IX
DE MUÑOZ SECA A FOXÁ

Pedro Muñoz Seca. Dramaturgo, autor de La venganza de don Mendo, la más grande comedia versificada del teatro español. También poeta «enigmático, epigramático y ático, y gramático y simbólico».

Nace en el Puerto de Santa María, estudia en Sevilla, triunfa y vive en Madrid y veranea en San Sebastián, ciudad a la que amó apasionadamente. Así la describe:

San Sebastián, población

bella y culta como Atenas.

Escuchad su descripción:

Un castillo, un torreón,

tres o cuatro calles buenas,

dos mil casas de pensión

y diez mil Machimbarrenas.

Quiere comprarse una villa en Ondarreta. Se llama Choko Maitea, pero no le gusta el nombre. Conoce la casa de los Padilla Toki Eder —Villa Hermosa—, y de los Barcáiztegui Toki Ona —Casa Buena—. Él quiere bautizar a su casa «Toki el timbre». No pudo cumplir sus ilusiones.

Muñoz Seca escribe a su madre todos los días. Lo hace desde que salió del Puerto a buscar fortuna y hasta que fue detenido por «conspiración contra la República» en julio de 1936. A falta de noticias, cuenta a su madre cosas como éstas:

Dice Alberto Gurrea,

que no hay río mejor que el Urumea;

en cambio, para Pachi Zuberoa,

no hay un río mejor que el Bidasoa.

En cuestiones de ríos y de rías

dice la gente muchas tonterías.

Con muy pocos días de diferencia, mueren los porteros de su casa madrileña, en la calle de Velázquez número 57. Una venerable pareja, querida y respetada por todos los vecinos del inmueble. Fueron enterrados juntos, como vivieron durante más de cuarenta años, y uno de sus hijos le pidió a Muñoz Seca que le escribiera un epitafio para grabarlo en el sepulcro. Y don Pedro cumplió el encargo.

Fue tan grande su bondad,

tal su laboriosidad

y la virtud de los dos,

que están con seguridad

en el Cielo, junto a Dios.

Pero el obispo de la diócesis —Madrid—, a cuyo conocimiento y aprobación había que someter el texto de los epitafios y leyendas de los camposantos, rechazó enérgicamente su contenido con el argumento de que Muñoz Seca no era nadie para asegurar que los porteros estaban en el Cielo, y junto a Dios. No tardó don Pedro en escribir un segundo modelo:

Fueron muy juntos los dos,

el uno del otro en pos

donde va siempre el que muere…

Pero no están junto a Dios,

porque el obispo no quiere.

Indignación episcopal ante el segundo texto. Algo más conciliador que en los primeros momentos de excitación, el obispo escribe una nota manuscrita que le envía por recado urgente a don Pedro, y que entre otras cuchufletas, dice: «Ni yo, ni ningún otro representante de la Santa Iglesia, intervenimos para nada en el destino de los difuntos, por tratarse de un misterio inescrutable que ni usted, a pesar de su buena voluntad, ni nosotros estamos capacitados para aclarar».

Y Muñoz Seca envía al Obispado el tercer epitafio.

Flotando sus almas van

por el éter, débilmente,

sin saber qué es lo que harán,

porque desgraciadamente

ni Dios sabe dónde están.

Se le atribuyen a Muñoz Seca unos versos ramplones e insultantes contra la República. No son suyos. Su queja epigramática al advenimiento de la República, la caída de la Monarquía y el cambio de los símbolos, es mucho más ingenua y sonriente.

Yo soy un hombre sencillo

al que no gusta el morado,

al lado del amarillo,

debajo del colorado.

Se casa don Juan de Borbón en Roma. Miles de monárquicos españoles acuden a la boda. Después de la ceremonia, son recibidos en audiencia por el papa Pío XI. La audiencia es un fiasco. En un patio hacinan a los asistentes y, tras una larga espera, se abre una ventana, surge la mano fugaz y regordeta de Su Santidad, son bendecidos, e inmediatamente después, mandados a paseo. Muñoz Seca se lo cuenta a su madre en una postal.

Vengo de tierras de Dios

tan humilde y tan cristiano,

que en mi casa, el «Wáter clos»

se llama ya el «Waticano».

Serafín y Joaquín Alvarez Quintero, cursilones y magníficos, también se estiran en algún epigrama. La falsa caridad hiere sus sensibilidades. Un tal Juan de Robles, millonario de por allí, después de una vida poco escrupulosa con los dineros ajenos, ya cerca del temido Juicio Final, decide reparar sus frescuras fundando un hospital en Sevilla para menesterosos.

El señor don Juan de Robles

de caridad sin igual,

fundó este santo hospital…

pero antes hizo a los pobres.

Un pequeño salto atrás. Durante el reinado de Alfonso XIII se le concede el premio Nobel de Literatura a José de Echegaray. De Ramón María del Valle Inclán son estos versos justísimos, contra Echegaray y un tal Urrecha que le complace.

En Bombay, dicen que hay

terrible peste bubónica.

Y aquí Urrecha hace la crónica

de un drama de Echegaray.

¡Están mejor en Bombay!

Recientemente, el poeta José Antonio Medrano lo ha arreglado para describir un episodio muy comentado en el mundillo cultural…

En Ceilán, dicen que están

con una grave epidemia.

Y aquí, la Real Academia

le da un sillón a Cebrián.

¡Mejor están en Ceilán!

Luis de Tapia y José Antonio Balbontín. Ambos republicanos a ultranza. El primero, un ingenioso burgués del Madrid acomodado, amigo de Pérez de Ayala, conocido de tertulias de Galdós, ya comentado anteriormente. Balbontín, un político tan zafio como poeta, o poeta tan zafio como político. Pero tiene un acierto, que es su soneto acróstico a Miguel Primo de Rivera, marqués de Estella, el dictador, que publica con el candoroso seudónimo de María Luz de Valdecilla. El acróstico, ya se sabe. Léanse de arriba abajo las iniciales de cada verso.

Paladín de la Patria redimida,

Recio soldado, que pelea y canta,

Ira de Dios, que cuando azota, es santa.

Místico rayo, que al matar, es vida.

Otra es España, a tu virtud rendida;

Ella es feliz, bajo tu noble planta.

Sólo el hampón, que en odio se amamanta

Blasfema ante tu frente esclarecida.

Otro es el mundo ante la España nueva,

Rencores viejos de la edad medieva,

Rompió tu lanza, que a los viles, trunca.

Ahora está en paz tu grey, bajo el amado

Chorro de luz de tu inmortal cayado.

¡Oh, pastor santo, no nos dejes nunca!

Léanse de arriba abajo las iniciales de los primeros versos y se enterarán: PRIMO ES BORRACHO. Pero no es Primo de Rivera el personaje más vituperado por Tapia y Balbontín. Ahí está el conde de Romanones, sagaz y cojo, a quien se le atribuyen manejos extraños y prevaricaciones varias para apoderarse de tierras hipotecadas durante sus años de influencia. Inteligente y rápido, hombre culto, provocador y divertido. Quiere ingresar en la Real Academia Española y todos sus miembros le prometen el voto. El día de la votación, seguro de su gloria, envía a su secretario a la sede de Felipe IV para ser informado inmediatamente. El secretario llega al despacho y le informa de lo acontecido. «No ha sido elegido, señor conde.» «¿Cuántos votos he tenido?». «Ninguno, señor conde». «¡Jodida tropa!». Le escribió Luis de Tapia:

Trece damas muy cristianas

que al conde ven condenado

rezan todas las mañanas

por él, con fervor sagrado.

Y hacerle piensan, las trece,

una novena este mes,

para que Dios enderece

sus pasos… ¡difícil es!

Balbontín era más inmisericorde:

Cojo de mala cojera,

cojo del cuerpo y del alma,

profesor en zancadillas,

técnico de la emboscada.

Capitán indiscutible

de la cuadrilla monárquica,

¿por qué quieres que padezca

tu misma cojera España?

Liberal de pacotilla

que ama al Rey más que a la Patria,

más que al Rey, a su familia,

y antes que todo, a sus arcas.

¿De qué monstruo velazqueño

copiaste, al nacer, tu estampa?

Cojo de mala cojera,

cojo del cuerpo y del alma,

España no estará en paz

hasta que estires la pata.

A Tapia, en su furor antimonárquico, le seducen más las humillaciones a reinantes y ex reinantes.

Dicen que se encuentra mal

la esposa de Don Manuel

el ex Rey de Portugal,

y que no quiere con él

hacer vida marital.

Dicen que esposo y esposa

pasaron luna muy sosa…

¿De qué sufren?… No se sabe.

Lo de ella dicen que es grave,

y lo de él, «muy poca cosa».

Don Alfonso XIII, cometido el error de tolerar el golpe militar de Primo de Rivera, se hace, a ojos del pueblo, responsable de un acto represivo y anticonstitucional. El Rey, que fue mejor de lo que dicen, se va quedando solo, abandonado de amigos y leales. Se'celebran las elecciones municipales. Abril de 1931. El resultado no manda. La monarquía está perdida. Las ciudades votan República. El cómputo global, Monarquía. España está que arde, y el Rey decide suspender sus prerrogativas regias para no enfrentar a los españoles en una guerra civil. Luis de Tapia ha vencido, y lo escribe gozoso.

Se fue. Por la carretera

marcha un rey a la frontera.

Un día de primavera

brinda al aire aromas mil.

Se fue entre finos olores

de los almendros en flores.

¡Qué gran castigo, señores,

dejar España en abril!

Se fue. Sobra toda saña;

ya es triste cruzar España

cuando es flor todo el país.

Cuando, en fecundos olores,

florecen todas las flores

menos las flores de lis.

La República pierde su legitimidad democrática en 1934. A partir de ahí la gobernabilidad de España se ve pisoteada por un Frente Popular antidemocrático, vindicativo y sangriento. «No es esto, no es esto», es la repetición decepcionada de José Ortega y Gasset. La República, inspirada en gran medida por la España pensante, es sacudida por su propia turba. A ello se une el levantamiento militar del Ejército de Canarias, la Guerra Civil. No hay sitio para la poesía satírica, no hay lugar para la sonrisa. También España se enfrenta con crueldad en las letras, y los «nacionales» asesinan a Federico García Lorca, y los «rojos» a Pedro Muñoz Seca. Una España gana, otra España pierde, derrota para todos.

Terminada la Guerra Civil, España comienza a rehacerse. Son años tristes de hambre, de persecución, de venganzas, de emergencias y congratulaciones. La censura se impone y la prudencia se mide por los años en los campos de concentración y los juicios sumarísimos. Tres gozos literarios resumen aquellos tiempos, con independencia de su rigor. Miles de libros se ocupan de la Guerra Civil, pero tres han sabido ocuparla con la buena palabra. El diccionario para un macuto de Rafael García Serrano. Madrid, de Corte a cheka de Agustín de Foxá, y muy posterior, la Leyenda del César visionario de Francisco Umbral. Pocos versos, mucho dolor, terrible drama.

La Segunda Guerra Mundial se trata, desde la sociedad española triunfante, con poca seriedad. Es el Madrid de los bares caros, las juergas en Villa Rosa, los «caballeros mutilados» y los «jodidos cojos». Partidarios del Eje y simpatizantes de los Aliados discuten en la trinchera jocunda de la barra del Palace.

¿Es usted anglófilo?

¿Y usted germanófilo?

Pues si no se entienden, llamaré a Teófilo,

que es un fabricante de algodón hidrófilo.

Y era así.

Agustín de Foxá, conde de Foxá, escritor extraordinario, diplomático, ingenio rotundo y brillante, escéptico, gordo, de calculado desaliño indumentario, rápido como una bala en la palabra y feliz en la ironía. ¿Falangista? Poco. ¿Monárquico? Algo más. ¿Franquista? Hasta que el sentido del ridículo y de la libertad se lo permitía. Fabuloso personaje, capaz de escribir la sátira más tremenda y la despedida a la vida más estremecedora, como su Melancolía del desaparecer, escrita con la voz acercada de la muerte.

Y pensar que después que yo me muera,

aún surgirán mañanas luminosas,

que bajo un cielo azul, la primavera

indiferente a mi mansión postrera

encarnará en la seda de las rosas.

Y pensar que desnuda, azul, lasciva,

sobre mis huesos danzará la vida,

y que habrá nuevos cielos de escarlata

bañados por la luz del sol poniente,

y noches llenas de esa luz de plata,

que inundaban mi vieja serenata

cuando aún cantaba Dios bajo mi frente.

Y pensar, que no puedo en mi egoísmo,

llevarme al sol ni al cielo en mi mortaja;

que he de marchar yo solo, hacia el abismo.

Y que la luna brillará lo mismo,

y ya no la veré desde mi caja.

Asunto de mal de amores. Foxá se siente engañado por dos amigos bodegueros de Jerez, dos guapos, altivos y atractivos Domecq que rompen sus sueños de amor. El alma se derrumba, el fiasco le desampara, pero se venga. La venganza aún dura.

Horda del sur, enriquecida y boba

que venís con el pelo de la dehesa,

a enamorar a estúpidas marquesas

que a cambio de convites, os dan coba.

Tratantes de la Baja Andalucía

que usáis de propaganda, la tajada,

y presumís de genealogía

siendo vuestro escudo, una marca registrada.

Forman vuestra corte de adulones,

flamencos, tortilleras, maricones,

el Cuerpo Diplomático y Cortés[18].

Producto de una España en pandereta.

¡Idos con vuestro dinero a la puñeta,

oh, Borgias de los vinos de Jerez!

Por una frase ingeniosa se lo jugaba todo. Destinado en Roma. Italia de Mussolini. El yerno del Duce, el conde Ciano, manda más que el suegro. Está casado con una hija de don Benito, que le pone los cuernos un día sí y otro también. Recepción en la embajada de España. Foxá bebe y fuma sin parar. El conde Ciano pasa junto al escritor y diplomático y le dice: «Foxá, a usted le va a matar el alcohol». Y Foxá le responde: «Y a usted, Marcial Lalanda». Le cesaron, claro.

Es candidato a la Real Academia. Compite con Joaquín Calvo Sotelo, joven dramaturgo, hermano del Protomártir. Sale elegido Calvo Sotelo. Se dicen y murmuran muchas cosas, y los chismes tienen voz alzada. Se dice que Joaquín Calvo Sotelo se ha inspirado demasiado en un texto de Dicenta para estrenar La Muralla, una comedia magnífica. Para el acto de ingreso en la Real Academia, Calvo Sotelo se hace a la medida el uniforme de gala de los académicos, una lujuria afrancesada de oros y entorchados que nadie ha vestido hasta el momento. Foxá le dedica una cuarteta terrible.

Apellido, el de su hermano.

Uniforme, el de Maurois (Moruá).

La Muralla, de Dicenta;

sólo de él, la vanidad.

Joaquín Calvo Sotelo le responde. Ha ingresado en la Real Academia Española y le pega a Foxá en su punto más flaco. Su posible cornamenta.

A las puertas ha llamado

de la Academia Foxá.

De un derrote envenenado,

las dos puertas abrirá.

Foxá, que triunfa también en el teatro —Cui-Ping-Sing y Baile en Capitanía—, escribe una comedia en colaboración con su amigo José Vicente Puente. Es Puente personaje extraño, brillante en las tertulias y poca cosa en lo demás. La comedia se titula Gente que pasa, y como la gente, pasa desapercibida. Las relaciones se enfrían, y Puente y Foxá inauguran una temporada de arañazos.

Se le atribuye a Benavente lo que de Foxá es. José Vicente Puente se había reído de don Jacinto con motivo del estreno de la comedia Una señora. Sabido es que al premio Nobel le gustaban más los chicos que las chicas.

Don Jacinto Benavente

ha estrenado Una señora,

y es lo que dice la gente:

—Ya era hora, ya era hora.

A Benavente le importa un bledo el epigrama de Puente, bastante ingenioso, por cierto. Es Foxá el que le arrea, jugando con el negocio familiar de la familia Puente, una fábrica de camas.

Hace camas y comedias,

pero con tan mala suerte,

que en las camas te despiertas

y en las comedias te duermes.