¡Pobre y magnífico Juan Ruiz de Alarcón! Jorobado de espalda y pecho, dromedario —¿quizá camello?—, enano y patizambo, feo y desdentado, señor en las cordialidades y los encuentros, exquisito de trato y el peor tratado por los sanguinarios poetas de su tiempo. Natural de Trasmiera, en las Asturias de Santulona —según Sáinz de Robles—, le llamó Antonio de Mendoza «zambo de los poetas», el canalla de Montalbán, «un hombre que de un embrión, parece que no ha salido», Tirso de Molina «don Cochambre de Alarcón», «Don Talegas, por una y otra parte» el malvado Quevedo. Y por supuesto, Góngora, «el que adelante y atrás, gémina concha te viste». Y el peor, Juan Fernández, que elogia sus jorobas.
Tanto de córcova atrás
y adelante, Alarcón, tienes,
que saber es por demás
de donde te corco-vienes
o adonde te corco-vas.
Y el pobre, además, muy correcto con la métrica, muy estético con la rima y muy pesadito en su conjunto.
Alonso Jerónimo de Salas, Tirso de Molina, Miguel Moreno, los tres buenos epigramistas, los tres coñones, los tres obsoletos. Quedan antiguos, huelen a rancio y tampoco es cosa de humillarles. Le llega la hora, ya ha crecido, a Pedrito Calderón de la Barca, que ya es don Pedro, y que a decir verdad lucía más garbo en otros géneros. Calderón es caballo de distancias largas, no de ráfagas. Pero lo intenta, y eso es de agradecer.
Durante el reinado de Carlos III con el muy perverso reverendo Juan Cortés Osorio, se alcanzan cimas de contundencia procaz y desvergonzada. Aquí, contra el príncipe don Juan, decía el inmoderado abate:
Chilindrón, que el hijo de puta
con potestad absoluta
puede sin ton y sin son.
Al ingenio anónimo pertenece esta breve composición dedicada a la reina doña María Luisa de Borbón, primera mujer de Carlos II, y de la que el pueblo duda la única virtud que les exige a las consortes foráneas: la fertilidad. La misma coplilla volvería a cantarse años más tarde, en 1724, en honor —o deshonor— de otra reina francesa, doña Luisa de Orleans, esposa del fugaz y nada antivariólico Luis I.
Parid, bella Flor de Lis;
en aflicción tan extraña,
si parís, parís a España,
si no parís, ¡a París!
Tampoco Felipe V se salva de la sátira. El rey Luis XIV de Francia hace de él a su antojo, y el pueblo no quiere a un rey memo y afrancesado.
El Rey, ni escuchar ni ver;
la Reina, ni ver ni obrar.
La princesa, oler, palpar,
y el confesor, absolver.
Y así absolviendo, no escuchando, menos viendo, obrando poco, oliendo mucho y mal, y palpando lo impalpable, se va desmoronando la base de un imperio demasiado grande para pueblo tan ajeno como oprimido, para Corte tan intrigante como ineficaz, y para monarca tan débil como desarraigado.
Alzado al trono y sentado en él nuestro señor don Fernando VI, los españoles se animan un tanto más y adoran a su reina, doña Bárbara de Portugal. El amor del pueblo a su soberana es tan espontáneo y profundo, tan de veras, que a su muerte se le canta esta estrofilla:
Bárbaramente comió,
bárbaramente cagó,
bárbaramente murió.
Con Carlos III, gran rey, culto y civilizado, inteligente y sensible, las abiertas grietas no pueden cerrarse. Los esfuerzos, por llamarlos así, del marqués de Esquilache:
Aprended flores de mí
lo que va de ayer a hoy,
que ayer Esquilache fui
y hoy el esquilado soy.
De O'Reilly.
Oyendo de los moros
el tiroteo,
dijo O'Reilly temblando
—¡Ay, que me meo!
Y de Grimaldi no consiguen más que abrir, a pesar de la excepcional personalidad del Rey, las heridas heredadas.
El viento satírico no perdona ni a los héroes. En enero de 1780, la escuadra española, al mando de Juan Lángara, es avistada, acosada, atacada, maltrecha, deshecha e irremediablemente hundida —como es habitual en las escuadras españolas—, por la inglesa que navega a las órdenes del almirante Rodney. Lángara, no obstante, es ascendido a teniente general por el rey Carlos III como premio a su valentía y heroísmo, que no a su eficacia.
Por perder siete navíos
a uno hicieron general;
al que pierda veinticinco,
me pregunto, ¿qué le harán?
Floridablanca y Godoy. El intrigante y el choricero de Castuera. Carlos IV en el alero, viéndolas venir, posando para Francisco de Goya y dejando libre de pasiones a su muy fea esposa, doña María Luisa de Parma, entreverada más de bigote que de pelusa. Y Godoy hace y deshace, manda y remanda, pone y quita, otorga y niega. El aposento real le ha infundido el carisma, y los ojos somnolientos, viciosos y agradecidos de su María Luisa satisfecha le dan un poder omnímodo. Ya es príncipe de la Paz y duque de Alcudia. Príncipe de la «Pasa» y duque de «Alcuza» para el buen entender del pueblo.
Vino de Castuera
y medró, ¡quién lo dijera!
Y en las alforjas traía
ambición e hipocresía,
y además de la ambición
poquísima educación.
Amor desatado al vino
y a la carne de cochino.
Entró en la Guardia Real
y dio el gran salto mortal.
Con la reina se ha metido,
y todavía no ha salido,
y su omnímodo poder
viene de saber… joder.
Mira bien y no te embobes;
da bastante «ajipedobes»[8]
si lo dices al revés,
verás lo gracioso que es.
Y como el ingenio aguza,
le hace duque de la Alcuza,
como miró por Su Casa,
fue Príncipe de la Pasa
que a Indias y a España gobierna
por debajo de la pierna.
Es un mal bicho, al que al cabo
habrá que cortarle el rabo.
Y a Floridablanca.
No sabemos qué tiene
Floridablanca,
que al que apunta en su blanco
deja sin blanca.
Y el Rey contento,
porque el conde le paga
su diez por ciento.
Leandro Fernández de Moratín, Cadalso, Samaniego, el fabulista. Era Samaniego riojano, señor de las cinco villas del valle de Arraya, presidente de la Sociedad Vascongada, enemigo a muerte de Tomás Iriarte, también fabulista, también influido por Lafontaine, también traductor de Voltaire. Riojano y canario —Iriarte nació en La Orotava, el milagroso valle de Tenerife—, no se llevaban, y Samaniego le dedicó una quintilla envenenada.
Tus obras, Tomás, no son
ni buscadas ni leídas,
ni tendrán estimación
aun cuando sean prohibidas
por la Santa Inquisición.
De Tomás Iriarte es el famoso epigrama en el que jugar con las palabras y su sentido se convierte en un ejercicio divertido y virtuoso.
—He reñido al hostelero.
—¿Por qué?, ¿dónde?, ¿cuándo?, ¿cómo?
—Porque donde cuando como,
como mal, me desespero.
Vuelven los días del epigrama. Época de gloria para el género brevísimo. Como pájaros de los árboles o ratas de las alcantarillas, se multiplican los poetas que ocupan, con humor o veneno, las páginas de los folletos, los panfletos y los periódicos satírico-políticos. La ambición desmedida, los lamentos del cornudo —origen del tango y la ranchera—, los defectos físicos, la moralina barata, la animadversión común, el grito de la decadencia y la hipocresía social ante el sexo, retornan de la mano de Iglesias, Salas, Forner, Solís, Lista, Martínez de la Rosa, Bretón de los Herreros, Hartzembuch, Baldoví y Villergas. De entre ellos, más fuerte de pensamiento que de físico, sobresale José Iglesias de la Casa, clérigo y latinista, magnífico en sus letrillas.
¿Ves aquel señor graduado,
roja borla, blanco guante,
que némine discrepante
fue en Salamanca aprobado?
Pues con su borla, su grado,
cátedra, renta y dinero,
es un grande majadero.
¿Ves servido un señorón
de pajes en real carroza
que un rico título goza
porque acertó a ser varón?
Pues con su casa, blasón,
título, coche y cochero,
es un grande majadero.
¿Ves al jefe blasonando
que tiene el cuero cosido
de heridas que ha recibido
allá en Flandes, batallando?
Pues con su escuadrón, su mando,
su honor, heridas y acero,
es un grande majadero.
¿Ves al juez con fiera cara
en su tribunal sentado
condenando al desdichado
reo que en sus manos para?
Pues con sus ministros, vara,
audiencia y juicio severo,
es un grande majadero.
¿Ves al que esta satirilla
escribe con tan denuedo
que no cede ni a Quevedo
ni a otro ninguno en Castilla?
Pues con su vena, letrilla,
pluma, papel y tintero,
es mucho más majadero.
Buena táctica la de Iglesias. La autocrítica concede más amnistías para ejercer la crítica ajena, sobre todo la literaria, siempre corrosiva y pedante. «Pedancio» llamaba Moratín a los críticos, todos unidos en el apodo, todos diana de su desprecio.
Tu crítica majadera
de los dramas que escribí,
Pedancio, poco me altera.
Mas pesadumbre tuviera
si te gustaran a ti.
Los escritores, de siempre, han pertenecido a bandas rivales. A finales del XIX cambiaron las bandas por las ideologías. En el teatro, sobre todo, los críticos se han dedicado a pulverizar las obras de los adversarios. De ahí nace, creo, la «antecritica» del autor, elogio escondido de la propia criatura, falsa modestia endulzada, e incluso, en determinados escritores, una atronadora ovación aplaudida por ellos mismos. Ya lo dijo Calderón de la Barca:
El que quisiese tener
nombre en el mundo famoso,
alábese; que es forzoso
para darse a conocer.
Es el extremeño Francisco Gregorio de Salas, buen epigramista y también —como muchos— sacerdote. Capellán real y académico de San Fernando. Mordaz con algunos colegas de sotana.
Tan mal cantó el Pater Noster
que nunca el coro entonado
respondió con más razón:
—Sed libera nos a malo.
Ite —dijo— Misa est,
pero con tan poca gracia,
que todos se hubieran ido
aunque no se lo mandara.
Buscaban un motivo de riña y siempre lo encontraban. José Somoza, liberal y zascandil, se reía de Martínez de la Rosa, cursi y blando como su apellido. Se decía que —al fin—, Martínez de la Rosa había encandilado a una jovencita llamada Isabela, no muy agraciada. Somoza, para molestar al dulce Martínez de la Rosa, le dedicó un retrato a la niña.
Óyeme tu retrato,
niña Isabela;
salvo ser justo,
salvo ser propio,
salvo que hiela.
Linda mata de pelo
peina tu mano;
salvo ser poco,
salvo ser corto,
salvo ser cano.
Con la luz de tus ojos
a alguno pierdes;
salvo que lloran,
salvo ser bizcos,
salvo ser breves.
Con tu boca preciosa
nada compite;
salvo ser grande,
salvo ser belfa,
salvo que pide.
Que tu pie es muy hermoso
nadie lo duda;
salvo ser largo,
salvo ser ancho,
salvo que suda.
Bretón de los Herreros, Alberto Lista —otro cura, y van…—, Martínez Villergas. Un pájaro de cuentas Martínez Villergas. Provocador, perseguidor, perseguido, viajero forzoso, altanero y faltón.
¡Que viva la perra!
¡Que viva!, repito.
Si gime la tierra
me alegro infinito.
A todo se atreve
la altiva comparsa
que explota la aleve
política farsa.
Parásitos muchos
consiguen el mando,
y cébanse, duchos,
la breva chupando.
Mas, ya que esa gracia
no arranca ni un grito,
si triunfa la audacia
me alegro infinito.
Llenando una resma
de versos, ni un chiste
os diera en cuaresma
que es época triste[9].
Mas pronto, importunos,
serán desterrados,
cilicios, ayunos,
sermón y pescados.
Vendrán los jamones
y el buen cochifrito,
y habrá pastelones…
Me alegro infinito.
El pobre don Paco,
sin par caballero,
que andaba tan flaco
cuando era soltero,
logró con porfías
mujer cariñosa,
y todos los días
de él dice su esposa:
—Está muy redondo,
parece un cabrito.
—¿De veras? —respondo.
¡Me alegro infinito!
Son Blas y Tomasa
tan dados a fiesta,
que siempre su casa
parece una orquesta.
Y aun he averiguado
que tocan en corro,
la gaita el criado,
la moza el piporro,
el bombo la madre,
las hijas el pito,
y el cuerno, su padre…
¡Me alegro infinito!