Salidos, misóginos, clérigos carotas y rencorosos sublimes
Desde el primer siglo de nuestra era, con Marco Valerio Marcial, la vida pública española, incluso la privada, ha estado afortunadamente expuesta al leve fustazo, el aguijón intencionado o el castañazo verbal y contundente de los poetas satíricos, coñones y cachondos. La denuncia del abuso de poder, la sonrisa ante la innecesariedad, la petulancia o la cursilería, el simple esfuerzo humorístico o el cabreo monumental se han vestido de verso e ingenio en defensa del sentido común y de la limpieza social.
Miguel de Cervantes, en ocasiones antipático y soberbio, despreciaba el talento satírico —tan suyo, por otra parte—, más por picajoso antagonismo con sus colegas rivales que por propio convencimiento. El hecho de que Lope, Góngora y, sobre todo, Francisco de Quevedo gastaran tiempo y talento en el ejercicio satírico, le llevó a apostillar:
Nunca voló la humilde pluma mía
por la región satírica, bajeza
que a infames premios y desgracias guía.
Lo escribió para molestar, porque pocos han llegado a la altura satírica del primer gran humorista español.
Pero vamos a Marcial, príncipe por primero de la sátira, natural de Bílbilis, hoy conocida como Calatayud, y muy probablemente antepasado de La Dolores. Mal asunto el de La Dolores. Pronunciaba una conferencia en Calatayud José María Pemán. El alcalde del momento —y del Movimiento— le hizo partícipe de las susceptibilidades locales.
—Don José María; no mencione lo de La Dolores porque aquí la broma no hace ni puñetera gracia.
—Descuide, señor alcalde.
Mal hizo el señor alcalde en descuidarse, porque Pemán estaba decidido a no hacer ni puñetera gracia a los vecinos de Calatayud.
—Sé que están ustedes hartos de la coplilla de La Dolores. Pero con su permiso, me he permitido la libertad de modificarla.
Si vas a Calatayud
pregunta por la Manuela,
que es nieta de la Dolores
y más puta que su abuela.
Y casi le corren hasta la estación.
Pero retomemos a Marcial, poeta y jurista, vago y licencioso, un «pelota» de la época, cobista de Nerón y cínico hasta lo inaudito. Amable crítico de sí mismo, y despiadado con los demás.
Lino, dos veces cautivo
te tienen tus ignorancias.
Nada sabes, y no sabes
tampoco que sabes nada.
No queda, en ocasiones, demasiado antiguo.
Pensando en tu novia, Andrés,
te depilas pecho, axilas,
pubis, minga, piernas, pies…
¿En quién pensarás, Andrés,
cuando el culo te depilas?
El ingenio de Marcial se duerme en el año 104 y con él desaparece durante siglos la gracia del epigrama, esa composición breve, precisa y aguda que definiera cientos de años después Juan de Iriarte.
A la abeja semejante
para que cause placer,
el epigrama ha de ser
pequeño, dulce y punzante.
Federico Carlos Sáinz de Robles, en su Antología del epigrama español, salta del año 104, muerte de Marcial, a 1490, nacimiento de Cristóbal de Castillejo. ¿Por qué un lapsus tan terrible y vacío de catorce siglos? ¿Dónde estaban los poetas quejosos, bienhumorados, obscenos y satíricos? Hacían pinitos en la lírica, en la mística y en la patética, en la nunca llamada estética rimada positiva, aunque de principios del siglo my nos animara la obra valiente y magnífica de aquel clérigo «progre», irreverente, tabernario, mujeriego, chismoso y lúcido que fue Juan Ruiz, el arcipreste de Hita.
Yo he visto muchos curas en sus predicaciones despreciar al dinero, también sus tentaciones, pero al fin, por dinero, otorgan los perdones absuelven los ayunos y ofrecen oraciones.
Con Cristóbal de Castillejo, monje cisterciense de leche muy cortada, se aclara tímidamente el horizonte epigramático, que luce con esplendor desde Baltasar del Alcázar, también conocido como «Anacreonte» o «Tirteo», sevillano fino y para muchos —juicio que estimo exagerado— el más grande de los poetas epigramistas.
Fue Baltasar del Alcázar dominador de lenguas, astrónomo, diestro en el manejo de las armas, buen navegante y gran fornicador, por no decir putero, pues las alzadas de enaguas las compensaba con regalos caros y mimosos.
Cielo son tus ojos, Juana,
cielo dispuesto a llover,
pues siempre suelen tener
nubes a tarde y mañana.
Relámpagos, agua y nieve
son perpetuo desconsuelo.
Si Dios no tiene otro cielo
nunca Dios allá me lleve.
Otorgando un descanso al epigrama, que tan bien cumplieron Alcázar, Hurtado de Mendoza, Juan Salinas, y en su más alto magisterio Luis de Góngora, Lope de Vega y Francisco de Quevedo, que con Argensola, Villamediana, Salas, Iglesias y Torres de Villarroel —y Manuel del Palacio en el XIX— forman la más rutilante constelación de este género breve, bueno es volver la vista hacia atrás, a la España aún dividida y torpemente reinada en su parte por el burro de Enrique IV de Castilla, patria también de su hermano don Alonso, al que por sus bondades y virtudes muchos quieren sentado en el trono fraterno. Tiempos de Jorge Manrique, que comparte la lírica con la sátira, muy de sus días y costumbres, densa, procaz, sangrienta y amplia como sus Tercias de Villafruela y sus Lugares de campos. Poemas burlones y burlados de la Edad Media, exhaustivos, vulgares y de tono subido. Tiempos pasados —afortunadamente— de las Coplas de Mingo Revulgo de Hernando del Pulgar. De García de Astorga, de Juan de Valladolid, de Perálvarez de Ayllón, de Suero de Ribera, de Rodrigo de Reynosa, de Diego de San Pedro, de Alonso de Baena y de Antón de Montoro, «El Ropero». Aquí no hay sutilezas que valgan, y saltan los Diálogos del coño y el carajo de García de Astorga; La mujer que hiede de boca de Lope de Sosa; El beso en el ojo del culo de Diego de San Pedro. Género éste que cultivaba con timidez el gran Jorge Manrique, y con más desparpajo su señor padre, el conde de Paredes, a quien el poeta inmortaliza en sus sentidas e incomparables Coplas.
Porque el conde de Paredes, que se nos presenta en el poema de su hijo como crisol de virtudes y de valores eternos, caballero fiel a su rey, el Infante don Alonso, padre ejemplar y amantísimo esposo de su muy aburridísima esposa doña Mencía de Figueroa, era para su fortuna y solaz lo que en tiempos de mi abuelo se decía un «tarambana», y además de tomo y lomo, amigo de tahonas y de burdeles, filósofo del requiebro, y muy propenso al camastreo y el fornicio con las lugareñas ardientes de sus tierras encomendadas.
Escribía «El Ropero», con gran donaire y finura:
Gentil dama singular
honesta en toda doctrina;
mesuraos en vuestro amblar
que por mucho madrugar
no amanece más aína.
Las nalgas bajas terreras
mecedlas, por lindo modo,
poco a poco, y no del todo
al traer de las caderas.
Y al tiempo del desgranar
que el hombre se desatina,
mesuraos en vuestro amblar,
que por mucho madrugar
no amanece más aína.
Eran tiempos de luchas y trifulcas, y los poetas se las tenían tiesas los unos con los otros. Así, Juan de Mena, probo y sensato, se despacha con el mariscal Iñigo Ortiz con poca mesura:
Al mariscal Iñigo Ortiz le importa la copla un rábano.
Hanme dicho, Juan de Mena,
que en coplas mal me tratasteis,
pues yo os juro al que matasteis
que no os me vayáis sin pena,
salvo si lo desordena
por punto de Barahá[2]>
aquel que libró a Joná
del vientre de la ballena.
Aunque no tanto como ahora, ya se plagiaba. Antón de Montoro «El Ropero» acusa a Juan de Valladolid de robarle unas estrofas, que posteriormente le entregó a la Reina.
Noble Reina de Castilla,
pimpollo de noble vid:
esconded vuestra vajilla
de Juan de Valladolid.
Juan de Valladolid, responde a Montoro con un pellizco en el linaje. Lo que después se traduciría como «perro judío».
Hombre de poca familia,
de linaje de David.
Ropero de obra sencilla,
más no Roldán en la lid.
Más que antifeminismo, misoginia pura y dura. En los poetas catalanes y gallegos de la Edad Media, la misoginia es habitual y pertinaz.
Según Kenneth R. Scholberg, en su Antología de la poesía zahiriente del siglo XV, el odio a la mujer en la poesía castellana nace con el Cancionero de Baena. Así, de una dueña que no quiso colaborar con el ardor de un caballero salido, escribió Alfonso Alvarez de Villasandino:
Señora, pues que no puedo
abrevar el mi carajo
en ese vuestro lavajo
por domar el mi denuedo,
he perdido según cuedo[3]
mi afán y mi trabajo,
si tras el vuestro destajo
no vos arregazo el ruedo.
Señora hermosa y rica,
yo quería recalcar
en ese vuestro albañar
mi pija quier grande o chica.
Como el asno a la borrica
vos quería enamorar;
no vos ver, mas apalpar
yo deseo vuestra crica.
No se anda con rodeos Alvarez de Villasandino. Se enfada porque no puede domar «su denuedo» abrevando su carajo en el lavajo —coño— de ella, y le reconoce que su intención no va más allá de enamorarla como el asno a la borrica, que no tiene necesidad de mirar para palpar y gozar con la burra.
Demasiado directo, este Alvarez de Villasandino. Pedro Alvarez de Ayllón, en cambio, va más por la lírica y el enamoramiento. Confía en sus posibilidades y se lleva una decepción, cuando ella, nada rendida a sus encantos, le pide dinero a cambio del placer.
Con mi crecido cuidado
he sabido de vos cierto,
que os vence más un ducado
que el más lindo requebrado
que anda por serviros muerto.
Yo os pensaba de agradar
y andaba al revés la rueda;
yo os servía con suspirar,
con músicas y trovar,
vos queríaislo en moneda.
Y termina, mosqueado y rencoroso.
Y siendo vos de tal trato,
cuanto me congojo y mato
tanto es mayor menosprecio;
Y pues la cosa anda en precio
yo os espero a más barato.
Y Diego de San Pedro, autor de Cárcel de amor, un serial de la época, algo así como una telenovela del Medievo, es capaz de vengarse de la dama que le negó un simple beso.
Y si hay algún primor
para no tener ninguno,
y digo que algún gordor
el coño y el salvohonor
os ha hecho todo uno.
Así como el Duerantón
pierde el nombre entrando en Duero,
así, por esta razón
perdió el nombre el avispero
cuando entró en el coñarrón.
Finísimo él.
En el Medioevo, también sobresale el espíritu anticlerical en algunos poetas. La actitud cínica e inmoral de numerosos clérigos escandaliza a los juglares.
El anticlericalismo por aquel entonces era mucho más arriesgado que en la actualidad y seguramente igual de justificado. La joven le cuenta a su madre la gran devoción que siente por su amigo Fray Antón. Esta letrilla, ligera y divertida, aparece publicada en el Cancionero musical de los siglos XV y xvi, y Scholberg se la atribuye a un tal Alba:
No me le digáis mal
madre a Fray Antón;
no me le digáis mal
que le tengo en devoción.
Madre, yo no niego
que él burla conmigo,
y de aqueste juego
siempre le castigo.
Mil veces le digo:
«Padre, tentación».
No me le digáis mal
que le tengo en devoción.
Cuando estamos juntos
ambos de rodillas,
sácame por puntos
algunas cosquillas en el corazón.
No me le digáis mal
que le tengo en devoción.
Es fraile subido
de muy lindo talle,
que desde la calle
viene apercibido.
Arroja el vestido
y queda en jubón.
No me le digáis mal
que le tengo en devoción.
Cuando quiere entrar
viene muy honesto,
mesurado el gesto
por disimular.
Háceme turbar
su visitación.
No me le digáis mal
que le tengo en devoción.
Fray Antón era un pícaro que se tiraba a la joven, lo que no supone ninguna novedad, pues de siempre han tenido fama los clérigos de buenos fornicadores. Algunas veces, sus pretensiones fallaban. Lo canta el poeta a la manera de diálogo entre una dama y un abad.
El abad que a tal hora anda
¿Qué demanda?
—Demanda merced, señora,
y suplica el galardón
de que afloje su pasión
tan sólo por una hora.
Quéjase, porque empeora
su dicha[4] cuanto más anda.
¿Qué demanda?
—Lo que demandáis, señor,
no se os debe otorgar,
porque las cosas de amor
no son de vuestro manjar;
antes las debe olvidar
persona tan veneranda,
que demanda.
También la cursilería. La falsa apariencia. El mal gusto en el vestir. Se tenía a los portugueses adinerados por poco discretos. Siempre la austera Castilla imponiendo su severidad. De Antón de Montoro es la coplilla que se burla del dandy portugués de la época.
Decid amigo, ¿sois flor
u obra morisca de esparto,
lavanco[5] o ruiseñor,
gallo, martín pescador,
mariposa o lagarto?
Y Jorge Manrique, de quien se recela injustamente cuando se recuerda su rasgo satírico, escribe de una beata borracha que rezaba y se encomendaba a sus santos, cuyos nombres coincidían con denominaciones de vinos:
¡O Beata Madrigal,
ora pro nobis a Dios!
¡O Santa Villarreal,
señora, ruega por nos!
¡Santo Yepes, Santa Coca,
rogad por nos al Señor,
porque de vuestro dulzor
no fallezca la mi boca!
¡Santo Luque, yo te pido
que ruegues a Dios por mí;
y no pongas en olvido
de me dar vino de ti!
¡O tú, Baeza beata,
Úbeda santa, bendita,
este deseo que quita
del Torontés que me mata!
El siglo XVI es glorioso también en el epigrama. A los poetas se les ven mejor las segundas intenciones. Fácil lo pone el bachiller Francisco de la Torre.
Tú, Marica, hombre has de ser
según tu dominio informa,
que quien tiene tal poder
de ningún género o forma
es género de mujer.
A tu gobierno extendido
nada el marido replica;
el sexo va confundido.
Tú eres, Marica, el marido,
y tu marido, el marica.