España tiene, cada día que pasa, menos ganas de sonreír. Llegado el momento, ya no tiene ninguna. Hemos entrado en el juego, desnudos y dignamente apaleados, de los repartos de influencias y los mejunjes de las cancillerías. Y nos colocan a un rey francés, José Bonaparte, corso plebeyo, de más virtudes que defectos. Pero es francés y hermano de Napoleón, detalles ambos de gran importancia para entender los recelos populares.
En Madrid, al pie de los carteles murales y pasquines que proliferan con las órdenes de José I, aparecieron —de un poeta desconocido muy amigo de un tal «Manolo»— los versos siguientes:
Manolo: Pon ahí abajo
que me cago en esta ley;
que aquí queremos un Rey
que sepa decir «carajo».
Reina por poco tiempo y recuperamos a nuestro legítimo soberano, Fernando VII, al que Goya retrata con tanto cariño, mimo, maestría y estima.
No sé si gobierna bien
e ignoro si reina mal,
pero ¡Dios mío, qué cara
tiene el chico de animal!
Culminada la catástrofe Fernandina, los generales Prim y Serrano, en contra de los republicanos y del envolvente duque de Montpensier, encuentran en la persona del duque de Aosta, el infeliz y caballeroso Amadeo de Saboya, un efímero rey de España que llega horrorizado y se larga mucho más horrorizado todavía. La reina gobernadora, doña Cristina, viuda ya de Fernando VII, se casa con su amante, el teniente Muñoz, semental mucho más eficaz que su real y finado esposo.
Lloraban los liberales
que Cristina no paría,
y ha parido más «Muñoces»
que liberales había.
Y al cabo del tiempo, la reina niña se ha convertido en Isabel II, pechugona y castiza, cachonda y folladora, volcán siempre en erupción, que apaga con sus oficiales de Húsares o sus Monteros de Espinosa, la llama furiosa de su pasión, que no consuela —porque ni lo intenta— su primo y esposo, el miramelindo, doble pluma y bujarrón don Francisco de Asís.
Y don Francisco de Asís
sacando su minga muerta,
al amparo de una puerta
lloriquea, y hace pis.
O también,
Paquito Natillas
es de pasta flora,
y orina en cuclillas
como las señoras.
Tiempos del pequeño Tren de la Fresa, que unía Madrid con Aranjuez a la trepidante velocidad de veinticinco kilómetros a la hora. Antesala de la Guerra Carlista, con sus boinas blancas, sus batallas hermanas entre los maizales de Guipúzcoa, sangre en los valles vizcaínos, y sus héroes inflexibles y románticos. Principio de la locura separatista y de la sinrazón fanática. Dios contra Dios, Patria contra Patria, Rey contra Rey.
¿Quién es «Sem»? ¿Quién se esconde detrás del seudónimo? ¿Quién a tanta procacidad y provocación se atreve en detrimento de la vida cortesana? ¿Quién es el autor de esas horribles e insultantes acuarelas con textos falderos que dañan y humillan a la Reina, al Rey consorte, a los patriotas políticos y militares, a las santas monjas y venerables confesores? ¿Quién es ese maldito Sem que publica en Gil Blas, la revista satírico política, las más atroces barbaridades? Busca y captura. ¿Quién es Sem?
Sem son dos. Él más sutil de los acuarelistas y el más romántico de los poetas. Valeriano y Gustavo Adolfo Bécquer, que poco a poco, desde la oscuridad, van aumentando su obra satírica, que habría de titularse Los Borbones en pelotas. El talento y el arte al servicio del desahogo.
Gil Blas y La Iberia, donde Manuel del Palacio, el más grande —ahora sí— de los poetas epigramistas, compite en gracia y valentía. Riesgo y donaire.
Himno de Riego, música y revolución.
Si Isabel quiere corona
que se la hagan de viruta,
que la corona de España
no es para ninguna puta.
Pero vayamos a Sem. Dibujos prodigiosos —algunos de ellos realizados entre ambos, que Gustavo Adolfo también fue diestro con el lápiz y los colores—, y textos terribles, nada «becquerianos».
La imagen representa a Carlos Marfori, el último favorito, sentado en el trono. Sostiene a una Isabel II en porretas, con la corona en la cabeza. A su lado, el primer ministro Luis González Bravo, también desnudo, con una minga descomunal que agarra la Reina.
Sentada está en la poltrona
con chulo, cetro y corona.
En la cama, Isabel II y Carlos Marfori. Presentes Francisco de Asís y Luis González Bravo, ambos arrodillados. Al fondo Sor Patrocinio, la monja de las llagas. De pie, Pío IX bendiciendo el adulterio.
Pío Nono agradecido
a los dones de Isabel,
le da bula singularis
para que pueda joder.
Una barraca de feria. Luis González Bravo anuncia el espectáculo. El padre Claret recoge los donativos entre el público. Francisco de Asís toca el acordeón y Marfori observa desde la trastienda. El espectáculo es prodigioso. Isabel II desnuda sobre una tarima.
¡Entren todos y verán
la célebre niña gorda
que pesa quinientos kilos
sin el cetro ni corona!
Isabel II y Carlos Marfori en pleno fornicio. Se detallan con singularidad el peludo coño de la Reina y la enorme fuchinga armada de su favorito. Parodia de los versos de doña Inés a don Juan Tenorio. «Don Juan, don Juan, yo te imploro / de tu hidalgo corazón. / Arráncame el corazón / o ámame, porque te adoro».
¡Carlos, Carlos, yo lo espero
de tu hidalgo corazón,
métela sin dilación
que ya, por joder, me muero!
Retrato de don Francisco de Asís. Un retrato primoroso, bien enmarcado, con el Rey consorte uniformado y de gala, pero con una particularidad. Le emerge al Rey de la cabeza una cornamenta de impresionante arboladura, un trofeo «medalla de oro» en los lances de la montería.
Vuestra noble faz empaña
el ñublo del deshonor,
desfaced presto esa niebla,
cortaos los cuernos, Señor,
que el mundo entero os señala,
la Europa os llama cabrón,
y ¡Cabrón! repite el eco,
en todo el pueblo español.
No se salvan los carlistas. Carlos VII y su esposa, Margarita de Parma, en plan íntimo. Ella desnuda, sobre un diván, con las piernas abiertas, se alivia con polvos de talco el conejón. Carlos VII, de rodillas, le ayuda.
Ella: ¡Ya está la caja vacía!
El: Yo te echaré más polvos, vida mía.
De nuevo Francisco de Asís. De uniforme también. Asimismo con la cornamenta. Se agarra la minguilla —aquí mingorra—, con la mano y le da que te da.
El Rey consorte,
el mayor pajillero de la Corte.
Hasta con un burro. Isabel II en las caballerizas y un apuesto burro cepillándosela.
Por probar de todo…
de tirarse a un pollino encontró el modo.
La vida de Isabel II se resume en pareados. Vida y milagros de Isabel de Borbón. La composición no se firma, y su original aparece unido a otro poema Mi querida Donna Isabel Segunda, última de la Dinastía Borrón. Ambos originales pertenecían a José López Rubio, y los encontró entre sus papeles el padre José María Torrijos.
Gordita como un melón
nació Isabel de Borbón.
Antes de empezar a hablar
ya pensaba en fusilar.
Tan bellas disposiciones
son propias de los Borbones.
Antes de cumplir los siete
se enamoró de un cadete.
Su padre, al verla tan mona
fue, y le dejó la corona.
Pero Don Carlos, su tío
armó en España el gran lío.
Y empezó la sarracina
para echar a su sobrina.
Apoyaron sus deseos
unos facciosos muy neos.
A Don Carlos, en Luchana,
le zurraron la badana.
Siete años duró la guerra[10]
en esta bendita tierra.
Todo por la tía aquella;
¡Que el Diablo cargue con ella!
Al fin casó Isabelita
con el señor de Paquita[11].
Y a pesar de lo beata,
comenzó a sacar la pata.
Tuvo una niña primero
que era todo un coracero.
Paquita se hace la sorda
mientras su mujer engorda.
¡Qué complaciente y amable
fue el follador responsable!
Vino a Madrid un tenor
e Isabel le hizo el amor.
En tanto, los liberales,
sufren pasiones y males.
Nació el principito en cueros[12]
con un casco de ingenieros.
Cada año que pasaba
un niño Isabel nos daba.
A cada partido de éstos,
aumento en los presupuestos.
Su vida y sus aventuras
disimulaban los curas.
Tuvo en ella gran dominio
una tal sor Patrocinio[13].
Entre ésta y un fraile listo[14]
arman la de Dios es Cristo.
La nación su pena aumenta,
y ella duplica la renta.
Viene el cólera inclemente
y devora a mucha gente.
La Reina, en tan grave trance
tiene miedo de un percance,
y dejándonos morir
se va a La Granja a vivir.
¡Era muy consoladora
aquella buena señora!
Se arma en junio el gran tiberio
que puede ser lance serio.
Para dejarnos contentos
fusila a treinta sargentos.
Esto al pueblo irrita más,
y dice: —Las pagarás.
Pero ella sigue sus planes
y multiplica galanes.
Va al circo, y mira anhelante
a un aplaudido cantante.
Deja al cantante después
y hace a Marfori marqués.
Un día, día de gloria,
se corta la fea historia.
Nuestros bravos marineros
dan el grito los primeros.
Se pronuncia, en fin, la Armada
del Ejército ayudada.
Y llega al punto la cosa
de ponerse borrascosa.
Isabel a Francia vuela
corriendo que se las pela.
Con ella se va Marfori
cantándole el «gori-gori».
Su dinastía indecente
cae definitivamente.
Ya se fue la enredadora
¡Vaya usted con Dios… Señora!
Que lo pase usted muy bien.
¡Requiescant in pace, amén!
Y Manuel del Palacio, el más grande y fecundo de los poetas epigramistas del XIX, y me atrevería a escribir que de la historia satírica española. Poeta de arte mayor y de arte menor, sonetista y letrista, romántico y áspero, «de la Real Academia Española» y de la irreal academia de la calle. Poeta perdido en el olvido y hoy resucitado. A José Luis Gordillo Courciéres le debemos su retorno. Su libro Un poeta satírico del siglo XIX, en que recopila los sonetos políticos de don Manuel, merece el calificativo de «joya literaria». Estudio simultáneo de la época, y de sus colegas contemporáneos.
Aparece, ¡cómo no! Sor Patrocinio, la monja de las llagas, María Josefa Quiroga y Capopardo, tan asediada por Sem. Para unos, santa por sus milagrosos estigmas. Para otros, una zorra cortesana, Celestina de la Reina y pajillera de Francisco de Asís. Bretón de los Herreros le escribe un soneto con versos proparoxítonos.
Temo que el cetro se convierta en báculo,
y el Estado, hoy caduco, muera ético,
si otro escolapio, en ademán ascético,
logra ser del Rey cónyuge el oráculo.
Venero a Dios, venero al tabernáculo;
mas no a hipócrita sor que con emético
llagas remedia, a cuyo humor herpético
fue quizás el torpe vicio receptáculo.
¡Cuestión de religión la que es de clínica!
Y darnos leyes desde el torno, ¡Cáscaras!
Esto no se tolera ni en el Bósforo.
Mas si la farsa demasiado cínica
se repite, caerán todas las máscaras,
y arderá España entera como un fósforo.
Manuel del Palacio se cachondea de Antonio Alcalá Galiano, ministro con Istúriz de Marina y con Narváez de Fomento. Chaquetero y apóstata, y además, feo de llorar. En una estrofilla y en un soneto, Palacio le hiere:
¿No dicen que la elocuencia
embellece mucho al hombre?
Pues por su cara, Galiano
tiene poco de Demóstenes.
Y en endecasílabos, con las dos cuartetas de su soneto:
Miradlo bien; su cara es la del mono,
largos los brazos, cuerpo contrahecho,
ruin estatura y encorvado pecho,
de gran palabra y elocuente tono.
Le hizo Dios en un rato de abandono;
la vil apostasía es su derecho,
halla en su propia indignidad provecho,
y hoy al cinismo le levanta un trono.
Al capitán general Juan Zabala y de la Puente, marqués de Sierra Bullones, de Torreblanca, de San Lorenzo de Valle Umbroso, de La Puente y de Sotomayor, conde de Villaseñor, Grande de España, tres veces laureado, caballero del Toisón de Oro, presidente del Consejo y ministro de Marina. Sobre todo de Marina, que es lo que divirtió a Manuel del Palacio.
Fue ministro de Marina,
y preguntó muy formal
si las velas de los buques
eran de aceite o de gas.
A Pedro José Pidal, director de la Academia de la Historia y ministro en los gobiernos de Istúriz y Narváez. Reconocido como sabio, a Manuel del Palacio le causa risa su deficiente forma de hablar. Dice Gordillo Courciéres que en una intervención en el Congreso que produjo una «carcajada sin número entre sus señorías», Pidal había aludido a las «reinas hembras». Pedro José Pidal, que fue honrado con el marquesado de su apellido, era hombre serio y seco, lo que aún divertía más a Manuel del Palacio.
La patria de Pelayo y de Favila
fue la patria también de este sujeto;
vino a Madrid, y hablando a lo paleto
en la gente de Asturias se hizo fila.
Según en cierto círculo se estila
buscó de una influencia el amuleto;
y un conde, cuya historia yo respeto
le bautizó de sabio siendo un lila.
Ministro y diplomático famoso
fue luego en ocasiones diferentes,
y en casi todas ellas hizo el oso.
Jamás para reír, mostró sus dientes,
pasa por hábil, y aunque no es gracioso
hace reír muchísimo a las gentes.
También a Marfori, el amante de Isabel II, y a Francisco de Asís, a quien Palacio llama «Paquita».
Diz que Paquita está triste,
la incomparable Paquita,
que desde su niñez
viste en vez de enaguas, levita.
Paquita, ¿qué te ocurrió?
¿A qué esta tristeza, di?
¿Tiene la culpa Marfo-
ri?
Retrata a Castelar en su apogeo. Gloria de la oratoria, aún maestro de muchos pelmazos actuales. Grandilocuente, excesivo, erudito. Más palabras que ideas, lo que es suficiente.
Porque ahora, ni palabras ni ideas.
Cuando su arpada lengua se desata
y brota de su labio la armonía,
yo, que jamás contengo mi alegría
esto se llama digo—, hablar en plata.
Viene después la reflexión ingrata
que de la mente el entusiasmo enfría,
y encuentro en su brillante algarabía
junto al águila real, la garrapata.
Escándalo mayúsculo. Han sido robadas las joyas de la Corona.
El ministro de Hacienda, en el Congreso, apunta a las autoras de la desaparición. María Cristina, reina gobernadora, y su hija, Isabel II. El caso es que las alhajas han volado.
Que hubo en Palacio joyas es sabido,
y aun se sabe también que eran muy bellas.
Solamente se ignora qué fue de ellas,
pues, como ustedes saben, se han perdido.
Quién dice que Isabel las ha vendido,
quién, que se las llevó Pepe Botellas,
quién, que las han limpiado las doncellas,
quién, que al partir, las empeñó el marido.
En esta confusión pasan las horas,
crecen las dudas, los insultos crecen,
hablan de honor cien voces seductoras.
Y al fin, ¿qué resultado nos ofrecen?
Que hay muchos caballeros y señoras
pero que las alhajas no aparecen.
Cuando muere José Abascal, Manuel del Palacio se despacha con un soneto poco respetuoso. El dos veces alcalde de Madrid sube a los cielos y ahí se encuentra con san Pedro, como de costumbre.
Del cielo en el portón llama un cuitado.
—¿Quién va? —dice San Pedro. —Uno que viene.
—¿De dónde? —De Madrid. —¿Qué oficio tiene?
—Soy un cesante liberal y honrado.
—¿Vivió en el mundo bien? —Viví casado.
—¿Murió en la fe católica? —Es de ene[15].
—¿Y qué pide? —Que Dios no me condene
pues siempre fui de gratitud dechado.
Aún estaba el Señor medio dormido.
La relación oyó con disimulo
y, de Pedro acercándose al oído,
dijo: —La Ley es Ley, cúmplela, chulo;
¿Español, liberal y agradecido?…
Dale, si no le han dado, por el culo.
Una de las más divertidas vivencias de Manuel del Palacio —no tan divertidas para el poeta— la comparte con el ministro de Estado, el duque de Almodóvar del Río. Era el duque bajito y gruñón, Grande de España y corto de estatura, de mal carácter.
Manuel del Palacio, diplomático, es cesado en su destino, y se venga del duque.
¿No lo conoces aún?
Pues lo mismo que otros cien
no pasa de lo común.
Entre cursi y parisién,
trucha con algo de atún.
Parece grande y es chico,
fue ministro porque sí,
y en cuatro meses y pico,
perdió a Cuba, a Puerto Rico,
a Filipinas, y a mí.
Y era verdad. Perdió a los cuatro. Manuel del Palacio fue el más serio y el más divertido de los poetas del XIX, y también, de los más cultos. Se rió de su sombra, pero siempre su sombra quedó favorecida. Demasiado ingenio para políticos tan insensibles.