¿Tiene Pemán obra satírica? Como articulista, mucha y cimera. Como poeta, no. De cualquier forma, entre el costumbrismo y la sátira puede volar su poema a la Feria de Abril de Jerez.
Y es que Andalucía
es una señora de tanta hidalguía
que apenas le importa «lo materiá».
Ella es la inventora de esta fantasía
de comprar, y vender, y mercar,
entre risas, fiestas, coplas y alegría,
juntando a la par
negocio y poesía…
La Feria es un modo de disimular.
Un modo elegante de comprar y vender.
Se lo oía decir a un tratante:
—Hay que ser inglés,
«pa» hacer un negocio
poniéndole a un socio
un parte con veinte palabras «medías»
que cada palabra cuesta un «dinerá»:
—Compro vagón muelle cinco «tonelás».
Stop. Urge envío… —¡Qué cursilería!
En Andalucía,
con veinte palabras no hay ni «pa empezá»…
¡Que al trato hay que echarle su poco de «sá»!
Lo de menos, quizás, es la venta.
Lo de más, es la gracia, el «aqué»,
y el hacer que no vuelvo y «volvé»,
y el darle al negocio su sal y pimienta
como debe «sé».
Negocio y poesía: ¡Feria de Jerez!
¡Rumbo y elegancia de una raza vieja
que gasta diez duros en vino y almejas
vendiendo una cosa que no vale tres!
Jerez. El cielo bonito
se viste de oro y de añil.
Lo mismo iba Joselito
aquella tarde de abril
en La Maestranza, en Sevilla.
—¿Te acuerdas? ¡Qué maravilla
de tarde de primavera
llena de luz y de olor!
De allí se fue a Talavera,
—¿te acuerdas?—, y no volvió.
Pero volvamos al caso.
Móntate a la grupa mía.
No hay en toda Andalucía
caballo de mejor paso
ni de andar más señoril.
vamos a darle un vistazo,
niña, a la Feria de Abril.
¡Qué filosofía
la de aquellos mulos castaños! El lote
bajo la modorra pesada del día
parece hecho en barro. Por delante, al trote,
pasa un señorito, cruza un ganadero,
dos coches, un auto… Nada les asombra.
Cada uno se busca su pizca de sombra
bajo las orejas de su compañero.
Y se empieza el trato.
Pinta un garabato
la vara de «El Coli». Se apoya en el anca.
Saca su pañuelo —verde y raya blanca—,
lo dobla, lo guarda sacando la punta,
tose, escupe, pisa, se para y pregunta:
—¿Cuánto das por ella, Currito Durán?
—De los setecientos no paso un real.
—¿Tienes mal la vista? —La tengo cabal.
—¿No es buena la jaca? —¡Para un organillo!
—¿Lo dice la envidia? —La «formalidá».
—¿Estás ya pintón?
—Tengo hipercloridia.
—Pues ve a Lanjarón…
Y rueda un lejano sonar de cencerros,
y un mugir de vacas, y un ladrar de perros.
Rebuzna un borrico, grita un mayoral,
se ha escapado un mulo, corren tres gitanos,
la yegua alazana se ha puesto de manos
y ha encallado un Austin en el barrizal.
Zumba un rebullicio largo y palabrero;
—Mira «tito» Jaime, ¡parece un inglés!,
y en un alazano pasa, caballero,
con chaqueta corta, don Pedro, el marqués.
Y hay un viejo negro, cenceño y enjuto,
que vende globitos.
Y el que a dos reales retrata al minuto,
y el que ofrece flores, y el que vende pitos,
y el gitano viejo, que olímpicamente,
tratando sus burros, charla, llora y miente
con el gesto grave de un emperador;
ricitos de negra, mirada gatuna,
la cara verdosa como la aceituna
y los dientes blancos como el alcanfor.
Y luego el paseo; la hirviente
cascada de coches y gentes
que orlan las barracas.
Gritos, altavoces, tambores, matracas:
—Pasen, pasen, pasen; vean la serpiente.
No hay peligro alguno. La entrada, un real.
Pasen, pasen, pasen. Costumbres de Oriente;
vistas y figuras; no hay nada que atente
contra la moral.
Y —lan, lan— campanas, y —tan, tan— tambores
y —tarararira—, trompa y cornetín,
y un puesto de tortas, y un puesto de flores,
y uno de alfileres falsos en serrín.
Y gente y más gente
que viene y que va,
y una voz chillona que en los caballitos
comenta inocente:
—¡Qué gusto que da!
Y voces, y pitos,
—Pase el señorito,
pase el caballero.
Museo de Joselito
con la muerte de Granero…
Y un bullicio jaranero
que va y viene, y corre y anda,
y el vals de Luisa Fernanda
tocado con un trombón,
y el quejido largo de un acordeón,
y una voz: —El ciego, tened compasión,
y otra: —Una limosna para el pobre manco…
Y los cencerritos que en el tiro al blanco
mueven unas tristes vacas de cartón.
Se luce el recluta junto a la niñera,
y la mamá obesa, vestida de raso,
lleva dos de largo y una tobillera.
¡Y qué dialoguillos se cogen al paso!
—¿Y aquella barraca, qué es?
—¿Qué dice el letrero?; Petit cabaret.
—¿Y el cartel qué pinta? Pues una mujer
en malla y camisa.
—¡Qué desfachatez!
Juana, Paca, Elisa,
pasad más aprisa…
¡Esto no se ha visto jamás en Jerez!
Y así va la Feria.
Como en una noria,
una, cien, mil veces
pasa el cangilón.
Y así se va el día. La noche ha cerrado.
Llega el farolero gruñón y cansado
que viene apagando la iluminación.
Y queda un borracho, que de lado a lado
va gritando: —¡Viva la Revolución!
Pasó el rebullicio, pasó la alegría…
Así son las cosas de esta Andalucía;
la forma brillante
y el fondo vacío;
para poco cante,
muy largo el «jipío».
A menos negocio; mayor fantasía.
Así son las cosas de esta Andalucía,
más sal que sustancia… ¡Feria de Jerez!
¡Rumbo y elegancia de una raza vieja
que gasta diez duros en vino y almejas
vendiendo una cosa que no vale tres!
Su casi paisano Rafael Alberti, gongorino y gongoriano, tiene también la música de la Baja Andalucía en sus versos jocosos. Chuflilla a Luis de Góngora Lagartijo.
Tu capotillo, don Luis.
Tu capotillo de oro
¡Mira que me coge el toro!
Mi amante con su querido
me está poniendo los cuernos.
Ya suelte tacos o ternos
soy un cabrón consentido.
Si quiero mirar erguido,
me pesa la frente y lloro.
Tu capotillo, don Luis.
Tu capotillo de oro
¡Mira que me coge el toro!
Todas las noches del año,
el hijo de la gran puta
con su amante prostituta
viene y va del coro al caño.
Y por si no es poco el daño,
viene y va del caño al coro.
Tu capotillo, don Luis,
tu capotillo de oro
¡Mira que me coge el toro!
Al primer presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, natural de Priego (Córdoba), le escribe un soneto.
Sus tercetos son pasables, pero el último verso es antológico.
Yace el tonto, repito, el Presidente,
aquel que en vida sólo fue Niceto,
risa del hambre de la pobre gente.
Con orín en su mármol firmo
ahora este epitafio noble y de respeto:
«Fue tonto en Priego, en Alcalá y Zamora».
El endecasílabo que pone fin al soneto ocupa un lugar de honor en la cumbre satírica.
En su libro del exilio romano, Roma, peligro para caminantes, escrito en la década de los sesenta, se puede leer un poema que es la síntesis de la precisión y la gracia. ¿Satírico? No todo. Pero su fondo de chufla le abre las puertas de esta antología. San Pedro en su estatua de bronce del Vaticano. Sus pies, gastados por los besos de los fieles. Habla con Dios y le cuenta sus desventuras. Un San Pedro con la gracia del Puerto de Santa María, que añora lo tan suyo y tan lejano.
Di Jesucristo. ¿Por qué
me besan tanto los pies?
Soy San Pedro, aquí sentado
en bronce inmovilizado.
No puedo mirar de lado
ni pegar un puntapié,
pues tengo los pies gastados…
como ves.
Haz un milagro, Señor,
¡Déjame bajar al río!
Volver a ser pescador…
que es lo mío.
También don Antonio —¡pobre y mal trajeado don Antonio!— se pone jocoso cuando se lo pide el cuerpo. Su poema a Don Guido entra de pleno en la sátira costumbrista. Antonio Machado, tan castellano y austero —«desdeño las romanzas de los tenores huecos y el coro de los grillos que cantan a la luna»—, tan sevillano de primeros años, se busca un seudónimo, Abel Infanzón, para soñar con lo imposible. Una Sevilla sin sevillanos. «¡Joé!»
¡Oh, maravilla!
¡Sevilla sin sevillanos,
la gran Sevilla!
Dadme una Sevilla vieja
donde se dormía el tiempo,
con palacios con jardines
bajo un azul de convento.
Sevilla y su verde orilla
sin toreros ni gitanos.
Sevilla sin sevillanos,
¡Oh, maravilla!
Una Sevilla rarísima, la que soñaba don Antonio.