenta años de Gijón, Oviedo, Mieres, Ribadesella y Avilés.
Matías Prats, el gran periodista y locutor, inventor del fútbol retransmitido por radio, es también un estupendo epigramista. Conocedor máximo del mundo de los toros, le dedicó al conde de Mayalde unos versos inolvidables cuando fue nombrado por segunda vez alcalde de Madrid.
El conde de Mayalde era ganadero de reses bravas y dicen los entendidos que sus toros manseaban más de la cuenta, sobre todo en la suerte de varas.
¿Mayalde otra vez Alcalde?
Cosa rara entre las raras.
Será el único mayalde
que haya tomado dos varas.
De un cachondo insular es el epigrama siguiente. Era gobernador civil en Tenerife Sergio Orbaneja, que se jactaba de su dureza con los enemigos del Régimen. Para Orbaneja, todo bicho viviente era sospechoso, y en Tenerife se le temía más que a un nublado. Las protestas fueron tantas que Orbaneja fue cesado y sustituido por un tal Saldaña, de mejores perspectivas.
Dicen que se va Orbaneja
y que nos llega Saldaña.
Si es de la misma calaña,
que la Virgen nos proteja.
¡Viva Franco! ¡Arriba España!
Al actual director de la Real Academia Española, Fernando Lázaro Carreter, cuando estrenó su primera —¿quizás, única?— pieza teatral con muy descriptible éxito. Según Jaime Campmany, la autoría pertenece al pájaro de cuentas del «epigramista desconocido».
Cristo a Lázaro en buena hora
lo levantó en un instante.
A este Lázaro de ahora
no hay Cristo que lo levante.
Eugenio d'Ors (Xenius) le metió un bajonazo a José Francés, crítico de arte del que se decía que gustaba de adornar las paredes de su casa con cuadros de pintores bien tratados por sus críticas.
Por esta vez
José Francés
ha sido en los elogios harto parco.
Porque el pintor
tuvo el error
de regalarle el cuadro sin el marco.
Dos ministros de Franco dejaron plantado al Generalísimo. El primero, Pedro Sáinz Rodríguez, que dimitió «por poderes». Es decir, que cuando se supo ya había huido a Portugal. El otro fue José Luis Arrese, que dimitió, se reafirmó en su decisión, y cuando Franco le dijo que le metía en chirona, se lo pensó mejor y siguió de ministro.
En el camino de El Pardo
han levantado una ermita
con un letrero que dice:
«Maricón el que dimita».
Traté a Basilio Gassent los pocos meses que pertenecí a la junta que concede el Garbanzo de Plata de Torres Bermejas, una de las distinciones más castizas y prestigiosas de Madrid. Formé parte de esa junta porque la presidía mi querido Antonio Mingote. Me pareció Gassent un hombre amable y fluido, y había sido adaptador de novelas para la radio. Según mi tío bisabuelo literario Jaime Campmany, Antonio García Calderón, asombrado por la rapidez con que despachaba Gassent su trabajo de adaptación, le escribió esto:
Este Basilio Gassent
cuando hace una adaptación
no es que la haga mal o bien,
sino que en un santiamén
el pedazo de cabrón
llega a la página cien.
¿También del «epigramista desconocido» esta descripción del escritor Antonio D. Olano? Epigrama cruelísimo. Llega Olano al café Gijón.
En una mesa, pintores,
periodistas y poetas.
Suelta Olano mil facetas
de sus bobadas mejores.
Siempre le vi con sudores
en invierno y en verano.
Y hay quien afirma que Olano,
charlatán extravertido,
entrometido y barroco,
tiene loco, loco, loco
el final de su apellido.
Me lo recitó por primera vez el genio del humor surrealista español, Luis Sánchez Polack, «Tip». Se había casado un tal Senén, y alguien tuvo la gentileza de explicarnos los detalles de la celebración nupcial.
En la boda de Senén,
hubo pastas, dulces, frutas,
maricones y hasta putas.
¡En fin, que estuvo muy bien!
También del «desconocido». A Néstor Alonso, poeta canario, perdedor de combustible y anticuario. En la puerta de su tienda, por la noche, alguien escribió:
Lo primero el corazón,
y lo segundo, el trasero.
Como Alonso es maricón,
lo segundo es lo primero.
Era Manuel Lozano Sevilla el taquígrafo de Franco. Cuando Franco viajaba, el encargado de escribir la crónica del entusiasmo era él. Nadie estaba autorizado a cambiar ni una coma, y todos los periódicos estaban obligados a publicar su trabajo. Un día escribió que «las campanas doblaron de alegría a la llegada del Caudillo». José Montero Alonso «Monterito», en la redacción de Madrid reparó en el error y llamó a los censores. —Las campanas «doblan» a muerto, pero no de alegría; en tal caso, las campanas «repican»—. Pero Lozano Sevilla no se encontraba a mano y nadie se atrevió a corregir el resbalón. Entonces, Montero Alonso, escribió un epigrama.
El doblar, que es toque serio,
puede serlo de optimismo
silo ordena el Ministerio
de Información y Turismo.
Para mí, que Montero Alonso no hizo más que adaptar y mejorar un epigrama anterior. En sus Memorias, Cela se refiere a una crónica publicada en el diario Hoy de Badajoz, que narra la toma de Tarragona en la Guerra Civil, y en la cual se lee que «las campanas doblaron de gozo». Y recuerda esta cuarteta:
El doblar de la campana,
toque funeral y serio,
puede serlo de algazara
si lo manda el Ministerio.
En cualquier caso, el de Montero Alonso, mejor.
Trifulca en soneto entre Jaime Campmany, director de Arriba, y Emilio Romero, director de Pueblo. De Emilio Romero, brillantísimo polemista y maestro de periodistas, dramaturgo de éxito y dueño de una mente lúcida y una pluma poderosa, había dicho el genial Antonio de Lara «Tono», uno de los talentos más anchos y abiertos del humor español.
Periodista excepcional,
como sabe ya hasta el gato,
y orgullo del Sindicato…
vertical.
Emilio Romero, intelectualmente, estaba por encima del Régimen, pero pertenecía al núcleo de influencias de José Solís, ministro casi eterno, hombre de gran simpatía, demagogo supino, natural de Cabra y víctima del ingenio de Muñoz Alonso —o quizá de Luis Blanco Vila—. En un debate en las Cortes, Solís defendía un proyecto de ley que perjudicaba al latín y beneficiaba al deporte. «¡Menos latín y más deporte!», proclamó desde la tribuna de oradores. La defensa del latín no se hizo esperar. «Señor ministro. Gracias al latín, ustedes los de Cabra, se llaman egabrenses». Jaime Campmany inmortalizó la situación y la controversia.
Quién dijera la palabra
no es tema de discusión.
Lo importante, en mi opinión,
es que el natural de Cabra
no sea llamado cabrón.
Pero estamos en la bella escaramuza de perversidad entre don Jaime y don Emilio. La inicia Campmany con este soneto:
Dime, Emilio Romero, por tu vida,
cuál será hogaño el sol que más caliente,
cuál el ministro más longuipotente,
cuál el árbol de sombra más tupida.
Dime cómo conjugas a medida
el pasado, el futuro, y el presente:
cómo llevar, al que entra, la corriente;
cómo espolonearle a la salida.
Conservador tenaz, «progre» fecundo,
anteayer liberal, hoy socialista,
mañana reaccionario en un momento.
Emilio: cuando dejes este mundo,
no habrá perdido España un periodista,
¡España habrá perdido un parlamento!
Y responde Emilio Romero en recado de soneto.
Oye, Jaime Campmany, si no sabes
todo lo que antecede en un minuto,
puedes estar seguro que no vales
ni para hacer la O con un canuto.
Seguro que no estás en tus cabales
queriendo hacer la mezcla en tu macuto
con el póquer, el whisky, editoriales,
camisa azul y algún puñal de Bruto.
Antes has de pensar que herir en vano,
con el verso y el arte escatológicos,
mirarte a tus fracasos antológicos.
Nadie te va a creer que con buen fin,
escribas con el alma en cada mano,
sirviendo a España, al Cielo y a Botín[21].
En el soneto, gana Campmany. Esto del verso es muy suyo, y hay que sentir la métrica y la rima como una melodía que sale dentro de unas normas establecidas. No obstante, Emilio Romero, que conoce a Quevedo, que ama a Larra y que tiene la mala intención de ambos, escribe un poema a un ministro del Régimen —¿quizá militar, quizá del Opus?—, más logrado y contundente.
No sé qué decirte, majo,
porque todo no se pierda.
Eres, ministro, un marrajo
y hay que mandarte a la mierda.
No hay opción; esto es muy gordo,
cualquier arreglo es viruta.
Hay que bajarte de a bordo
por ser un hijo de puta.
Estás mandando en un chollo
que te produce millones.
Eres una lapa al bollo
y no tienes dos cojones.
Es mediocre tu figura,
y tu conciencia renquea.
El país, desde su altura
cualquier día va, y te mea.
¡Ay que ver lo que es la vida!
¡Qué país! ¡Nos ha jodido!
¡España, Patria querida,
que buen cabrón has traído!
Contundente, directo, no sutil. Si se hubiera publicado —más que improbable, imposible—, Emilio Romero habría sido empapelado. Algún día conoceremos la identidad del agraviado. Más «tecnócrata» que militar, intuyo, y ya fallecido. De no ser así, se sabría. Una lástima que el satírico no revele la identidad de su víctima.
Jaime Campmany se las tiene tiesas con el historiador democristiano Javier Tusell. En un artículo de ABC le llama «tonto intonso», por aquello de la tonsura, pero la errata surge, y ya publicado, Tusell pasa de «tonto intonso» a «tonto intenso». No son cordiales las relaciones entre ambos, y ninguno de los dos cuenta con el otro para ampliar sus círculos de amistades. En la primavera de 1997, Tusell y Campmany vuelven a las andadas, y don Jaime le endilga al joven historiador un soneto de órdago, cuya autoría atribuye a Salvador Jacinto Polo de Medina.
Eres tonto, Tusell, hasta el cogote.
¿Hasta el cogote sólo? Mas, ¿qué digo?
tonto hasta más abajo del ombligo,
hasta el pichitirriti del cipote.
Eres tonto de baba y estrambote,
tonto de cagajón, tonto del higo,
tontaina clerical, rampabodigo,
tolondro, tontolín, tonto del bote.
Correlindes, bambarria, ablandabrevas,
chirrichote, bodoque, majagranzas,
mastuerzo, maxmordón y mamacallos.
Un capirote por birrete llevas,
hacia Pichote giran tus andanzas,
y asas como manteca, tus ensayos.
Como flores valientes que se abren en los páramos, surgen poetas aficionados que aciertan con gracia y audacia. Nada más complicado que versificar un chiste, un cuento de barra entre amigos. Héctor Alarcón lo consigue con donaire.
Cuentan que en un instituto
un severo profesor
¿Dónde se encuentra la albúmina?
—a una alumna preguntó.
—En los huevos —le apuntaba
su amigo desde la reja;
pero la chica no osaba
repetir la palabreja.
Hasta que, al ver que el examen
iba hacia un fracaso fijo,
bajando la vista al suelo
—en los testículos— dijo.
—Sin pretender ser tan fina
(le apuntaba el profesor)
ya hubiera usted respondido
a mi sencilla cuestión.
Y entonces la colegiala,
pasando de inhibiciones,
dijo que le daba corte decir
que era en los cojones.
En tiempos del franquismo, las crisis ministeriales se vivían con verdadera pasión. Toda persona que se considerara más o menos enterada llevaba en el bolsillo la lista del nuevo Gobierno, los cesantes y los emergentes, casi siempre muy lejana a la que Franco había elaborado a su gusto y antojo. Era ministro del Gobierno el señor Gual Villalbí, al que los rumores daban como gobernante saliente. La siempre sabia voz de la calle, dio en la diana.
Con Gual o sin Gual…
es igual.
Era Miguel Ángel Marrodán poeta tan fecundo como poco leído. Los editores no contaban con él para enriquecer sus colecciones de poesía y Marrodán decidió editarse los libros por su cuenta y riesgo. Una gran fortuna dedicó a ello, puesto que escribía libros como quien hace rosquillas. Para salir de su agobio de almacenamiento, tuvo la gran idea de enviar libros a sus amigos y conocidos, muy cariñosamente dedicados y contra reembolso. De ahí lo que supuestamente exclamó un funcionario móvil de Correos:
—¡Carajo! —dijo el cartero.
—¡Tres libros de Marrodán
y estamos a dos de enero!
Lugar de privilegio y homenaje merece Jaime Campmany y Díaz de Revenga, natural de Murcia, prosista y poeta prodigioso, periodista y novelista —Jinojito el Lila—, director de Arriba, gran maestre de la Cofradía de la Columna fundada por Antonio Burgos y autor del romancero más descojonante del siglo XX. Sus columnas en ABC y Epoca, semanario que funda y dirige, son obras de arte sólo comparables, por la insistencia en su calidad, a las de Francisco Umbral.
Han pasado dos años desde el triunfo socialista en las urnas, allá en octubre de 1982. Victoria apabullante, con una mayoría absoluta espectacular. Doscientos dos diputados en el Congreso. España ha votado el cambio, y se espera de los socialistas nuevo empuje e ideas claras. También honradez, supuesto que no se duda. La UCD de Adolfo Suárez ha sucumbido, y Leopoldo Calvo Sotelo, que se encuentra con una sociedad rendida a sus pies después del intento de golpe de Estado de 1981, ha fracasado. El PSOE gana, Felipe González gobierna, y a los dos años, se acumulan los escándalos, empiezan las decepciones, nacen los «chorizos» como hongos, se cometen arbitrariedades tremendas y Jaime Campmany escribe un romance.
Al final del Siglo Veinte
o sea, mil novecientos
año «ochenta y cuatroavo»
como diría un mastuerzo,
o el octogésimo cuarto
que dice el analfabeto,
sufrió gran tribulación
el país de los batuecos.
Con diez millones de votos
de ilusionados rogelios,
ganaron las elecciones
y entraron en el Gobierno,
unos mozos socialistas
que se llamaban obreros
sin tener un solo callo
en la yema de los dedos.
Gran revuelo en Las Batuecas
alzó el acontecimiento;
hizo bailes y charangas
la hermosa gente del pueblo,
y levantaron el puño
en forma de macetero
con una rosa de seda
presa en un guante de hierro.
Con la rosa por testigo,
los ministros prometieron
dar trabajo, hacer justicia
predicar con el ejemplo,
y levantar las alfombras
del palacio del Gobierno
por barrer todos los polvos
de anteriores trapicheos,
con cien años de honradez
convertidos en plumero.
Y que por fin, Las Batuecas,
fuese un país europeo,
demócrata, libre, culto,
pero sobre todo, ético.
Al pie de un rosal florido
hicieron su juramento.
Pasaron algunos meses,
y al llegar al año y medio
las rosas se habían secado
marchitadas por completo.
Los desengaños helaron
la sangre de los batuecos,
y volaron las promesas
como hojas se lleva el viento.
—Promesas electorales
mueren pronto —según Tierno.
Se poblaron Las Batuecas
de pícaros gonzaleros,
cucañistas, trepadores,
dómines sin alfabeto,
políticos sin gramática,
donjuanes de medio pelo,
tragaldabas, tragaperras,
tragacargos, tragasueldos,
y en menos que canta un gallo,
nos dejaron en barbecho.
En calzón, los pensionistas,
en pernetas, los obreros,
empresarios, en pelotas,
contribuyentes, en cueros,
Alfonso Guerra en Mercedes,
en la cárcel, Ruiz Mateos,
los ladrones, a la calle,
los tontos, al Ministerio,
los vivos, a Sarasola,
los guardias, al cementerio,
los terroristas, a Cuba,
los electores, al huerto,
Fernando Morán en China…
y todos, al tostadero.
Es Jaime Campmany satírico de linaje. Sobrino biznieto de José Selgas, un gran poeta satírico del XIX, fundador y alma del semanario El Padre Cobos, que era cabecera y seudónimo de Selgas. El tío bisabuelo de Jaime Campmany conocía muy bien el amor de los políticos hacia España.
El amor a la Patria es un incesto;
otra cosa es amar el Presupuesto.
Sus romances, publicados en ABC y Época, adquieren una nueva dimensión, cuando son recitados en el programa radiofónico de Antonio Herrero en la COPE. Del romance a Luis Yáñez.
Echó a pique a «La Victoria»
sin que saliera del puerto.
No hallaréis un gafe igual
ni entre vivos ni entre muertos.
Al presidente de la Junta de Extremadura, Rodríguez Ibarra.
Por las tierras extremeñas
trisca Rodríguez Ibarra,
bellotari que gobierna
con un gobierno de cabras.
Suya es, aunque quiera disimularlo, la Nana de Ana, dedicada a la hija de Miguel Boyer y de Isabel Preysler.
A la nana, nana
de la niña Ana.
A la nana, nana
de la niña Ana,
que nació pequeña,
mas nació muy sana,
que nació pequeña
pero muy risueña,
y muy comilona,
tragona, tragona,
tragona y tragante,
tragante y tragona,
rica y ricachona
nació la lactante,
la nueva habitante
de Villa Meona.
A la nana, nana,
de la niña Ana.
Palo de canela,
bola de algodón,
jugará a rayuela
con el «Conycón»[22].
Canelita en rama,
canelita fina,
última derrama
de la filipina,
primero la mama,
luego el biberón,
qué rica menina
del socialistón.
A la nana, nana,
de la niña Ana.
Si el frío no acaba,
si sintiera frío,
si no le abrigaba
la dulce chilaba
del moro de KIO,
que a la boyerina
de la Isabelina
y a sus dedos yertos,
den la gabardina
de los dos Albertos.
A la nana, nana,
de la nana niña.
De la niña Ana
de la filipina.
Campmany y Ussía, otro poeta satírico, muy de mi conocimiento, coinciden en la Noche de los Cavia en ABC. Se entregan los premios Mariano de Cavia, Luca de Tena y Mingote. Preside Su Majestad la Reina. Los discursos de los galardonados han sido extensos, y los asistentes tienen cara de sueño. Antes de que la Reina haga uso de la palabra, suelta una larguísima perorata el presidente del jurado, el poeta y académico catalán Pere Gimferrer, gran escritor, de aspecto romántico, con cabellera lacia y greñuda y piel de marfil sin afeitar. Para pasar el rato, Campmany y Ussía se pasan recados epigramáticos.
Inicia la broma Campmany.
Sé que la «inmersión» te hiere[23],
y es lógico que te hiera,
pero recuerda que «Pere»,
debe pronunciarse «Pera».
Responde Ussía.
Reconozco que me hiere,
e incluso me desespera,
que se escriba «Pere», y «Pere»
deba pronunciarse «Pera».
Campmany insiste.
No hay explicación alguna,
más si se trata de «Pera»,
yo voy pronto a hacerme una
corriendo y a la carrera.
Ussía no desfallece.
El «Pera» que greñas peina
tiene la palabra sabia,
pero si habla más, la Reina
no vuelve a venir al «Cavia».
Campmany repara en otros horizontes.
Aunque simule en su empeño,
es simulación en balde.
¡Mira qué cara de sueño
está poniendo el alcalde[24]!
Y Ussía se refiere a su entorno inmediato.
Es que el discurso es un muermo.
¡Fíjate en la situación!
Se están durmiendo Guillermo,
Luca de Tena y Ansón.
¿Es de Campmany este epigrama dedicado al duque de Alba consorte, Jesús Aguirre? Tanto el primero como el que después viene se atribuyen al epigramista desconocido, aun cuando Ussía cree que el primero es de Campmany, y Campmany que el segundo es de Ussía. Los dos crueles en grado sumo.
¿Es o no es un caradura
el cura
que pretendió a la duquesa?
¡Sorpresa!
No hay tertulia o sobremesa
que no diga que el Demonio
fue quien urdió el matrimonio
del cura con la duquesa.
Y el segundo, también contra el mismo personaje.
En sus tiempos de novicio
no gozaba otra ventura
que horadando el orificio
de otro novicio, o de un cura.
El gran mecenas de la poesía satírica en los primeros años de libertad recuperada se llama Eugenio Suárez, propietario y editor de Sábado Gráfico. En un momento dado, coinciden en sus páginas cinco vates bienhumorados o malhumorados, según se mire. José Bergamín, Josep Maria Espinas, Juan Pérez Creus, José Luis Herrera y Alfonso Ussía, éste recién llegado.
A Bergamín le ofrece Eugenio Suárez el cobijo que muchos le niegan. Es hombre menudo, de mirada que atraviesa, vive en el Madrid de los Austrias y siempre está cabreado. Curioso personaje, altísimo como poeta y bajísimo como ser humano. Terminó sus días en San Sebastián, como un perrito faldero de la asquerosa Genoveva Forest, terrorista ella, y afiliado a Herri Batasuna. El estupendo poeta de la generación luminosa, malagueño y madrileño, republicano y beato, perdedor siempre, combatiente huido del Frente, castizo a su pesar, españolísimo, muere y es enterrado entre símbolos de odio, crimen y terror.
Era amable y divertido. Pellizcaba en el culo a las jovencitas y llevaba una carga de amargura considerable. Sus amigos decían que siempre había sido tonto, y que su mirada acerada no era sino una expresión de maldad vacía. Como poeta menor de su generación, tuvo gracia, sentimiento y donaire, y brilló en lo folclórico. Antes de Herri Batasuna se enamoró del toreo de Rafael de Paula, del que escribió un libro —La música callada del toreo—, sencillamente espantoso.
José Luis Herrera, que firmaba «Don Joseph», escribía como un dominico. Buen dominio del verso, buena palabra, buena medida, buena rima y buen coñazo. Espinas, poeta catalán, estaba más al ritmo de la calle, y de «Pájaro Pinto» —Juan Pérez Creus—, ya se ha dicho lo que era y es. Un genio del epigrama, más de ráfaga que de poema largo, maestro de la agudeza.
Ha desaparecido —era su destino, ya con la libertad de expresión conquistada—, La Codorniz. De la mano de Alvaro de la Iglesia escribe poemas en «la revista más audaz para el lector más inteligente» el magnífico Jorge Llopis. El gran Llopis publicaría un libro delicioso, parodiando, con intención de ridículo, a la poesía llamada «seria». Su libro, Las mil peores poesías de la lengua castellana, no tiene desperdicio. Así, de Gustavo Adolfo Bécquer:
¿Qué es huevo frito? Dices mientras clavas tu mirada en el pálido trasluz.
¿Qué es huevo frito? ¿Y tú me lo preguntas? ¡Huevo frito eres tú!
De Jorge Guillén, en una falsa espinela.
El desierto prematuro.
¡Luz! Y la luz se marea
de ser luz. Y redondea
el hábito de ser puro.
Se inmolan los abedules
fugaces. Concreta azules
la unidad. Ya la voy viendo.
Y el secreto. Todo el frío
se masca en el pío pío.
Total, un lío tremendo.
Cuando llegan los hexasílabos, vuelve a Bécquer.
Sobre tablas negras
dejaron sus cuerpos;
con viejas frazadas
pronto los cubrieron,
y allí se quedaron
verdes de fermento
y de soledades
los quesos manchegos.
La vaga penumbra
de moho y silencio
les prestaba sombra
de trágicos senos,
tan puros, tan lácteos,
que pensé con miedo:
¡Dios mío, qué solos
se quedan los quesos!
Y esta serranilla del señor marqués de Santillana.
Por Navacerrada
serrana yo vide
gorda e colorada.
Montaba un borrico,
vestía un refaxo,
que exhalaba un rico
regustillo de axo.
Corpiño e faldeta
tenida de azul,
con su camiseta
e su canesul.
Hoy es Nochebuena
—dixe— serranilla,
e tengo una cena
con pavo e morcilla.
Daréte el asado
que te he susodicho,
e un cerdo cebado
(con perdón sea dicho).
Daréte unas sopas
que dan calorías,
e después tres copas
de González Byass.
Creo, en poridat,
que te ofrezo,
niña, buena Navidat.
Otros la disfruten
—dixo— caballero;
la cena es de buten
mas cenar non quiero.
¿Non vendrás, chiquilla?
Señor, non iré.
Adiós, serranilla,
Adiós, don José.
Por Navacerrada,
serrana yo vide
que non comía nada.
Y finalmente, parodiando a Hartzenbusch, con sus fábulas pesadísimas. Ésta, de la cotorra y el plátano:
Una cotorra verde y africana
un plátano encontró cierta mañana.
Lo mira, lo remira sabihonda
y dice al fin: —¡Qué cosa tan cachonda!
Nunca vi nada igual. Largo, lustroso,
fusiforme, pulido y misterioso.
Mas su aspecto me llena de pavura,
pues no creo que pase la Censura.
Así, que sin dudar, si es que dudaba
lo tiró, y se acabó lo que se daba.
Y de su acción, haciendo grande dolo,
tomólo, enarbolólo y arrojólo.
Moraleja: Juzgad cual la cotorra
el libro por la tapa que lo forra.
Que en muchísimas obras literarias
hay dentro un platanito de Canarias.