Capítulo VIII

Ginebra, 24 de octubre de 1553

La ciudad de Ginebra era un hervidero de rumores, citas, conversaciones y contubernios. Acabado el juicio, el debate sobre qué debía hacerse con Servet era aquellos días el único tema de conversación de los ginebrinos. La mayoría, aun consciente de que Servet no había hecho daño alguno a nadie, se inclinaba por aplicarle un castigo ejemplar, para evitar con ello que los católicos acusaran a la ciudad de Ginebra de convertir sus instituciones en una guarida para herejes.

Los dos bandos principales en que estaba dividida la ciudad, el de los libertinos y el de los calvinistas, pugnaban desde hacía tiempo por alcanzar el dominio del concejo, y el caso de Servet se había convertido en un motivo más para el enfrentamiento.

Amadeo Perrin, síndico del Pequeño Consejo, Sebastián Castellio y el juez Filiberto Berthelier, principales cabecillas de los libertinos, habían fracasado en su intento de que el caso de Servet fuera llevado ante el Consejo de los Doscientos, donde sí disfrutaban de la mayoría, pero la habilidad de Calvino lo había impedido.

Aquella tarde se reunieron los principales dirigentes libertinos en casa de Amadeo Perrin; allí estaban el propio Perrin, su suegro Guillermo Favre, el juez Berthelier, Pedro Ameaux, Sebastián Castellio y el impresor Baltasar Arnoullet.

—Amigos, hemos fracasado. No hemos sabido jugar bien nuestras bazas, y además ese engreído y soberbio Servet se ha empeñado en suicidarse. —Era Guillermo Favre quien hablaba—. Derrotamos a Calvino hace cuatro años, pero ahora él va a resultar vencedor.

—Todavía no está perdido este caso; aún no se ha dictado sentencia —alegó Castellio.

—Lo está —terció Berthelier—. Calvino ha logrado convencer a los miembros del Pequeño Consejo de la culpabilidad de Servet, y la mayoría votará a favor de la condena a muerte de ese orgulloso y testarudo médico. Pero sobre todo ha conseguido que esta ciudad asuma que condenando a Servet se convierte en el ariete contra la herejía y contra los anticristianos, y que se muestra fuerte y segura de su autonomía. Calvino ha obrado con habilidad al presentar al reo no sólo como un hereje, sino, sobre todo, como el peor enemigo de Ginebra y la principal amenaza de destrucción para nuestro modelo de convivencia. Si hasta hace unos días lo veían como un hombre bueno, justo e inofensivo, Servet se muestra ahora a los ojos de los ginebrinos como un sedicioso que ha atacado violentamente a Ginebra a través de la agresión a su Iglesia y a sus pastores, a los que ha insultado sin piedad. Lo que ahora va a decidir el Pequeño Consejo no es sólo la condena de una doctrina herética y de su mentor, sino lo que se presenta como el mayor ataque a las instituciones y al gobierno de la ciudad con el fin de minar sus fundamentos morales y éticos. La táctica de Calvino fue ésa desde el principio, y no supimos verla. Ahora, ya es demasiado tarde. Nos ha vencido.

—¿Y qué pretendes que hagamos, rendirnos sin más? —demandó Ameaux, que se había mantenido al margen.

—Tú eres miembro del Pequeño Consejo, y como tal conoces bien lo que allí se cuece. ¿Qué nos aconsejas? —le preguntó Favre.

—Algunos consejeros están convencidos de que Servet quiere minar el orden en nuestra ciudad. Poco podemos hacer ahora. El problema ya no es religioso, sino político. La gente demanda un castigo ejemplar y quiere que se derrame sangre para lavar las manchas de la herejía y de la blasfemia. ¿Y quién mejor que un extranjero para calmar esa sed de sangre? Además, su actitud ante el tribunal ha sido muy perjudicial. Hay quien sospecha sobre su presencia en Ginebra. ¿Por qué vino Servet a esta ciudad si aquí residía su mayor enemigo? ¿Por qué huyó de una manera tan fácil de la cárcel de Vienne? Los agentes de Calvino han difundido el rumor de que ese hombre es en verdad un agente infiltrado de los franceses para someter a su gobierno a la ciudad de Ginebra, y deducen que lo hizo porque tramaba una conspiración para hacerse con el poder —comentó Berthelier.

—Eso es absurdo. Ha sido Calvino quien ha conducido a Servet a la muerte, con la propia colaboración del acusado, es cierto, aunque ahora pretende que la gente de esta ciudad crea que se trataba de una conspiración. E incluso anda diciendo que hay que ser caritativo con los condenados. Ese césar bufón —así definió Perrin a Juan Calvino— pretende aparecer ante los ginebrinos como un hombre piadoso y ejemplar, que no sólo salva del caos y de la conspiración a esta ciudad sino que además se muestra magnánimo con el acusado al solicitar para él una muerte no cruenta. Incluso nos ha hecho creer que se ha puesto enfermo… de pena.

—Servet ha sido considerado enemigo de Ginebra por los consejeros, y eso lo llevará irremediablemente a la muerte —asentó Ameaux—. De acuerdo con nuestras leyes, el tribunal no tiene otra opción que condenarlo.

Amadeo Perrin y Sebastián Castellio intentaron convencer a sus amigos para realizar un último esfuerzo en defensa del reo.

—No podemos rendirnos —dijo Castellio.

—Tú, Filiberto, has sido excomulgado por la Iglesia de Calvino, yo he sido perseguido, todos vosotros lo habéis sido y lo seguís siendo. ¿Qué pasará si Calvino triunfa de nuevo y toma las riendas del gobierno? ¿Adónde creéis que irán a parar nuestros huesos? —preguntó, sin obtener respuesta, Amadeo Perrin.

Los miembros del Pequeño Consejo celebraron varios encuentros en pequeños grupos los días 24 y 25 de octubre.

Amadeo Perrin y Sebastián Castellio trataron de convencer durante esos dos días a varios de los miembros del consejo para que el proceso se enviara al Consejo de los Doscientos para que se resolviera allí, pero fue en vano; los libertinos habían perdido aquella guerra.

Ginebra, 26 de octubre de 1553

Aquel jueves había amanecido lluvioso y el viento del norte rizaba las aguas del lago Leman que rielaban como ondas de hilos de plata.

Servet desayunó un poco de queso reseco y una sopa de pan y verduras. Su médico Juan de la Villa, al que le habían permitido una última visita, le recordó que aquél era el día fijado para la gran decisión.

—Hoy resolverán vuestro destino —le dijo—. Y por lo que he oído, no parece muy favorable. Me gustaría ofreceros noticias más halagüeñas, pero siento tener que ser sincero.

—Estoy preparado para lo que me vaya a ocurrir —se limitó a comentar Servet.

No era así. El médico aragonés quería mostrar una inalterable firmeza, y dar la sensación de que no podrían torcer su ánimo, pero su espíritu hacía días que se había quebrado y su corazón sólo albergaba desesperanza y desasosiego.

—La ciudad de Ginebra se encuentra en una situación muy convulsa. Los ginebrinos desean la absoluta independencia del Imperio alemán y la plena autonomía de su Iglesia, y calvinistas y libertinos pugnan desde hace más de un decenio por hacerse con el poder de un modo definitivo. Ambos creen que la herejía pone en peligro sus intereses y consideran que debe ser erradicada sin piedad ni misericordia —le comentó Juan de la Villa.

—La Iglesia de Roma sigue anclada en el gran engaño fijado en el credo de Nicea, manteniendo toda esa sarta de mentiras sobre la Trinidad, la deidad de Cristo y la identidad del Espíritu Santo, y su única respuesta a los que cuestionan esas falsedades es la quema en la hoguera.

—Pero ahora estáis en manos de reformadores, no de católicos.

—¿Y qué diferencia existe entre ellos? Ambos se comportan con la misma saña ante los que disienten de sus dogmas.

—La Reforma surgió para corregir los errores seculares de la Iglesia de Roma y para devolver al cristianismo su limpieza original y el mensaje evangélico de Jesús —dijo De la Villa.

—Pero sus intenciones fundacionales se han torcido, y ahora ya no sirve para nada, pues la mayoría de los reformadores ha caído en los mismos vicios que pretendía erradicar. Tanto para papistas como para reformadores, sólo existe una verdad religiosa, la suya, y ambos combaten, con la muerte del opositor si es preciso, cualquier disidencia. No existe lugar en este mundo para la libre conciencia. Los católicos ya quemaron mi efigie meses atrás, y ahora pretenden hacerlo con mi cuerpo los reformadores. ¿Qué los diferencia?

—Juan Calvino está pugnando para que vuestra muerte se produzca mediante decapitación con espada, que siempre es más honrosa y provoca menores sufrimientos. Incluso ha enviado varias notas a sus más fieles partidarios en las que les dice que influyan cuanto puedan para que la sentencia de muerte se ejecute mediante decapitación.

—No lo hace por misericordia, sino porque pretende que mi muerte no se produzca por el mismo procedimiento que utilizaron los papistas en efigie en Vienne. Calvino no desea que mi doble ejecución se lleve a cabo de la misma manera. No quiere que lo identifiquen con la Inquisición romana. Además, he sabido que cuando él revisó las leyes de Ginebra, insistió en que los culpables de herejía fueran ejecutados mediante la hoguera. Si ahora ha cambiado de opinión, es porque le conviene aparecer como un hombre caritativo a los ojos de sus fieles seguidores.

A la vez que conversaban Juan de la Villa y Miguel Servet, los miembros del Pequeño Consejo se reunían para emitir sentencia. Calvino permaneció recluido en su casa. Había alegado una enfermedad para no asistir a la sesión donde el tribunal iba a votar la culpabilidad de Servet y se había encerrado en ella en los últimos tres días. A los escasos colaboradores que permitía que lo visitaran les decía que su conciencia estaba tranquila y que Servet merecía la muerte, pero insistía en que era preferible hacerlo mediante decapitación, para evitar así sufrimientos innecesarios al reo, «como dicta la misericordia que debe ejercer todo buen cristiano», añadía.

El reformador se mostraba sereno. El que los principales pastores de las iglesias reformadas, hombres tan prestigiosos como Beza, Melanchthon, Bucer, Farel o Bullinger se mostraran conformes con la condena de Servet, y que le hubieran señalado en privado que no se oponían a la pena de muerte, lo reconfortaba y le hacía sentirse seguro de que se estaba obrando en justicia.

No obstante, Calvino no cesaba de justificarse, y para ello alegaba que no tenía la menor influencia en el consejo de la ciudad de Ginebra, y señalaba que los magistrados de la ciudad solían hacer lo contrario de lo que él proponía.

Los miembros del Pequeño Consejo apenas deliberaron una hora. El fiscal Claudio Rigot presentó su propuesta de pena de muerte mediante la quema en la hoguera. En una breve intervención se limitó a citar que la muerte de los herejes estaba contemplada en el libro del Levítico en el Antiguo Testamento, en el Código del emperador Justiniano de Bizancio, en la Suma Teológica de santo Tomás de Aquino y en las propias leyes vigentes en la ciudad de Ginebra, que imponían la pena capital a quien negara un dogma fundamental del cristianismo como era el de la Trinidad.

Tras una rápida votación, el tribunal aprobó por unanimidad que Miguel Servet era culpable de todos los delitos que se le habían imputado, y sentenció que fuera condenado a ser quemado vivo en el plazo de tiempo más breve posible.

Sebastián Castellio, uno de los más activos miembros del partido libertino, tras la votación que condenaba a muerte a Servet, comentó a la salida del consejo, gritando hacia los magistrados:

—¡Podéis alegar que lo que pretendéis es erradicar la herejía, pero matar a un hombre no es acabar con una idea, es tan sólo matar a un hombre!

A mediodía la noticia se había extendido por toda la ciudad. Los magistrados libertinos, que habían intentado salvar a Servet durante todo el juicio, acabaron acatando la sentencia e incluso justificándola y votando a favor de la ejecución, pues el que la propuesta de Calvino de que la hoguera fuera sustituida por la espada resultara rechazada por el tribunal, lo presentaron como una derrota del reformador.

Ajeno a lo que acababa de ocurrir, Servet se despidió de Juan de la Villa.

Nada más salir de la prisión, un oficial del concejo le informó de la sentencia emitida contra Servet. Juan de la Villa sintió una terrible pulsión en su cabeza y le sobrevinieron unas irresistibles arcadas que le revolvieron el estómago. Se retiró a una calleja secundaria y vomitó al lado de un portal.

En cuanto se repuso de la noticia, tomó aire, y recuperó la calma y regresó a la prisión para intentar confortar a su amigo. Con la excusa de que había olvidado sus guantes en la celda les pidió a los carceleros que le dejaran entrar, pero se lo impidieron. Lo intentó, pero el jefe de la guardia le dijo que sólo tenía permiso para visitar al reo una vez a la semana, y ya había cumplido el turno.

Pedro Tissot encabezaba el grupo de guardias que mediada la tarde se presentó en la prisión con la orden firmada por el presidente del tribunal para trasladar a Servet a la sala de deliberaciones del Pequeño Consejo.

Escoltado por los alguaciles, Servet atravesó el claustro de la iglesia de San Pedro y entró en la sala baja, donde ya se encontraban los miembros del Pequeño Consejo, todos ellos con rostros circunspectos y semblantes muy serios.

El presidente del tribunal se levantó con toda la solemnidad que fue capaz de expresar, carraspeó, tomó unos folios y leyó la resolución adoptada esa misma mañana:

—«Sentencia dictada por los magistrados del Pequeño Consejo de la ciudad de Ginebra, a requerimiento del síndico Claudio Rigot, que ha actuado como fiscal, y de los señores magistrados de las causas criminales de este tribunal, contra Miguel Servet, natural de Villanueva, en el reino de Aragón, en las Españas.

»”El acusado es considerado culpable de herejía por haber escrito varios libros en los que niega la existencia de la Trinidad, a la que denomina monstruo de tres cabezas; el último fue impreso hace unos meses en Vienne del Delfinado. En dichos libros se muestra contrario a las Escrituras, al afirmar que Cristo fue creado de la misma sustancia que Dios, negando su eternidad y su naturaleza divina.

»”Es culpable por decir que el bautismo de los niños constituye un acto de brujería.

»”Es culpable de pervertir a los pobres ignorantes con sus falsas doctrinas en las que de manera escandalosa insulta a Dios, a Su Hijo Jesucristo y al Espíritu Santo.

»”Es culpable de escribir en su diabólica obra Restitución del cristianismo herejías y blasfemias con las cuales pretende convencer y seducir a los incautos de sus errores y de sus maldades para atraerlos a la senda de la perversión y el paganismo.

»”Dicho Miguel Servet ya fue condenado por los papistas y quemado en efigie en la ciudad de Vienne, al lado de cinco fardos de sus maléficas obras.

»”Por todo lo cual, nosotros, síndicos y jueces de las causas criminales de la ciudad de Ginebra, tras haber presenciado todo el proceso contra ti, Miguel Servet, y escuchado tus intervenciones y leídas todas tus alegaciones, juzgamos que has divulgado durante largo tiempo unas doctrinas falsas y heréticas, y que has pronunciado blasfemias que has escrito y difundido en libros, horadando los cimientos de la verdadera religión cristiana, procurando emponzoñar a los fieles, confundir sus almas y crear un cisma en la verdadera Iglesia de Dios.

»”Consideramos que tu comportamiento merece un castigo corporal, y que este tribunal debe promulgar una sentencia que haga justicia y erradique tanto mal como has sembrado.

»”En consecuencia, te condenamos a ser atado y conducido al término de Champel, donde, amarrado a una estaca, serás quemado junto al libro que escribiste, hasta quedar reducido a cenizas. Y que quedes convertido en ejemplo para escarmiento de quienes pretendan cometer tus mismos delitos.

»”Esta sentencia será ejecutada inmediatamente.»

Servet, aunque se había preparado para escuchar lo peor, se derrumbó. Pese a todo cuanto había oído, en el fondo de su corazón todavía albergaba una lucecita de esperanza y confiaba en que la sentencia fuera absolutoria o, en el peor de los casos que se limitara a enviarlo al destierro. Porque, por mucho que se intente superar la conmoción, nadie es capaz de mostrarse inmune ante el anuncio de su propia condena a muerte.

El aragonés se estremeció de pánico, tembló de pavor, gimió como un animal herido, se tapó el rostro con las manos, jadeó angustiado y convulso, se desencajaron sus mandíbulas, babeó como un idiota, cayó de rodillas, se tiró de los cabellos y aulló como un lobo acosado y malherido. Con los ojos fijos en el suelo, se convulsionó como un poseso, se agitó desesperado, lanzó un aterrador alarido y comenzó a chillar preso de miedo, de ira y de rabia.

—¡Misericordia! ¡Misericordia! —exclamó una y otra vez en su materna lengua castellana—. ¡Degolladme, cortadme el cuello con el hacha, pero, por el amor de Dios, no me queméis! ¡Si he cometido algún delito lo he hecho por ignorancia que no por maldad! ¡Misericordia!

Sus bramidos fueron disminuyendo de intensidad hasta que se ahogaron lentamente en el metálico silencio que mantuvieron todos los presentes en la sala del Pequeño Consejo, en cuyo centro quedó arrumbado y desmadejado, como una marioneta rota, el cuerpo de Miguel Servet.

Ginebra, 27 de octubre de 1553

Pero cuando lo devolvieron a su celda, se calmó y recobró el dominio de sí mismo. Rehusó cenar un mísero plato de potaje y se puso a rezar, aunque estaba seguro de que Dios no lo escuchaba.

El carcelero abrió la puerta de la celda y le anunció que afuera esperaba Juan Calvino con dos de sus consejeros. Servet estaba en silencio; había pasado la noche orando y pidiendo a Dios misericordia. Servet no se sorprendió y le indicó al carcelero que lo hiciera pasar, pero sólo al reformador.

En la semipenumbra de la celda los dos enemigos cruzaron sus miradas. La de Servet no reflejaba odio, sino una mezcla de incredulidad y sorpresa, en tanto la de Calvino era fría y distante, como si en vez de estar en presencia de un condenado a muerte asistiera a la más cotidiana y habitual de las ceremonias. Ambos se sorprendieron por la actitud y los gestos del otro; ninguno de los dos esperaba de su ponente semejante comportamiento.

—La pena de muerte está dispuesta por Dios y justificada por su ley —le dijo Calvino de sopetón nada más entrar en la celda—. Nosotros, Sus ministros, lo único que hacemos es ejecutarla en Su nombre.

—Lo sé. Yo mismo la pedí para vos al tribunal, sin éxito, por cierto —le respondió Servet.

—¿Qué deseáis de mí? —le preguntó Calvino.

—Una sola cosa: que me perdonéis si en algo os he ofendido.

—Pongo a Dios por testigo de que no os guardo ningún rencor y de que no me ha guiado ninguna enemistad personal hacia vos. Si encabecé esta acusación, lo hice por erradicar vuestros errores heréticos. Yo siempre me dirigí a vos como demandan las buenas prácticas, pero vos respondisteis con insultos e injurias hacia mi persona. Es a Dios a quien debéis pedir perdón, porque a Él es a quien habéis ofendido gravemente.

—¿Estáis seguro de ello?

—Por supuesto. Vos habéis tratado de razonar hasta el último de Sus misterios, pero Dios es inexplicable. Os habéis preguntado dónde está Dios, y os habéis respondido que Su Sustancia lo impregna todo. Os habéis preguntado que Quién es, y habéis colegido que es el único Ser eterno, olvidando a Jesucristo y al Espíritu Santo. Incluso os habéis atrevido a explicar cómo interviene Dios en este mundo. ¡Tozudo español! ¿Acaso jamás os retractaréis de vuestra herejía?

—¿Retractarme? ¿De qué? ¿De defender la libertad de conciencia y de expresar mis ideas conforme a mi sentido de la verdad? ¿De procurar el ecumenismo entre todos los hombres, todas las doctrinas y todas las creencias religiosas? ¿De luchar porque la tolerancia se imponga en este mundo de fanáticos irracionales como vos o como el papa? ¿De pensar libremente? ¿De buscar la verdad? ¿De todo eso pretendéis que me arrepienta?

—Quiero que os retractéis de vuestra rebeldía, de vuestra insolencia, de vuestro sentido crítico ante cualquier cosa, de que cuestionéis todos nuestros principios, de que mantengáis ese talante indómito, de vuestra soberbia intelectual, de vuestra ingenuidad, de vuestra osadía personal, de vuestra temeridad…

—Me pedís que renuncie a ser yo mismo, que deje a un lado todo cuanto me ha guiado en este mundo. Me pedís que renuncie a la libertad, al aire que respiro, al soplo que me da la vida…

—Por no hacerlo a tiempo, ahora vais a perderla.

—Si hiciera cuanto me pedís, moriría en vida. No, no me arrepiento de haber vivido como lo he hecho, no me arrepiento de la libertad de pensamiento en la que me he expresado, no me arrepiento de nada. Si por ello he de morir, adelante, lo prefiero así.

—Quiero que sepáis que he intentado que os ejecutaran mediante la espada; es mucho más rápido y ahorra sufrimiento, pero esos inútiles jueces del Pequeño Consejo han rechazado mi petición. Creen que así mantienen su poder al margen de mi influencia.

—Os lo agradezco; yo también he solicitado la decapitación, pero sí, se empeñan en que muera entre las brasas, como vos impusisteis en su día que fueran ejecutados los herejes —dijo Servet, a quien Calvino le seguía pareciendo un hombre pusilánime, incluso algo tímido, pero intolerante y dogmático.

—Lo hice para que constituyera un ejemplo y persuadiera a quien pretendiera seguir los pasos de la herejía.

—En ese caso, sed consecuente con ello y dejad que mi cuerpo arda en la hoguera.

Los dos hombres estaban de pie, uno frente a otro, con la celda apenas iluminada por la pequeña lámpara que había dejado el carcelero. Unos golpes sonaron en la puerta y el guardián entró.

—Señores, la guardia está esperando. Vuestra conversación debe acabar enseguida —les anunció el carcelero.

—Antes de marcharme quisiera preguntaros una última cosa —dijo Calvino—. ¿Fuisteis vos quien me enviasteis el libro?

—Sí. Le pedí al librero Juan Frellon que uno de sus agentes en la zona os hiciera llegar un ejemplar —respondió Servet.

—Siempre os pudo vuestra soberbia. Ése fue otro error de los muchos que habéis cometido.

—Hubiera llegado a vuestras manos de cualquier modo.

Juan Calvino se giró y dio tres pasos hacia la puerta. De pronto, se detuvo y se volvió hacia Servet.

—Todavía confío en que os retractéis al pie del cadalso. A mi llamada, Guillermo Farel ha acudido hoy mismo a Ginebra desde Neufchâtel; le he pedido que os reconforte en vuestro camino a la hoguera. Yo me quedaré en casa rezando; no deseo veros morir —le dijo.

Pero Miguel Servet ya no lo escuchó; sus pensamientos vagaban lejos, muy lejos.

Media hora más tarde un par de jóvenes, equipados con casacas con los colores y emblemas de Ginebra, entraron en la celda. Portaban un paquete del cual sacaron unos ropajes.

—Señor, debéis poneros estas ropas —le dijo uno de ellos.

Servet desplegó el hatillo; contenía un amplio y ridículo jubón largo de color amarillo, una cuerda de cáñamo y un sombrero también amarillo.

—El uniforme de los condenados, imagino —comentó Servet.

—Así es, señor. Debéis llevarlo en vuestra ejecución. Es la ley.

Servet se deshizo de su ropa y se vistió con el jubón amarillo. Imaginó que el sastre le colocaría su traje a algún otro acusado.

—Vamos —dijo a los dos jóvenes.

—El gorro también, señor —le indicaron.

—¿Y este cíngulo de cáñamo?

—No es un cinturón; es la cuerda para amarraros. Debemos hacerlo. Tenéis que salir de aquí con las manos atadas. Es lo que nos han ordenado.

—¿Dónde será mi ejecución?

—En el llano de Champel, en la cima de una pequeña colina. Es un lugar alejado de la ciudad, como a una hora de camino hacia el sur, sobre un promontorio de un meandro del río L’Arve desde el que se divisa casi todo el lago Leman.

La primera claridad del día comenzaba a rayar sobre el horizonte oriental. En la puerta de la prisión esperaba un pelotón de doce soldados, todos ellos armados con arcabuces o ballestas, presididos por un heraldo que portaba el estandarte del obispado de Ginebra.

A una orden del portaestandarte, la comitiva, con Servet en el centro, se puso en marcha camino de la casa del concejo. Conforme avanzaban por la calle y la luz matutina se iba imponiendo a las sombras, los curiosos comenzaban a salir de sus casas y se sumaban a aquel macabro desfile cuyo paso lo marcaba el redoble de dos timbales.

Al llegar ante la puerta de la casa del concejo, la comitiva se detuvo. Allí aguardaban los jueces, síndicos y consejeros de la ciudad. Todo el mundo echó en falta a Calvino, que se había recluido en su casa. El reformador, convencido de que había que defender las creencias a la fuerza, el mismo que se había declarado defensor de los pobres y protector de los fugitivos, tenía miedo. Allí estaba en su nombre Guillermo Farel, ya anciano, pastor de Neufchâtel y su más cercano colaborador.

Junto al pórtico de la casa del concejo se había instalado un catafalco de madera donde varios cirios ardían como si se tratara de una fiesta de Pascua, y unos bancos donde se sentaban los más ancianos miembros del Consejo de los Doscientos.

Sonó una corneta, se detuvo el sonido de los tambores y se hizo un espeso silencio.

El pregonero de la ciudad tomó la palabra, desplegó un papel y proclamó de nuevo la sentencia contra Servet.

—Por orden de justicia, el tribunal del Pequeño Consejo de la República de Ginebra condena al reo Miguel Servet, alias Revés, a ser quemado vivo en el llano de Champel, por causa de los numerosos delitos que ha cometido.

Sonó de nuevo la trompeta y redoblaron los tambores.

El médico aragonés se arrodilló ante los Doscientos.

—¡Pido perdón, señores, pido perdón humildemente y os suplico que me perdonéis la vida!

Entonces se adelantó Guillermo Farel, a quien acompañaba Nicolás de la Fontaine, el cocinero de Calvino y primer acusador de Servet, y con voz firme le dijo:

—Miguel Servet: habéis sido condenado a la hoguera por haber resultado culpable de herejía y blasfemia. En el nombre de Dios, yo os pido que os retractéis de cuantos errores habéis afirmado sobre la Santísima Trinidad y sobre el Hijo de Dios.

—Soy inocente; lleváis a la muerte a un hombre inocente. Imploro vuestra misericordia como cristianos —se limitó a decir Servet.

—Es inútil; terco cabezota… —bisbisó Farel.

Tras un buen rato de espera, se formó una estrambótica comitiva. Allí estaban los representantes de las corporaciones de oficios de Ginebra: los sastres, los zapateros, los panaderos, los carniceros, los curtidores, los herreros, los carpinteros… Cada gremio con su estandarte y sus emblemas, ordenados como si se tratara de una solemne procesión en la más notable de las fiestas.

Más atrás formaba la guardia de arcabuceros y ballesteros, custodiando a Servet, maniatado y con sus ridículos vestido y sombrero amarillos; y después los oficiales, síndicos, magistrados y consejeros de la ciudad, con sus togas y uniformes, los más notables a caballo armados con lanzas y espadas tras un caballero que portaba el pendón de la ciudad; cerraba la comitiva una banda de timbaleros y pífanos y por fin una cada vez mayor aglomeración de hombres y niños de toda condición, y muy pocas mujeres.

Desde el pórtico del edificio concejil se dirigieron hacia la puerta de San Antonio por la calle de Caldereros. Casi todas las puertas de las tiendas y talleres estaban cerradas, pero desde las ventanas, algunas adornadas con paños y banderolas, se asomaban muchas mujeres, cuyos maridos no habían permitido que bajaran a la calle. Nadie quería perderse aquel viernes la ejecución del que ya era conocido como «el mayor hereje de todos los tiempos».

Camino de la hoguera, toda su vida pasó por su cabeza como si hubiera transcurrido en un solo instante: su infancia en Villanueva, su etapa de formación, los años junto a Juan de Quintana, sus estudios en París, Toulouse y Montpelier, sus años como médico en Charlieu y Vienne, su huida a través de las montañas, sus últimos dos meses en la cárcel de Ginebra; algunos episodios le parecían un lejano sueño y otros se conservaban tan vivos en su memoria como si acabaran de suceder.

Durante la marcha, varios ministros de la Iglesia de Ginebra intentaban convencer a Servet para que se arrepintiera, renegara de sus libros y de sus doctrinas y acatara los dogmas cristianos. Le insistían una y otra vez para que depusiera su actitud a fin de salvar al menos su alma, ya que su cuerpo estaba condenado irremediablemente a la muerte.

—¡Sólo el arrepentimiento os puede librar de la condena eterna en el infierno! —le decía uno.

—¡Arrepentíos, renunciad al demonio y tal vez el Buen Dios se apiade de vos y os permita entrar en su reino! —exclamaba otro.

—¡Entregad vuestra alma al Señor! —gritaba un tercero.

Pero Servet no respondía a ninguno de ellos. Caminaba entre los guardias, con la mirada perdida en el horizonte, rodeado de varios cientos de personas que formaban la fúnebre comitiva. Unas se mostraban curiosas, expectantes ante lo que iba a suceder poco después; otras cruzaban apuestas sobre cuánto tiempo tardaría en morir entre las llamas; varias se persignaban, rezaban oraciones y se lamentaban por el suplicio que estaba pasando aquel hombre; las más caminaban en silencio a la espera de presenciar la muerte de un hereje.

Al coronar la suave cuesta por la que se accedía a lo más alto de la colina Champel, Guillermo Farel se acercó de nuevo a Servet, quien al contemplar la pira de leña y el palo al que iba a ser atado comenzó a exclamar:

—¡Dios mío!, ¡Dios mío!

—¿Por qué sólo está Dios en vuestras plegarias? —le preguntó el pastor de Neufchâtel.

Servet miró sombrío a Farel. El principal colaborador de Calvino estaba cansado; demasiada caminata para un anciano como él.

—¡Salva mi alma, Jesús! —exclamó Servet.

—Arrepentíos, confesad vuestros crímenes y Dios, en Su infinita misericordia, se apiadará de vos y os perdonará —insistió Guillermo Farel.

—No he cometido crimen alguno y no merezco la muerte. Sé que Dios se apiadará de mí, y también de mis asesinos. A Él encomiendo mi alma; al Dios único y verdadero, al que nos revelan las Sagradas Escrituras.

Era mediodía cuando la nutrida comitiva coronó la colina de Champel, en el campo denominado del Verdugo, donde se abría un amplio llano. Desde el altozano podía contemplarse la ribera del lago Leman, sus idílicas orillas, las montañas recién nevadas del Jura a lo lejos, los campos y prados que verdeaban bajo un cielo gris plomizo y el serpenteante curso del Ródano surgiendo de las aguas del lago para iniciar su largo recorrido hasta el cálido mar al sur. El paisaje era hermoso. Servet lo contempló mientras caminaba hacia la muerte y recordó su tierra, aquellas estepas polvorientas asoladas por el calor del estío o congeladas por el hielo del invierno, y el constante cierzo del noroeste que arrastraba polvo o tormentas. ¿Habría alguien en su pueblo natal que todavía lo recordase? ¿Quedaría memoria de él cuando ardiera en la pira y sus cenizas y las de sus libros resultaran esparcidas al viento?

En lo más alto de la colina amesetada alguien había clavado firmemente en el suelo una gruesa estaca de la altura de dos hombres. A su alrededor se agrupaban varios haces de leña, algunos tan verdes que todavía conservaban algunas hojas que el otoño no había logrado marchitar.

Guillermo Farel se dirigió a Servet por última vez.

—¿Queréis expresar una última voluntad? ¿Tenéis esposa, hijos, alguna otra familia? ¿Deseáis hacerles llegar vuestras últimas palabras? Si es así, yo me encargaré de que se cumpla vuestro postrer deseo, es mi deber como cristiano; y que Dios se apiade de vos.

Servet estaba agotado. Llevaba veinticuatro horas sin dormir, apenas había comido o bebido y la caminata maniatado había acentuado su fatiga, ya muy grande tras tantos días en prisión y tras tantas penurias y estrecheces como había soportado en los últimos dos meses y medio.

—No —fue lo único que dijo Servet mirando con desdén a Farel.

—Arrepentíos. Si lo hacéis, pediré al verdugo que os estrangule antes de quemaros, y no sufriréis una terrible agonía.

—No —reiteró Servet.

—En ese caso, vos mismo habéis sellado vuestro destino. —El pastor calvinista se giró entonces hacia la multitud—. Satanás está al acecho permanente de nuestras almas. Fijaos en este desgraciado: era un hombre letrado, incluso de notable inteligencia, la cual le fue dotada por Dios. Podía haber hecho grandes obras, pero eligió sumirse en el error y dejarse atrapar por el demonio. Aprended de su experiencia y manteneos, pues, muy atentos, porque os puede suceder lo mismo en cualquier momento. El Maligno siempre está al acecho de vuestras almas y cuando consigue atraparlas no las suelta jamás.

—Cristo sólo fue un hombre; Él sufrió su propio martirio; que Él me ayude a soportar el mío —musitó Servet.

Dos guardias se acercaron hacia el condenado y entonces éste se lanzó al suelo, hundiendo en él su rostro. Los guardias lo incorporaron, pero el médico aragonés se puso de rodillas y gritó con toda desesperación y ante el asombro de los asistentes:

—¡Rogad a Dios por mí!

El verdugo, un hombre grande como un buey, lo cogió por los brazos y lo izó en volandas.

Ayudado por dos guardias lo llevó casi a rastras hasta la picota y lo amarró al poste con una cuerda y una cadena de hierro, para que cuando también ardieran esas cuerdas no pudiera soltarse, si todavía se mantenía vivo. Varios oficiales se acercaron cargados con varios fajos de libros; contenían todos los ejemplares que se habían podido requisar de las obras de Miguel Servet. Ayudándose de cuerdas, colgaron algunos fardos de libros de su cintura y el resto lo depositaron a sus pies.

Farel se acercó a la pira, levantó un ejemplar de Restitución del cristianismo, lo mostró a la vista de todos los asistentes a la ejecución y lo arrimó junto a Servet.

El verdugo sacó de uno de sus bolsillos un trapo y un cordel. Era habitual, cuando el reo resultaba condenado a ser quemado vivo, colocarle el trapo dentro de la boca para que no pudiera gritar blasfemias ni maldiciones mientras ardía, pero Servet se negó a que le taparan la boca. Farel le indicó que no lo hiciera.

—Chillará como un poseso y nos maldecirá a todos —comentó el ejecutor.

—No lo hará; su orgullo es mayor que su miedo —sentenció Farel.

—Como dispongáis. —El verdugo se encogió de hombros.

Uno a uno los guardias que lo custodiaban se fueron apartando hasta colocarse a una distancia de unos diez pasos del círculo de haces de leña, en cuyo interior sólo quedó Miguel Servet. Entonces el verdugo se acercó de nuevo hacia él. En sus manos llevaba una corona de paja y ramas embadurnada en azufre, trementina y alquitrán, que Nicolás de la Fontaine le acababa de entregar. Con la parsimonia que sólo los verdugos saben utilizar en cada una de sus acciones, le quitó el gorro amarillo y le colocó la corona de paja sobre la cabeza.

Se retiró unos instantes pero regresó enseguida, ahora con una tea encendida en su mano derecha. Entre los haces de leña se habían colocado unos montones de hojarasca para que prendieran con mayor facilidad. El verdugo aplicó la llama en varios puntos del círculo de leña y enseguida comenzó a prender la pira, de la que ascendía un denso humo blanquecino.

Varios miembros del partido de los libertinos se habían mantenido en un segundo plano en la comitiva. Entre ellos, Sebastián Castellio y Amadeo Perrin contemplaban la ejecución a lomos de sus caballos. Al observar la humareda blanquecina que desprendían los primeros haces de leña, Castellio exclamó:

—¡Los perros de Calvino han aprendido muy bien las enseñanzas de su amo!

—Han colocado los libros de Servet en la pira —comentó Perrin.

—Sí; a Calvino le gusta que sean los autores de las obras que él rechaza quienes quemen los ejemplares de sus libros con sus propias manos. A eso los obligaba cuando se hizo con el poder en esta ciudad —dijo Castellio.

—¡Grandísimos hijos de puta! —clamó de pronto Perrin—. Han levantado la pira con leña verde, recién cortada, y la colocaron ayer para que el rocío de esta mañana la humedeciera todavía más. Mirad qué despacio arde. Pretenden que la agonía de ese hombre se prolongue un buen rato para que sufra mucho más. —En ese momento se levantó un fuerte viento del oeste que alejó las llamas del cuerpo de Servet, pero no el calor que desprendían—. Si no cambia el viento, el suplicio de ese hombre durará horas. Se soasará lentamente, en medio de una cruel tortura.

—¿Qué podemos hacer? —se preguntó Castellio.

—Nada. La sentencia a muerte es firme e inapelable; si ponemos en marcha cualquier movimiento para impedir su cumplimiento, correremos la misma suerte que ese desgraciado —dijo Perrin.

—No me refiero a liberarlo, sino a acelerar su muerte para mitigar su sufrimiento. Eso es propio de buenos cristianos.

La leña verde y húmeda tardaba en prender; un fuerte viento surgió del norte y apagó las llamas. El verdugo tuvo que volver a encenderlas, avivándolas con hojas secas.

En el centro de la pira Miguel Servet comenzó a sentir el calor a sus pies y el humo en sus pulmones. Sintió cómo la muerte se acercaba inexorable y gritó:

—¡Pobre de mí!

Su rostro reflejaba el pánico que sentía y el miedo que embargaba sus entrañas.

—No podemos dejar que ese hombre sufra de ese modo; tenemos que hacer algo —comentó Castellio.

—Los guardias impedirán cualquier acción —dijo Perrin—. Tienen orden del tribunal para detener a cualquiera que se acerque a la pira. No podemos interferir en la ejecución.

Los haces de leña verde y húmeda ardían muy despacio, el suplicio de Servet se prolongaba y sus gritos eran cada vez más aterradores.

—Me robasteis doscientas treinta coronas de oro, mis joyas y mi collar. ¿Acaso no era suficiente dinero como para comprar leña seca para mi ejecución?

La multitud que presenciaba aquella muerte permanecía en silencio ante los desgarradores gritos de Servet. El condenado hereje se agitaba en el poste, atado con la cadena de hierro, entre las llamas y el humo.

—¡No podemos consentir esta infamia! —exclamó Castellio, que saltó de su caballo y entregó las riendas a Perrin.

—¿Qué vas a hacer? —le preguntó.

—Acelerar la muerte de ese hombre.

Castellio se acercó a la pira y al llegar al círculo de guardias dos de ellos le cerraron el paso amenazándolo con sus ballestas. El caudillo de los libertinos los miró fijamente. De sus ojos emanaba una serena muestra de autoridad y los guardias dudaron un instante, y luego se apartaron.

Servet seguía chillando:

—¡Dejad que muera rápido! ¡Evitad esta lenta agonía! ¡Acabad ya con esto! ¡Os lo suplico, en nombre de Dios, os lo suplico!

Castellio miró a su alrededor y vio un haz de leña seca; lo cogió y lo arrojó con fuerza al lado de Servet. En ese momento decenas de personas se acercaron hacia la pira; los guardias se inquietaron e hicieron ademán de interponerse entre la gente y la hoguera, pero su jefe, el lugarteniente Pedro Tissot, les hizo una señal y los guardias cedieron y se abrieron a un lado. Cada una de aquellas personas, conmovidas por el sufrimiento de Servet y por sus gritos de dolor y de ira, cogieron la leña más seca que encontraron y la arrojaron al centro de la pira, para que las llamas prendieran en ella y acabaran cuanto antes con la vida del médico hereje.

—¡Vamos, vamos —les indicó Castellio—, arrojad leña seca junto a ese desdichado!

La acumulación de haces de leña seca junto a Servet aceleró la combustión. Las llamas se hicieron más grandes y alcanzaron de lleno al condenado, que comenzó a arder junto a sus libros.

—¡Dios eterno, recibe mi alma! ¡Jesucristo, Hijo de Dios eterno, compadécete de mí! ¡Compasión, compasión!

Aquéllas fueron las últimas palabras de Servet que pudieron entenderse de entre las llamas, que acabaron por ahogar sus lacerantes alaridos de dolor.

—¡Engreído cabezota! Hasta el último momento de su vida ha tenido que ensalzar su herejía; ahora seguirá ardiendo eternamente en las llamas del infierno —dijo Guillermo Farel.

—¿Por qué decís eso? —le preguntó Amadeo Perrin, que en ese instante pasaba a su lado y pudo escuchar el comentario del calvinista.

—Ya lo habéis oído. Para ese hereje del demonio sólo Dios es eterno, pero no Su Hijo Jesucristo. Y así lo ha sostenido hasta su muerte. Ese hereje tozudo se hubiera salvado si en el tribunal que lo juzgó hubiera admitido que Jesús era el Hijo eterno de Dios, y no el Hijo del eterno Dios. Pero no, tuvo que mantener su postura hasta el fin, el muy estúpido.

—Sólo han matado a un hombre; las ideas no se pueden quemar —comentó Castellio.

Farel se arrodilló y comenzó a rezar una plegaria mientras el cuerpo de Miguel Servet ardía como una tea en medio de la hoguera.

Olía a carne quemada y no pocos tuvieron que taparse las narices o buscar hierbas aromáticas para mitigar el hedor; algunos vomitaron.

Pasó más de una hora en la que sólo se escuchó el crepitar de la leña verde al arder y el sonido de algunas ráfagas de viento silbando entre las ramas de los árboles.

Mientras duraron las llamas, nadie se movió de la colina de Champel.

El fuego rojo y amarillo dio paso a un humo denso y blanquecino que ascendía hacia el cielo como una etérea columna espirada.

Sólo entonces decenas de ginebrinos comenzaron a retirarse de regreso a la ciudad.

La multitud se fue disgregando; algunos comenzaron a rezar, otros se lamentaron, los más caminaron arrastrando los pies, como almas en pena.

Transcurrió otra media hora y el humo dio paso a las brasas.

Del cuerpo y de los libros de Miguel Servet sólo quedaron cenizas grises y negras.

Dos horas después, apenas se contaba medio centenar de personas cerca de los rescoldos de la hoguera.

Y el viento siguió soplando.

Y las brasas se apagaron.

Y las cenizas se perdieron en el aire.