Ginebra, 1 de septiembre de 1553
Al comenzar una nueva sesión del juicio, con la asistencia de sólo once consejeros, el juez Filiberto Berthelier realizó una sorprendente propuesta.
—Señores, solicito a este consejo que levante la excomunión que Juan Calvino promulgó contra Miguel Servet, dado que todavía no ha sido dictada sentencia alguna sobre su caso.
Calvino, que estaba presente, lanzó hacia Berthelier una mirada fulminante, pero, aunque sabía que el juez tenía razón, pidió la palabra para defender su posición.
—Señores consejeros: si hace unos días dicté la excomunión del acusado, lo hice porque sus doctrinas atentan gravemente contra la fe cristiana, de la cual la Iglesia reformada de Ginebra me ha hecho garante. Este individuo —Calvino señaló a Servet con su dedo amenazador— ha negado la Trinidad y la validez del bautismo de los niños, atacando así dos de los pilares fundamentales de nuestra religión. Para ello asegura basarse en la libertad de conciencia. Yo niego esa libertad. No existe poder legítimo alguno fuera de Dios. Es Dios quien elige a unos hombres para servirlo y quien rechaza a otros. Los elegidos por Dios se reconocen por su fe, por su amor hacia el Señor y por su participación en los sacramentos. Este hombre —Calvino insistió amenazando con su dedo— ha sido rechazado por Dios y nosotros, los elegidos, debemos rechazarlo también. La bondad originaria que Dios nos concedió al crear al primer hombre quedó corrompida por el pecado de Adán; el bautismo y los demás sacramentos nos han redimido, pero Miguel Servet ha perseverado en la herejía y en el pecado, por eso debe ser apartado de la Iglesia de los justos.
Servet estaba seguro de que en conocimientos y capacidad dialéctica era muy superior a Calvino, y que no tendría demasiadas dificultades en derrotarlo en un encuentro en igualdad de condiciones, pero no supo comprender que Calvino era un iluminado absolutamente convencido de que estaba en posesión de la verdad, de toda la verdad, de la única verdad. Y a ese tipo de contrincantes es muy difícil derrotarlos, y resulta imposible convencerlos.
Además, Calvino y sus seguidores estaban utilizando todos los resortes posibles para desacreditar a Servet en todos los términos. Utilizando los contactos que el comerciante Guillermo de Trie mantenía en Lyon y en Vienne, consiguieron que el lugarteniente de la región francesa del Delfinado remitiera una carta al Pequeño Consejo en la cual solicitaba que se interrogara a Miguel Servet sobre los deudores que tenía en Francia.
El fiscal Rigot mostró la carta a los asistentes a esa sesión del tribunal.
—El señor Maugiron, lugarteniente del Delfinado, nos acaba de comunicar mediante este escrito que el fisco real ha dado orden de que se incauten todos los bienes que el acusado posea en el reino de Francia. En esta misma misiva nos pide que le preguntemos sobre las deudas que algunos ciudadanos de Vienne puedan tener con el reo, a fin de que sean los agentes del rey quienes las cobren. Os transmito la pregunta, acusado.
—Nada tengo que responder por lo que se refiere a ese asunto; si alguien me debe algo en Vienne será a causa de mis servicios médicos. En ese caso, con haber cumplido con mi obligación me doy por bien pagado y renuncio a cobrar una sola moneda —se limitó a decir Servet.
Entre el público, que cada sesión llenaba la sala anexa al claustro de San Pedro, donde celebraba sus sesiones el tribunal del Pequeño Consejo, se levantó un murmullo de aprobación ante las últimas palabras de Servet, que con cada declaración despertaba mayor simpatía hacia su persona y más adeptos para la exoneración de sus cargos.
Entonces intervino el juez Berthelier.
—Señores consejeros: esta ciudad ha dado muestras más que suficientes de su sentido de la tolerancia y la magnanimidad. Los ginebrinos hemos obrado siempre, bueno, casi siempre —añadió en una clara desautorización dirigida a Calvino— con sensatez y sentido común. Por ello, solicito que el acusado sea visitado en prisión por los ministros de la Iglesia de Ginebra, incluido el propio Juan Calvino, y que de una manera sensata y amable procuren convencerlo de sus errores, y que una vez que el reo los acepte y pida perdón por ello, este consejo le devuelva la libertad.
—¡No! —gritó Servet—. No quiero que esos misioneros de la nada me visiten en mi prisión. No tengo que renegar de nada, no quiero convertirme en otra cosa que lo que soy: un médico que utiliza la teología para conocer mejor a los hombres a través del libre pensamiento. No quiero ser aleccionado por Juan Calvino ni por ninguno de sus acólitos, a los que no reconozco autoridad alguna.
Berthelier apretó los dientes. Había querido ayudar a Servet, pero el médico, cada vez más convencido de que podía conseguir su absolución por sus propios medios, rechazó la estrategia del juez, a pesar de que era la que más podía favorecerlo.
Calvino, que veía cómo la acusación iba perdiendo fuerza ante cada respuesta de Servet, se dirigió a Germán Colladon, que estaba sentado a su lado.
—Necesitamos toda la ayuda posible o este hombre acabará convenciendo al tribunal de que es un santo y lo dejarán libre. Tenemos que reaccionar con contundencia.
—¿Y qué podemos hacer? Ese hereje habla con toda convicción.
—Voy a encargarme personalmente de este asunto.
—Pero, señor, si lo hacéis nuestros adversarios lo entenderán como una disputa política por el gobierno de la ciudad.
—De eso se trata.
—Pero aprovecharán esa circunstancia para intentar acabar con vos —dijo D’Arnold, que también se encontraba a su lado.
—Correré ese riesgo. Voy a presentarme como el acusador de Servet, y os relevaré en el puesto —le dijo Calvino a Colladon.
—Como digáis.
Calvino se levantó y pidió la palabra.
—Señores miembros del Pequeño Consejo: yo, Juan Calvino, habitante en Ginebra, me presento en estos momentos como nuevo acusador de Miguel Servet. Entiendo que esta ciudad quiera ser complaciente con el acusado. Desde luego, sus palabras parecen destiladas de un alma caritativa y de un corazón puro. Pero nada más lejos de la realidad. El acusado ya ha sido condenado por sus numerosas herejías por un tribunal. Es cierto que se trataba de un tribunal de la Iglesia de Roma, cuya autoridad hemos rechazado Lutero, Bucer, Melanchthon y yo mismo. Pero por esa misma razón, estimo que este hombre es culpable y debe ser condenado. Habla el juez Berthelier de ser complaciente y magnánimo, pero yo os digo que si obramos de este modo y dejamos libre al acusado, estaremos mostrando nuestra debilidad ante la Iglesia de Roma, y sus partidarios nos acusarán de condescender ante la herejía y de dejación de nuestro mayor compromiso: la defensa de la verdadera fe y de la religión cristiana.
»No, señores consejeros, no se trata de que la Iglesia de Ginebra condene a este hereje —Calvino señaló amenazante a Servet como solía hacerlo siempre que se refería a él en su presencia—, sino de hacer justicia. Y para que no sea la Iglesia de Ginebra en solitario quien sentencie que este hombre es culpable, solicito que este tribunal dirija una consulta a las iglesias hermanas reformadas, y pida a los pastores de los consejos de los cantones de Berna, Zúrich, Basilea y Schaffhausen que emitan sendos informes sobre qué opinan de las doctrinas de Miguel Servet expuestas en esa obra diabólica titulada Restitución del cristianismo. Si el acusado sostiene que cuanto expone en ese libro no es herético, estará de acuerdo con que así se proceda, supongo.
Servet asintió con un gesto afirmativo de su cabeza.
—¿Acaso cree el pastor Calvino que este consejo carece de la preparación y el criterio suficientes para dirimir este caso por sí mismo, y que necesita acudir a informes externos? —preguntó el juez Berthelier, que quiso así evitar que la propuesta del reformador se tomase en consideración, sabedor de que los dirigentes de esas iglesias no harían otra cosa que seguir los dictados de Calvino.
—En absoluto, señor. Sólo me remito a la costumbre. Hace dos años, con motivo del proceso abierto contra Jerónimo Bolsec, se recurrió a este mismo método. Y, si no recuerdo mal, vos estuvisteis de acuerdo y entonces os pareció el medio más correcto de actuación. Si sois coherente, como siempre alardeáis, aceptaréis que ahora se obre de la misma manera.
En realidad, en el proceso contra Jerónimo Bolsec, un anticalvinista que se había opuesto abiertamente a la teoría de la predestinación defendida por Calvino, el reformador había defendido que se le aplicara la pena de muerte. Pero Bolsec apeló y logró que la pena aplicada en su caso fuera el destierro de por vida.
Calvino acababa de dar un golpe de efecto contundente. Filiberto Berthelier calló porque en el caso contra Bolsec él había sido el principal partidario de solicitar informes de otras iglesias reformadas.
Debatida la propuesta, los miembros del Pequeño Consejo determinaron por unanimidad encargar esos informes a las iglesias hermanas de Berna, Basilea, Zúrich y Schaffhausen, y a la vez decidieron que fuera el propio Juan Calvino quien realizara el trabajo previo y el encargado de preparar la encuesta y de seleccionar aquellas ideas del libro de Servet que pudieran considerarse heréticas; esa selección sería la que se remitiría a las iglesias hermanas para que elaboraran sus informes. A Calvino se le concedieron quince días para hacer ese trabajo, y se decidió suspender el juicio entre tanto.
El juez Berthelier estaba muy enfadado. Nada más acabar la sesión del Pequeño Consejo reunió en su casa a los dirigentes libertinos. Allí estaban Pedro Ameaux, principal enemigo de Calvino, Sebastián Castellio, Francisco Favre y Amadeo Perrin.
—¡Terco insensato! —exclamó Berthelier—. Ese hombre está empeñado en rechazar cuantas ayudas le estamos ofreciendo. Hoy teníamos derrotados a los calvinistas y la mayoría de los consejeros y jueces estaba de nuestro lado, y llega ese orgulloso engreído y desarbola nuestra táctica porque está convencido de que él solo podrá demostrar su inocencia.
—Hasta ahora no lo ha hecho mal. Se ha ganado la simpatía de varios consejeros y en la ciudad son muchos los que comentan que la razón está de su lado —intervino Ameaux.
—Pero su altanería acabará jugando en su contra. Los consejeros han estimado su valor y su decisión al defenderse de las acusaciones que se le imputan, pero si sigue comportándose de un modo tan soberbio y altivo, perderá adeptos. Deberíamos hablar con él y pedirle que se muestre mucho más humilde, más sencillo, que evite esas actitudes de superioridad con las que a veces, en realidad casi siempre, se expresa —dijo Francisco Favre.
—Estoy de acuerdo —intervino Amadeo Perrin—. La humildad es la mejor de las virtudes de todo creyente, y Servet hace gala de una altivez impropia de un buen cristiano.
—¿Os parece, señores, que hablemos con él? —demandó Berthelier.
—Sí. Debemos coordinar su defensa y que ese hombre sepa que queremos ayudarlo —dijo Ameaux.
—Debes ser tú, Filiberto, quien se entreviste con él —propuso Castellio.
—No. Filiberto forma parte del tribunal. Si se entrevistara con Servet y esa cita llegara a conocimiento de Calvino, podría ser utilizado en nuestra contra —dijo Perrin.
—En ese caso, ¿quién de nosotros hablará con Servet? —preguntó Favre.
—El médico Juan de la Villa —asentó Perrin.
—¿Es de los nuestros? —demandó Ameaux.
—No pertenece al partido de los libertinos, si es a eso a lo que te refieres, pero sé bien que está de acuerdo con nuestras ideas. Lo conozco porque es el médico personal de mi familia. Y además tiene acceso a la celda de Servet, pues es el encargado de su salud mientras dure su estancia en la prisión.
—¿Te encargas tú, entonces? —le preguntó Berthelier a Perrin.
—Sí. Hablaré con Juan de la Villa y le pediré que sea nuestro intermediario con Servet. ¿Estáis todos de acuerdo?
Los dirigentes libertinos asintieron.
Ginebra, 5 de septiembre de 1553
En los primeros días de septiembre las calles de Ginebra fueron un hervidero de rumores y un espacio de disensiones. Los calvinistas y los libertinos se enzarzaron en un enconado enfrentamiento en el que Servet constituía el principal motivo de sus disputas.
Calvino se había encerrado en su casa, rodeado de sus principales colaboradores, para preparar los textos que debían ser remitidos a las cuatro iglesias reformadas, pero aún tuvo tiempo para dictar la exclusión de la Sagrada Cena, la principal ceremonia religiosa de la Iglesia de Ginebra, de Filiberto Berthelier, de Pedro Ameaux y del resto de los principales miembros del partido de los libertinos, a los que en uno de sus sermones calificó de impíos, proclamando su excomunión por defender las posiciones de un manifiesto e irreducible hereje como Servet.
Además, Calvino seguía avanzando en la selección de los textos que consideraba heréticos del libro Restitución del cristianismo.
—Fijaos —le dijo a D’Arnold, su principal colaborador en este trabajo—: aquí, Servet asegura que Dios se manifiesta en el mundo por la plenitud de sustancia en el cuerpo y el espíritu de Jesucristo. Y dice que Dios es todo cuanto se ve y cuanto no se ve. Defiende la resurrección de los muertos, todos a la edad de treinta años, alegando que los hombres estamos hechos de la misma sustancia que la del Creador, y que nuestro espíritu es el espíritu de Dios y, por tanto, incorruptible. ¿No es esto una manifiesta declaración de panteísmo?
—Así lo creo, señor —asintió D’Arnold.
—Y para ello cita textos de Maimónides e Ibn Hezra, unos filósofos judíos, y de paganos como Filón, Yámblico, Porfirio, Proclo y Plotino. Y se recrea en los textos de Hermes Trimegisto, que constituyen la esencia prístina del mismo paganismo. Y mirad, mirad, aquí —Calvino señaló una página de Restitución— acepta las tesis de Platón: «Desde la eternidad estaban en Dios las imágenes y representaciones de todas las cosas… Dios las veía todas en sí mismo, en su luz, antes de que fueran creadas, de la misma manera en que nosotros antes de construir un edificio concebimos en nuestra mente la idea del edificio.» —Calvino leyó unos párrafos del libro de Servet—. Y aquí insiste en la herejía: «Dios pensó desde la eternidad la forma de Cristo, convirtiéndola en manantial de vida, y más tarde la plasmó en la Creación y la Encarnación.» Para Servet, Cristo fue creado por el Padre. ¿Cabe mayor herejía?
—Un Cristo creado, y no eterno. Sí, ésa es la mayor de las herejías.
—No, lo peor aún está por venir. En este párrafo —Calvino pasó unas cuantas páginas—, en el libro quinto, donde trata del Espíritu Santo, Servet se ratifica en todo cuanto ya escribió en uno de sus libros anteriores, que tituló De Trinitatis erroribus. Se editó hace más de veinte años en una pequeña imprenta de la localidad de Hagenau, en la región de Alsacia. La Inquisición española dictó orden de busca contra él por esta obra, pero no consiguió detenerlo. Este hereje dice que el Espíritu Santo no es otra cosa que la manifestación de la esencia divina.
—Y no podemos obviar que Servet rechaza todo tipo de culto; ni siquiera admite la celebración del día del Señor porque alega que «todos los días lo son del Señor». Si por ese hereje fuera, todos los templos, la casa de Dios, deberían ser destruidos. Rechaza cualquier jerarquía eclesiástica, e incluso la civil. Dice que todo cristiano es a la vez monarca y sacerdote. —D’Arnold estaba excitado y no cesaba de alterarse ante cada párrafo que leía de la obra de Servet.
Calvino se frotó las manos.
—Si damos los pasos adecuados, Servet será pronto pasto de las llamas.
Ese mismo día, Juan de la Villa, a quien Amadeo Perrin le había pedido que intentara convencer a Servet para que aceptara la táctica de los libertinos y olvidara su orgullo en pro de su defensa, visitó a Servet en la prisión.
Tras casi un mes encerrado, sometido a intensos y prolongados interrogatorios y alimentado con escasa comida, las huellas del cansancio empezaban a dibujarse en el rostro del aragonés. Estaba demacrado y su piel tenía la palidez de la cera fundida, con enormes ojeras de color azulado bajo unos ojos que habían perdido todo brillo; su aspecto era enfermizo, con los cabellos sucios, de aspecto quebradizo, agrupados en pequeños mechones grasientos de un gris cenizoso.
—¿Cómo os encontráis? —le preguntó De la Villa.
—Harto de esta situación.
—Tengo algo muy importante que comunicaros.
De la Villa le indicó a Servet que se alejara de la puerta por si alguien podía estar haciendo oído tras ella. Los dos médicos se sentaron en el camastro y hablaron con el tono de voz más bajo que pudieron.
—Vos diréis.
—Ayer recibí la visita de Amadeo Perrin, a cuya familia vengo asistiendo como médico desde hace veinte años. Es un destacado miembro del partido libertino y enemigo acérrimo de Juan Calvino; acaba de ser excomulgado por ello.
—¿Tanta influencia tiene Calvino en esta ciudad? ¿No había perdido la batalla por el gobierno de la misma?
—En el Consejo Mayor no tiene mayoría, y legalmente carece de autoridad alguna. Ese hombre ni siquiera posee la ciudadanía de Ginebra; se trata de un extranjero con residencia legal, carece de derecho a voto y ni siquiera puede portar armas. Pero disfruta, eso sí, de cierto respeto por su nivel moral y espiritual, y sigue siendo la cabeza de la Iglesia reformada de Ginebra.
—Pero dispone de notables apoyos entre los consejeros de la ciudad.
—Así es, pero vos contáis con la simpatía de los libertinos, que son firmes partidarios de vuestra absolución y que están procurando por ella. Pero a la vez, os piden a mi través que colaboréis con ellos. El juez Berthelier ha intentado prestaros ayuda, pero dice que vos no la admitís y que cada vez que os mostráis con tanta suficiencia ante el tribunal, vuestra causa pierde adeptos. Debéis comportaros con más humildad y presentaros ante el tribunal con mayor sencillez si aspiráis a conseguir la libertad.
—No quiero mi libertad a cualquier precio.
—Sed sensato, don Miguel. Ahora lo que importa es que obtengáis la absolución del tribunal. Dejad la defensa de vuestras ideas para más adelante.
—No puedo renunciar a ellas.
—Vuestros mentores no os piden que renunciéis a nada, simplemente que colaboréis en vuestra propia defensa. Ya lo habéis hecho en otras ocasiones al negar que erais autor de vuestras obras.
—Eso fue un error; jamás debí negar ser el autor de cuanto he escrito.
—Perdonad que os diga esto, don Miguel, pero creo que lo que estáis haciendo se parece mucho a un suicidio. Y me extraña en vos, porque considero que amáis la vida por encima de todas las cosas.
—La vida no es nada sin la libertad de conciencia y de pensamiento.
—Y nadie ni nada os va a impedir que vuestra mente sea libre; sólo os demandan prudencia y mesura, y que colaboréis con su táctica.
—Durante todo este tiempo, desde el momento mismo de la creación de Adán, los hombres hemos sido esclavos. Pero Dios nos dio la vida y la luz, y lo hizo así para que fuéramos libres. Dios nos otorgó su luz, la luz del mundo, la que nos transfiere la energía vital. La luz lo es todo, y sin ella la vida sería imposible. Si renuncio a mi libertad, renuncio a la luz y, por tanto, renuncio a la vida. Y si renuncio a la vida, renuncio a Dios.
De la Villa se dio cuenta de que era inútil gastar más energía en intentar hacer entrar en razón a aquel terco aragonés, cuyo discurso comenzaba a ser un tanto difuso.
—Vuestra ropa se encuentra en muy mal estado. Solicitaré que os proporcionen una nueva, a costa del dinero que se os confiscó, claro. —Juan de la Villa cambió de tema.
—Hace días que pedí ropa nueva, pero no me la conceden. Esta que uso comienza a estar demasiado sucia y pronto no será sino un montón de jirones. Tampoco me cambian la paja del colchón donde duermo. Las pulgas y los chinches se están dando un festín con mi cuerpo.
Al oír estas palabras, Juan de la Villa se levantó instintivamente del camastro y se sacudió las calzas.
—Intentaré que esto se solucione, pero debéis poner cuanto sea necesario de vuestra parte, y dejad a un lado vuestra terquedad, os lo ruego.
—¿Tozudez? Hay quien dice que los nacidos en Aragón somos tozudos y tercos como mulas, pero yo creo que lo que hacemos es mantener con firmeza y tenacidad nuestras creencias. Así lo defendió un ilustre aragonés, Benedicto XIII, el llamado Papa Luna, a quien la Iglesia romana lo considera antipapa, a pesar de que estaba investido con toda legitimidad. Pese a tener a toda la cristiandad en contra, él jamás renunció a la dignidad pontificia que en justicia le había sido otorgada, y murió sintiéndose el papa legítimo de la Iglesia romana.
—Ya veis, a causa de su tozudez, o pese a su tenacidad si lo preferís así, ese hombre no consiguió nada.
—Pero estoy seguro de que murió en paz consigo mismo y satisfecho por haberse mantenido firme hasta el fin.
Ginebra, 15 de septiembre de 1553
Mientras libertinos y calvinistas seguían disputando abiertamente en calles y plazas de Ginebra en defensa de sus respectivas alternativas, con el asunto de Servet como centro de sus discusiones, Calvino ultimó el trabajo que los jueces le habían solicitado en su condición de nuevo acusador principal.
La mañana del viernes 15 de septiembre Calvino presentó ante el Pequeño Consejo los treinta y ocho párrafos elegidos de Restitución del cristianismo que el tribunal había admitido como susceptibles de herejía y que deberían examinar los miembros más ilustres de las cuatro iglesias reformadas seleccionadas por los jueces.
Calvino, una vez iniciada la sesión del consejo, tomó la palabra.
—Son muchas más, pero para atenernos a lo dispuesto por este consejo, los ministros de la Iglesia reformada de Ginebra hemos seleccionado treinta y ocho proposiciones extractadas de la obra de Miguel Servet, que emanan herejía por todos sus poros. Nos hemos basado sobre todo en sus errores sobre la Trinidad, en sus blasfemias sobre la sustancia de Dios, en sus opiniones impías sobre el Espíritu Santo, en sus irreverencias sobre la filiación de Cristo, y en sus insensateces sobre la encarnación de los ángeles, el bautismo de los niños y la regeneración de la carne. Todo ello en manifiesto desacuerdo con la palabra de Dios expresada en las Sagradas Escrituras y con la fe en Cristo que todos profesamos.
El reformador no hizo ningún otro comentario.
El presidente del Pequeño Consejo recogió los folios escritos por Calvino y leyó el título del informe en latín: «Breve refutación de los errores e impiedades de Miguel Servet, redactado por Juan Calvino, ministro de la Iglesia de Ginebra, dirigida a su magnífico Senado, según ordenan las leyes.» Y se los entregó a Servet.
—¿Tiene algo que alegar el acusado? —le preguntó.
—Necesitaría tiempo para ello —dijo Servet.
—No disponemos de ese tiempo. ¿Tiene algo que alegar el acusado?, repito
Servet comenzó entonces a hablar y fue desmontando una a una las treinta y ocho acusaciones de Calvino, citando de nuevo de memoria textos de diversos padres de la Iglesia. Sin atender a las recomendaciones que Juan de la Villa, que estaba presente en una discreta posición en la sala, le había hecho unos días antes en prisión, Servet arremetía tras cada respuesta contra Calvino y lo hacía con altanería. Al principio fueron diatribas livianas, pero conforme se fue calentando, Servet lanzó duros insultos y tremendas injurias contra el reformador de Ginebra.
Su alegato final fue tremendo.
—Os suplico con toda humildad que abreviéis todas estas dilaciones y que proclaméis la exención de todos los delitos que se me atribuyen. Juan Calvino pretende que me pudra en la cárcel, y si continúo en estas condiciones lo va a lograr. Las pulgas y los chinches me están comiendo vivo, ved mis ropas sucias, desgastadas y roídas hasta lo indecoroso. Os he presentado un requerimiento de libertad conforme a las leyes de Dios, y Calvino responde alegando la aplicación de leyes dictadas hace mil años por el emperador Justiniano, acusándome de penas en las que ni él mismo cree y sin citar una sola referencia concreta de las Sagradas Escrituras que apoye su denuncia.
»Hace ya un mes que permanezco en prisión, encerrado como un criminal, sin que haya cometido delito alguno, procesado en contra de las propias leyes de Ginebra, y sumido en la miseria y en la suciedad. Me habéis negado vestidos adecuados e incluso la asistencia de un letrado defensor, en tanto a él le habéis permitido disfrutar de todo tipo de privilegios y de asesores. Por ello, solicito que mi caso salga de la jurisdicción del Pequeño Consejo y se traslade para ser juzgado por el Consejo de los Doscientos. A su autoridad y a su sentido de la justicia apelo, a la vez que solicito, convirtiéndome de acusado en acusador, que le sea aplicada la ley del talión, de la que él mismo se muestra a veces tan partidario, a Juan Calvino y a cuantos con él han colaborado en esta farsa.
»Y acabo, señores, denunciando que Juan Calvino, que se presenta como ministro de la Iglesia de Ginebra, no es sino un penoso remedo de Simón el Mago, aquel que pretendió comprar la capacidad de hacer milagros que Cristo otorgó a sus apóstoles, y lo tildo de sicofanta por emitir calumnias falsas en mi contra, de impostor por atribuirse una autoridad y una altura moral de la que carece, de pérfido por traicionar los principios cristianos que dice defender, de nebuloso por ocultar sus verdaderas intenciones, de rata ridícula por corroer la verdadera esencia de la fe en Cristo y de ladrón de espíritus por utilizar su arteras añagazas para robar las almas de los incautos que a él se acercan. Y así lo haré constar por escrito en notas al margen de estos folios acusatorios que no contienen sino maledicencias y mentiras.
»Este juicio es injusto, pero, a pesar de ello, debo declarar solemnemente que no temo a la muerte, si es que ésta llegara pronto, y me ratifico en todo cuanto he dicho y escrito.
Servet estaba fuera de sí, como si hubiera perdido el sentido común que hasta entonces había demostrado a lo largo de las sesiones del juicio.
El presidente del tribunal, tras consultar con algunos miembros, decidió que si el debate sobre este asunto se dirimía de manera oral y cara a cara entre Juan Calvino y Miguel Servet, el juicio se alargaría en exceso y que algunos asuntos eran demasiado enrevesados; en consecuencia, decidió que acusador y acusado dirimieran sus diferencias por escrito, y que se adjuntaran copias de esas alegaciones a las cartas a enviar a las cuatro iglesias seleccionadas.
—El acusado puede revisar esos folios y realizar cuantas alegaciones estime oportunas, y puede hacerlo por escrito —le dijo a Servet el presidente del tribunal.
Filiberto Berthelier apretó las mandíbulas y Juan de la Villa se restregó el rostro con las manos y pensó que ese colega al que tanto admiraba estaba empeñado en cavar su propia tumba. Ambos sabían que con aquella intervención, que además la iba a ratificar por escrito, Servet había perdido toda la ventaja con la que había partido en el juicio.
Y así fue. Aquella misma tarde, Servet, crecido y confiado porque los partidarios de Calvino habían sufrido una derrota política en la sesión del Consejo Mayor por la mañana, remitió la copia con las treinta y ocho acusaciones de Calvino llena de anotaciones entre líneas y enmiendas al margen. Comenzaba su escrito con la frase «Yo os suplico», y declaraba que sus condiciones en la cárcel eran penosas, pero que no había sufrido ningún tormento físico. Pedía que su caso fuera visto y juzgado en el Consejo de los Doscientos. Y, además, le envió una carta al reformador en la que se ratificaba en todo cuanto le había recriminado en la sesión anterior, tildándolo de ignorante y de desconocer los mínimos rudimentos de la filosofía.
De vuelta a prisión, un sastre esperaba a Servet. El tribunal había autorizado que se le hiciera ropa nueva, eso sí, a su costa.
Ginebra, 16 de septiembre de 1553
El Pequeño Consejo ordenó que se escribieran cuatro copias con las treinta y ocho acusaciones puntuales que Calvino había preparado contra Servet para ser enviadas a las cuatro iglesias hermanas reformadas, tal cual se había aprobado. También se ordenó que se hicieran sendas copias de las alegaciones presentadas por Servet y que se adjuntaran a los textos preparados por Calvino.
—Ese condenado demonio —el juez Berthelier se refería a Calvino— debe de estar ahora muy contento. Por primera vez desde que comenzamos este desdichado juicio tiene motivos para creer que puede salirse con la suya y condenar a Servet.
—Tenéis razón. Por un momento creí que los miembros del Pequeño Consejo estaban dispuestos a absolver al médico aragonés, pero su inmoderada actitud en las últimas dos sesiones ha provocado un cambio de opinión en varios consejeros respecto a la culpabilidad del reo —dijo Juan de la Villa.
Los dos defensores de Servet sabían que los informes de las cuatro iglesias reformadas irían en contra de sus intereses.
—Calvino no quiere más sorpresas. Acabo de enterarme de que ayer mismo, en cuanto se supo la resolución, envió otras tantas cartas personales a los responsables de las cuatro iglesias dándoles precisas instrucciones para condenar irremediablemente a Servet. Los ministros reformadores de esas cuatro ciudades son sus amigos y comparten sus posiciones doctrinales. Les ha informado de que van a recibir los escritos oficiales remitidos desde Ginebra solicitando su opinión sobre los libros de Servet, pero ya les adelanta que deben ser implacables y que desmonten con toda dureza sus escritos, especialmente los contenidos en Restitución del cristianismo.
Berthelier y De la Villa almorzaban en una posada a orillas del lago Leman, donde solían reunirse los dirigentes libertinos para debatir su estrategia política.
—¿Y habéis podido saber el contenido de esas cartas? —demandó De la Villa.
—Sí. Tenemos infiltrado un agente entre los partidarios de Calvino, que nos informa puntualmente. Por eso sabemos que ha tenido sumo cuidado en utilizar los términos adecuados en la carta remitida a cada uno de los cuatro dirigentes de las cuatro iglesias.
—Pero si fue ayer mismo cuando se decidió hacer esos envíos; ¿cómo ha tenido tiempo…?
—Sin duda porque ya estaba todo preparado de antemano. Nos han engañado.
—¿Entonces…?
—En cada una de las cuatro cartas, redactadas hace al menos tres días, Juan Calvino ha tenido sumo cuidado en utilizar los términos más adecuados para convencer a cada uno de sus cuatro amigos reformadores —explicó Berthelier—. La iglesia de Zúrich está encabezada por Enrique Bullinger, un ferviente admirador de Calvino. El reformador de Ginebra le ha precisado todo cuanto tiene que responder, sabedor de que Bullinger hará exactamente lo que se le indique.
»A Sulzer, el pastor de la iglesia de Basilea, le dice que Miguel Servet lleva veinte años infestando a la cristiandad con sus doctrinas heréticas. Le recuerda que Martín Bucer, el reformador de Estrasburgo fallecido hace dos años, amigo de ambos y a quien tilda de «hombre de Dios», horrorizado por lo que había leído en alguno de los libros de Servet, manifestó que ese hombre «merecía que lo hicieran pedazos». Añade además que cada libro del hereje ahora preso en Ginebra no es sino veneno que ha caído impunemente sobre los buenos cristianos y que en su última obra impresa en Vienne se contiene agrandada toda la ponzoña de sus anteriores libros. Le explica con detalle cómo se está desarrollando el proceso, desde la huida de Servet de Vienne hasta su captura en Ginebra, y los pasos seguidos hasta ahora en el juicio.
—Tenéis razón, Filiberto, nos la ha jugado, y bien.
—A Sulzer —continuó Berthelier desgranando el contenido de las cartas secretas de Calvino— le comenta que ha intentado cortar de raíz el mal que surge de Servet y que está empeñado en que sea castigado. Se lamenta de que algunos jueces de Ginebra todavía dudan de la culpabilidad del que llama «el mayor hereje del mundo» y le dice que teme que pueda quedar libre si sus doctrinas no son rechazadas unánimemente por los pastores de las iglesias consultadas. Considera que Servet merece la pena de muerte por sus numerosos errores, de los cuales jamás ha mostrado señales de arrepentimiento, y que no puede quedar inmune por todo el daño que ha causado a los cristianos. En un ejercicio de sutil sarcasmo, Calvino acaba su carta a Sulzer lamentando que la Inquisición católica está conduciendo a la hoguera a hermanos reformadores en algunas ciudades de Francia, sobre todo en Lyon.
»Las cartas enviadas a los pastores de las iglesias reformadas de Berna y de Schaffhausen están escritas en términos semejantes. Pero, además, Calvino ha dirigido una quinta carta a la Iglesia reformada de Neufchâtel, regida por Guillermo Farel, su más leal colaborador, con quien compartió exilio cuando ambos fueron expulsados de Ginebra y tuvieron que refugiarse en Estrasburgo, donde fueron acogidos por Bucer. No ha sido necesario darle demasiadas explicaciones, pues Farel ha asistido a un par de reuniones sobre este caso y se ven con frecuencia, pero Calvino insiste en que Servet merece la muerte en justicia, entre otras cosas porque lo acusa de afirmar que incluso en el diablo reside la sustancia divina, aunque se muestra partidario de acabar con el hereje sin aplicar demasiada crueldad.
—Vaya, una muestra de su caridad cristiana, al parecer… —ironizó Juan de la Villa.
El 21 de septiembre, cinco días después de que Calvino remitiera sus indicaciones secretas a los pastores reformadores, salieron las cuatro cartas oficiales desde Ginebra. En ellas se hacía saber que Miguel Servet estaba preso por haber escrito obras contra las Sagradas Escrituras en las que se contenían materias contrarias a la ley de Dios. Se incluían los artículos que los jueces habían considerado heréticos y las alegaciones de Servet y les solicitaban a los ministros de las cuatro iglesias hermanas su opinión.
Servet confiaba en que alguno de ellos le diera la razón, o al menos no se alineara incondicionalmente con las acusaciones de Calvino. Creía que sus alegaciones estaban suficientemente documentadas y razonadas. En su ingenuidad, todavía consideraba que mediante la razón podría convencer a los pastores reformadores de que sus posiciones doctrinales no constituían ningún peligro para nadie, y que eran producto de la reflexión y el estudio.
Calvino recibió la respuesta de Guillermo Farel enseguida. El pastor de Neufchâtel atribuía a la providencia divina el hecho de que un hereje como Servet hubiera sido detenido precisamente en Ginebra. Continuaba diciendo que los jueces deberían condenarlo sin remisión, pues en caso contrario se convertirían en colaboradores de sus blasfemias y despreciarían la verdadera doctrina de Cristo. Al final de su escrito, Farel adulaba la caridad y clemencia de Calvino por desear una ejecución exenta de crueldad y consideraba que sólo debería aplicarse cierta misericordia en caso de que Servet se arrepintiera de su doctrina y que lo hiciera públicamente. Toda la carta de Farel estaba escrita con un acerado cinismo.
Ginebra, 22 de septiembre de 1553
Aquella noche, la primera del otoño, apenas pudo dormir. La tarde anterior Miguel Servet había sido informado de que las cuatro cartas habían sido remitidas a las cuatro iglesias reformadas y de que los miembros del Pequeño Consejo habían decidido posponer el juicio hasta que llegaran los informes solicitados.
En la soledad de la celda, Servet se consumía. No le dejaban leer, habían restringido las visitas del médico Juan de la Villa a un único día a la semana y siempre en presencia de un guardia, pues Calvino había sospechado que ese médico se había convertido en el informador del hereje, y sólo le permitían disponer de un tintero, una pluma y unos pocos folios de papel.
Desesperado, cogió uno de aquellos pliegos y escribió:
«A los señores jueces del Pequeño Consejo de la ciudad de Ginebra:
»Hace ya más de un mes que estoy encerrado en esta prisión, a pesar de que se carece de una sola prueba en mi contra. No estoy detenido por haber cometido crimen alguno, sino por la voluntad caprichosa de Juan Calvino, que me ha acusado falsamente por haber escrito que las almas eran mortales y que Jesucristo sólo había tomado parte del cuerpo de María la Virgen. Todo cuanto ese hombre me atribuye es una enorme mentira. Jamás he dicho o escrito que el alma sea mortal, porque de ser así no habría esperanza de salvación. Yo nunca he afirmado semejante cosa, pues en ese caso yo mismo me hubiera condenado a muerte, ya que con ello negaría a Jesucristo, a las Sagradas Escrituras y aun al mismo Dios.
»Tan falsa acusación ha sido realizada por un hombre que no busca la justicia, sino mi perdición. Por ello, señores jueces de Ginebra, os pido que mi acusador, que ha obrado con falsedad y engaño, sea condenado a la pena del talión, y que, como ordenan las leyes de Ginebra, quede preso, como yo lo estoy, hasta que la causa contra mí iniciada quede resuelta, bien con mi muerte, si fuera culpable, bien con la suya por falsa acusación, bien por la pena que en su caso ese tribunal decida aplicar.
»Soy inocente, y tan seguro estoy de ello que, si no pudiera convencer al tribunal de mi inocencia y se decidiera mi muerte, estaré contento si así sucediera. Os pido, señores, justicia, justicia, justicia.
»Y acuso a Juan Calvino de la comisión de los siguientes delitos y engaños:
»En el pasado mes de marzo ordenó que Guillermo de Trie, ciudadano de Lyon refugiado en Ginebra, escribiera una carta a Antonio Arney, un primo suyo en Lyon, para instigarle a que a su vez el tal Antonio me denunciara ante el tribunal de la Inquisición. Demando de Juan Calvino que explique cuál era el contenido de esta carta y por qué ordenó su envío.
»Le demando que responda si con esa carta también envió a Lyon los primeros pliegos del libro Restitución del cristianismo.
»Le pregunto a Calvino si todo esto no fue remitido para que lo supieran los inquisidores de Lyon y por ello me persiguieran.»
Quince días más tarde de haber enviado esa carta, el mismo Guillermo de Trie, de nuevo por encargo de Juan Calvino, remitió veinte epístolas que Servet había escrito, y lo hizo para que la Inquisición ratificara su querella. La carta continuaba:
«Demando de Juan Calvino si es conocedor de que, con motivo de dicha denuncia, mi efigie ha sido quemada en la ciudad de Vienne, y de que yo hubiera sido quemado vivo si no hubiera logrado escapar de la prisión y de que todas mis propiedades han sido confiscadas.
»Acuso a Juan Calvino, que se define a sí mismo como ministro del Evangelio, que se haya convertido en un acusador criminal, a pesar de que no es digno de un pastor del Señor perseguir a un hombre con tanta saña hasta lograr su condena a muerte.
»Por todo lo cual, señores jueces de Ginebra, considero que existen razones suficientes y constatadas para condenar a Juan Calvino. En primer lugar porque mi doctrina, como tal, no está sujeta a la acción criminal que él propugna; en segundo lugar porque se ha erigido en falso denunciante; en tercer lugar porque pretende ocultar la verdad de Jesucristo con embustes y calumnias; y, al fin, porque, siguiendo el ejemplo de Simón el Mago, ha utilizado la simonía contra todos los doctores de la Iglesia, y por ello debe ser condenado y expulsado de esta ciudad. Reclamo además que las propiedades que el tal Juan Calvino posea me sean adjudicadas, pues así compensaré los bienes que él me ha hecho perder.»
Acabada la carta, la firmó, la dobló y la entregó a su carcelero para que a su vez la remitiera a los jueces del Pequeño Consejo. Luego se tumbó sobre el catre de paja y lloró amargamente su desventura.
Hasta entonces, Servet se había defendido con eficacia, pero conforme avanzaba el proceso fue perdiendo la compostura, le alcanzó el nerviosismo y comenzó a mostrarse insolente, altanero y amenazador. En algunas ocasiones parecía haber perdido la razón, de cuyo uso tantas veces alardeaba, y para demostrar que estaba seguro de sí mismo, no dudaba en desafiar a Calvino una y otra vez, y lo insultaba tildándolo de mentiroso, canalla y criminal.
Cuando Calvino supo del contenido de aquella carta y de las acusaciones que le imputaba Servet, frunció el ceño y apretó con rabia los puños. A pesar de que el reformador solía disimular sus estados de ánimo, no pudo evitar que su rostro manifestara un tremendo enfado.
Fue Claudio Rigot, el fiscal del caso y procurador general de Ginebra, quien se lo comunicó personalmente.
—Se trata de las palabras de un resentido —le dijo Calvino, muy enfadado, a Rigot tras escuchar su informe.
—Y a la vez las de un poseído. Ese hombre tiene los demonios metidos en el cuerpo; deberían aplicarle un exorcismo para arrancárselos de sus entrañas. La posesión demoníaca se está extendiendo por estas montañas; no hay aldea en la que no habiten dos o tres posesos y media docena de brujas. Habrá que exorcizarlos a todos.
—La hoguera es la única solución para esos herejes. Hay que cazarlos uno a uno, una a una, y prender fuego a sus cuerpos para que los demonios íncubos y súcubos que contienen dejen este mundo y regresen al de las tinieblas.
—Quizá también deberíamos acusarlo de posesión demoníaca —propuso Rigot—; los tribunales suelen condenar a la hoguera a la mayoría de los reos por esa causa.
—No. En ese caso se instruiría un nuevo proceso y perderíamos mucho tiempo. Esa carta de Servet y las acusaciones que en ella vierte contra mí pueden estar inspiradas por Amadeo Perrin o por el propio juez Berthelier, ya sabéis que son mis dos mayores enemigos y que nunca han dejado de tramar planes para deshacerse de mí. Siempre se han opuesto a mis reformas. Cuando establecí que los gobernantes deberían ser elegidos por sus méritos y no por razones de herencia al pertenecer a un grupo aristocrático, dijeron que yo era un entrometido advenedizo que pretendía alterar las tradiciones de Ginebra y que con ello no respetaba ni la jerarquía social ni la herencia familiar.
—Pues a mí, y dada mi experiencia con este tipo de delincuentes, me parece que se trata de una acción desesperada de un hombre que se siente perdido y sin horizonte alguno de obtener su libertad. En las primeras semanas del juicio tal vez albergara esperanzas de que los jueces lo absolverían, pero conforme han ido discurriendo los últimos días, creo que se ha dado cuenta de sus errores y del cambio de opinión de la mayoría de los miembros del Pequeño Consejo, que han rechazado una a una todas sus estrambóticas peticiones.
—No obstante, los libertinos intentarán dar la batalla hasta el fin, y en Servet han encontrado una nueva causa para luchar contra mí —insistió Calvino.
—Descuidad. Vos habéis hecho mucho por esta ciudad. Nos habéis enseñado que los gobernantes deben ser justos y que deben procurar por encima de todo el progreso de sus pueblos y la paz social; habéis conseguido que Ginebra sea una de las ciudades más prósperas; y habéis creado la universidad y fundado instituciones que ayudan a niños huérfanos y a ancianos sin recursos.
—Los pueblos olvidan pronto, amigo Rigot. Recordad que no hace mucho tuve que exiliarme de Ginebra.
—Pero os llamamos para que volvierais y pusierais orden de nuevo en esta ciudad, que se había convertido en un fiasco sin vuestra dirección y sin vuestro ejemplo.
—Pese a ello, no dispongo de una mayoría de adeptos en el Consejo de los Doscientos para poder gobernar Ginebra según las leyes de Dios, que son las que deben aplicarse para la buena administración de la república y de las que deben derivar todos los reglamentos humanos.
—Eso cambiará pronto, no lo dudéis. Entre tanto, ¿qué hacemos con el hereje?
—Esperar —asentó Calvino.
—¿Esperar?
—Sí. Esperar a que lleguen los informes de nuestras cuatro iglesias hermanas. Y ya os adelanto que los cuatro serán demoledores para los intereses de Servet y de cuantos lo apoyan aquí.
—¿Os habéis asegurado de ello?
—Por supuesto. Los pastores que rigen esas iglesias son amigos leales. Yo ya me encargué de aleccionarlos convenientemente antes incluso de que recibieran los expedientes del tribunal y las alegaciones con las que ha respondido Servet.
—¿Y confiáis en ellos? —demandó Rigot, que quería asegurarse bien de que ninguno de los cuatro informes sería favorable a Servet.
—Por supuesto. Las reformas que se han introducido en las iglesias de Basilea, Berna, Zúrich y Schaffhausen ha sido inspiradas por mí, y sus ministros me deben cuanto son. Todo está bien atado. Servet es carne de hoguera.
Ginebra, 1 de octubre de 1553
La última semana del mes de septiembre transcurrió lenta. Los días se estaban haciendo interminables para Miguel Servet, encerrado en la prisión, sin poder salir un solo momento, con el único contacto con el exterior del carcelero, que dos veces al día le entregaba una mísera ración de comida en un único plato y un jarrillo con agua pestilente; no había vuelto a comer nada tan repugnante desde que abandonara el colegio de Montaigu en París. Las visitas de Juan de la Villa, que habían quedado restringidas a una sola a la semana de apenas unos instantes y siempre bajo vigilancia, eran su único consuelo.
Además, la llegada del otoño había traído copiosas lluvias y primero la humedad y luego el frío sustituyeron bruscamente a las templadas jornadas de finales del estío. Las noches eran cada vez más largas y gélidas. Una sola manta sucia y llena de piojos era lo único que Servet podía utilizar para mitigar la inclemencia; sus andrajosas ropas eran ya poco más que un montón de harapos, pues no le habían proporcionado aún la nueva vestimenta prometida.
En la penumbra de la celda y carente de espejo alguno, Servet no podía ver su rostro, pero lo intuía ajado, consumido y triste. Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad hasta tal punto que durante los breves instantes en que dos veces al día permanecía su carcelero en la celda para dejarle la pitanza y recoger el bacín con sus excrementos, le molestaba la tenue luz del candil hasta el extremo de tener que entornar los párpados.
Por el contrario, su nariz se había acostumbrado de tal manera a la pestilencia de aquella estancia que se había vuelto insensible a semejante hedor; al menos habían desaparecido las arcadas y los vómitos que sufrió por lo hediondo de la prisión en los primeros días. La falta de higiene le estaba provocando algunas úlceras en la piel, que intentaba curar gracias a sus conocimientos médicos, lavándoselas con la escasa agua que le servían con la comida y aliviándose con algunos ungüentos que le proporcionaba De la Villa.
Acuciado por el hambre y la sed, comido vivo por las pulgas y los chinches, aterido por la humedad y el frío que habían caído de repente sobre Ginebra, Servet había envejecido en un mes y medio el equivalente a cinco o seis años por lo que se refería a su aspecto físico.
Acababa de cumplir cuarenta y dos años, pero parecía un anciano: la extrema delgadez, los perfiles del rostro cada vez más angulados, los huesos de los pómulos marcados bajo la piel, el pelo orlado de mechones grises y con pequeñas calvas en las sienes y en los parietales, las manos huesudas y las uñas frágiles y quebradizas, la piel cubierta de roña y de pequeños edemas producidos por los mordiscos de los parásitos, los ojos enrojecidos, legañosos y casi desprovistos de pestañas, los labios agrietados y resecos, las encías sangrantes y purpúreas, los pies hinchados, las ingles y las axilas llenas de pequeñas ulceraciones…, con el paso de los días el cuerpo de Servet semejaba un despojo humano.
Al contemplar semejante estado físico, Juan de la Villa solicitó del Pequeño Consejo que se le permitiera tratar al preso con algunas medicinas, pues hasta entonces sólo le habían permitido examinarlo sin posibilidad de hacerle cura alguna, y que se le proporcionaran más alimentos. La petición del médico fue denegada.
En el Pequeño Consejo alguien dijo que, además de los informes solicitados a las cuatro iglesias reformadas, tal vez sería oportuno demandar otros similares a algunas iglesias del Imperio alemán. Calvino se negó en redondo, alegando que todas las iglesias reformadas al este del río Rin profesaban una estricta obediencia luterana, y añadió que Lutero, aun teniendo el mérito de haber sido el primero de los reformadores al publicar las noventa y cinco tesis de Wittenberg, no se había comportado en el fondo sino como un católico ligeramente retocado. En realidad, a Juan Calvino lo que más le había molestado de Lutero era que hasta el momento de su muerte, siete años atrás, nunca admitiera que la fundada por Juan Calvino fuera una verdadera Iglesia, y que el fraile alemán considerara al reformador de Ginebra como un advenedizo que debido a su orgullo y a su consideración mesiánica había roto la unidad de la Reforma, provocando la dispersión de la misma y su debilidad frente a Roma con la única idea de convertirse en la cabeza de su propia Iglesia.
Algunos seguidores de Lutero definían a Juan Calvino como un peligroso fanático, capaz de aplicar una crueldad extrema sobre sus enemigos. El propio Calvino, que se consideraba a sí mismo un ser dotado por Dios con mayores conocimientos que el resto de los hombres y como el único elegido para explicar correctamente el mensaje divino contenido en la Biblia, proponía cumplirlo al pie de la letra, según su exclusiva interpretación, porque sostenía que sólo en la palabra de Dios radicaba la verdad, como había dejado escrito en su opúsculo Cautividad babilónica de la Iglesia.
Además, los príncipes alemanes que habían aceptado las reformas de Lutero rechazaban sin embargo a Calvino porque éste los repudiaba, y acusaba a los soberanos absolutistas (y todos ellos gobernaban de ese modo en cuanto podían hacerlo) de ejercer el poder sin ningún control; lo había escrito en su librito A la nobleza cristiana de la nación alemana. Amantes como eran de la guerra, de la que obtenían numerosos beneficios y sustanciosas ganancias, aquellos engreídos señores no podían consentir que el austero Calvino predicara que las guerras ofensivas eran injustas y malditas a los ojos de Dios, y que sólo se podía admitir la guerra cuando se declaraba en defensa propia.
Y la mayoría de los magnates, banqueros y hombres de negocios también recelaban de Calvino y de sus propuestas económicas. Acostumbrados a los lujos y los excesos, que formaban parte esencial de su modo de vida y de sus señas de identidad como estamento privilegiado, los potentados del mundo no admitían que Calvino rechazara toda manifestación de lujo y de fortuna, añadiendo que la riqueza sobrante no debía invertirse en joyas, banquetes, palacios, cuadros y sedas, sino que debía repartirse entre los pobres. Incluso se atrevió a fijar en el cinco por ciento el interés máximo que los banqueros debían aplicar a sus préstamos, para así no asfixiar a los deudores y permitir el buen gobierno de las ciudades y la buena administración de sus mercados.
Ahora el tiempo acuciaba y había que destruir a Servet, completamente. Para ello, Calvino preparó una nueva acusación que lanzar sobre el reo: la de panteísmo.
—Dice Servet en su libro —se refería Calvino a Restitución del cristianismo al dirigirse a los miembros del Pequeño Consejo— que todas las cosas habitan en Dios, pero que se concentran en Jesucristo. ¿Acaso habéis oído alguna vez semejante insensatez? Las doctrinas de este hereje se sustentan en los gravísimos errores de los filósofos paganos, a los que sigue en sus escritos como perrillo faldero. Esta obra maldita —Calvino blandía ante los consejeros un ejemplar del último libro de Servet— se nutre de la doctrina de materialistas sin dios como Anaxágoras, Demócrito o Filón. Escribe este incorregible hereje que toda materia es susceptible de recibir la sustancia divina, que penetra en ella a través de la luz.
»Todo cuanto contiene este libro es herético y absurdo. Y todo en él está sujeto a una enorme confusión. Su pagano panteísmo es maldito a los ojos del Señor. Para Servet todo está impregnado de lo que él llama “la sustancia de Dios”: la carne, el alma, todo, según él, lo empapa esa extraña sustancia. Este infeliz cree que la tierra que pisa, el aire que respira, los alimentos que ingiere o los excrementos que defeca son el mismísimo Dios. Incluso me llegó a responder en una ocasión, cuando lo acusé por primera vez de panteísmo, que todo lo que nos rodea es de la misma sustancia que Dios. Yo le dije que en ese caso también lo sería el diablo. Y se ratificó en ello, sosteniendo que todo cuanto existe es una manifestación sustancial de Dios.
Tras su intervención en el Pequeño Consejo, muy similar a la que había predicado en su sermón el domingo anterior, Calvino se sentó satisfecho en su escaño.
El juez Berthelier, que asistió atento al discurso del reformador, no replicó, pero se dio cuenta de que las tornas estaban cambiando y que los libertinos estaban comenzando a perder la partida cuyo trofeo para el vencedor no era otro que la vida, o la muerte, de Miguel Servet.
Ginebra, 10 de octubre de 1553
Cada día más enfermo y más débil, más desesperado y más rendido, Miguel Servet decidió escribir una tercera carta a las autoridades de Ginebra.
En la penumbra de su celda, con los ojos enrojecidos y llorosos, y aprovechando la escasa luz que a mediodía penetraba por una estrecha tronera, comenzó su escrito:
«Magníficos señores. Hace ya tres semanas que os he pedido audiencia, pero no queréis concedérmela. Os ruego, por el amor a Jesucristo, que no me neguéis lo que sí concederíais a un turco infiel. Os demando justicia y tengo que deciros cosas trascendentes. Me encuentro muy mal: el frío me paraliza, carezco de ropa de abrigo y estoy atormentado por enfermedades y miserias que me avergüenza siquiera mentar. Señores, no me hagáis justicia si ése es vuestro deseo, pero al menos compadeceos de este pobre hombre.»
Y acababa la carta firmando como «Miguel Servet, en soledad, pero en la confianza de la segura protección de Cristo».
Tras escuchar el contenido de la carta de Servet, que el juez Filiberto Berthelier leyó con motivado énfasis ante el Pequeño Consejo, los miembros del consistorio mantuvieron un escandaloso silencio.
Berthelier dejó el folio sobre la mesa y exclamó:
—¿Es que ninguno de vosotros, honorables prohombres de la República de Ginebra, tiene nada que decir ante esta carta? —El silencio seguía siendo absoluto—. Es probable que algunas de las doctrinas de este hombre —Berthelier señaló la carta— no estén conformes con lo que dicen las Sagradas Escrituras, y que confunda la realidad con el producto de su imaginación, pero ¿creéis que un hombre como Servet debe ser condenado por ello? ¿Qué mal ha hecho, a quién ha maltratado, quién ha sufrido por su causa?
—¿Acaso tenéis vos las respuestas? —le demandó al fin uno de los jueces.
—Sí, yo las tengo: no ha hecho ningún daño, no ha maltratado a nadie y nadie ha sufrido por él.
—Ese hereje pretende destruir nuestra república —repuso el mismo juez.
—La ilustre República de Ginebra se ha dotado para su gobernanza de leyes extraordinarias que la han hecho libre y admirada en toda Europa. Si liberamos a Miguel Servet nos convertiremos en la esperanza de las nuevas naciones y en el espejo donde se miren los hombres libres del mundo. Pero si condenamos a ese hombre tan sólo por haber escrito y manifestado lo que piensa, sobre esta ciudad caerá una ignominia eterna que la convertirá en un lugar desdichado y todos nosotros seremos culpables de semejante injusticia.
—¡Exageráis, Berthelier! —gritó una voz.
—Miembros del Pequeño Consejo de Ginebra, ciudadanos honrados de esta noble ciudad a la que representamos, demos al mundo un valioso ejemplo de magnanimidad, justicia y liberalidad. Apostemos por la vida y salvemos la de ese pobre desgraciado, del que nada hay que temer.
El discurso del juez libertino sonó solemne y convincente en la sala del Pequeño Consejo, pero la suerte estaba echada y Servet caminaba directo hacia una irremediable condena.
Los atribulados consejeros se limitaron a escuchar y a denegar las desesperadas peticiones de Servet, salvo la de proporcionarle una manta de abrigo, a lo que sí accedieron, aunque a pesar de ser aprobado nunca se cumplió porque nadie se preocupó de que así se hiciera.
Calvino supo, ahora sí, que estaba a punto de ganar la última y decisiva partida.