Reinado de Alfonso XIII. Joaquín Abati es uno de los autores pertenecientes a la «Generación Simpática del 98». La de Arniches y Antonio Paso, sus amigos y colaboradores. La de Pedro Muñoz Seca y Enrique García Alvarez.
Confieso con harto afán
y sentimiento profundo,
que soy lo más holgazán
que Dios ha puesto en el mundo.
Abati, ilustre abogado que nunca ejerció —muy español ello—, es un ingeniosísimo autor, popular y seguido en su época, que estrenó más de setenta comedias. Su obra menor, si se la puede llamar así, tiene un nombre: El conde Sisebuto, una deliciosa composición poética que caricaturiza los romances históricos con la pomposidad exacerbada del romanticismo. En distancia corta, El conde Sisebuto puede ser el prólogo bienhumorado de La venganza de don Mendo, la inigualable comedia de Pedro Muñoz Seca, estrenada veinte años después, porque El conde Sisebuto es un último polvete del ingenio del XIX, que se escribe, precisamente en 1898.
Como es habitual, la cosa va de amores escondidos, de honores mancillados, de intolerancias paternas y desenlaces sangrientos. Los dramas románticos son como los argumentos de las óperas. Hay quien ha dicho, y ha dicho bien, que la ópera —sea cual fuere— es una representación orquestada y cantada donde el tenor quiere acostarse con la soprano y el barítono nunca les deja. Así es. Abati, Muñoz Seca, y posteriormente Jardiel Poncela y Jorge Llopis, se ríen a borbotones de la mema solemnidad romántica —Echegaray, Marquina—, y al amparo del verso y al cobijo del ripio eficaz, explotan su ingenio para compartir su cachondeo con la humanidad.
Y ahí está también el asturiano Luis Fernández Valdés, más conocido por «Ludi», autor de una desternillante composición en italiano macarrónico, Le castelo sangrienti, también enmarcada en la delicia de su tiempo.
Como El conde Sisebuto, como La venganza de Don Mendo, como la más joven Angelina y el honor de un brigadier, El castelo sangrienti es una variación dentro de un orden —cachondísimo desorden— de lo de siempre. El castillo o el hogar paterno, el amor oculto, la hija virtuosa que no lo es tanto, el amante galán, el drama.
Magdalena le arroja la escala a don Mendo a espaldas del conde don Nuño, su padre. Pepa se la facilita a Lisardo mientras duerme su progenitor, el conde Sisebuto. Angelina no necesita de escalas para ser seducida, a petición propia, por Germán, que a su vez se ventila a su madre, doña Marcela, ante la ignorancia del pobre brigadier don Marcial. Y el barón de Chente Mata de «Ludí», dueño de El castelo Sangrienti, también ignora lo fresca que es su hija, hasta que descubre el tomate. La escala es el engaño, la mentira, la audacia para superar lo prohibido. En los romances históricos, en las epopeyas románticas y en sus parodias, el argumento se une a la vulgaridad literaria de la ópera. La doncella amante y seducida —la soprano—, ama enloquecidamente al galán seductor —el tenor—, y cuando todo va de perlas, aparece el padre o el novio formal —barítono o bajo—, y terminan con el plan, siempre con el absurdo recurso del honor mancillado, la venganza familiar y la muerte.
El conde Sisebuto de Joaquín Abati es entendido por poco más de ciento cincuenta octosílabos en rima consonante, y se convirtió en la joya de la literatura de salón.
A cuatro leguas de Pinto
y a treinta de Marmolejo,
existe un castillo viejo
que edificó Chindasvinto.
Perteneció a un gran señor
algo feudal y algo bruto;
se llamaba Sisebuto,
y su esposa, Leonor,
y Cunegunda, su hermana,
y su madre, Berenguela,
y una prima de su abuela
atendía por Mariana.
Y su cuñado, Vitelio,
y Cleopatra, su tía,
y su nieta, Rosalía,
y el hijo mayor, Rogelio.
Era una noche de invierno,
noche cruda y tenebrosa,
noche sombría, espantosa,
noche atroz, noche de infierno,
noche fría, noche helada,
noche triste, noche oscura,
noche llena de amargura,
noche infausta, noche airada.
En un gótico salón
dormitaba Sisebuto,
y un lebrel seco y enjuto
roncaba en el portalón.
Con quejido lastimero
el viento fuera silbaba,
e imponente se escuchaba
el ruido del aguacero.
Cabalgando en un corcel
de color verde botella,
raudo como una centella
llega al castillo un doncel.
Empapada trae la ropa
por efecto de las aguas,
¡como no lleva paraguas
viene el pobre hecho una sopa!
Salta el foso, llega al muro,
la poterna está cerrada.
—¡Me ha dado mico mi amada!
—exclama—. ¡Vaya un apuro!
De pronto, algo que resbala
siente sobre su cabeza,
extiende el brazo, y tropieza
¡con la cuerda de una escala!
—¡Ah!… —dice con fiero acento.
—¡Ah!… —vuelve a decir gozoso.
—¡Ah!… —repite venturoso.
—¡Ah!… —otra vez, y así, hasta ciento.
Trepa que trepa que trepa,
sube que sube que sube,
en brazos cae de un querube,
la hija del conde, la Pepa.
En lujoso camarín
introduce a su adorado,
y al notar que está mojado
le seca bien con serrín.
—Lisardo…, mi bien, mi anhelo,
único ser que yo adoro,
el de los cabellos de oro,
el de la nariz de cielo,
¿qué sientes, di, dueño mío?,
¿no sientes nada a mi lado?,
¿qué sientes, Lisardo amado?
Y él responde: —Siento frío.
—¿Frío has dicho?… Eso me espanta.
¿Frío has dicho?… Eso me inquieta.
No llevarás camiseta
¿verdad?… pues toma esa manta.
—Ahora hablemos del cariño
que nuestras almas disloca.
Yo te amo como una loca.
—Yo te adoro como un niño.
—Mi pasión raya en locura,
si no me quieres, me mato.
—La mía es un arrebato,
si me olvidas, me hago cura.
—¿Cura tú?… ¡Por Dios bendito!
No repitas esas frases,
¡en jamás de los jamases!
¡Pues estaría bonito!
Hija soy de Sisebuto
desde mi más tierna infancia,
y aunque es mucha mi arrogancia,
y aunque es un padre muy bruto,
y aunque temo sus furores,
y aunque sé a lo que me expongo,
huyamos… vamos al Congo
a ocultar nuestros amores.
—Bien dicho, bien has hablado,
huyamos aunque se enojen,
y si algún día nos cojen,
¡que nos quiten lo bailado!
En esto, un ronco ladrido
retumba potente y fiero.
—¿Oyes? —dice el caballero—,
es el perro que me ha olido.
Se abre una puerta excusada
y, cual terrible huracán,
entra un hombre…, luego un can…,
luego nadie…, luego nada…
—¡Hija infame! —ruge el conde—.
¿Qué haces con este señor?
¿Dónde has dejado mi honor?
¿Dónde?, ¿dónde?, ¿dónde?, ¿dónde?
Y tú, cobarde villano,
antipático, repara
cómo señalo tu cara
con los dedos de mi mano.
Después, sacando un puñal,
de un solo golpe certero
le enterró el cortante acero
junto a la espina dorsal.
El joven, naturalmente,
se murió como un conejo.
Ella frunció el entrecejo
y enloqueció de repente.
También quedó el conde loco
de resultas del espanto,
y el perro… no llegó a tanto,
pero le faltó muy poco.
Desde aquel día de horror
nada se volvió a saber
del conde, de su mujer,
la llamada Leonor,
de Cunegunda su hermana,
de su madre Berenguela,
de la prima de su abuela
que atendía por Mariana,
de su cuñado Vitelio,
de Cleopatra su tía,
de su nieta Rosalía
ni de su chico Rogelio.
Y aquí acaba la leyenda
verídica, interesante,
romántica, fulminante,
estremecedora, horrenda,
que de aquel castillo viejo
entenebrece el recinto,
a cuatro leguas de Pinto
y a treinta de Marmolejo.
En junio de 1926, tres militares españoles, los aviadores Gallarza, Loriga y Estévez, cumplen la hazaña de volar, en un artefacto de la época, desde Madrid a Manila. El fundador de ABC, Torcuato Luca de Tena —en la casa y en la profesión don Torcuato—, edita un libro-homenaje que encabeza un texto del Rey y en el que colaboran los ilustres de su tiempo, de la literatura, la pintura, la milicia, la política, la Iglesia, las artes plásticas y la música. En sus páginas hay dos testimonios especialmente divertidos. El de Enrique García Alvarez y el de Joaquín Abati. Escribía García Alvarez:
Madrid-Manila. No hay quién
no de mil atronadoras
voces de ¡Bien, retebién!
incluyendo las señoras.
¡Jesús qué raid! ¡San Senén!
Pero el éxito fetén
y el que tendrá admiradoras
y admiradores también,
será del que haga muy bien
ese raid en cuatro horas
del puntapié que le den.
Lo de Abati es mejor y más reconfortante.
El raid Madrid-Filipinas
es de una gran sencillez.
Se toma un buen aeroplano,
se asciende con rapidez,
y ya bien puesto en franquicia
con maniobra correcta,
se dirige uno volando
a Manila en línea recta.
Se cruza el Africa, el Asia,
se cruza el mar Amarillo,
y en Manila se desciende,
¿cabe nada más sencillo?
El raid puede realizarlo
todo el que tenga un avión,
y gasolina, y aceite,
y además un corazón
tan grande como el de Estévez,
el de Loriga y Gallarza,
en los que la sangre fría
con la bravura se engarza.
Ahora, que a mí esa bravura
me dan, y esa sangre fría,
y un avión, y cien mil duros…
¡Y no iría!
Luis Martínez Valdés, «Ludi», asturiano, tío-bisabuelo de Francisco Alvarez Cascos —a él le debo su libro de poemas Un kilo de versos—, cachondo cimero, autor de El castelo sangrienti, cadena de quintillas en italiano macarrónico con desenlace previsto, que conforman un cuento rimado insuperable. Lo de siempre, la niña, el amante, el padre y la hecatombe:
Trachedia desarrollata
en el ruinosi Castelo
del barón de Chente Mata.
¡Si no é cherta e veritata
que m'arranquen un capelo!
Tras morisca ventaneta,
con le semblante contenti,
a primorosa Julieta
murmura una cansoneta
que marcha en alas del vienti.
Es sua voche melodiosa
cual la campane de Huesca;
es chentile, candorosa,
e más fresca qui una rosa,
¡quichás, demasiato fresca!
Digo fresca, y es verdate,
perque lichera de rope,
é a la fenestra asomate,
y está pelando patate
con un sabli de la trope.
A bordo d'una barqueta
llega un mancebi eleganti,
vestidato de etiqueta,
con gorra de sportman, guanti,
e gabani con faldeta.
Fumando brevas a pasti
fragua algún plane siniestri,
perque a la paloma casti
le hace con el ojo diestri
la seña del as de basti.
La joven, enamorata
le arroja una escalinata
fabricata con cordeli,
e per ella le donceli
como un felini, esguilata.
Le patre, qu'era un Nerone,
observó l'operachone
desde un huerti exuberanti,
donde tene plantachone
de pementone picanti.
Aparte del pementone,
cultivaba: le melone,
le fabi, la remolachi,
la chufi, le macarrone
e le turrón de Guirlachi.
Presto le gran cabalieri,
de su honore se ricorda,
e trepando per la corda,
sube a le piso primen
llevando una estaqui gorda.
Le burlato personache
da uno grito de corache
al ver que sua filla vile
está con furia salvache
abrazando a un zascandile.
Altamente incomodati,
les apunta sin pietati
con una vieja escopeti,
per profanare el respeti
de un lugare tan sacrati.
Sona una detonachone,
e una descarga chertera
atraviesa le pulmone
del galán e la pendone.
¡Fue una morte de primera!
Furiosi, desesperati,
y con el juicio incompleti,
les tritura el esqueleti,
poniendo al uno en tomati,
y al otro a la vinagreti.
Abre luego le balcone,
y se tiri en direchone
vertical sobre un peñasqui,
quedando allí le barone
como un centolli sin casqui.
Tutos los astros del chelo
se tiñeron d'escarlata;
desde entonces, no es camelo,
non s'abrió más le castelo
del barón de Chente Mata.
Mariano de Cavia, genial y cumbre, más feo que Picio, su nombre adorna hoy el premio de periodismo literario más prestigioso de España, el Mariano de Cavia que concede anualmente, junto al Luca de Tena y el Mingote, Prensa Española, editora del diario ABC. Por los años veinte, y sin salir del ámbito de los escritores, corre de boca en boca un soneto acróstico dedicado al fenomenal periodista.
Más bien feo que guapo, algo vulgar.
Aficionado a toros, bonachón,
Raro de genio, a veces muy zumbón,
Intransigente en cuanto al bien hablar.
Al juzgar los estrenos, prodigar
No suele los elogios, con razón,
Obedeciendo así su condición
De que es poco lo digno de alabar.
Escribe con estilo y fluidez
Captándose enemigos a la vez
si bien ello no ser cosa que asombre.
Vive ajeno a cenáculos y gajes
Irrítale lo malo, y sin ambajes
A las cosas las llama por su nombre.
Acróstico elogioso y chapucero, porque falla en el último endecasílabo del primer terceto. De arriba abajo, por las primeras letras de cada verso se lee MARIANO DE CAVIA con la salvedad de ese nudo no desatado en el primer terceto.
Mariano de Cavia responde con otro acróstico, una octava también chufla y chapucera desvelando la identidad del autor del soneto anterior, Carlos Arniches, que en el acróstico le sale ARNYCHES.
A mis manos ha llegado
Recién publicado un verso,
No malo, algo más, perverso,
Y en él me vi retratado.
Como me elogia, el rubor
Háceme ser generoso.
En acróstico ripioso
Saludo al ignoto autor.
A los periodistas de deportes se les llamaba todavía de sport. Había uno, llamado Luis Zozaya, alto, fuerte y relamido, y con los ojos más saltones que un sapo partero.
Pero a Cavia, el sportman le caía fatal. El día que al fin fueron presentados, don Mariano, de muy mala leche, le espetó.
¿Con que éste es don Luis Zozaya
el de los ojos saltones?
Que me toque los cojones…
y se vaya.