VII
DE PÉREZ ZÚÑIGA A LA ESCOPETA DE ALFONSO XII

Juan Pérez Zúñiga, extraordinario y fecundísimo en prosa y verso. Una joya de escritor. Admirado por Taboada, por Sinesio Delgado, por Vital Aza, y lo que es más meritorio, por el propio Clarín. Más de treinta libros, veinte obras teatrales, aventuras, viajes imposibles, imaginaciones excelsas. Un tipo este Pérez Zúñiga. A él y a Clarín les arrea la crítica de un tal Barrantes que escribe en España Moderna. Pérez Zúñiga se lo toma a pitorreo, pero Clarín le responde en el Madrid Cómico.

El señor Barrantes es tonto. Eso ante todo.

El señor Barrantes es un ignorante. Eso después.

El señor Barrantes es un adulador. Eso siempre.

El señor Barrantes no sabe escribir con gramática

y es un poetastro detestable.

Y cuando el señor Barrantes quiera otra,

que vuelva por ella.

Porque Clarín no se andaba con chiquitas. Barrantes, no volvió por otra, como le invitaba Clarín, pero sí amagó un golpe, eso sí, con los cataplines de corbata.

Me paso los insultos de Clarín

por el culo, que en fino, es traspuntín.

Juan Pérez Zúñiga es un privilegio del buen gusto dentro de la poesía festiva y bienhumorada. Domina la métrica y se divierte escribiendo. El lector lo siente y comparte la diversión. Juan Pérez Zúñiga, hombre de buen carácter y muchos amigos prefiere la sonrisa a la cara de asco, y juega. Juega porque, en el fondo, es un niño que no oculta su realidad. Y juega con las palabras y los nombres, magistralmente, como un niño adelantado.

Te voy, lector, a probar

que nuestro idioma excelente

se presta a juguetear

con los nombres de la gente.

Patro anoche fue al teatro,

y también fue Salvador,

y éste allí le habló a su patro…

a su patrocinador.

Lola dijo a Luis Urquiola:

—Sigo con mi enfermedad,

y él le dijo entonces: —Lo la…

lo lamento de verdad.

La mujer de Enrique Ubrique

da sablazos por ahí,

y si pide es para enrique…

para enriquecerse así.

El marido de Inés, es

poco digno de amistad,

y lo achacan a su ines…

a su inestabilidad.

Una castañuela basta,

de la Casta, se perdió,

y tendré que ir por la casta…

por la castañuela yo.

Sinfo me tocó en Ardinfo[17]

un preludio musical,

¡nunca conocí una sinfo…

una sinfonía igual!

De la Celes fue Rendueles

novio hasta su defunción,

y al fin se coló en la celes…

en la celestial mansión.

Paula preguntóle a Caula:

—¿Cómo se hizo rico «usté»?

y le dijo Caula: —Paula…

paulatinamente fue.

Le dio a Paca una butaca

para un cine su Colás,

y le dijo: —En cambio, Pa ca…

pa café tú me darás.

Ya ves como no a dudar,

nuestro lenguaje excelente

se presta a juguetear

con los nombres de la gente.

También feliz epigramista.

Mire usted si es pollino

el yerno de Felipa

(electo diputado por chiripa),

que en la carta que escribe a don Gabino

da cuenta el mentecato,

de que ha muerto su padre ab intestino,

en lugar de decir ab intestato.

Maravilla del amor separado por la reja. La madre no tiene paciencia.

—Niña, no más reja; date ya al reposo.

—Madre, es que mi Pepe, que por mí es dichoso, sigue aún en la calle sin temerla escarcha. ¿No ves qué gallardo? ¿No ves qué marchoso?

—Hija, muy marchoso… pero no se marcha.

Busca nuevas fórmulas, y describe el entierro de Isabel II en versos escritos con el ahorro de los telegramas. Telegrama de El Escorial.

Mañana fría y lluviosa.

Agólpase gente andén.

Comitiva real vistosa

espera llegada tren.

Llega tren. Público bufa

porque llueve. Clero reza.

Colocan féretro estufa.

Cortejo subir empieza.

Recorre con lentitud

jardines. Grandioso efecto.

Observo que hay multitud

de lilas en el trayecto.

Llegada al Real Monasterio.

Gran responso. Gran vigilia.

(¡No cantarán tan en serio

por nadie de mi familia!)

Miro (porque hay que ilustrarse)

tanto rey como allí duerme…

Y no se digna asomarse

Felipe II a verme.

Sobre tanta piedra lisa

hay enjambre forasteros,

y en Lonja, acabada Misa,

chubasco y carabineros.

Entierro finiquitado.

Marcha elemento oficial.

Vestíbulo, aire colado.

Alumnos, aire marcial.

Apuesto cosa cualquiera

a que tanta gente junta

ni un Padrenuestro siquiera

rezó a la reina difunta.

Vuelven ánimo apenado

más de tres de campanillas

a causa de haber pasado

por agua sus pantorrillas.

Regresa Madrid la gente.

Acabo telegrafiar…

Y húmedo completamente

retírome a descansar.

El rey Alfonso XII recibe todas las simpatías que le faltaron a su señora madre, la reina Isabel. Un pareado malvado suena por Madrid.

No parece el Rey hijo de su madre

y bastante menos hijo de su padre.

Alfonso XII es el rey romántico, el rey bravo, el rey querido. Popular y simpático, todo se le perdona. El gran político de la Restauración, Francisco Silvela, escritor divertidísimo y agudo, coautor de un tratado contra cursis titulado La Filocalia, es su maestro en donaires. Y el marqués de Alcañices, su discreto alcahuete.

Su Majestad el Rey, junto a Alcañices

a El Pardo fue a cazar unas perdices.

Ni en ojeo, en reclamo ni en aguardo

volaron las perdices en El Pardo.

Ni una perdiz al Rey le había volado,

y en cambio el Rey había disparado.

—Señor —dijo el marqués—; mucho me inquieta

que se haya disparado su escopeta.

Y el Rey le respondió al marqués perplejo:

—No era perdiz, marqués; era un conejo.

Pablo de Valonia, un poeta de poca monta y peor estribo, natural de Valonia de los Infantes y de verdadero nombre Pablo Mínguez, ripioso y agrio, no le perdona al Rey su encanto con las mujeres.

Ha enviudado, ha llorado, está muy triste…

pero ve a una mozuela y se la embiste.

Se cuenta, y no está demostrado, que en su lecho de muerte, Alfonso XII, joven y apuesto en la antesala de los cadáveres, con su segunda mujer encinta, María Cristina de Habsburgo Lorena, a la que dejaba viuda y sola en una España endemoniada, le recomendó:

—Cristinita; ya lo sabes. Guárdate el coño, y de Cánovas a Sagasta y de Sagasta a Cánovas.

El moribundo rey ignoraba que aquella «Cristinita» sería la más admirada reina de la historia de España, austríaca y seca, viuda magnífica y ejemplo de ponderación, sabiduría y sentido común.

Camprodón es el autor del libreto de Marina. Un coñazo, Camprodón. Años después, durante el franquismo, Marina se representó con frecuencia porque a Franco le emocionaba. Dicen que fue recibido en audiencia el director del teatro de La Zarzuela para informarle de la temporada de ópera en Madrid:

«Excelencia, para este año hemos hecho un gran esfuerzo, y además del Trovador de Verdi hemos programado Tanhausser de Wagner». «Puez a mí la que me guzta ez Marina». Y se incluyó Marina, claro.

Camprodón es autor de la cuarteta ripiosa escrita en serio más divertida. En el escenario, una estatua de la diosa Minerva. Aparece el protagonista, y dice:

¡Oh bella diosa Minerva!

¡Qué hermoso paraje aqueste!

¡Y cómo crece la hierba

con este viento sudeste!

Camprodón dedica una comedia a una marquesa muy conocida en los círculos literarios. Se la tiraban todos, para resumir. Después de Camprodón, la marquesa transcurre por los amores de Narciso Serra, un poeta fácil y agudo, nada que ver con la desdicha política que vendría después con el mismo nombre y apellido. Narciso Serra lee la comedia de Camprodón y adopta una decisión por unanimidad. La comedia es una mala copia de un vodevil francés y muchos versos han sido fusilados de una obra del propio Narciso Serra.

La dedicatoria de Camprodón a la abierta marquesa fue ésta:

Como prueba de mi afecto

y sincera admiración,

le dedica esta comedia

su devoto Camprodón.

Y Narciso Serra, añadió debajo de la dedicatoria:

Si los versos míos son,

y la comedia es francesa

¿qué dedica Camprodón

a la señora marquesa?

Tomás Luceño, ingenioso, sainetero, simpático. En cierta ocasión los empresarios teatrales rechazaron una de sus comedias. Para festejar su éxito, Luceño invitó a sus compañeros de tertulia, que eran al tiempo sus peores enemigos, a un banquete. Les invitó en verso, y ninguno faltó a la cita, porque en aquellos tiempos a más de uno le sobraban versos y le faltaban calorías.

Salvador Granés, el serio;

José Selgas, el bilioso;

Pepe Rodao, el ceñudo;

Pérez Zúñiga, el jocoso.

Carlos Frontaura, el tranquilo;

Carlos Cano, el amargado;

Blasco, el que lo sabe todo;

Yrayzoz, el atildado.

Palomero, el poetastro;

Félix Méndez, el chancero;

Luis de Tapia, el mal ripioso;

Y Lustonó, el justiciero.

Y así, con el serio, el bilioso, el ceñudo, el jocoso, el tranquilo, el amargado, el sabiondo, el atildado, el poetastro, el chancero, el mal ripioso y el justiciero, celebró Luceño su gran fracaso.