Del vidrioso Góngora al playboy del conde pasando por el cojo y el vividor
De golpe Góngora, el grande. Enjuto, agrio, tremendo. Mal enemigo a tener y peor a recibir. Poeta solemne y rastrero, de ingenio claro y concepto retorcido, más moderno que los de hoy en día, casi tan certero como su rival cojitranco y miope. Ni una palabra de más ni una amargura de menos.
Presuntuoso y distante, hijo de un juez del Santo Oficio y de una dama noble, lo primero que hizo fue cambiarse el orden de los apellidos. Porque antes que Góngora era Argote. ¿Esnob? Más que algo y casi mucho. Soberano del soneto, dominador de letrillas, mal enemigo.
Ande yo caliente
y ríase la gente.
Traten otros del Gobierno
del mundo y sus monarquías,
mientras gobiernan mis días
mantequillas y pan tierno.
Y las mañanas de invierno
naranjada y aguardiente,
y ríase la gente.
Coma en dorada vajilla
el príncipe mil cuidados
como píldoras dorados,
que yo, en mi pobre mesilla
quiero más una morcilla
que en el asador reviente,
y ríase la gente.
Cuando cubra las montañas
de plata y nieve el enero,
tenga yo lleno el brasero
de bellotas y castañas.
Y quien las dulces patrañas
del rey que rabió, me cuente,
y ríase la gente.
¿Burlón o malasangre? El Siglo de Oro no tenía periódicos, y las noticias se extendían por chismes y rumores. Saltaban los epigramas de un lado al otro, y rebotaban en muros y cancelas, y viajaban de ciudad en ciudad en boca de recitadores que llenaban de pueblo risueño sus esfuerzos.
Ya era Madrid capital del ingenio, de la golfería y de las intrigas. Cervantes hubiera sido, junto a Quevedo, colaborador del ABC. Góngora de El País, Villamediana de El Mundo y Lope de Vega de todos. En su Historia de Madrid, Antonio Mingote dibuja una plazuela concurrida. Unos van y otros vienen y también los hay que se paran y conversan con conocidos encontrados. «Alguno de los personajes que un transeúnte podía encontrar por las calles de Madrid en los primeros años del siglo XVII». Y ahí están Cervantes, Góngora y Francisco de Quevedo; el conde de Villamediana, El Greco y Argensola, Tirso de Molina y Francisco de Rioja, Vélez de Guevara, Pérez de Montalbán —el Galinsoga de su tiempo—, Agustín de Rojas y Mateo Alemán, Mira de Amescua y Juan de Mariana, Lope de Vega y Vicente Espinel, y entre todos ellos, paseando de la mano de una criada lozana y buenorra, el niño Pedrito Calderón de la Barca. Una tontería.
Da bienes, fortuna
que no están escritos.
Cuando pitos, flautas,
cuando flautas, pitos.
Cuán diversas sendas
se suelen seguir
en el repartir
las honras y haciendas.
A unos, da encomiendas,
a otros, San Benitos.
Cuando pitos, flautas,
cuando flautas, pitos.
A veces despoja
de choza y apero
al mayor cabrero
y a quien se le antoja.
La cabra más coja
parió dos cabritos.
Cuando pitos, flautas,
cuando flautas, pitos.
Porque en una aldea
un pobre mancebo
hurtó un solo huevo
al sol bambolea.
Y otro se pasea
con cien mil delitos.
Cuando pitos, flautas,
cuando flautas, pitos.
Y claro, para calentar el ambiente, contra Lope de Vega.
Dicen que ha hecho Lopico
contra mí versos adversos.
Mas si yo vuelvo mi pico
con el pico de mis versos
a este Lopico lo-pico.
Antes, ya le había dedicado alguna de sus delicias.
Dicho me han por una carta
que es tu cómica persona
sobre los manteles mona
y entre las sábanas, marta.
No le tenía simpatía a Lope, no. Menos aún a Quevedo. Tampoco entre ellos se respetaban mucho. Así, un día que Lope de Vega y Quevedo se reconcilian, Góngora lo canta.
Hoy hacen amistad nueva más
por Baco que por Febo
don Francisco de Quebebo
y Félix Lope de Beba.
Nadie ha llamado mejor, con más talento y con más crueldad «borrachos» a sus rivales. Claro que Quevedo, que sabía del cambio de apellidos de Góngora, de la nobleza de su madre y del origen judío de su padre, se lo había recordado en endecasílabos.
Yo te untaré mis obras con tocino
para que no las roas, Gongorilla.
Félix Lope de Vega Carpio, el Fénix de los Ingenios, el mejor hijo de Madrid. Barrabás, divertido, mujeriego, cortesano, fraile, corneador y cornudo, fecundo y magistral, mito. El gran mito. Todos le envidian y alguno le teme. Creador prodigioso. Y más —eso no se perdona— feliz en venturas que desventuras, pues se divirtió como nadie y se pasó lo que se tenía que pasar allá por donde ustedes se figuran.
En llamar a un rey Alteza,
que lo llaman a una torre,
aunque es lenguaje que corre
no es propiedad ni pureza.
Si a señor es señoría
y al excelente le dan
excelencia, bien dirán
a una infanta, infantería.
Su soneto risueño por excelencia lo conocen hasta los niños de Rentería.
Un soneto me manda hacer Violante,
que en mi vida me he visto en tal aprieto;
catorce versos dicen que es soneto;
burla burlando van los tres delante.
Yo pensé que no hallara consonante
y estoy a la mitad de otro cuarteto;
mas si me veo en el primer terceto
no hay cosa en los cuartetos que me espante.
Por el primer terceto voy entrando
y aún parece que entré con pie derecho
pues fin con este verso le voy dando.
Ya estoy en el segundo, y aún sospecho,
que voy los trece versos acabando.
Contad si son catorce, y está hecho.
Con mucho menos talento y efectividad, Diego Hurtado de Mendoza había intentado lo mismo. Escribir un soneto del soneto. Se nota la diferencia.
Pedís, reina, un soneto, y ya lo hago;
ya el primer verso y el segundo es hecho.
Si el tercero me sale de provecho
con otro verso el un cuarteto os pago.
Ya llegó el quinto. España, Santiago;
fuera, que entro en el sexto; sus, buen pecho;
si del séptimo salgo, gran derecho
tengo a salir con vida de este trago.
Ya tenemos a un cabo los cuartetos,
¿Qué me decís señora? ¿No ando bravo?
Mas sabe Dios si temo los tercetos.
Y si con bien este soneto acabo,
nunca en toda mi vida más sonetos,
que de éste, gloria a Dios, ya he visto el cabo.
Sin menospreciar a Diego Hurtado de Mendoza, la comparación entre ambos sonetos no se justifica. Encorsetado, difícil y áspero el segundo. Fácil, como una fuente, el de Lope. Ahí radica una de sus virtudes literarias. Lo hace todo fácil, sin aparente esfuerzo, porque su técnica y su dominio de la métrica son de fábula.
Y pasa Argensola, bastante aburrido, y llega el maestro. Aquí don Francisco de Quevedo y Villegas, también nacido, como Lope, en la villa de Madrid. Son sus padres oriundos de Cantabria, de la montaña, del valle de Toranzo, en concreto de la aldea de Vejorís, cuya casa solariega, arruinada, describió el propio Quevedo de esta guisa.
Es mi casa solariega
más solariega que otras,
que por no tener tejado
le da el sol a todas horas.
Madrileño y montañés. Como Lope de Vega, hijo de don Félix de Vega, natural de la Vega de Carriedo, o como Pedro Calderón de la Barca, enraizado en Viveda, entre los prados que contemplan la unión de los ríos Saja y Besaya. Madrileños los tres, hijos los tres de montañeses, todos hidalgos, hijos de algo, altivos de sangre sin mezcla africana. Que así lo dijo Calderón:
Porque los míos, sin reyes
fueron más que reyes moros
porque fueron montañeses.
Insuperable Quevedo. Para algunos, vituperable. El académico Francisco Rico se ha atrevido a llevarle a los infiernos literarios. No estoy de acuerdo. Quevedo alcanza firmamentos y baja a las soterras cuando y como quiere. También Lope y Góngora suben y descienden a su antojo. Quevedo es la síntesis de lo satírico, brutal y fabuloso.
¿Qué decir del genio de los genios de la sátira? ¿Del muy acomplejado, tierno, dulce y áspero Francisco de Quevedo? ¿Del «soy un fue, y un será, y un es cansado»? ¿Del enemigo a muerte del conde duque de Olivares, y fiscal implacable del quebradizo, culto y apocado rey don Felipe IV? ¿Qué elegir del llamado en sus tiempos «maestro de errores, doctor en desvergüenzas, licenciado en bufonerías, bachiller de suciedades, catedrático de vicios y protodiablo entre los hombres»? Pocos como él han elevado la poesía satírica a nubes tan altas, ni la burlona a horizontes tan claros, ni de la mala leche se hizo cántaro de agua tan limpia, al menos, en apariencia.
La innecesariedad, la presunción de lo que no se tiene, la flor de las falsas apariencias —en resumen, la cursilería—, sacan de quicio a Quevedo. Léase este poema y estímese si no es adaptable a nuestros días, a las vacías mujeres de la llamada jet set, a los horteras de las revistas del corazón, a la gentuza que hoy vive en la «famosidad».
Ésta, que está debajo de cortina
como si fuera tienda de barbero;
que con rostro severo
hermosa y grave, a todos amohína.
Ésta, que con la saya azul entera
cubre la negra honra decentada;
aquesta, de diamantes empedrada
y por dentro, más blanda que la cera.
Ésta, que se entretiene
como el perro de falda que allí tiene,
siendo sus faldas tales de ruines
que no la guardarán treinta mastines…
Esta fue cotorrera
y hartó de carne a Utrera.
Era su nombre Juana,
hija de un zurrador y una gitana.
Subió a fregona y se llamó Ana Pérez
con ayuda de un sastre y de un alférez.
Y viéndose triunfante
a Toledo se fue con un farsante,
adonde por doncella, una alcahueta
se la vendió a un trompeta.
Llamóse doña Luisa,
cosa que a ella misma le dio risa;
y a caza de apellidos,
por no pegar el don de vacío un hora,
a la Corte se vino hecha señora,
con joyas y vestidos
adonde por lo puta y por lo moza,
se llamó doña Julia de Mendoza.
El Quevedo político tiene una obsesión. El conde duque de Olivares, el resbaladizo, astuto, todopoderoso y déspota valido del rey Felipe IV. Son decenas los versos que Quevedo dedica al conde duque, siempre agudos y sangrantes.
No he de callar por más que con el dedo,
ya tocando la boca, ya la frente,
silencio avises o amenaces miedo.
¿No ha de haber un espíritu valiente?
¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?
¿Nunca se ha de decir lo que se siente?
Fiel a su viejo señor, el duque de Osuna, Quevedo arremete contra el Valido real, sobre todo —y de ahí las consecuencias—, en dos largos y masacrantes poemas. Su Memorial a Felipe IV y su Padrenuestro Glosado —el primero bajo la cobarde imposición del anónimo—, motivos de su prisión en el helado castillo de San Marcos de León, donde a Quevedo se le abrazó a los huesos un frío que no le abandonaría hasta la muerte.
Quevedo hunde al Conde Duque y a todo lo que tenga que ver con el Conde Duque. Hasta su hijo ilegítimo, Julián de Valcárcel, popularmente conocido como «Julianillo el jacarero», y que ya legitimado pasaría a llamarse, con rimbombancia, Enrique Felipe de Guzmán, marqués de Mairena y conde de Loeches, es víctima de la posiblemente justificada ferocidad del poeta. Y aún más, cuando muere Olivares, Quevedo, que al menos en vida le ha vencido, se lo lleva al infierno, donde le da la bienvenida el mismísimo Lucifer en persona.
Mandad, regid al infierno;
gobernad en sus cavernas,
que bien merece este puesto
el que me obligó en la tierra.
Y prepárenle a su hijo
don Julián, estancia regia,
que no tardará en llegar
en busca de Su Excelencia.
Con esto, dijo Luzbel:
—Cada diablo, a su tarea—,
y el conde duque entró luego
en las llamas, de cabeza.
Era Juan Pérez de Montalbán censor sapientísimo y cabronazo, y perseguía a Quevedo con especial inquina. Personaje de gran influencia en la Corte, protegido del conde duque, el doctor Juan Pérez de Montalbán, como gustaba de presentarse, padeció la justa respuesta del poeta madrileño.
El doctor tú te lo pones,
el Montalbán no lo tienes,
y así, quitándote el don
te quedas sólo en Juan Pérez.
Quevedo, como Lope de Vega, como Luis de Góngora, es un instrumento divino y humano de la genialidad. ¿Qué exigir a quien puede escribir el más bello soneto de amor de la poesía castellana?
Cerrar podrá mis ojos la postrera
sombra, que me llevare el blanco día,
y podrá desatar esta alma mía
hora, a su afán ansioso lisonjera.
Mas no de esotra parte la ribera
dejará la memoria en donde ardía;
nadar sabe mi llama la agua fría
y perder el respeto a ley severa.
Alma a quien todo un dios prisión ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado,
médulas que han gloriosamente ardido,
su cuerpo dejarán, no su cuidado,
serán ceniza, más tendrá sentido.
Polvo serán, mas polvo enamorado.
Su diálogo entre el galán y la dama, descorazonador y escéptico, sigue vivo. La eterna historia de los amores vendidos y las pasiones compradas.
GALÁN: |
Como un oro, no hay dudar, eres niña y yo te adoro. |
DAMA: | Niño, pues soy como un oro con premio me he de trocar. |
GALÁN: | De oro tus cabellos son, rica ocupación del viento. |
DAMA: | Pues a sesenta por ciento daré cada repelón. |
GALÁN: | ¿Qué precio habrá que consuele oro que rizado mata? |
DAMA: | Como me dé el trueco en plata dejaré que me repele. |
GALÁN: | No hay plata para pagar prisión que vale un tesoro. |
DAMA: | Niño, pues soy como un oro con premio me he de trocar. |
GALÁN: | ¿Tan grande es la estimación del oro? ¿A tanto se entiende? |
DAMA: | Hasta el orozuz pretende ventajas contra el vellón. |
GALÁN: | Oro que codicia el alba ¿vendes por cosa del suelo? |
DAMA: | Págame tú en plata el pelo que yo me quedaré calva. |
GALÁN: | Quien lo quisiere comprar pierde al amor el decoro. |
DAMA: | Niño, pues soy como un oro con premio me he de trocar. |
Y claro, Juan de Tarsis, o de Tassis, conde de Villamediana, fusta implacable de la sociedad, bello y agudo, terror de la Corte y de la aristocracia, playboy de sus calendas, que no sólo puso puntas, sino largos pitones a su rey, don Felipe IV.
Llego a Madrid y no conozco el Prado.
Y no lo desconozco por olvido,
sino porque me consta que es pisado
por muchos que debiera ser pacido.
El más inteligente, el más elegante, el más agudo. Quevedo —¡el propio Quevedo!— teme su talento, su rapidez, su brillantez suprema. Como un duque de Osuna del siglo XIX, despilfarra, regala, arruina, y siempre queda como Dios. Olivares le odia, el Rey recela, la Reina le ama, y él dale que te dale, hasta su muerte imprevista. El poeta Antonio Hurtado, en su Madrid dramático le describe.
Tal fama llegó a alcanzar
en toda la Corte entera,
que no hubo dentro ni fuera
Grande que le contrastara,
mujer que no le adorara,
hombre que no le temiera[6].
Se cepillaba a la Reina, a la amiga de la Reina, a las servidoras de la Reina, a la panadera, a la prima de la panadera y a la misma proveedora de harina. Cuenta Sáinz de Robles que la condesa de Aulnoy —seguramente bien folladita por el conde—, en su Relation du Voyage d'Espagne, presumía de sus fornicios reales, llevando a todo lugar un collar de monedas de plata con la efigie de la Reina que él llamaba «Mis reales amores». Y también, que don Luis de Haro, de quien no se sospechaban cambios de acera ni pérdidas de aceite, lo definía «como el caballero más perfecto de cuerpo y alma que se haya visto». Un «punto filipino», como se decía en el XIX. Un crack —caballo de carreras invencible—, como se dice ahora.
Algo sucedió. En Madrid, calle Mayor arriba, esquina con Coloredos, noche de un 15 de mayo, Villamediana es asesinado. Alguien lo dijo: «Que pica bien, pero que pica alto». Todos saben el porqué del crimen y la Corte calla. Olivares, el muy cabrón, se pierde en el silencio. De Góngora, o de Lope —y me atrevo a apostar que más bien de Lope[7]—, son estos versos que corren por Madrid.
Mentidero de Madrid
decidme: ¿Quién mató al conde?
Ni se dice, ni se esconde,
sin discurso, discurrid.
Unos dicen que es el Cid
por ser el conde, lozano.
¡Disparate chabacano!,
pues la verdad de ello ha sido
que el matador fue vellido
y el impulso, soberano.
Acusación directa. El «impulso soberano» no es otra cosa que la implicación del Rey en el crimen. Y «vellido», es el recuerdo de «vellido Dolfos». ¿Qué si no, y para qué el Cid? El conde de Villamediana fue asesinado por «sus reales amores», por cornear a Su Señor el rey Don Felipe, y la estrategia de su crimen se planeó en el Real Alcázar, mientras el Rey se hacía sus nocturnas pajas, la Reina soñaba con sus esporádicos polvos y Olivares cumplía sus más viles servicios.
En un epigrama insuperable de intención y segunda lectura, dedicado a un llamado Vergel, alguacil de la Corte, que se adornaba con joyas que le regalaban a su esposa sus afortunados amantes, escribe Villamediana:
¡Qué galán que entró Vergel
con cintillo de diamantes!
Diamantes que fueron antes
de amantes de su mujer.