Ginebra, 21 de agosto de 1553
Aquel lunes, poco antes de presentarse ante el tribunal para una nueva sesión del juicio, Servet se enteró por el médico Juan de la Villa, que lo visitaba cada dos o tres días, que Calvino había lanzado contra él un durísimo ataque en su homilía del domingo anterior en la iglesia de San Pedro.
—Os acusa de ser el más pérfido y peligroso de los herejes. Ayer os dedicó casi todo el tiempo de su sermón dominical, lo que no suele ser habitual, ya que aprovecha esas ocasiones para arengar a sus fieles y comentar los más diversos temas. Considera que el tribunal debe condenaros a muerte, pero ha dicho que, como cristiano que es, desea que sufráis lo menos posible sobre el cadalso.
—Un alma caritativa, ese Calvino. Así es como gana adeptos, supongo —comentó Servet.
—Pero también suma enemigos. Os aseguro que muchos ciudadanos lo odian hasta el extremo de que lo han convertido en el destinatario de las más crueles burlas. Juan Calvino apenas puede salir a la calle sin que se cruce con alguna persona que lo increpe y lo insulte del modo más sarcástico. ¿Queréis escuchar algunas de las cosas que sobre él se comentan en las tabernas de Ginebra?
—Vos diréis…
—El sábado, en la plaza del mercado, un comerciante de paños de la zona alta dijo que prefería oír a tres perros ladrando que escuchar uno solo de los sermones de Calvino. Otro, al verlo pasar ayer mismo camino de la iglesia, lo señaló con su dedo y gritó: «¿Sabéis, ciudadanos de Ginebra, que en el infierno sólo habitan dos demonios, y por ahí anda uno?» Y no cesan de compararlo e incluso identificarlo con los peores criminales de la historia. Los niños lo insultan llamándole Caín, y hay quien le ha puesto el nombre de Calvino al más sarnoso de sus perros.
—Pero pese a lo que decís que le ocurre, sigue ejerciendo una notable influencia sobre el gobierno de esta ciudad, y sobre sus tribunales. Estos días he podido comprobar que algunos jueces lo temen y que Rigot, como fiscal encargado de este proceso, sigue paso a paso su dictado en esta acusación contra mí.
—Hace cuatro años que Calvino pugna por recuperar el poder que perdió cuando los libertinos se hicieron con el control del Consejo Mayor, pero es cierto que sigue gozando de muchos apoyos. Los libertinos pretenden mantener su modo de vida y disfrutar de sus riquezas, y no admiten que Calvino los censure por ello. Y, además, no quieren que Ginebra siga acogiendo a cuantos reformadores religiosos resultan expulsados de sus países de origen por su radicalismo religioso, como ha ocurrido con algunos escoceses, franceses y alemanes. Esta ciudad se ha convertido en el refugio de cuantos son perseguidos por la Inquisición romana, y los libertinos temen que esta cuestión acabe por desencadenar una intervención directa del emperador que liquide nuestras libertades y nuestra autonomía.
—¿Quiénes están contra Calvino? —demandó Servet.
—Su cabecilla es Pedro Ameaux, miembro del Pequeño Consejo, un tipo brillante y muy capaz, tal vez el principal jefe del partido libertino y el mayor enemigo de Calvino… bueno, después de vos, claro; y además están el juez Berthelier, Francisco Favre, Amadeo Perrin, que está casado con una hija de Favre, y Sebastián Castellio, un tipo demasiado pagado de sí mismo. Éstos son los que configuran el elenco más granado de los libertinos.
—¿Y qué papel desempeña el juez Filiberto Berthelier en todo ese asunto?
—Imagino que ya lo conocéis. Es uno de los miembros más activos de los libertinos y Calvino lo odia porque lo ha desafiado en varias ocasiones. Incluso se enfrentó con uno de los pastores más fieles a Calvino y lo golpeó hasta tal punto que fue excomulgado por la Iglesia reformada de Ginebra. Odia a Calvino porque sufrió su persecución en otro tiempo.
—¿Y en cuanto a Claudio Rigot, el procurador general? Actúa como fiscal en este caso.
—Hasta ahora se había mantenido al margen de las disputas entre libertinos y calvinistas, pero me temo que al fin se ha decantado por estos últimos —dijo De la Villa—. Pero ahora hablemos de vos. ¿Os encontráis bien?
—Todo lo bien que se puede sentir un acusado de herejía y blasfemia encerrado en esta húmeda prisión.
—Lo siento; he dicho una tontería.
—Agradezco vuestra preocupación.
—Tomad, es queso. Os ayudará a sobrellevar la prisión. Sé que la comida que aquí os ofrecen es escasa.
—Muy escasa —ratificó Servet—. Pero yo he sido siempre muy frugal en mi alimentación.
—Comedlo o perderéis vuestras fuerzas.
—Os arriesgáis mucho por mí. ¿Por qué hacéis esto?
—Si os soy sincero, yo tampoco tengo demasiada simpatía por Calvino.
Poco antes del comienzo de la nueva sesión del juicio contra Servet, Juan Calvino y el fiscal Rigot conversaban en una de las alas del claustro de San Pedro, al otro lado de la entrada a la sala donde se celebraba la nueva sesión.
—Debemos vencer en este juicio; nos va mucho en ello. Ese hereje está mostrándose muy hábil en sus respuestas y se está ganando a los jueces, alentados además por el perverso Berthelier. Tan es así que algunos de ellos ponen en duda todo cuanto yo digo. Se encuentran al borde de la locura y son capaces de negar que estamos a mediodía, aunque el sol luzca en todo lo alto del cielo y su luz caiga sobre sus cabezas, simplemente por llevarme la contraria. Por fortuna, aún controlamos el Consistorio de Ancianos, y ahí hemos de dar la principal batalla. Si Miguel Servet resultara absuelto, perderíamos todo, todo.
—Descuidad. Estamos trabajando para obtener la mayoría de votos en el tribunal.
—Pero Berthelier sigue gozando de notable prestigio entre sus colegas, y pudiera ser que convenciera a alguno de ellos e inclinara su voto a favor de la absolución de Servet.
—Las pruebas contra ese tipo son contundentes —asentó el fiscal Rigot, que ya se había decantado hacia el bando calvinista.
—Debemos conseguir todavía más. Hoy mismo escribiré una carta a nuestros partidarios en Frankfurt para que recojan todos los ejemplares que puedan de Restitución del cristianismo. Sé que se distribuyeron al menos cien ejemplares en la pasada feria del libro de esa ciudad. Y haremos lo mismo con todos los que podamos recuperar en cualquier parte.
—¿Y qué pretendéis hacer con esos libros?
—Arderán en la hoguera… junto con su autor.
La sesión del juicio comenzó a mediodía. El claustro de San Pedro estaba iluminado por una luz brillantísima, emitida por un sol enorme y amarillo en medio de un cielo azul que parecía más propio de las tierras del sur que del verano suizo.
El fiscal Rigot, convenientemente aleccionado por Calvino, mostró una carta firmada por Baltasar Arnoullet y fechada el pasado 14 de julio.
—¿Conocéis a Baltasar Arnoullet, impresor en Vienne?
—Sí. Hace un año al menos que lo conozco —respondió Servet.
—¿Y es cierto que estuvo preso con vos en la cárcel de Vienne cuando os acusaron como autor de Restitución del cristianismo y a él como impresor de dicha obra?
—Así es, pero desconozco qué ha sido de él, no lo he vuelto a ver desde entonces.
—Bien, pues en esta carta Arnoullet le confiesa a un amigo que vos le engañasteis con la edición de ese libro, y concluye que lo mejor que puede hacerse con todos los ejemplares impresos es destruirlos.
Luego, el fiscal le pidió a Servet que explicara las diferencias que él veía entre Dios Padre y Jesucristo.
El médico hereje se levantó despacio y comenzó un largo alegato en su defensa. Su discurso fue pronunciado en francés, pero de vez en cuando introducía expresiones en latín, en griego y en hebreo, o citas en alemán de prestigiosos reformadores. Para sostener sus postulados se basó en la filosofía de Valla, en el materialismo de Tertuliano, en el nominalismo de Guillermo de Occam e incluso en la cábala de los sabios judíos, para acabar señalando que la teología es la búsqueda constante de la verdad y que lo que él hacía era precisamente eso.
Acabada la intervención de Servet, los jueces indecisos se inclinaron de su parte, ante el nerviosismo de Calvino, que no se perdía un solo detalle del juicio. Algunos de ellos no le habían perdonado al reformador que criticara el modo de vida de los ciudadanos ricos de Ginebra, pues ellos mismos se encontraban entre ese grupo de potentados.
Antes de acabar la sesión, y sin permitir que Servet replicara, Calvino afirmó ante el tribunal que la doctrina del acusado era una verdadera locura, y el fiscal Rigot añadió que el carácter del reo era subversivo y sus ideas muy peligrosas para el buen gobierno de la ciudad de Ginebra, a la vez que pedía a los magistrados del Pequeño Consejo que solicitaran de los magistrados de Vienne todos los datos posibles sobre las actividades ilícitas y heréticas que había practicado Servet en esa ciudad. Se acordó enviar una carta urgente con dicha solicitud.
Pero también se le ordenó al carcelero que entregara a Servet unas hojas de papel, pluma y tinta, por si quería hacer alguna petición por escrito.
Ginebra, 23 de agosto de 1553
Juan Calvino se mostraba muy alterado. Acababa de leer la copia de una carta que Servet había dirigido a los magistrados de Ginebra, que le había entregado Germán Colladon.
—¿Cuándo ha escrito esto ese hereje? —demandó el reformador.
—Ayer mismo. El tribunal le permitió disponer de papel, pluma y tinta, y la escribió de su puño y letra en la prisión. Esta misma mañana hemos conseguido esta copia.
En la carta, Servet solicitaba de los magistrados de Ginebra su libre absolución; reclamaba sus derechos a estudiar las Sagradas Escrituras y denunciaba que se le persiguiera por ello; declaraba que jamás había participado en conspiración alguna para alterar el buen gobierno de esa ciudad, de lo que tan injustamente se le había acusado, y que nunca había tenido la menor intención de ofender a nadie; recordaba sus debates con Ecolampadio o Bucer, entre otros, y reprobaba las ideas de los anabaptistas por sediciosas; y, por fin, insistía en que se le permitiera disponer de un procurador o abogado, alegando que con ello la República de Ginebra se ensalzaría mucho más.
—Imagino que el tribunal ha rechazado todas esas peticiones —supuso Calvino.
—Así es. Lo ha hecho esta misma mañana, muy temprano, aunque el juez Berthelier ha vuelto a defender al hereje con vehemencia.
—Habrá que ocuparse de Berthelier; ese hombre se ha convertido en un permanente incordio.
—Acabará quedándose solo en la defensa de Servet.
—No estéis tan seguro, Germán. Servet tiene admiradores secretos en muchas ciudades a las que han llegado sus perversas ideas y sus libros. Por lo que sé, cuenta con muchos seguidores en Basilea y en Frankfurt, además de algunos seguidores en las universidades de París y de Bolonia.
—Cuando arda en la hoguera, todo eso se acabará. En la sesión de hoy se demostrarán las maldades de ese hombre, y cuantos aún lo defienden abrirán los ojos al fin —apostilló Colladon.
—No estéis tan seguro —asentó Calvino—. La Reforma está en grave peligro. Hace un mes que María Tudor, la hija de Enrique VIII y Catalina de Aragón, se ha convertido en reina de Inglaterra en sustitución de su sobrina Juana, que apenas reinó diez días tras la muerte de Eduardo VI, el débil retoño de Ana Bolena. María es una fervorosa católica, como su madre española. Sus primeras medidas de gobierno han consistido en liberar a los católicos presos en las cárceles de Londres, perseguir a los reformadores ingleses y proclamar que Inglaterra retornará a la obediencia a la Iglesia de Roma. Dicen que incluso planea una gran alianza con España, donde pronto gobernará su sobrino el príncipe Felipe, con el que, al parecer, piensa casarse. La unión dinástica entre la católica España y una Inglaterra católica de nuevo, un emperador católico en Alemania y un rey católico en Francia supondría un golpe definitivo para el triunfo de la Reforma, que habría llegado a su fin. Bueno, tal vez quedáramos nosotros, Zúrich, Basilea y algunas otras ciudades suizas y alemanas, pero en ese escenario, ¿cuánto tiempo seríamos capaces de resistir el acoso de los papistas?
La sala anexa al claustro de la catedral de San Pedro, donde se celebraba el juicio contra Servet, estaba repleta de gente aquella mañana de miércoles, aunque sólo asistieron doce de los veinte miembros del Pequeño Consejo. La tarde anterior el fiscal Rigot había entregado un pliego con todos los asuntos sobre los que se demandaba la respuesta del acusado.
Entre el público se encontraba Calvino, que aquella misma mañana había improvisado un discurso contra Servet en una de las plazas de la ciudad, de camino hacia el tribunal.
Tras diez días en prisión, el semblante de Miguel Servet parecía firme y no acusaba todavía las secuelas que suele acarrear la privación de libertad.
Claudio Rigot, fiscal del caso, no estaba presente ese día, de modo que fue su lugarteniente quien lo sustituyó en la acusación.
Comenzó leyendo una copia de la carta que el día anterior la señoría de Ginebra había enviado al tribunal de Vienne del Delfinado informándole de que en Ginebra se estaba juzgando a Miguel Servet, alias Miguel de Villanueva, del cual sabían que se había fugado de la cárcel de la Inquisición de Vienne, y solicitaban cuanta información tuvieran para añadir a las pruebas contra el acusado. Después, el lugarteniente leyó la solicitud presentada por el tribunal en la cual demandaba que se le interrogara sobre diversos temas, a fin de comprobar si sus ideas eran heréticas.
Miguel ratificó que era natural del reino de Aragón, que se apellidaba Servet, alias Revés, dijo también, y que su padre había sido notario en la localidad de Villanueva, en la región de los Monegros.
Preguntado por si era judío o si había tenido trato con judíos, lo negó rotundamente, y afirmó que toda su familia procedía de cristianos viejos, y que un médico nombrado por el Pequeño Consejo ya lo había examinado y certificado que no estaba circuncidado, como lo están todos los judíos. Repasó su vida, sus viajes, las ciudades en las que había vivido, los grandes personajes a los que había conocido, los estudios que había realizado, sus trabajos como médico y relató los libros que había escrito, justificando su edición con referencias a las Sagradas Escrituras.
—Nuestro Señor, según se cita en el Evangelio de san Mateo, nos ordenó no ocultar lo que nos ha sido revelado, y mostrarlo a los demás —afirmó Servet con contundencia al final de su alegato defensivo.
—Este tribunal —continuó el lugarteniente— demanda del acusado, Miguel Servet, alias Miguel de Villanueva, que conteste a las siguientes preguntas. Las enunciaré una a una y el acusado podrá responderlas en los términos que considere oportunos, pero advierto que no se tolerará impertinencia alguna por parte del reo. ¿Os comprometéis a ello?
—Me comprometo —asintió Servet.
El lugarteniente del fiscal tomó el pliego de papel que la tarde anterior se había entregado al tribunal y comenzó con la nueva tanda de preguntas.
—El acusado es un hombre maduro y ha gozado de una buena posición en estos años. Sabemos que no ha profesado orden religiosa alguna, entonces ¿por qué no se ha casado, como corresponde a un hombre de su condición?
Aquella pregunta cogió por sorpresa a Servet.
—No he tenido oportunidad de hacerlo, todavía. En mis primeros años fui ayudante de don Juan de Quintana, secretario de su majestad el emperador. Viajábamos mucho y no dispuse del tiempo necesario para conocer a una mujer. Luego recorrí Francia y Alemania, sin que surgiera la oportunidad de casarme. Por fin, cuando viví por algún tiempo en Charlieu, una pequeña ciudad cerca de Lyon, sí pude hacerlo. Allí tuve una novia, pero interrumpimos nuestra relación antes de llegar al matrimonio.
—¿A causa de qué? —demandó el fiscal.
Servet tuvo que confesar que a causa de la falta de un testículo provocado por un accidente en su infancia, y la hernia en el otro que había generado en él una sensación de impotencia sexual.
Aquella respuesta pareció convencer a varios de los magistrados.
Pero el sustituto del fiscal volvió a la carga.
—¿No será que vuestra vida ha sido disoluta? ¿Acaso no vivíais en Vienne amancebado con un joven criado?
—En absoluto. Siempre me he comportado conforme a las reglas de la moral y la decencia. Y si insinuáis que he cometido con mi antiguo criado el pecado contra natura, os equivocáis.
—¿Jamás habéis tenido necesidad de gozar de una mujer?
—La castidad es una virtud. Cristo fue célibe y murió casto. No he tenido relaciones con mujeres casadas o solteras, y jamás he pisado un burdel. Yo elegí libremente ser célibe. Y en esto sí que os confieso que no me comporto como la mayoría de los hombres.
Esta respuesta de Servet provocó risas entre algunos asistentes al juicio, aunque otros se molestaron por ello.
—Habéis dicho en alguna ocasión que habéis leído el Corán, el libro de la secta mahomética; ¿por qué os ha interesado esa obra inspirada por el Maligno?
—Conozco ese libro por una traducción latina. Y no creo que sea un pecado leer aquellos libros que están equivocados. El pecado no está en la lectura. Sí, confieso que he leído ese libro, pero lo hice para poder desmontar los errores que contiene.
—Pero convendréis al menos en que ese libro está lleno de blasfemias.
—Así es.
—¿Habéis estado preso en alguna otra prisión, además de en la de Vienne?
—Tuve un problema con la justicia en Charlieu, pero se aclaró todo enseguida.
—¿Qué os ocurrió?
—Unos sicarios de un médico que me envidiaba me atacaron una noche cuando iba a curar a un enfermo y tuve que defenderme con mi espada. Eso fue todo. Sólo he sido encerrado en la cárcel de Vienne, ciudad que durante doce años fue la mía, y considero que aquella situación fue injusta, como lo es ésta.
—Habéis sido juzgado y condenado a muerte por el tribunal de la Inquisición de Vienne. Una efigie que os representaba ardió hace dos meses en una plaza de esa ciudad. Lograsteis huir de Vienne, pero no entiendo por qué vinisteis aquí. ¿Sabíais que Guillermo Guéroult, el maestro impresor que trabajó con vos en la imprenta de Baltasar Arnoullet, se encuentra refugiado en Ginebra? ¿Os habéis entrevistado con él?
—No; no lo he visto, aunque sí me dijeron que se había instalado en esta ciudad. Yo pretendía ir a Italia, para trabajar como médico en el reino de Nápoles, ya que allí viven muchos compatriotas míos.
—Mentís. Le dijisteis al mesonero de la posada de La Rosa que pretendíais llegar a Zúrich para ejercer allí la medicina.
—Estaba acorralado y confuso; y le mentí para que no me siguieran la pista los inquisidores católicos.
—¡Sois un maldito hereje! —El lugarteniente comenzó a perder la compostura ante la serenidad que mostraba Servet en cada respuesta.
—Yo he vivido siempre como un fiel cristiano, procurando alcanzar la verdad a través del estudio de las Sagradas Escrituras. En mis libros no he pretendido otra cosa que buscar la verdad y dignificar la figura del hombre como ser creado por Dios.
—En ese caso, ¿por qué abjuráis del bautismo de los niños? —El acusador se saltó aquí el orden de preguntas establecido por el fiscal.
—Si leéis con detenimiento las Sagradas Escrituras, como yo he hecho durante buena parte de mi vida, os daréis cuenta de que el bautismo de los niños pequeños es obra de brujería, una invención demoníaca de la Iglesia de Roma.
—En esa cuestión pensáis como un anabaptista.
—No —asentó Servet—. Yo reniego del bautismo de los niños porque creo que debe ser un acto de madurez. Cristo fue bautizado por san Juan cuando ya era un hombre pleno; recordad que tenía treinta años de edad cuando se sumergió en las aguas del Jordán. En cualquier caso, si me demostráis que en esto estoy equivocado, prometo mudar de opinión y aceptar vuestras propuestas. Pero, entre tanto, seguiré pensando que los niños no deberían ser bautizados.
—Y en cuanto a la Trinidad, ¿qué tenéis que decir? ¿No es cierto que habéis negado su existencia, tal cual sostienen los más grandes herejes, los pérfidos judíos y la secta de los mahometanos?
—Yo jamás he negado la existencia de la Trinidad. Sólo he sostenido que entre las Tres Personas no hay distinción real, sino formal, y me he basado para ello en los escritos de ilustres padres de la Iglesia como san Policarpo, san Ignacio y otros venerables sabios apostólicos.
—¡Tergiversáis las palabras de esos santos padres!
—En absoluto. El problema radica en que las Sagradas Escrituras han sido mal interpretadas, cuando no completamente alteradas. La pureza del cristianismo primitivo fue corrompida cuando la Iglesia se hizo con el poder temporal e impuso el dogma de la Trinidad. Desde entonces, Roma ha perseguido con toda saña a todos los que consideraba antitrinitarios: a los gnósticos, que defendían la dualidad divina; a los monarquianistas, que aseguraban que en Dios había una sola persona; a los adopcionistas seguidores de Pablo de Samosata, que decían que Cristo fue un hombre nacido de la Virgen María por obra del Espíritu Santo y que Dios padre lo adoptó como hijo y le concedió el poder divino; a los moralistas o patripasianos, que aseguraron que Dios es uno y que se hizo hombre en Cristo; a los arrianos, que afirmaron que si Cristo fue engendrado por Dios no sería eterno, luego no es Dios; a los macedonianos, que concluyeron que el Espíritu Santo no era sino un ser creado por Dios; a los nestorianos, que predicaban que en Cristo había dos personas: el Verbo y el hombre, y que el hijo de María no era por tanto Dios, sino el portador del Hijo de Dios; o a los monofisitas, que postularon que en Cristo hubo una sola naturaleza y una sola persona. Como podéis comprobar, con las Sagradas Escrituras en la mano os puedo demostrar que Cristo era humano, hijo natural, no eterno, de Dios.
—¡Eso es herejía! —clamó indignado el lugarteniente fiscal.
—Cristo se convirtió en un ser divino por obra del Espíritu Santo, que es Dios mismo. ¿Dónde estaba Cristo antes de ser engendrado por el Espíritu? Dios es uno, no trino, y gracias a ese concepto de Dios algún día podrán unirse las tres grandes religiones del Libro, y musulmanes y judíos dejarán de acusar a los cristianos de trinitarios y paganos.
—¡Herejía y blasfemia! —clamó Calvino irguiéndose desde su asiento entre el público.
—De eso mismo es de lo que me acusaría un católico romano —dijo Servet—. ¿Acaso lo sois vos, señor Calvino? Me sorprende que sigáis de un modo tan fiel los postulados de los trinitarios, de los que persiguen a todos los que no creen en ese dogma. Yo he utilizado la medicina y la teología para desmontar la mentira que nos han enseñado y que asegura que el Espíritu Santo es una persona distinta a la del Padre.
La respuesta de Servet dejó inerme a Calvino, y muy ofendido al ser calificado de trinitario ortodoxo. Aquella afrenta no se la perdonaría jamás.
—Sois un hombre sin dios —se apresuró a decir el lugarteniente del fiscal.
—No, señor fiscal. Dios es mi guía, y os ruego que no me acuséis de ateo porque yo no acuso de politeísmo a quienes creen en la Trinidad que nos ha impuesto la Iglesia romana. Los verdaderos ateos son los que disfrazan a Dios de algo que no es.
—Habláis de libros que quizá los jueces del tribunal no han leído, como los de san Ignacio o san Policarpo; propongo al tribunal que se compren esos libros y se cotejen con los que ha escrito el acusado —propuso el lugarteniente.
—Así se hará, pero este tribunal cargará los costes de los libros al reo, que deberá pagarlos de su propio peculio —concedió el presidente del tribunal.
—En ese caso, solicito que se me facilite más papel, tinta y plumas, a mi cuenta, por supuesto —dijo Servet.
El tribunal asintió.
Entre el público presente en la sala, la sensación que se mascaba era que Servet estaba ganando el juicio y que sus respuestas moderadas y precisas estaban decantando a algunos jueces indecisos a su favor.
Calvino, que se estaba dando cuenta de ello, se acercó hasta el estrado que ocupaba el lugarteniente del fiscal y le dijo al oído:
—Cortad ya esta mascarada o Servet acabará convenciendo de su inocencia a todos los miembros del consejo. Hay que decantar al tribunal para que lo condene a muerte, y enseguida.
—No disponemos de los votos suficientes para ello. Si ahora se produjera una votación, Servet saldría absuelto —bisbisó el acusador—. ¿Qué podemos hacer?
Calvino se encontraba muy nervioso ante la posibilidad de que Servet quedase libre.
—No tenemos otra que retirar a nuestros hombres del Pequeño Consejo. Si no se alcanza el quórum necesario, no se podrá votar y no podrá adoptarse ninguna decisión, y así ganaremos tiempo para que Servet continúe en prisión hasta que dispongamos de la mayoría suficiente para condenarlo a muerte —propuso Calvino.
—De acuerdo, así lo haremos —ratificó el lugarteniente del fiscal.
Calvino transmitió a sus hombres la consigna de abandonar la sesión del consejo, y les ordenó que no volvieran a formar parte de él, al menos en las votaciones, hasta que no dispusieran de la mayoría absoluta y pudieran ganar una votación. Los calvinistas salieron de aquella sesión tras recibir esas instrucciones.
Filiberto Berthelier se dio cuenta enseguida de la maniobra de Calvino, pero no pudo evitarla. Cuando iba a proponer que se votara la puesta en libertad de Miguel Servet ya no había quórum para realizar la votación preceptiva entre los miembros del Pequeño Consejo, y tuvo que renunciar a presentar la propuesta.
Calvino se retiró de la sala escoltado por Germán Colladon y Nicolás de la Fontaine. No había alcanzado su propósito, pero había logrado ganar un tiempo precioso.
Aquella misma tarde, el fiscal formalizó la acusación contra Servet, que presentó ante la curia de justicia al día siguiente. En su escrito señalaba que el reo no había respondido con claridad a las preguntas de la acusación, que no hacía sino contradecirse, mentir y burlarse del tribunal, y que injuriaba a la Iglesia de Cristo. Lo colocaba entre los herejes más perniciosos que jamás habían existido, lo consideraba un peligroso agitador del orden establecido por Dios y pedía la pena de muerte como castigo. En ese mismo escrito se denegaba una vez más a Servet la asistencia de un procurador y abogado que lo defendiera en el juicio.
Vienne, 25 de agosto de 1553
La noticia del apresamiento de Miguel Servet se conoció en Vienne cuando hasta allí llegó una carta del Consejo de Ginebra informando sobre la captura del fugitivo y solicitando información sobre sus actividades en esa ciudad del Ródano. De inmediato, el secretario Villars, auditor del cardenal Francisco de Tournon, informó sobre la situación del hereje que había sido quemado en efigie dos meses atrás y del que no habían vuelto a tener ninguna noticia desde que escapara de prisión aquella madrugada de abril.
Entre tanto, el arzobispo Pedro Palmier, que mantenía intactos sus sentimientos de amistad hacia Servet, convocó en su palacio una reunión a la que asistieron Luis Arzellier, vicario de la diócesis, y Antonio de la Court, vicebaile de Vienne.
—Amigos, como ya sabéis el que fuera mi médico personal, Miguel de Villanueva, también conocido como Miguel Servet, ha sido apresado hace unos días en la ciudad de Ginebra. En estos momentos un tribunal lo está juzgando por los mismos cargos por los que fue condenado y quemado en efigie hace unas semanas aquí mismo. El pastor protestante Juan Calvino es quien encabeza la acusación.
—En ese caso, monseñor, don Miguel está perdido —intervino el vicario Arzellier.
—El Concejo de Vienne solicitará esta misma mañana la extradición de don Miguel, pero me temo que será en vano. Calvino no soltará a su presa —informó el vicebaile.
—Eso creo yo, señores. Ese protestante ha perdido el control del gobierno de Ginebra y desea recuperarlo para proseguir con sus reformas, y don Miguel se ha convertido en su gran baza para lograr sus propósitos —dijo el arzobispo.
—Eso significa que lo condenarán a muerte —supuso De la Court.
—No lo dudéis, don Antonio; en cuanto Calvino disponga de los votos necesarios en el tribunal, así será —asentó Arzellier.
Antonio de la Court recordó entonces la ayuda que le había prestado a Servet para huir de la prisión de Vienne y cómo le seguía agradeciendo a aquel médico que hubiera salvado la vida de su hijita.
—Don Miguel no debería acabar quemado en la hoguera de una ciudad protestante; realizó muchas buenas obras mientras trabajó como médico en esa ciudad —dijo De la Court.
—Olvidáis que un tribunal de la Santa Inquisición ya lo condenó aquí por herejía y blasfemia —recordó el vicario, que ignoraba la decisiva intervención de su arzobispo y del vicebaile en la huida de Servet.
—Ese juicio no fue justo. El cardenal Tournon manipuló al tribunal, formado por tres incompetentes inútiles, para ganar una baza en su camino hacia el papado —dijo Antonio de la Court.
—Los libros de ese médico contienen doctrinas contrarias a la fe cristiana, y en ellos se descalifica a los papas y a todas las jerarquías eclesiásticas de la Iglesia. Y, precisamente, en eso consiste la herejía. —El vicario miró a su arzobispo como demandando su conformidad.
—Es probable que así sea, pero no olvidéis, don Luis, que mientras vivió entre nosotros don Miguel se comportó siempre como un buen cristiano y que consiguió muchos beneficios para esta comunidad —terció el arzobispo Palmier.
—Pero fue condenado por un tribunal de la Santa Inquisición —replicó el vicario, que comenzó a sospechar sobre la relación de sus dos interlocutores con Servet.
—Dejemos este asunto y vayamos a lo que ahora importa. ¿Existe alguna posibilidad de que las autoridades de Ginebra envíen a don Miguel de regreso a Vienne? —le preguntó el arzobispo al vicebaile.
—Creo que ninguna, monseñor. La captura de don Miguel ha constituido un relevante triunfo para los protestantes, y ahora lo exhiben como un trofeo. No pueden dejarlo libre porque entonces serían acusados de colaborar con las ideas de los herejes más contumaces y todos sus planteamientos reformadores quedarían en entredicho; pero tampoco pueden devolverlo a Vienne porque eso supondría reconocer la autoridad de un tribunal que obedece a los dictados de Roma, que ellos rechazan. Por eso, creo que lo condenarán y lo ejecutarán allí mismo —explicó De la Court.
—¿Sería posible organizar un plan de rescate? —preguntó de nuevo Palmier.
—No lo creo, monseñor. Una acción tan arriesgada sólo podría realizarse mediante un ataque directo a Ginebra, y para eso haría falta un gran ejército. Y en ese caso, y aunque esa ciudad suiza dispone en la práctica de una completa autonomía, el emperador Carlos la considera parte de su imperio y entendería, y con razón, que Francia ha atacado uno de sus dominios, lo que supondría la inmediata declaración de guerra entre ambas naciones.
—Me refería a una acción más discreta. Ya me entendéis…
—Varios hombres bien entrenados, aun a riesgo de sus vidas, podrían ejecutar un golpe de mano atrevido y audaz, pero sería muy complicado, y no creo que haya nadie dispuesto a jugarse la vida para rescatar a un hombre ya condenado a muerte —dijo De la Court.
—Pero, señores, ¿os habéis vuelto locos? Y perdonad esta expresión, monseñor. ¡Se trata de un hereje! —intervino el vicario.
—Era sólo una hipótesis, don Luis, sólo una hipótesis —lo tranquilizó el arzobispo—. A la Iglesia le hubiera gustado cerrar este caso por ella misma, y no dejarlo en manos de los protestantes.
En realidad, lo que estaba pensando el arzobispo Palmier era liberar a Servet con la excusa de que se cumpliera la sentencia en Vienne, pero con la idea de que antes de devolverlo al tribunal de la Inquisición lo dejaría escapar de nuevo. Aunque el vicebaile lo había convencido de que semejante operación era absolutamente inviable.
Esa misma mañana, el tribunal de la Inquisición y las autoridades de la ciudad de Vienne se pusieron de acuerdo para enviar un mensaje urgente a los magistrados de Ginebra solicitando que les fuera entregado el reo Miguel Servet, ya que sobre él se había dictado una sentencia de culpabilidad por hereje y blasfemo y había una orden de captura tras su huida de prisión, aunque sabían que aquella petición sería en vano.
Ginebra, 31 de agosto de 1553
El Pequeño Consejo ya había estudiado el acta formal de acusación de Servet remitida por el fiscal, en la cual se daba por cierto que este hombre había caído en la herejía y en la blasfemia y que había escrito palabras injuriosas contra la fe y contra muy buenos cristianos.
Hacía tres días que Servet había sido sometido a un nuevo interrogatorio, ya con el acta formal de acusación aceptada por el tribunal. Además de insistir en cuestiones doctrinales bien conocidas, se le preguntó otra vez por su relación con los editores Baltasar Arnoullet y Guillermo Guéroult. El médico explicó que ninguno de los dos sabía nada sobre el contenido del libro que estaban editando, Restitución del cristianismo, pues el mismo Servet destruía las planchas tal cual se iban imprimiendo.
También se le preguntó por la carencia de uno de sus testículos, y respondió que sufrió un accidente a la edad de cinco años a causa del cual lo perdió y que más tarde enfermó de hernia en el otro, lo que le había imposibilitado para procrear. Y negó haber tenido cualquier tentación lasciva en su vida ni ninguna relación contra natura.
Aquella mañana de jueves el médico Juan de la Villa había acudido a la celda que ocupaba Servet con la excusa de examinar su estado de salud. En realidad, lo que pretendía era informarle sobre los últimos acontecimientos de la ciudad.
Tras saludarse, el médico De la Villa le comentó las novedades.
—Ayer llegó al Consejo de Ginebra un mensaje de las autoridades de Vienne. El tribunal de la Inquisición y las autoridades de esa ciudad solicitan formalmente vuestra extradición. Con la carta de petición, venía adjunta una copia de la sentencia por la que se os condenó a muerte en la hoguera.
—¿Y qué aducen para ello? —demandó Servet.
—Alegan que tienen jurisdicción sobre vos, ya que sois un preso fugitivo que ha cometido varios crímenes en su territorio, por los que habéis sido condenado en ausencia, y que por ello es en Vienne donde debéis recibir el correspondiente castigo. ¡Ah!, y también piden que queden eximidos de solicitar las pruebas que el tribunal del Pequeño Consejo les solicitó para completar los datos sobre vuestra acusación aquí en Ginebra.
—¿Sabéis qué va a decidir el tribunal sobre esa solicitud de los de Vienne?
—No creo que accedan, pero lo decidirán esta misma mañana, con vos presente. Dentro de un rato vendrán a buscaros. El Pequeño Consejo ya ha sido convocado para dirimir esta demanda.
—Los jueces partidarios de Calvino se retiraron de la última sesión del juicio antes de proceder a una votación. Su táctica consiste en evitar que exista quórum para que no se pueda votar en mi contra hasta que no tengan asegurada la mayoría —dijo Servet.
—Sí, lo sé. Toda la ciudad lo sabe, señor, pero en este punto concreto están de acuerdo los calvinistas y los libertinos: nadie desea que seáis extraditado. Los calvinistas pretenden encabezar el proceso contra vos y erigirse ellos como los protagonistas de vuestra condena, para demostrar que son fuertes y que todavía ejercen alguna influencia en el gobierno de Ginebra; y los libertinos han adoptado vuestra causa como propia y quieren que quedéis libre para demostrar así que en esta ciudad es posible una vida nueva donde se respeten las libertades y los derechos de todos los hombres, como ellos proponen. Y si me permitís un consejo, señor…
—Sois mi único amigo en Ginebra, don Juan, adelante, os escucho —dijo Servet.
—Creo que debéis luchar por conseguir que el Pequeño Consejo se inhiba en vuestro proceso. Calvino y sus seguidores han perdido mucho terreno en los últimos meses, y siguen retrocediendo. Si conseguís que vuestro caso se dirima al fin ante el Consejo Mayor, habréis ganado. En el Consejo de los Doscientos la mayoría está integrada por miembros de las familias más ricas de la ciudad, los que han sufrido las mayores descalificaciones por parte de Calvino. Son ellos quienes abominan con mayor inquina de este personaje que no cesa de atacar y criticar el modo de vida de los patricios, de sus riquezas y del lujo del que se rodean. Si vuestro caso se traslada allí, habréis ganado.
—Os lo agradezco, don Juan.
—Ya sabéis que os aprecio, pero…
—¿Pero?
—Si, por desgracia, os condenaran… yo, yo…
—Decidme.
—Tendré que negar cualquier relación de amistad con vos, y declarar, si me lo demandan, que me limité a aplicar mis servicios profesionales como médico. ¿Lo entendéis, verdad?
—No tenéis que darme explicaciones sobre vuestro comportamiento; en ningún caso os perjudicaría. Os habéis portado conmigo como un buen amigo y sé valorar todo cuanto eso significa. No os preocupéis, no haré nada que os pueda poner en peligro. Y ahora marchaos, o el carcelero sospechará por vuestra larga visita.
Cuando se quedó solo, Miguel sintió miedo. No solía arrepentirse de su decisiones, pues su altanería era tanta que no creía equivocarse, pero en la soledad de aquella celda lamentó haber tomado el camino de Ginebra tras aquella pesadilla en la que soñó con Calvino en la posada de Annecy. Y se imaginó instalado en la ciudad Nápoles, libre y seguro, o refugiado en el pueblecito de su criado, entre las agrestes colinas de Auvernia, sin más preocupación que dejar pasar los días al abrigo del sol del mediodía. Pero ya era tarde para lamentarse, ahora debía preparar su defensa y aguardar a que la razón, que creía de su lado, se impusiera y quedara al fin libre de toda acusación.
Como le había informado don Juan de la Villa, poco tiempo después unos oficiales del tribunal se presentaron en su celda y le ordenaron que los acompañara.
La mayoría de los veinte miembros del Pequeño Consejo estaban reunidos en sesión urgente para dirimir la petición de las autoridades de Vienne sobre el caso de la extradición de Servet. Pedro Ameaux, Francisco Favre, Sebastián Castellio y Amadeo Perrin, los cuatro cabecillas del partido libertino, se habían puesto de acuerdo para impedir a toda costa la extradición de Servet. Sabían que los calvinistas tampoco la iban a admitir.
Fue Filiberto Berthelier quien, como juez, abrió la sesión.
—En este consejo se ha recibido una carta de las autoridades de la ciudad de Vienne sobre el Ródano, en el reino de Francia, a través de la cual se solicita la entrega del ciudadano Miguel Servet, alias Miguel de Villanueva, por haber sido juzgado y condenado por gravísimos crímenes cometidos en su jurisdicción. Es potestad de este consejo admitir o rechazar dicha petición. Miguel Servet —prosiguió Berthelier dirigiéndose al acusado—, ¿tenéis algo que alegar sobre esa cuestión?
El médico aragonés contó el número de consejeros asistentes: eran quince. Había quórum. Luego se levantó de su silla.
—¿Qué alternativas tengo? —preguntó.
—Sólo dos: o aceptáis ser enviado a Vienne o permanecéis aquí en Ginebra y os enfrentáis a los cargos que se os imputan en el juicio que se ha incoado contra vos. La decisión depende de este tribunal, pero hemos decidido escuchar vuestra opinión. ¿Qué preferís?
Tras unos instantes en silencio, Servet dio dos pasos hacia delante y se arrodilló ante el tribunal.
—Señores: en el nombre de Dios y de Su Hijo Jesucristo os ruego que no me enviéis de vuelta a Vienne. Hace unos meses fui juzgado de manera injusta en esa ciudad y, en ausencia, fui condenado y mi efigie quemada en una plaza. Si me devolvéis a Vienne, me espera la hoguera y una muerte cierta.
—¿Cómo lograsteis escapar de Vienne? —le preguntó Berthelier.
—Fue fácil. Le pedí al carcelero la llave de los retretes, aproveché un descuido, lo maniaté y me fui. —Servet mintió para no delatar a sus amigos que le habían facilitado la fuga de la cárcel de Vienne.
—¿Así de sencillo?
—Sí.
—Haced pasad al carcelero —ordenó Berthelier ante la sorpresa de Servet.
El carcelero que había custodiado a Servet en la prisión del convento de dominicos de Vienne apareció de pronto. Había llegado a Ginebra dos días antes como portador de la carta en la que las autoridades de Vienne demandaban la devolución del acusado.
—¿Conocéis a este hombre? —le preguntó el fiscal a Servet.
—Sí. Fue mi carcelero en Vienne.
—¿Es así como ocurrió la fuga? —le preguntó ahora el fiscal al carcelero, que había escuchado la declaración de Servet tras una cortina.
—Sí señor, así fue —respondió.
—¿Por qué tantas facilidades?
—Me ordenaron que lo dejara circular por la prisión sin estrecheces, y yo cumplí lo que se me ordenó, pero en un descuido me redujo y escapó —se limitó a contestar el carcelero.
El fiscal se dio por satisfecho.
—Bien, os repito una pregunta: ¿queréis regresar a Vienne? —demandó el fiscal a Servet.
—Lo que deseo —Servet comenzó a sollozar— es quedarme aquí, en Ginebra, donde sé que me espera un juicio justo. Os lo suplico. —Las lágrimas inundaban sus ojos—. No me deportéis, juzgadme aquí y haced conmigo lo que queráis, pero no me enviéis a Vienne, no lo hagáis. Os lo suplico, os lo suplico, os lo suplico…
Y Servet, entre sollozos, se arrojó al suelo, completamente tumbado boca abajo y con los brazos extendidos al frente.
Se hizo un silencio denso y largo. La figura del acusado tirada en el suelo conmovió a algunos de los asistentes, pero el fiscal se mantuvo impertérrito.
—Escuchadas las palabras del reo, y si nadie tiene nada más que decir, pasaremos a la votación sobre la petición de extradición de Miguel Servet solicitada por las autoridades de Vienne —dijo Berthelier.
En esta ocasión Calvino había dado orden a los suyos de permanecer en la sala del Pequeño Consejo y votar en contra de la extradición. Si, al fin, Servet tenía que ser quemado como hereje, deberían hacerlo los reformadores de Ginebra, para dejar bien claro a toda la cristiandad que ellos eran tan garantes de la pureza de la fe cristiana y de los dogmas sagrados, o más incluso, que los propios católicos.
El resultado de la votación fue unánime. Ni un solo consejero se mostró partidario de conceder la extradición de Servet.
—El secretario del Pequeño Consejo redactará un escrito comunicando a las autoridades de Vienne que su propuesta ha sido rechazada. Si os parece, señores, propongo que esta negativa se redacte en los términos más respetuosos y que se haga saber a las autoridades de Vienne que este consejo sabrá aplicar la justicia —zanjó Berthelier—. Y ordeno al acusado que se levante y se comporte con la dignidad debida ante este tribunal. El juicio proseguirá mañana a mediodía.