Ginebra, 19 de octubre de 1553
Uno a uno los informes de las iglesias hermanas reformadas de Suiza fueron llegando traídos por un mensajero especial enviado con ese propósito por el gobierno de Ginebra. Aquella mañana Calvino se presentó ante el Pequeño Consejo, convocado para hacer públicas las respuestas de los pastores de cada una de las cuatro iglesias consultadas.
El presidente del consejo le dio la palabra.
—Ya están aquí todos los informes. —Calvino mostró a los miembros del Pequeño Consejo los originales remitidos desde la iglesias de las ciudades encuestadas y las correspondientes traducciones—. Y ya las hemos traducido del original alemán al francés. Permitid que os desgrane qué piensan nuestros hermanos del hereje que ha mancillado los nombres de Dios, de Cristo y del Espíritu Santo, y que está dispuesto a llenar de indignidad y oprobio nuestra ciudad. —Desplegó el papel con el resumen en francés del informe de los pastores de la ciudad de Berna y leyó—: «Que el Señor os conceda la sabiduría y la prudencia necesarias para que libréis a vuestra Iglesia de esa peste que os asola y que se llama Miguel Servet.» —Luego tomó la carta de Zúrich—. «La Providencia acaba de ofreceros una extraordinaria oportunidad para que demostréis que sois diligentes en la persecución de la herejía que encarna Miguel Servet», y la Iglesia de Zúrich, en la que sirviera el gran Zwinglio, homenajeando su memoria, añade: «Ninguna severidad será tan grande como la que requeriría la ofensa que ha infligido Miguel Servet. Recordamos a nuestro añorado maestro cuando dijo que el sujeto de las acciones es la propia comunidad, de modo que estimamos que ha de ser la comunidad de Ginebra la que juzgue y condene a ese pertinaz hereje.»
Calvino continuó, ahora con el informe de Basilea:
—«Estimamos oportuno y justo que Miguel Servet sea corregido de sus errores y que se ponga fin a los escándalos que sus libros están provocando, utilizando para ello los remedios que la sensatez os indique. Aunque en el caso de que ese hereje resultara incorregible, no dudéis en acudir al poder que Dios os ha otorgado, para que las falsas doctrinas del procesado no vuelvan jamás a inquietar a la Iglesia de Dios, ni pueda aumentar su larga lista de crímenes con otros nuevos.» Y añaden los doctos pastores de Basilea: «Si ese hereje de Servet persistiera en su locura una vez finalizada esta pesquisa, usad contra él toda la autoridad de la cual estáis investidos por Dios para remediar con toda la fuerza semejantes injurias contra Cristo y su Iglesia.»
Calvino bebió un poco de agua y continuó leyendo:
—Y por fin, la respuesta de la Iglesia de Schaffhausen: «Los pastores de esta Iglesia reformada, hermana de la vuestra de Ginebra, no albergamos duda alguna de que, aplicando toda la prudencia precisa, evitaréis que las blasfemias que ha proferido Miguel Servet se extiendan como la gangrena por el cuerpo de la Iglesia cristiana. Con herejes convictos como ése, utilizar la razón para evidenciar sus pecados equivaldría a intentar convencer a un loco. Nuestra recomendación es que detengáis a ese blasfemo diabólico antes de que su doctrina herética acabe contagiando y pudriendo a todos los buenos cristianos.»
—¿Habéis terminado? —preguntó el presidente.
—Hasta aquí los informes que solicitamos a las cuatro iglesias hermanas. Pero hay todavía más testimonios contra los escritos de Servet. —Calvino mostró un puñado de cuartillas—. Se trata de copias de las cartas que yo he enviado solicitando su opinión sobre el caso de Servet a los más prestigiosos pastores de la Reforma. Van dirigidas a Beza, Melanchthon, Bucer, Farel y Bullinger, ministros piadosos y justos, los auténticos padres de la nueva Iglesia de Cristo, hombres intachables y honrados que sabrán opinar con buen criterio sobre cuanto aquí se decida.
—Las respuestas de los consejos de los pastores y ministros del culto de las cuatro iglesias reformadas encuestadas son inequívocas —asentó el presidente.
—Así es, señoría; las cuatro califican las doctrinas de Miguel Servet como heréticas y blasfemas y lo consideran culpable de todos los cargos imputados. Ante semejantes testimonios sólo cabe una resolución: la condena a muerte.
—Permitidme que discrepe —quien habló alzando su poderosa voz en medio de la reunión del Pequeño Consejo fue el juez Filiberto Berthelier, que no se iba a rendir con facilidad—. Si habéis escuchado con atención, habréis observado que las palabras que emplean los pastores de esas iglesias están llenas de cautela. Es cierto que todas ellas afirman que las doctrinas de Servet son heréticas, pero ninguna solicita explícitamente la pena de muerte para Servet. Hablan de librar a la Iglesia de este hombre, de cercenar sus doctrinas, de condenarlo por hereje, de usar contra él toda la autoridad, o de detenerlo, pero nadie propone ejecutarlo. Por ello, creo que el destierro sería suficiente castigo, si es que merece alguno.
—Os equivocáis, como de costumbre —dijo Calvino—. Las cuatro iglesias consultadas han considerado a Servet culpable de herejía y de blasfemia por sus escritos y sus obras, y nos piden, nos imploran incluso, que utilicemos todos los medios, todos, para que la Iglesia de Cristo quede liberada de las intrigas de este perverso pecador, e incluso nos aconsejan que no nos prestemos a perder nuestra reputación por albergar y dar cobijo en nuestra ciudad a un hereje tan grande como el acusado. Si no piden explícitamente su muerte, es, sin duda, por una deferencia hacia la autonomía de este consistorio, para no interferir en la decisión de este tribunal y por la prudencia necesaria que rige la cortesía en casos como éste. Pero no hay ninguna duda, nadie debe albergar la menor vacilación de que los excelentes ministros de esas iglesias aceptarán, y de buen grado, la ejecución de Servet. Es el castigo que merece y el que este tribunal debe imponer en justicia.
—¿Qué proponéis? —le preguntó el presidente a Calvino.
—Debemos ser muy estrictos. Si Servet no es condenado a muerte, su ejemplo fertilizará la disidencia y surgirán nuevos brotes heréticos, y nuestra ciudad dará una muestra de debilidad que no podemos ofrecer de ninguna manera. Nuestra fuerza está en nuestra determinación para arrancar de raíz la herejía que alberga el corazón de ese hombre.
Tras la intervención de Calvino, el juez Berthelier contempló a los miembros del Pequeño Consejo y apreció que la mayoría asentía ante las palabras del reformador. Parecía claro que los libertinos habían perdido aquella batalla y que los calvinistas estaban a punto de salirse con la suya y lograr la condena a muerte de Miguel Servet.
Los debates sobre el contenido y la intencionalidad de las cartas de las iglesias reformadas se extendieron a lo largo de cuatro días en interminables sesiones en las que todo el mundo quería opinar sobre la conveniencia de aplicar la pena capital en este caso.
Los libertinos perdían terreno día a día pero realizaron un último esfuerzo e intentaron convencer a los consejeros indecisos de que sería suficiente una condena al destierro, a una región lo más alejada posible de Ginebra de la que Servet no pudiera regresar nunca más, o incluso una larga reclusión en prisión, que no costaría nada a la ciudad de Ginebra, pues sería sufragada con el dinero que se le había incautado al reo tras su detención aquel pasado domingo de agosto. Alegaban una y otra vez, releyendo con minuciosidad cada uno de sus párrafos, que ninguno de los informes de las cuatro iglesias citaba la palabra «muerte» al referirse al castigo a imponer a Servet. Pero Calvino insistía con machacona reiteración en que la interpretación de los informes no dejaba duda alguna y que la muerte era el castigo justo para el acusado, dada la gravedad y contumacia de los delitos cometidos.
Ginebra, 23 de octubre de 1553
La solemne sesión del juicio, una vez analizados y ampliamente debatidos los informes de las cuatro iglesias, se fijó para el miércoles 23 de octubre.
El médico Juan de la Villa visitó a Servet aquella misma mañana, pero apenas pudo decirle otra cosa que ofrecerle ánimo y consuelo para la decisiva sesión que iba a celebrarse ese día. En cuanto se marchó, el carcelero entró en la celda con un barreño y una gran jarra con agua.
—Aseaos bien. Hoy compareceréis ante el tribunal. Por lo que he oído, los días de vuestra estancia en esta prisión concluirán en breve.
Servet lo miró sin sentimiento alguno.
—Estos harapos que visto son indignos. Hace días que me prometieron un vestido adecuado, pero nadie me lo ha traído. ¿Puedo disponer de alguna ropa decente? —le preguntó Servet.
—Sí; ahora os traeré un jubón, una chaqueta y unas calzas que ayer me entregó el sastre que os visitó hace unos días para que os vistáis adecuadamente. Ese condenado sastre sabe bien cómo ganarse un puñado de monedas sin trabajar. Dice el muy truhán que las prendas que os ha dejado son nuevas, y como tales las habrá cobrado de vuestro propio dinero, pero yo creo que pertenecieron a un reo de vuestra talla que fue ejecutado hace unos días. Se ha limitado a limpiarlas un poco y a coser algunos pespuntes; si lo sabré yo…
—¿Un ejecutado, decís; fue por hereje?
—No. Violó a una joven en un callejón cerca del mercado. Lo colgaron suspendido por los pulgares en el cadalso, le cortaron los cojones y luego dejaron que se desangrara hasta morir. Fue todo un espectáculo. Había más de mil personas presenciándolo en la explanada exterior de la puerta de Lyon. Ese cabrón malnacido chilló y se desangró como un cerdo antes de expiar y de que su alma se la llevara el diablo. Ahora estará ardiendo eternamente en el infierno. Ésa es la justicia que se aplica en esta ciudad a quienes no cumplen las leyes de Dios.
—Imagino que tendría un juicio justo.
—No lo dudéis; en esta ciudad, todo cuanto se dictamina es justo.
Miguel Servet se lavó la cara, el cuello, los brazos y el pecho, y todavía le quedó algo de agua para asear un poco sus partes íntimas y con el agua ya usada lavarse los pies. Luego se vistió con las ropas que le proporcionó el carcelero, que, a pesar de lo que le había asegurado el sastre cuando le tomó medida, le iban un poco grandes; y sí, parecían usadas.
Cuatro guardias lo escoltaron desde su celda en la prisión hasta la sala junto a la iglesia de San Pedro. El día era gris y el cielo estaba cubierto de nubes plomizas, pero no llovía; el aire del otoño, húmedo y fresco, lo reconfortó y le provocó una sensación de bienestar tras varios días sin salir de su celda. Mientras caminaba en el centro de la formación de la escolta, con las manos esposadas con grilletes de hierro y atadas a la cintura, y sujeto por una gruesa cuerda por uno de los guardias, observaba a los ginebrinos, gentes afanosas y serias, que a su vez lo contemplaban unos con desdén y la mayoría con indiferencia; algunos lo señalaban con el dedo y murmuraban sobre los delitos que había cometido, y debatían sobre la maldad de las herejías abominables que había escrito en sus libros; pero otros sostenían que era un buen hombre y que no había hecho daño a nadie, que su único delito era opinar de ciertos temas reservados a los sabios teólogos, de manera diferente a como lo hacía la mayoría de ellos.
En la sala que el Pequeño Consejo utilizaba para las vistas todo estaba preparado para la sesión final de aquel juicio. Por la mañana varias mujeres la habían escobado, habían baldeado el suelo de losas de piedra con agua limpia, lo habían fregado con trapos y habían perfumado el ambiente con esencia de flores y hierbas.
Miguel Servet fue uno de los primeros en entrar, siempre custodiado por los cuatro guardias de la ciudad. Uno de ellos, tras indicarle que se sentara en un pequeño taburete de madera, le liberó las muñecas de los grilletes que las oprimían.
Instantes después la sala se llenó de curiosos dispuestos a no perderse aquel acontecimiento. Algunos mercaderes habían llegado incluso a cerrar sus tiendas para asistir al juicio; todo el mundo quería presenciar lo que iba a acontecer aquel día en Ginebra, pues no sólo estaba en juego la vida de un hombre, sino el destino de toda una ciudad y probablemente de la propia cristiandad. O al menos eso decían los agitadores que siempre aparecían en situaciones como ésa y que tendían a exagerar cuanto sucedía.
Cuando la sala se llenó hasta los topes (no pocas personas tuvieron que acomodarse en las alas del claustro de San Pedro), entraron los veinte miembros que configuraban el Pequeño Consejo, entre ellos el juez Berthelier, con cara de circunstancias que reflejaba con claridad que sus denodados intentos por convencer a una mayoría de consejeros habían fracasado. Entre el público se encontraban los principales cabecillas del partido de los libertinos, dispuestos a apoyar a Servet hasta que fuera posible. Todo el mundo, a una contundente indicación del jefe de los alguaciles, se levantó de sus asientos.
Tras ellos entró Calvino acompañado por media docena de sus más cercanos colaboradores, un privilegio reservado únicamente al reformador, que actuaba como acusador privado.
El presidente del tribunal indicó a todos que se sentaran y que mantuvieran silencio y orden en el proceso de las deliberaciones.
Enseguida se otorgó el uso de la palabra a Juan Calvino, que vestía, como de costumbre, de negro riguroso, con la única señal de lujo de la piel de armiño que orlaba el cuello de su abrigo.
El reformador era consciente de que había ganado terreno en el Pequeño Consejo, pero tenía que evitar por todos los medios que en el último momento se decidiera trasladar la decisión de este caso al Consejo de los Doscientos, donde los libertinos disfrutaban de una destacada mayoría. Por ello comenzó su discurso dilatando sobre nociones generales acerca de los nuevos tiempos y las nuevas ideas.
—Señores miembros del Pequeño Consejo de Ginebra: corren nuevos tiempos en la Europa cristiana. Hace ya algunos años que en Francia se habla de una nueva palabra: el humanismo. Pero los cristianos sabemos bien qué significa este concepto. Yo fui humanista antes de ser teólogo, y por ello sé que Dios convirtió al hombre en la medida de todas las cosas, una criatura privilegiada para ejecutar Sus designios en este mundo, merced a la razón y a la gracia divina insuflada en nuestras almas. Desde el comienzo de los tiempos, los hombres hemos estado destinados a la condena o a la salvación, y algunos hemos recibido de Dios un más amplio esclarecimiento que otros, porque fue Dios mismo quien nos eligió para ser pastores y guías de su pueblo.
»Erasmo de Rotterdam, tan certero en tantas cosas cuando criticaba los abusos de los clérigos y sus costumbres inmorales, pese a que se mantuvo fiel a la Iglesia de Roma hasta su muerte, se equivocó cuando afirmó que la predestinación no existía, y también erró cuando escribió en su libro Discusión del libre albedrío que la libertad, lo que él llamó el libre albedrío, era facultad del hombre, en contra de lo que nos enseñó Lutero en su obra Sobre el albedrío esclavo. Pero yo también niego esa facultad al hombre. La caída de Adán corrompió a todo el género humano, que se convirtió en esclavo del pecado. Yo niego al hombre la capacidad para moldear su propia existencia, porque, en ese caso, ¿dónde quedaría el poder absoluto de Dios? Yo os digo que todo cuanto ha ocurrido, ocurre y ocurrirá en este mundo ha sucedido, sucede y sucederá conforme a la voluntad de Dios, porque Dios ha establecido desde el primer momento de la creación un plan para toda la eternidad. Es la fe en Dios la que hace al hombre justo y libre y la que lo salva, pero esa fe es un don que Dios mismo otorga a los hombres. Las obras no importan, sólo la fe.
»Y hete aquí que tenemos entre nosotros a un hombre, a ese hombre —Calvino señaló a Servet como acostumbraba a hacerlo cada vez que lo tenía enfrente, extendiendo su brazo derecho con el dedo índice apuntando al acusado—, que carece de fe alguna en Dios. Y ha querido Nuestro Señor que cayera en nuestras manos tras muchos años de difundir con total impunidad en libros diabólicos sus perversas doctrinas heréticas. El mal, señores consejeros, cohabita entre nosotros y nos acecha constantemente, y el Maligno sabe bien cómo lograr que algunos hombres incautos y desprevenidos caigan en el pecado abominable y corrompan al resto de los humanos. Y para ello, el demonio utiliza a seres abyectos y pervertidos como Miguel Servet, a quien estamos juzgando por sus desviaciones satánicas.
»Las doctrinas de Servet rezuman herejía por todas partes. En contra de lo que nos enseñan las Sagradas Escrituras, Servet ha escrito que la Santísima Trinidad es la Biblia del demonio y la ha comparado con un monstruo de tres cabezas, y ha escrito que en Dios hay una sola persona, que se manifiesta con tres identidades distintas. ¡Cabe mayor herejía! Nuestro deber nos exige extirpar ese mal, y acabar con la podredumbre antes de que se extienda como la gangrena.
Acabada su primera intervención, Calvino se sentó en el sitial reservado al acusador; parecía muy satisfecho. La mayoría de los miembros del Pequeño Consejo asentían con la cabeza tras escuchar sus palabras. Calvino sabía que los jueces se habían decantado al fin de su lado, y estaba seguro de que el veredicto de culpabilidad de Servet sería inapelable.
—¿Qué tiene que alegar el reo ante esta primera acusación? —le preguntó el presidente del tribunal.
Servet se puso en pie, se estiró la ropa que había pertenecido a un ejecutado y procuró hablar con serenidad.
—Ilustres señores: nuestro conocimiento de este mundo se basa en la percepción. Y podemos percibir que los objetos son únicos. Recuerdo ahora un libro de Melanchthon, Lugares comunes se titulaba, que hablaba de la teoría del libre examen; entonces me causó una buena impresión, pero luego lo he criticado en varias de mis obras. Fue en algunas de esas lecturas donde descubrí que había otro modo de ver, entender y explicar el mundo, de acercarse a su conocimiento de manera diferente a la que me habían enseñado los clérigos católicos. Y así fue como descubrí que el dogma de la Trinidad ha sido el gran obstáculo que ha impedido la evangelización de los judíos y de los musulmanes, porque, pese a todo, ellos también creen en nuestro mismo Dios, aunque lo hacen con visiones erradas. Por ello llamé agnósticos a Melanchthon, a Lutero y al propio Calvino, por la contradicción en la que incurren cuando amenazan con la más dolorosa muerte en este mundo y la condena eterna en el otro a los que no sigan sus doctrinas. Ellos, precisamente, que han acusado al papa de ser el Anticristo, que han identificado a Roma con la nueva Babilonia y han denunciado a la Iglesia católica por estar corrompida, actúan de la misma manera que los jerarcas católicos.
Servet hizo una pausa. Recorrió con su mirada a todos los presentes, tomó aire y continuó:
—Yo he llegado a la conclusión de que Dios es uno solo y la Trinidad, tal cual la explican católicos y reformadores, implicaría la existencia de tres dioses, cuando en realidad no es sino las tres maneras distintas que el único Dios tiene para manifestarse. Probablemente este error provenga de una mala traducción del original griego en que fueron escritos los Evangelios. Allí se dice que Cristo es homousios, que significa «de la misma naturaleza», pero en realidad lo que se decía en griego era homoousios, es decir, «de parecida naturaleza». Los obispos reunidos en el concilio de Nicea lo interpretaron mal, quizá por su propia conveniencia, y desde entonces se arrastra este terrible error. Leed el Apocalipsis de san Juan, en él se encuentra la revelación, la llave que abre la puerta del conocimiento. De la profecía que allí se contiene, se deduce sin duda que Roma es la verdadera bestia del fin del mundo; Roma se asienta sobre siete colinas, las siete cabezas de la bestia del Apocalipsis. Seis es el número del hombre, creado el sexto día, y 666 el de la bestia. El papa fue colocado por Satanás al frente de la Iglesia romana en ese concilio de Nicea, que tuvo lugar en el año 325. Ese fin del mundo que anuncia el Apocalipsis está muy cerca. Tendrá lugar en el valle de Josafat, al este de Jerusalén, entre esta ciudad y el lago de fuego y azufre de Sodoma. Yo he hecho mis cálculos y he comprobado que el final de los tiempos acontecerá mil doscientos sesenta años después de ese concilio, en nuestro año 1585. Para ello utilicé el Libro de Daniel y el propio Apocalipsis de san Juan. La cuarta bestia del Libro de Daniel es Roma, y su cuerno la Iglesia católica.
El público guardaba un silencio expectante.
—El Hijo es hombre y es Dios, pero, aunque es divino por privilegio del Padre, no es eterno porque es humano y a la vez Hijo de Dios. La Iglesia de Roma dice que la fe es necesaria para entender el misterio de la Trinidad; yo digo que la Trinidad no está en la Biblia y que, por tanto, las Sagradas Escrituras no la definen. Me diréis que en su evangelio san Mateo nos enseña que el bautizo se ejecuta «En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» y que san Pablo, en su Segunda carta a los corintios, habla de la Trinidad. Eso ya lo expliqué y refuté suficientemente en dos de mis obras, en Sobre los errores de la Trinidad y en Dos diálogos sobre la Trinidad. Me diréis también que ambas fueron condenadas y retiradas de las librerías. Y es cierto, pero fueron eliminadas por la Inquisición romana, esa misma institución de la que abomináis los reformadores y a la que consideráis un engendro del demonio. Vos, Juan Calvino, pretendéis darme lecciones de teología. ¿Acaso habéis olvidado que un católico como Pedro Caroli os acusó de ser un hereje arriano hace ya algunos años?
Calvino se removió en su asiento al escuchar aquellas palabras.
—Los hombres no podemos ver ni tocar a Dios, pero el Todopoderoso tiene un representante en la Tierra por cuyo medio lo conocemos: es Cristo. Si Cristo permite alcanzar esa experiencia con el Ser Divino, debe ser Él mismo divino en todos sus aspectos. En Cristo, si excluimos su deidad, ni hay forma ni hay hombre. No hay nada en Cristo que sea físico, animal, sino que es todo cuerpo espiritual. La sangre de Cristo es Dios, la carne de Cristo es Dios y el alma de Cristo es Dios. Cristo es hombre, Cristo es Hijo de Dios y Cristo es Dios sustancialmente, pues ha sido engendrado de la misma sustancia que Dios. Si Cristo es idéntico con Dios y comparte su espíritu, no hay lugar a tres personas en una Trinidad. —Servet citó casi de memoria párrafos enteros de su libro Restitución del cristianismo—. No acepto las dos naturalezas de Cristo; Cristo no era Dios por naturaleza sino por gracia; el Espíritu Santo es la energía de Dios y la manifestación de su fuerza. Por todo ello, no tengo duda alguna de que cuantos creen en el dogma de la Trinidad o son ateos o son trietistas. ¿Con cuál de los dos grupos os identificáis vos, señor Calvino?
Tras semejante diatriba y ante el murmullo de los asistentes, que no entendían nada de lo que estaba perorando aquel reo, Servet se sentó con toda parsimonia. Filiberto Berthelier cruzó varias miradas con sus compañeros del partido libertino y dio el caso por perdido; todos ellos querían ayudar al médico aragonés, pero parecía evidente que ese tozudo insensato estaba empeñado en condenarse él solo.
Calvino, satisfecho ante lo que consideró como una más que evidente aceptación de la herejía por parte de Servet, tomó de nuevo la palabra.
—Acabamos de escuchar un discurso realmente esperpéntico. Este hombre ha mentado, en su infinita locura, el fin del mundo, autoproclamándose profeta apocalíptico. Bien, quiero recordar a este tribunal que Cristo dijo bien claro que debemos estar preparados porque nadie sabe ni el día ni la hora del Juicio Final. Y os recuerdo también que cuando el emperador Carlos saqueó Roma, algunos agoreros ya anunciaron que aquello significaba el comienzo del reinado del Anticristo y el principio del fin del mundo. Han pasado casi veinte años y no hay rastro de que ese fin esté cerca.
La mayoría de los presentes asintieron ante las palabras del acusador.
—Y por lo que se refiere a su doctrina sobre la Trinidad, reformadores ilustres como Melanchthon, a quien Servet ha calificado como hombre sin fe e hijo de Satanás, Ecolampadio, e incluso el propio Erasmo, que ni siquiera quiso recibir al acusado porque le repugnaban sus constantes impertinencias, rechazaron por heréticas tan alocadas ideas sobre la Trinidad. Con la opinión de esas autoridades es suficiente para declararlas heréticas.
»La herejía es el peor de los pecados, y mucho más terrible que la muerte. Ésta destruye el cuerpo, pero el alma, si permanece en la gracia de Dios, se salva; la herejía condena al alma del hereje a perderse sin remisión alguna para toda la eternidad.
»Pero, además, Miguel Servet está sentado aquí acusado de blasfemia. Y no dudéis ni por un instante que es un osado blasfemo y que merece el castigo como tal. Los católicos ya quemaron su efigie en la ciudad de Vienne hace unos meses; uno de los delitos por los que resultó condenado fue precisamente el de blasfemia, por insultar a doctores de la Iglesia como san Ambrosio, san Agustín, san Juan Crisóstomo o san Atanasio. Ellos escribieron que Cristo es Dios, pero Servet los insultó a todos; y con ello insultó al mismo Dios. ¡Eso sí es blasfemia!
—¿Blasfemia decís? —Servet se incorporó con energía interrumpiendo a Calvino—. Yo he escrito que Dios es un abismo sin fondo, que es la esencia y la forma de todas las cosas, que los hombres existimos y nos movemos en Dios, que es la carne y la luz, que está presente en todo y que es el Supremo Creador. ¿Es eso blasfemia? Y en cuanto a esos santos que acabáis de citar, acaso siguiendo a Lutero, del cual sois un mal discípulo, ¿no habéis dicho que negáis la capacidad de intervención de los santos entre los hombres y Dios? En mi opinión, vos sí sois el blasfemo.
—La verdad y la revelación están en la palabra de Dios contenida en la Biblia —sentenció Calvino.
—Y vos os erigís como su único intérprete, por supuesto. ¿Os ha designado Dios para ello? Y si fuera así, ¿cuándo y cómo lo ha hecho? ¿Os consideráis el elegido, acaso un nuevo mesías? ¿No es ésa, precisamente, la mayor de las blasfemias?
—Todos los hombres son iguales ante Dios por el bautismo.
—Menos vos, al parecer. Criticáis al papa de Roma, rechazáis su superioridad y, en cambio, vos os arrogáis sus mismos privilegios, su misma capacidad para dilucidar entre el bien y el mal.
—¿Qué decís, insensato? Yo he renegado del poder absoluto que ejercen algunos reyes, hasta el punto de que he escrito que «la monarquía es el mayor mal que existe y que es necesario organizar la vida en comunidad». ¿Cómo tenéis la desfachatez de acusarme de intentar detentar el poder de Dios? —Calvino se mostraba indignado, o al menos lo aparentaba.
—Sois un hipócrita al que corroe la envidia.
—¡No consentiré que este juicio se convierta en una reyerta de taberna! Si el acusado no se modera y no cesa en sus insultos, me veré obligado a expulsarlo de esta sala y el juicio continuará sin él —intervino el presidente del tribunal.
Juan Calvino había llevado a Servet al terreno que le interesaba. El reformador no era magistrado, ni siquiera era ciudadano de Ginebra, y, además, no tenía la mayoría en el Consejo Mayor, aunque sí la había logrado en el Pequeño Consejo. Había perdido el poder en el concejo hacía cuatro años, pero los pastores de su Iglesia visitaban cada temporada una a una todas las casas de la ciudad, controlaban los precios en los mercados, destruían las bebidas fraudulentas, regulaban las tasas de interés en los préstamos y fijaban los horarios y las jornadas de trabajo de los artesanos, los médicos y los boticarios.
La mayoría de los ginebrinos lo consideraba un hombre dotado de una profunda sensibilidad, de carácter compasivo y que daba muestras de caridad hacia quienes lo necesitaban. Era un trabajador incansable, que no cesaba de escribir cartas, preparar sermones y redactar epístolas y pastorales. Y siempre se mostraba dispuesto a ayudar al prójimo y a sacrificarse en beneficio de la comunidad. Vivía con suma modestia, era austero en la comida y en el vestido y no se le conocía vicio alguno.
Calvino quería la muerte de Servet y lo consideraba un hereje contumaz e incorregible, pero lo hacía porque estaba convencido de que sus doctrinas resultaban perniciosas para la idea de comunidad cristiana que el reformador quería instaurar en Ginebra.
El presidente del tribunal, tras recriminar a Servet los insultos hacia Calvino, instó al fiscal Rigot para que fuera él quien continuara con la acusación. Durante una breve recesión del juicio algunos miembros del Pequeño Consejo le habían manifestado que Calvino estaba adquiriendo demasiado protagonismo en aquel proceso.
Rigot tomó entonces la palabra para acusar a Servet de querer convertir la eucaristía en un banquete pagano.
Servet, algo más calmado, se defendió indicando que para él la cena, que era como llamaba a la eucaristía, debía ir precedida de una confesión mutua de los pecados entre los fieles, y que la cena tenía que ser un momento de unión entre los cristianos. Alegó que en la eucaristía católica sólo el sacerdote participaba de la comunión con Dios, y él quería que participara en ella toda la comunidad de creyentes. Y sostuvo que no consideraba necesaria la mediación de un sacerdote para obtener el perdón de los pecados, pues bastaba con el arrepentimiento sincero y de corazón ante Dios.
Se entró entonces en un prolijo debate sobre cómo debía ser el pan para la eucaristía, si ácimo o con levadura (Servet defendía el uso del pan fermentado, pues el ácimo tenía resonancias judías, dijo), si el vino se podía sustituir por sidra o cerveza, o si se podían incluir en la cena otros alimentos como carne, pescado o huevos. Ante las confusas explicaciones de Servet, que algunos de los presentes consideraron un verdadero galimatías, el fiscal lo acusó de querer convertir la eucaristía en un banquete de posada, y añadió que Cristo había dejado bien claro que en la eucaristía se consagraba su cuerpo en forma de pan y su sangre en la de vino. En ese punto, Servet se perdió en largas explicaciones sobre la eucaristía (él siempre la llamaba la cena), dijo que sólo admitía como sacramentos la cena y el bautismo, aunque rechazó el de los niños por considerarlo inspirado por el diablo, y criticó a los luteranos, a los que calificó como «los empanadores» por pretender comer la carne de Cristo metida en el pan, a los calvinistas por sus teorías sobre la predestinación, y a los católicos por defender que el pan y el vino se mudaban en la carne y la sangre de Cristo en la ceremonia de la eucaristía; indicó que en la eucaristía se producía la consustanciación y no la transustanciación, para acabar hablando de la presencia de Dios y de Cristo en todas las cosas, y no sólo en la eucaristía, lo que provocó nuevas acusaciones de panteísmo hacia el médico aragonés.
Al acabar la sesión de la mañana, y mientras los guardias se llevaban de nuevo a prisión a Miguel Servet, Calvino se limitó a comentar a sus allegados:
—Este hombre ha firmado hoy su propia sentencia de muerte.
El juicio se reanudó a primera hora de la tarde.
El fiscal leyó las cartas remitidas por los ministros de las cuatro iglesias reformadas, que ya conocía el Pequeño Consejo, y además añadió una carta de Melanchthon dirigida a Calvino en la cual el prestigioso reformador señalaba que había leído los libros de Servet, cuyas opiniones tildaba de diabólicas blasfemias. Le decía además que estaba de acuerdo con las críticas a esos libros e indicaba que aquel hombre debía ser castigado.
A continuación Claudio Rigot se entretuvo en demostrar, citando algunas de sus obras, que Miguel Servet seguía los pasos de autores paganos difusores de prácticas mágicas como Zoroastro, Orfeo, Tales de Mileto, Empédocles y Pitágoras, y de textos cargados de brujería como el Corpus hermeticum de Hermes Trimegisto, los Oráculos caldeos y los libros más oscuros de Platón y de Cicerón.
Servet se defendió alegando que en sus libros también empleaba citas de Tertuliano, san Irineo o de las Sagradas Escrituras, y que conocía bien la Summa Teologica de santo Tomás de Aquino y las obras de Erasmo de Rotterdam.
A petición del fiscal fue llamado a declarar Baltasar Arnoullet, el que fuera impresor en Vienne de Restitución del cristianismo, el libro de Servet que había desencadenado todo aquel proceso.
El impresor entró en la sala y se sentó en una sillita sin mirar siquiera a Servet, que se mostró muy sorprendido, pues sabía que Guillermo Guéroult, el maestro impresor huido de Vienne, sí estaba en Ginebra, pero desconocía que también se encontrara allí Arnoullet. El impresor había viajado a Ginebra hacía unas semanas. Pese a haber quedado libre de toda culpa en el proceso de Vienne, la Inquisición no había dejado de molestarlo.
A las preguntas del fiscal, y para asombro de todos, Miguel Servet declaró que apenas conocía a Arnoullet. Era mentira, por supuesto. El aragonés pretendía que su amigo editor no fuera inculpado por la edición de aquella obra considerada maldita y herética por católicos y protestantes, como le había ocurrido en Vienne, donde fue procesado aunque pudo librarse gracias a la intermediación del arzobispo Pedro Palmier.
Baltasar Arnoullet quedó libre, pero decidió, como unos meses antes su cuñado Guillermo Guéroult, refugiarse en Ginebra, donde contaba con el apoyo de los libertinos, aunque no dejaba de ser un extranjero que había dejado algunas cuentas pendientes con la justicia francesa.
Preguntado a su vez, el impresor declaró que él se había limitado a editar un libro que le había presentado Servet, y que incluso desconocía en ese momento su contenido porque no sabía latín y alegó, además, que los pliegos se habían impreso uno a uno, y siempre bajo la exclusiva supervisión del autor.
El juez Berthelier mostró entonces una carta de Juan Frellon, librero y distribuidor de las obras de Servet, en la cual se limitaba a afirmar que Miguel había traducido obras de santo Tomás de Aquino, que había escrito tratados de gramática, y que había sido el editor del Corán, el libro sagrado de los musulmanes, y de un lexicon hebreo, dado que conocía esa lengua.
El presidente del tribunal, acabada la intervención de todos los testigos y presentadas todas las pruebas, demandó del acusador y del acusado una última intervención, si la consideraban necesaria.
Calvino solicitó la palabra para un postrer alegato.
—Yo he sido el principal acusador de este hombre, sí, pero no lo he hecho por ningún resentimiento hacia él, sino porque creo que es culpable de herejía y de blasfemia, como se ha demostrado suficientemente a lo largo de este proceso. Esta curia deberá dictar sentencia en breve, y estoy convencido de que lo hará con toda justicia y aplicando las normas por las cuales nos gobernamos. Este juicio se ha desarrollado conforme a nuestras leyes y se han adoptado todas las garantías jurídicas que señalan nuestras ordenanzas. Y ni siquiera ha sido necesario recurrir a los tormentos físicos para obtener una declaración de culpabilidad del reo; él mismo, por su propia voluntad y sin que mediara coacción alguna, ha refrendado en varias ocasiones y de manera reiterada sus abominables delitos, como todos hemos podido escuchar. Esta ciudad debe mostrarse modélica a la hora de aplicar la ley e impartir justicia. Miles de ojos, millones tal vez, de toda la cristiandad están observando con suma atención cuanto aquí vayamos a hacer. Si absolvemos y liberamos a este hombre, las consecuencias que caerán sobre nuestra ciudad serán devastadoras: se producirá una degradación espiritual sin precedentes, triunfarán el caos y la anarquía, desaparecerá la moral y se conculcará el orden social. Es decir, habrá triunfado el Señor de las tinieblas sobre el Señor de la luz.
»¿Acaso es eso lo que queremos? ¿Dejaremos que este hereje confeso se salga con la suya y siga publicando impunemente libros que corrompen a nuestra juventud, que repugnan a nuestra fe y que insultan a nuestras más firmes creencias? ¿Permitiréis que las doctrinas de este blasfemo empapen a nuestros jóvenes y los conduzcan a la perdición eterna? ¿Consentiréis que este hombre se burle de todos nosotros y que convierta a esta ciudad y a sus nobles instituciones en el hazmerreír del mundo cristiano? ¿Propiciaréis que la Iglesia de Roma nos acuse de ser benevolentes, e incluso de alentar la difusión de ideas que carcomen la esencia del cristianismo? ¿O haremos justicia?
»Señores consejeros de la República de Ginebra: Sólo existe una verdad religiosa, y el buen cristiano debe defenderla, con su vida si fuera necesario, o acudiendo al uso de la fuerza, como hizo Cristo en el templo de Jerusalén cuando arrojó de allí a los malos mercaderes utilizando la violencia que consideró necesaria y justificada en ese momento.
»Vuestra, señores consejeros, es la decisión.
Acabada su perorata, Calvino se sentó. Parecía evidente que el triunfo estaba de su lado, pero el rictus de rostro no era el de un hombre a punto de lograr una victoria.
El presidente del tribunal le concedió a Servet un último turno de palabra.
—Señores miembros del Pequeño Consejo, ilustres magistrados de esta honorable República: Mi condena, si se produce, será un tremendo error, porque no sólo condenaréis a un hombre, sino que conmigo enviaréis al cadalso a la libertad de conciencia. Todo cuanto ha ocurrido a lo largo de mi proceso ante este tribunal ha sido contrario a la ley de Dios y al Evangelio. Si finalmente soy condenado, lo seré por razones ajenas a la verdad. Si muero por mis ideas, no me importará, al fin y al cabo, el alma es inmortal, y sólo se adormila cuando se separa del cuerpo en espera de la resurrección final. Podréis matar mi cuerpo y convertir mi carne y mis huesos en ceniza, pero jamás podréis hacerlo con mi alma.
»El hombre es la más perfecta de las criaturas de Dios, porque emana de su misma sustancia. Y la sustancia de la divinidad de Cristo irradiará en nosotros para transformarnos y glorificarnos. En eso confío y por eso encomiendo mi espíritu a Dios. Sé que la justicia divina corregirá los errores de la injusticia de los hombres.
»Pero ahora, yo sólo pido que le deis a cada uno lo que le pertenece.
Acabada la sesión, los consejeros se quedaron en la sala debatiendo en pequeños grupos. Ninguno de ellos se atrevía a pronunciar la palabra «muerte», pero la mayoría estaba de acuerdo en que ése tenía que ser el castigo contra Servet. Aunque entre ellos, había quienes todavía mantenían que sería mejor aplicarle el destierro o la reclusión en la cárcel. Nadie quería resultar manchado por su sangre.