Capítulo III

Entre el Ródano y los Alpes, mediados de abril de 1553

Caminaron tres días, sin apenas detenerse, siempre hacia el este, durmiendo junto a sus mulas en casas abandonadas o al abrigo de algunas cuevas. Servet supuso que los inquisidores de Vienne los perseguirían aguas abajo del Ródano, de camino hacia Aragón, en las Españas, su nación de origen.

Pero el médico hereje y su criado tomaron el camino de Italia; tenía la intención de dirigirse hasta Grenoble y desde allí ascender por las laderas de los Alpes y atravesarlos por alguno de los puertos que a comienzos de mayo empezaban a quedar libres de las nieves invernales. Tal vez podrían unirse a algún grupo de mercaderes y pasar desapercibidos hasta alcanzar las tierras de Italia, lejos de los dominios de la Inquisición francesa.

—Italia es el único lugar adonde podemos ir —le confesó Servet a su criado mientras descansaban al pie de una empinada ladera, poco antes de llegar a la localidad de Briançon, donde comenzaba el último tramo del camino hacia Italia—. Sé de algunos perseguidos por la Inquisición francesa que han conseguido refugio en la ciudad y en el reino de Nápoles. Todos los que son acosados por los franceses encuentran buena acogida en esa ciudad, donde todavía se permite cierta relajación religiosa. Lo sé bien porque en Nápoles se pueden adquirir sin problemas ejemplares de uno de mis libros, Sobre los errores de la Trinidad, que Giorgio Filatello ha traducido al italiano.

—Pero Italia es católica; allí tampoco os dejarán en paz.

—Nápoles es una posesión del reino de las Españas y el papa Julio III acaba de librar una guerra contra el rey de Francia. Por consiguiente, los enemigos de Francia son bien recibidos por el papa y por el emperador. Y si las cosas fueran mal dadas, siempre queda la posibilidad de viajar al Nuevo Mundo. Desde Nápoles es fácil navegar hasta el sur de España, de cuyos puertos salen a menudo barcos hacia esa tierra de promisión; tal vez allí sí sea posible iniciar una nueva vida.

—¿Y si nos detienen en el camino?

—Tienes razón. Necesitamos un salvoconducto, y sé cómo lograrlo.

—¿Conocéis a alguien en esa ciudad? —preguntó el criado señalando el caserío de Briançon.

—No, pero disponemos de dinero suficiente para conseguirlo. Briançon es la última ciudad notable antes de Italia y lugar de paso de numerosos mercaderes, seguro que hay un notario con pocos escrúpulos que se dedica a falsificar pasaportes a cambio de un buen puñado de monedas. No olvides, Benito, que el dinero abre todas las puertas.

Aguardaron pacientes bajo un saliente rocoso a que dejara de llover y arrearon a las mulas hacia la ciudad, ubicada en el cruce de dos valles, con el caserío de tejados de pizarra encaramado en la ladera de un escarpado cerro coronado por una fortaleza.

Al atravesar el angosto arco de su puerta oeste, entre dos torreones de la muralla, nadie les pidió cuentas; preguntaron por un buen albergue a un panadero que anunciaba sus productos a voz en grito, y éste les indicó que siguieran rectos por la calle Meana unos cincuenta pasos, hasta llegar a la calle Mayor, en cuyo cruce encontrarían la Oca azul, la mejor posada de la ciudad que disponía además de un establo propio.

Al salir a la calle Mayor, enseguida localizaron la taberna de la Oca azul; estaba ubicada en un notable edificio y tenía la fachada pintada de amarillo, con una gran oca dibujada en color azul encima de la puerta.

Servet entró en la posada mientras Benito se quedó afuera al cuidado de las mulas.

—Necesito cama y comida para dos personas, y una cuadra para mis dos mulas —le dijo al posadero.

—Primero decidme quién sois y luego enseñadme vuestro dinero.

—Me llamo Miguel de Normandía —Servet soltó el primer nombre que le vino a la cabeza— y soy ciudadano de París y físico de profesión. Me dirijo a Italia con mi criado para trabajar al servicio de los duques de Milán. Necesitaría, además, un salvoconducto, el que traía de París lo he perdido en el camino.

El mesonero se rascó la cabeza y observó con ironía a Servet.

—Creo que me estáis mintiendo, pero me importa un rábano quién seáis, adónde os dirigís y qué vais a hacer. Sólo quiero ver vuestro dinero.

—Tomad: una corona de oro por adelantado; creo que con eso llegará para unos días y para que mantengáis vuestra boca bien cerrada.

Los ojos del mesonero se abrieron como dos lunas llenas.

—Claro, señor, claro. ¡Rápido! —le ordenó el mesonero a uno de sus sirvientes—, sal ahí afuera y lleva las acémilas de este señor al establo. Que no les falte agua, cebada y heno. Y para vos y vuestro criado dispongo de una excelente estancia, la mejor de esta casa.

—Dejemos eso para más tarde. Ahora decidme dónde puedo encontrar a un notario que me extienda un pasaporte.

Un par de horas después Servet regresó a la posada con una flamante cédula de papel expedida por el preboste de París en la que reconocía al portador como Miguel de Normandía, ciudadano de París y miembro de la ilustre cofradía de médicos de San Lucas de esa ciudad.

—Ya está —le confesó a su criado—. Tengo la cédula que me acredita como médico de París. Podremos pasar a Italia sin más problemas.

—Malas noticias, señor —le dijo Benito mostrando una notable excitación.

—¿Qué ocurre?

—El mozo de cuadras me ha informado de que unos oficiales de la Inquisición estuvieron aquí ayer preguntando por un reo fugado de la cárcel de la Inquisición en Vienne que tal vez viajara acompañado de un joven criado. La descripción de ese reo corresponde a la vuestra.

—Maldita sea… ¡Cómo han podido adelantarnos!

—Montaban caballos, señor, son menos seguros y resistentes pero mucho más rápidos que nuestras mulas.

—No podemos quedarnos aquí por mucho tiempo. Cenaremos caliente, dormiremos en esta posada y mañana saldremos temprano. Si nos apresuramos podemos cruzar los Alpes en dos días. Pasado mañana estaremos a salvo en Italia.

—Los inquisidores controlan el paso, señor.

—¿Todo eso te ha dicho el mozo de cuadras?

—Os aseguro que nadie dispone de más información sobre los viajeros que los que sirven en los establos.

—¿Qué podemos hacer?

—Me ha propuesto una alternativa. Lo más seguro es desandar nuestros pasos y tomar un camino hacia el norte, a algo más de media jornada de aquí. Esa ruta atraviesa un puerto llamado Galibier, que en esta época del año todavía tiene mucha nieve, pero que con esfuerzo tal vez sea transitable.

—¿Y ya estaremos en Italia?

—No, todavía no. Ese camino nos llevará a una localidad llamada San Miguel, de donde sale un camino hacia el col de Cenis; al otro lado está Italia.

—Al parecer no tenemos otra posibilidad.

—Creo que no, señor.

Cenaron una sopa de gachas con pan y queso fundido y unos huevos fritos; Servet retiró con su cuchara las dos tajadas de tocino que acompañaban a los huevos y se las ofreció a su criado, que las aceptó gustoso.

Poco antes del amanecer aparejaron sus mulas y cargaron una bolsa con dos panes, embutido de ciervo, un queso cremoso, un cuarto de costillar de cerdo ahumado, un buen pedazo de cecina de vaca y un boto lleno de cerveza. Al ver tanta carne, Servet le pidió al posadero que incluyera manzanas confitadas, un bote de miel y algunas legumbres.

—Si la administráis bien, tenéis comida suficiente para una semana —le dijo el posadero.

—Os agradezco la hospitalidad. Tomad, y compartidlo con vuestro mozo de cuadras.

Servet le entregó media docena de monedas de plata.

—Dejadlo. Con lo que me disteis ayer estoy muy bien pagado; y todavía sobra. Si alguna vez regresáis por aquí, la casa os invitará a un asado de buey y a una buena botella de borgoña. Id con Dios, quien quiera que seáis…

—Quedad con él.

Ginebra, fines de abril de 1553

Juan Calvino y Guillermo Farel, que seguía en Ginebra de visita, paseaban a orillas del lago Leman. La mañana era agradable y luminosa y el sol comenzaba a calentar con cierta fuerza mediada la primavera.

—Echo de menos a mi esposa y a mi hijo. Ideleta era una buena mujer; murió demasiado joven —comentó Calvino al recordar a Ideleta de Bures, fallecida cuatro años atrás, y a su jovencísimo hijo, que lo hizo poco después de su madre. Cuando se casó con Calvino, Ideleta era viuda de un anabaptista convertido al calvinismo.

—Tenéis cuarenta y cuatro años, todavía podéis tomar una nueva esposa.

—No, estimado Guillermo, no. Dios lo ha querido así. Él ha decidido que ahora mi vida debe consagrarse en exclusiva a la defensa de la verdadera fe. Dios me ha elegido para ello y no puedo decepcionarlo. Si tomara una nueva esposa, debería prestarle parte de mi atención, como ordenan las Sagradas Escrituras, y eso detraería mucho tiempo del que debo dedicar a mis estudios, a mi misión y a mis lecturas.

»Además, nuestras ideas están ganando terreno en todas partes. Cada vez tenemos más partidarios en los Países Bajos, pues los mejores predicadores de Brabante se forman aquí, en Ginebra, en nuestro colegio. Muerto Enrique VIII, su débil hijo Eduardo VI ha continuado la segregación con Roma; incluso Catalina Parr, la sexta esposa de Enrique, fue fiel a nuestra doctrina hasta su muerte. Y hace cuatro años que la ciudad de Zúrich, gracias al recordado Zwinglio, que murió luchando por la Reforma, se ha unido a nosotros merced a su pastor Bullinger.

Los calvinistas habían firmado un acuerdo, conocido como el Consensus Tigurinus, mediante el cual la ciudad de Zúrich se comprometía a seguir las normas dictadas por la Iglesia reformada de Juan Calvino.

—La Reforma, impulsada por vos, triunfará en todo el orbe cristiano. El sacrificio de Zwinglio no será en vano.

—Dios lo quiera, pero para ello deberemos acabar con todos los herejes que cuestionan los fundamentos de nuestra fe. Y hay uno que debe ser el primero en caer.

—¿Os referís a Servet? —le preguntó Farel.

—Ese ser diabólico… Ha logrado escapar de la cárcel de la Inquisición en Vienne y todavía, que yo sepa, no han conseguido detenerlo.

—Los muy inútiles…

—No es tan fácil. Servet es un verdadero especialista en burlar a la justicia. Ya lo hizo hace unos años en Toulouse y en París, y ahora también lo ha conseguido en Vienne.

—Acabarán atrapándolo. No tiene adónde ir.

—Por lo que sé, los espías de la Inquisición francesa están desplegados por todos los caminos a cien millas alrededor de Vienne, y controlan los pasos hacia Italia y los embarcaderos del Ródano —explicó Calvino.

—En ese caso, tarde o temprano caerá en sus redes.

—No lo creo, al menos mientras tenga el apoyo del arzobispo de Vienne. Estoy convencido de que algunos soldados, si lo ven, harán la vista gorda.

—¿A qué se debe ese apoyo? —preguntó Farel.

—Monseñor Palmier fue alumno de Servet en París, donde asistió a sus clases de geografía, astronomía y astrología en el colegio de los Lombardos; allí se hicieron muy amigos. Cuando Palmier se convirtió en arzobispo de Vienne, llamó a su lado a Servet para ofrecerle refugio y para que le sirviera como su médico personal. Todos estos años ha permanecido allí, oculto bajo el alias de Miguel de Villanueva, protegido por el arzobispo, y creo que lo sigue estando. Sólo así se entiende la manera en que ha logrado escapar de la prisión y cómo ha eludido una muerte cierta. Si no se hubiera fugado, el tribunal de la Inquisición de Vienne lo hubiera considerado culpable de herejía y hubiera sido ejecutado de inmediato.

En una aldea de los Alpes, mediados de mayo de 1553

A pesar de que lo intentaron, el paso del Galibier resultó por el momento infranqueable. Servet y su criado tuvieron que desistir ante la gran cantidad de nieve acumulada en aquel puerto y descendieron el camino andando hasta una pequeña aldea.

Unos granjeros aceptaron cederles una habitación con unos sacos de paja limpia para dormir y comida a cambio de unas monedas en tanto el paso se mantuviera bloqueado por la nieve, lo que algunos años solía ocurrir hasta bien entrado el verano.

Conforme transcurrían las semanas, las jornadas se hacían cada vez más largas y la monotonía y la rutina se adueñaron de la vida de Servet, que pasaba los días aguardando a que la nieve acumulada en el Galibier disminuyera y le permitiera atravesar aquel puerto.

Tras la cena, Servet solía sentarse en un poyo a la puerta de la casa de los granjeros y contemplaba el cielo estrellado, buscando en el firmamento las respuestas a las preguntas que se seguía haciendo. En el silencio de la noche solía observar las estrellas y recordaba las enseñanzas de Copérnico, el hombre sin dios, el primero que cambió la manera de entender el universo, el científico que desencadenó el estallido de la vieja tensión entre la razón y la fe.

En algunas ocasiones lo acompañaba su criado Benito, que escuchaba atento los relatos de la vida de su señor, una existencia repleta de experiencias asombrosas.

—Nací en una pequeña aldea de Aragón; se llama Villanueva y está ubicada en el centro de una estepa, casi un desierto. Aquella tierra es llana y amarilla, el sol y el viento la azotan sin piedad y apenas llueve media docena de días a lo largo del año —comentó el médico.

—¿La echáis de menos? Todo el mundo quiere volver alguna vez a su tierra natal —dijo el criado.

—A veces sí. En algunas ocasiones rememoro sus campos de cereales, tan ralos que apenas producen pan para sus vecinos, sus páramos resecos azotados por el viento de poniente y sus cálidos atardeceres rojos estivales, sin duda el momento más plácido del día. Pero sobre todo echo en falta a mis padres. ¿Sabes, Benito?, mi padre, Antón Serveto, era notario, heredero de una familia de infanzones, y mi madre, Catalina Conesa, pertenecía al linaje de los Zaporta, una rica e influyente familia de conversos.

—¿Conversos…? ¿Qué significa conversos?

—En el reino de Aragón se llama así a los judíos que voluntariamente abandonaron su religión y se bautizaron cristianos. Bueno, en realidad se bautizaron para evitar la expulsión de su país.

—Entonces ¿vos sois judío?

—No. Soy cristiano, como tú. Aunque algunos de mis enemigos me han acusado de ser judío tan sólo para desprestigiarme, como si haber nacido de padres de una determinada religión constituyera una mancha indeleble para cualquier hombre.

—Pero los judíos asesinaron a Nuestro Señor Jesús, por eso son malditos a los ojos de Dios.

—Ningún hombre es maldito a los ojos del Creador, no lo olvides.

—Pero no están bautizados, y rechazan los sacramentos.

—Los sacramentos son una creación humana, salvo el bautismo y la cena, que los católicos llaman eucaristía. Ningún niño que muera antes de recibir el bautismo irá al infierno, pues los pequeños no tienen percepción del mal y sin esa circunstancia no se comete pecado. Por eso nadie debería ser bautizado antes de cumplir los veinte años. El pecado se produce cuando existe el conocimiento de cometerlo, por eso los niños deberían ser educados poco a poco, pero no según las costumbres de los hombres, que han demostrado ser perversas, sino según la palabra de Dios.

—Pero los sacerdotes…

—La mayoría de los sacerdotes, obispos y cardenales se ha corrompido por el afán desmesurado de acumular riquezas. La pureza de la primitiva Iglesia de Cristo, que era la Iglesia de los pobres, resultó contaminada por el poder y el dinero cuando un emperador romano llamado Constantino la transformó en un brazo más del poder de su imperio. Desde entonces, el papado ha seguido la senda del error, Roma se ha convertido en la nueva Babilonia y el mal se ha adueñado de la Iglesia y de sus jerarquías. Ahora, el papa es el verdadero Anticristo que anunciaron los profetas, los únicos por los que Dios se reveló al hombre antes de que llegara su hijo Jesucristo. Por eso hay que acabar con esta Iglesia, restituir al cristianismo a su orígenes puros, volver a las genuinas enseñanzas del Evangelio y rehacer las vivencias ejemplares de las primeras comunidades cristianas.

—Eso significaría que los poderosos perderían sus abundantes privilegios, y jamás lo consentirán —dijo el joven Perrin.

—Lo que dices suena a herejía; un tribunal de inquisidores podría condenarte por ello.

—Alegaría desconocimiento de la teología —repuso Benito.

—Ni siquiera eso te libraría de la hoguera. Los inquisidores sólo entienden de remedios ejemplares.

Vienne, mediados de junio de 1553

La fuga de Servet había dejado en ridículo a la Inquisición de Vienne. No obstante, Mateo Ory, el inquisidor general de Francia, ordenó a los jueces burlados que siguieran adelante con el proceso, pese a la desaparición del principal acusado.

El impresor Baltasar Arnoullet fue interrogado en varias ocasiones, pero, aconsejado por el arzobispo Palmier, negó una y otra vez conocer lo que estaba imprimiendo. Alegó que Servet encargaba cada día ocho páginas de su libro y que en cuanto eran corregidas y resultaban impresas, deshacía las planchas originales, quemaba las hojas manuscritas y se llevaba a un lugar secreto los cuadernillos impresos.

—Yo no sé latín y, aunque hubiera leído aquel texto, no hubiera podido entender lo que se estaba imprimiendo. Miguel de Villanueva me convenció cuando me dijo que aquella obra era un alegato contra la doctrina de los protestantes, y que con ella pretendía desmontar los argumentos de la Reforma —se excusaba el responsable de la imprenta.

—¿No sospechasteis nada cuando ese Villanueva, o mejor, Servet, os indicó que la impresión debía realizarse en un taller secreto y no en vuestra imprenta? —demandaban los inquisidores.

—Yo desconocía que mi cliente era un hereje y que estaba utilizándome para difundir su doctrina; ni siquiera lo sospechaba. Hacía tiempo que ese médico vivía en Vienne; todo el mundo lo consideraba un ciudadano honorable, había sido prior de la cofradía de médicos y habitaba en unas dependencias del palacio arzobispal. Sus servicios como físico eran requeridos por los ciudadanos más notables de esta ciudad, e incluso por el propio arzobispo, de quien era médico personal. ¿Cómo podía dudar nadie de él? —Arnoullet respondía a las preguntas con seguridad—. Yo creía que las precauciones que nos hizo adoptar para imprimir su obra se debían a que los protestantes podrían causarle algún daño con agentes infiltrados si se enteraban de lo que estábamos editando, pues entendí que se trataba de un alegato contra ellos.

—A pesar de que no sepáis latín, deberíais haberos dado cuenta de lo que se estaba imprimiendo bajo vuestra dirección —le dijo uno de los jueces a Arnoullet.

—Ya os he dicho que nunca imprimíamos más de ocho páginas y, además, yo no soy teólogo; confié en la palabra y en las justificaciones de ese hombre —insistió el impresor.

—Vuestro cuñado, el maestro impresor Guillermo Guéroult, sí que debía saberlo; él conoce el latín y estuvo al cargo de la edición. Hemos intentado localizarlo, pero ha desaparecido, lo que es una prueba de su culpabilidad. ¿No os dijo nada?

—Mis relaciones con mi cuñado eran bastante distantes. Sí, le pregunté alguna vez por ese trabajo pero se limitó a decirme que aquél era un libro contra los reformadores, y al tratarse de la autoría de un amigo del arzobispo, yo lo creí. Desde que mi cuñado desapareció de la ciudad hace unas semanas no he vuelto a saber nada de él.

Los tres empleados de Arnoullet que habían intervenido en la edición de la Restitución también se declararon inocentes de toda culpa y alegaron que ellos no comprendían el latín, y que no entendían nada de lo que estaban editando. Straton, Du Bois y Papillon declararon que se habían limitado a cumplir con su trabajo y con lo que les ordenaba el maestro Guéroult, que eran buenos cristianos, que acudían a misa los domingos y que creían en la Trinidad y en los mandamientos de la Santa Madre Iglesia.

—¿Dónde imprimisteis esa obra llena de calumnias y mentiras? Desveladlo o acabaréis en manos del verdugo, que cortará las vuestras y las clavará en las puertas de la ciudad —les amenazó el juez si no confesaban.

Atemorizado ante las amenazas de que les iban a aplicar tormentos como la rueda o el potro, estirándoles con cuerdas sus miembros hasta que se descoyuntaran, Du Bois reveló el lugar donde habían instalado la imprenta clandestina, pero añadió que Servet les había dicho que era para despistar a los protestantes.

Todos sabían que los dominicos eran consumados maestros en extraer confesiones de los reos de la Inquisición. Nadie podía mantener la boca callada cuando se le ataba a la rueda de tortura, un diabólico artefacto que estiraba los miembros de los interrogados hasta casi el desmembramiento, o cuando se aplicaban sobre la piel hierros candentes que la quemaban y dejaban en ella huellas indelebles. Habían visto en más de una ocasión a herejes ejecutados mediante el sistema de atar cada una de sus cuatro extremidades a cuatro caballos que tiraban en direcciones contrarias hasta despedazar al reo en caso de que mantuviera su boca cerrada. De vez en cuando algunos miembros de los ejecutados por la Inquisición eran colgados en lo alto de las murallas, junto a las puertas de la ciudad, donde se pudrían al sol o bajo la lluvia mientras sus despojos eran devorados por los cuervos.

Examinado el lugar donde se había instalado la imprenta secreta, los inquisidores no hallaron otra cosa que cinco paquetes cerrados y sellados que tenían cosido un pedacito de tela con el nombre del destinatario: «Pedro Merrin, librero, ciudad de Lyon.» Cuando los abrieron, comprobaron que contenían unos cuantos ejemplares de Restitución del cristianismo.

Arnoullet explicó que esos paquetes habían sido confeccionados por el propio Servet, a quien ayudaba su criado, un jovencito de apellido Perrin o algo parecido, con quien convivía, y que él no había tenido nada que ver en la distribución de aquellos ejemplares.

—Una vez que se acababan de imprimir los libros, Miguel de Villanueva y su joven criado los agrupaban por paquetes que envolvían en lienzos de tela y los cerraban cuidadosamente colocándoles un sello de lacre y el nombre con el destinatario. Yo no sé nada más —declaró Arnoullet.

El arzobispo Palmier y el vicebaile De la Court asistieron a varios de los interrogatorios que los inquisidores realizaron a los impresores. La sola presencia de Palmier, alto, serio, elegante, de mirada convincente y cargada de autoridad, era suficiente para amedrentar y condicionar a aquellos tres jueces cobardes e inmorales, el irónico e inane canoso, el desgarbado y cobarde pelirrojo y el afeminado gordito grasiento, incapaces de aguantar por un instante la mirada de unos ojos serenos y francos.

Cada vez que finalizaba uno de los interrogatorios, el arzobispo se acercaba a los jueces y con su voz profunda y cargada de sentido decía: «Esos hombres no han hecho otra cosa que ganar el pan para sus familias. Son inocentes.» Y los jueces callaban y agachaban sus cervices humillados ante la poderosa figura del arzobispo Palmier.

Por más que las buscaron, los inquisidores no dieron con las planchas de la edición; o habían desaparecido o, como alegaron los declarantes, se habían destruido, de manera que no fue posible encontrar pruebas materiales que acusaran a los impresores ni que contradijeran sus declaraciones ante el tribunal.

Mediado el mes de junio, Mateo Ory solicitó una entrevista con Pedro Palmier; el arzobispo accedió a recibirlo en su palacio de Vienne durante el almuerzo. La mesa arzobispal, siempre servida con las mejores viandas, estaba ocupada por una sopera de crema de puerros, ajos y queso, un asado de venado aromatizado con hierbas provenzales, salsa de arándanos y verduras, pan de cebolla, pasteles de pichón, salmón ahumado con estragón, truchas en escabeche, tarta de manzana, bollos de mantequilla, una botella de vino rojo de Borgoña, otra de blanco del Rin y una jarrita humeante con un líquido negro como ala de cuervo.

—¿Qué es esta bebida negra? ¿No pretenderéis envenenarme? —preguntó el inquisidor al arzobispo a la vista del humeante vaso que le estaban sirviendo.

—Se llama café; es muy estimulante, facilita la digestión y previene el sueño —respondió Palmier.

—Una bebida traída del Nuevo Mundo, supongo.

—No. Lo toman los turcos y se dice que proviene de las semillas de una planta que sólo crece en Arabia. Un tabernero de Viena, que había visto cómo lo preparaban en los campamentos que desplegaron los ejércitos otomanos durante el asedio a esa ciudad, se hizo con unos cuantos sacos que abandonaron tras levantar el sitio hace ya unos años, cuando el sultán Soleimán el Magnífico estuvo a punto de conquistarla. Comenzó a servirlo en su mesón de Viena y pronto alcanzó un éxito extraordinario.

—Bebida de paganos —masculló el inquisidor a la vista del café.

—Tomadlo sin miedo, pero hacedlo en poca cantidad o no podréis pegar ojo en un par de días. Y bien, ¿cuál es el motivo de vuestro repentino interés por hablar conmigo? —le preguntó el arzobispo.

—Quiero ofreceros un acuerdo. Tenemos que acabar cuanto antes con el proceso contra Servet y los impresores —le propuso el inquisidor general de Francia.

—¿Ya lo habéis atrapado?

—No. Tenemos a cincuenta agentes desplegados por el Delfinado y la Borgoña, pero ese hereje se escabulle como una anguila en el barro. Mis hombres lo andan buscando por los caminos que van hacia Hispania y hacia Italia, porque supongo que se dirige hacia el sur, aunque todavía no hemos podido dar con él. En esta época los caminos están llenos de mercaderes italianos, flamencos e hispanos, de soldados y de vagabundos. Supongo que de momento ha logrado ocultarse entre semejante tropel de gente.

—Entonces ¿no podéis seguir con el juicio?

—Claro que puedo. Sabéis bien que la ley nos permite hacerlo en ausencia del reo.

—¿Y qué requerís de mí?

—Que no pongáis ningún inconveniente a la condena de Servet por hereje y a la quema pública de su efigie en caso de que no logremos apresarlo.

—¿Y qué me ofrecéis a cambio? —preguntó el arzobispo.

—La puesta en libertad sin cargo alguno de los tres empleados de la imprenta, y la aplicación de una ligera amonestación y una pequeña multa a Arnoullet.

—Todos ellos son inocentes; lo sabéis bien, y así ha quedado demostrado en el proceso.

—¿Aceptáis el trato?

El arzobispo se levantó de su sitial preferente en la mesa del comedor de palacio, tomó una copa del borgoña y la apuró despacio, saboreando el líquido rojo y degustando cada gota en su paladar.

—Magnífico; en Borgoña se han empeñado en elaborar los mejores vinos del mundo. ¿No lo creéis así?

—Por supuesto, eminencia, pero… ¿aceptáis el acuerdo?

—Si ésa es la decisión del tribunal, nada tengo que oponer, pese a la manifiesta incompetencia de esos tres ridículos idiotas que nombrasteis para juzgar este caso. No debo inmiscuirme en los asuntos de la Santa Inquisición, pero Arnoullet y sus empleados deben quedar absueltos.

—Así se hará —habló el inquisidor Ory.

El tribunal de la Inquisición de Vienne emitió su fallo al fin: los tres empleados de la imprenta fueron declarados inocentes de todo cargo y absueltos, y Arnoullet fue condenado al pago de una multa de una cuantía ridícula por no haberse dado cuenta de que en su imprenta Servet estaba editando un libro blasfemo y herético. Toda la culpa de la edición material de Restitución del cristianismo recayó en el huido Guillermo Guéroult.

El diecisiete de junio de 1553, el tribunal de la Inquisición de Vienne emitió la condena a muerte de Miguel Servet por los cargos de herejía contumaz, traición, evasión y rebeldía. Fue sentenciado a morir en la hoguera, y se dictaminó que también ardieran cuantos libros de su autoría pudieran confiscarse, tanto por requisa de las autoridades civiles como de las religiosas.

Ante la ausencia del reo, cuyo paradero seguía siendo un misterio, la Inquisición ordenó que se fabricara un muñeco a modo de efigie que representara al médico aragonés y que ardiera en un auto de fe junto con los cinco paquetes con los ejemplares de Restitución que habían sido incautados en la imprenta clandestina con la etiqueta de envío al librero Pedro Merrin de Lyon y todos cuantos libros pudieron requisarse del médico hereje.

La pira de haces de leña se levantó delante de las puertas del palacio del Delfinado, en la plaza de Chèrneve de Vienne. El vicebaile De la Court contempló las llamas de la mano de su hija, la misma que Miguel Servet había salvado de una muerte cierta, y sonrió al ver que era un muñeco lo que ardía, imaginando a su amigo, libre ya, camino del cálido sur.

En una aldea de los Alpes, mediados de junio de 1553

Los días transcurrían con pesada lentitud en aquella pequeña aldea en la ladera del paso del Galibier. Todas las mañanas, poco después de amanecer, Servet miraba al cielo y observaba las cumbres de los picos aguardando una señal que indicara que el puerto quedaba libre de nieve.

El deshielo se había acelerado en la última semana con la subida de las temperaturas y los granjeros le advirtieron que estuviera preparado, pues en cualquier momento el puerto del Galibier sería practicable. También le previnieron de que, aunque el paso pudiera transitarse al derretirse la nieve y pese a la inmediatez del verano, podría ser sorprendido por una de las terribles tormentas que solían descargar en aquellas enormes alturas de manera imprevisible.

—Me hubiera gustado estudiar como vos —le dijo su criado mientras le servía el desayuno, unas gachas de avena con leche de vaca recién ordeñada y una manzana asada.

—Yo pasé toda mi juventud estudiando. —Servet hizo memoria—. Mi padre, que pretendía que fuera notario como él, me llevó a la escuela monacal de un convento cerca de mi aldea natal. Está ubicado en lo alto de un cerro y se llama Montearagón. En otro tiempo, cuando los cristianos de mi tierra luchaban contra los sarracenos, fue un castillo, del cual conserva todo el aspecto. Allí permanecí bastante tiempo, mientras los monjes me enseñaban las primeras letras. A la edad de trece años completé estudios de matemáticas y gramática en Zaragoza, y luego en Lérida y en Barcelona. En esta última ciudad fue donde conocí a mi maestro.

—¿Vos habéis tenido maestro? —se sorprendió el criado.

—Por supuesto, ¿acaso crees que alguien nace enseñado? Se llamaba Juan de Quintana; había sido secretario y consejero del rey Fernando de Aragón, al que llamaron el Católico, y luego lo fue de su nieto el emperador Carlos. Aunque era fraile franciscano, también se sentía un devoto adepto de las teorías del gran Erasmo de Rotterdam, y se había doctorado en París, la universidad más prestigiosa del mundo y la que disponía entonces de los mejores profesores. Hace siglos en sus aulas enseñó retórica Pedro Abelardo, el primer filósofo que situó a la razón por encima del dogma, y por eso fue perseguido. Con don Juan asistí a unas Cortes en la villa de Monzón. A su lado mejoré el latín que me habían enseñado los monjes de Montearagón y aprendí griego y hebreo; estas lenguas son básicas si se quiere ser un buen médico, pues en el pasado los mejores tratados de medicina los escribieron los griegos y ahora los más afamados médicos son judíos —precisó Servet.

El criado lo contemplaba con la boca abierta.

—¿Vuestro maestro era médico, como vos?

—Quintana sabía de medicina, la ciencia para conocer a los hombres, pero se había doctorado en teología, la ciencia para comprender las obras de Dios. Él también era confesor de don Carlos…

—¿Don Carlos?, ¡el emperador de Alemania! —El criado estaba impresionado.

—El mismo, Benito, el mismo. Durante siete años, el hombre más poderoso del mundo le confió sus pecados a mi maestro, y yo estaba a su lado. Siguiendo al emperador, que acababa de derrotar al rey Francisco I de Francia en la batalla de Pavía, asistí a los debates que mi maestro mantuvo con los moriscos de Granada, unos sarracenos que habían sido obligados a bautizarse tras la conquista de su reino por los reyes Fernando e Isabel, los abuelos del emperador. Esos moriscos fingían ser cristianos, pero mantenían de manera clandestina muchas de las prácticas relacionadas con su religión mahometana.

—El sacerdote de mi aldea natal decía que los mahometanos eran los hijos del diablo.

—Todos somos hijos de Dios, aunque algunos se descarrían y eligen el camino equivocado. A su lado —continuó Servet— recorrí Italia, y allí pude comprobar la voracidad humana y el ansia desmesurada de riquezas. Todavía me estremece recordar al papa Clemente VII refugiado en su fortaleza del castillo de Sant’Angelo mientras las tropas imperiales, formadas por católicos y luteranos, saqueaban y quemaban Roma sin que nadie pudiera evitar aquella barbarie.

—Los soldados siempre han saqueado las ciudades que han conquistado.

—Además del robo de más de diez millones de ducados y del expolio de cientos de obras de arte, hubo varios miles de muertos y violaciones. Mi maestro —Servet siguió recordando a Quintana— también me enseñó a debatir sobre teología. Recuerdo una conferencia que se celebró en la ciudad castellana de Valladolid en la que se cuestionó la ortodoxia de las teorías de Erasmo…; a esa reunión acudieron unos clérigos idiotas, incompetentes hasta el extremo, que renegaron de las ideas del sabio de Rotterdam, a pesar de que condenaba la guerra, defendía la justicia y preconizaba la práctica de un cristianismo interior más sincero y puro. Ninguno de cuantos lo acusaban de bordear la herejía le llegaba a la altura de la hebilla de su zapato.

—¿Y qué más estudiasteis? —le preguntó Benito.

—En aquel tiempo, y tras visitar los grandes monumentos de Roma y Florencia, me interesé por el arte de la construcción de edificios, y leí los libros de Vitrubio y de Serlio, dos arquitectos romanos que asentaron las reglas de la construcción, pero pronto dejó de interesarme la arquitectura; las grandes obras humanas, aunque a veces se pretenden levantar para mayor gloria de Dios, son demasiado terrenales y, en verdad, suelen erigirse para engrandecer la soberbia de los gobernantes.

—¿Y el emperador, qué hacía entre tanto?

—En aquellos años don Carlos era joven, poderoso y arrojado; se sentía con la fuerza necesaria para conquistar el mundo y construir un gran imperio universal donde todos los hombres fueran cristianos, incluidos los habitantes de las tierras descubiertas por el almirante Cristóbal Colón al otro lado del océano. Algunos acólitos le regalaban los oídos diciéndole que era el monarca elegido por Dios para conducir a la cristiandad al triunfo definitivo sobre los sarracenos, como ya hicieran con su abuelo Fernando de Aragón. Todas las naciones de la tierra unidas bajo un mismo soberano y una misma religión: ése era el anhelo del emperador don Carlos, pero la amenaza de los turcos y los problemas y quebrantos en la Iglesia han acabado con su sueño, y él se ha convertido en un hombre taciturno.

—Y entre tantos viajes, ¿pudisteis seguir estudiando? —Benito Perrin continuaba atento a las explicaciones de su señor.

—Dios me ha dotado de buena memoria y suelo recordar con cierta facilidad cuanto leo. Sí, estudié derecho y leyes en Toulouse, pero allí fue donde decidí abandonar el estudio de la filosofía al comprender que lo que realmente me atraía era la teología y el aprendizaje de la Biblia. Las leyes son obras humanas, aunque algunos afirmen, por su propio interés, que han sido inspiradas por Dios. Pero la Biblia es la palabra de Dios, y yo la leí y la estudié con pasión. También leí las obras de algunos reformadores que cuestionaban los dogmas de la jerarquía católica. Recuerdo un libro de Melanchthon, Lugares comunes se titulaba, que hablaba de la teoría del libre examen; entonces me causó una buena impresión, pero luego lo he criticado en varias de mis obras. Fue en algunas de esas lecturas donde descubrí que había otro modo de ver, entender y explicar el mundo, de manera diferente a la que me habían enseñado los clérigos católicos. Y así fue como descubrí que el dogma de la Trinidad ha sido el gran obstáculo que ha impedido la evangelización de los judíos y de los musulmanes, porque, pese a todo, ellos también creen en nuestro mismo Dios, aunque lo hacen con visiones y prácticas erráticas.

—Hoy brilla el sol con fuerza y hace ya bastante calor —comentó el criado, que seguía atento aquellas disquisiciones cultas de su señor, aunque no entendía algunas cosas.

Servet se dio cuenta de que su criado había cambiado de conversación de repente al percibir que se acercaba el dueño de la granja.

—Sí; tal vez en tres o cuatro días podamos pasar al otro lado de ese collado.

—Señor —le anunció el granjero—, uno de los vaqueros me acaba de comunicar que el paso del Galibier ha quedado abierto. Todavía resta bastante nieve por derretirse, pero si salís de madrugada podréis llegar al otro lado antes de que anochezca.

—Gracias. Buena noticia. Lo haremos mañana mismo. —Servet miró a su criado y sonrió—. ¿Cuánto nos queda hasta llegar a Saboya?

—Si avanzáis a buen paso con vuestras mulas, cuatro, tal vez tres días desde el otro lado del Galibier. Las ranas croan toda la noche, las abejas vuelan tranquilas y las hormigas abundan por todas partes; son las señales que anuncian la llegada de unos días plácidos y sin tormentas. Deberíais aprovecharlos.

—Así lo haremos.

Ginebra, fines de junio de 1553

Hacía calor, mucho más calor del que era habitual a comienzos del verano en Ginebra. Juan Calvino, vestido con su sencillo hábito negro, repasaba unas cartas en su modesta casa. Las noticias que le enviaban sus partidarios en el Consejo Mayor de la ciudad no eran nada halagüeñas. Sus detractores, los miembros del partido de los libertinos, se habían hecho en la última elección con la mayoría de los puestos correspondientes a los consejeros urbanos y estaban en condiciones de seguir controlando el gobierno de la ciudad, aunque sin mayoría absoluta.

Una situación similar ya la había vivido hacía algunos años cuando, tras gobernar Ginebra por un tiempo, no tuvo otro remedio que exiliarse ante el rechazo que la dureza de sus decretos provocó entre los ginebrinos. Pero el caos que siguió a su marcha los obligó a reclamar de nuevo su presencia. En esta segunda ocasión, Calvino había impuesto a sus vecinos unas severas ordenanzas por las cuales se regía el gobierno urbano. Las normas que regulaban la vida pública de los ginebrinos debían estar en concordancia con la palabra y las leyes de Dios según la interpretación que les otorgaba Juan Calvino. Los ciudadanos podían elegir a sus consejeros, que conformaban un consistorio entre los que había ministros oficiantes del culto, burgueses laicos y ancianos venerables. Eran ellos los que, bajo la inspiración moral de Calvino y sus consejos, se encargaban de dirimir las cuestiones doctrinales, de aplicar las leyes y normas del gobierno y de preservar la disciplina eclesiástica y civil. Para educar a los más jóvenes en la nueva sociedad cristiana que se pretendía imponer se había instituido un sistema escolar supervisado por los pastores reformadores, que se debían instruir en una academia religiosa fundada a tales efectos y controlada férreamente por los calvinistas.

La estricta rigidez en el control de las costumbres que pretendía volver a imponer Calvino era implacable: se prohibirían otra vez todas las manifestaciones de lujo, las fiestas laicas y la mayoría de las expresiones artísticas, a las que tan inclinados estaban los comerciantes ginebrinos. Acostumbrados a celebrar brillantes festejos, a magnificar las diversiones, a conmemorar bautizos y bodas con banquetes espléndidos que duraban varios días, los ginebrinos deberían resignarse y renunciar a los derroches de la fiesta, lo que mejoraría, según Calvino, la economía de las familias, pues algunas de ellas se habían llegado a endeudar e incluso habían estado al borde de la ruina por gastar demasiado dinero en las suntuosas celebraciones familiares.

Se prohibiría que los músicos itinerantes, agentes del demonio según Calvino, vagaran de fiesta en fiesta con sus violines, guitarras y trompetas, incitando al baile y despertando la lujuria, y sólo se consentiría la música dedicada al culto divino, ejecutada únicamente con instrumentos, sin utilización de la voz humana. Si alguno de los ciudadanos se desviara de las normas de conducta dictadas por los calvinistas, sería juzgado de inmediato y si su falta se estimara muy grave, se le condenaría a morir quemado en la hoguera.

Desde que Juan Calvino regresara a la ciudad por segunda vez, hacía ya una década de ello, habían sido ejecutadas más de quinientas personas acusadas de la comisión de diversos delitos y pecados por toda la región, la mayoría relacionados con el incumplimiento de las normas morales y por la falta de fe. Un clima de terror y de miedo atenazaba a los ginebrinos, quienes apenas se atrevían a oponerse a la voluntad de su verdadero regidor, aunque los libertinos habían logrado mantenerlo al margen del gobierno y no habían consentido que se le concediera el privilegio de ciudadanía.

A comienzos de aquel año, la estrella de Calvino parecía haber comenzado un segundo declive. La mayoría de los miembros del Consejo Mayor desaprobaba una aplicación tan estricta y rígida de las normas morales por las que se pretendía gobernar la ciudad, y cada día surgían más y más voces clamando por no regresar a los tiempos en los que vivir en Ginebra constituía un permanente agobio.

Ante las dificultades que se intuían, Calvino reunió en su casa a sus principales colaboradores. Estaba convencido de que o reaccionaba con firmeza o sus detractores acabarían por conseguir su expulsión de la ciudad por segunda vez, y en esta ocasión sería, sin duda, definitiva.

La casa de Calvino era una de las más modestas de la ciudad. El reformador vivía de una manera muy austera, con la renta de cien escudos anuales que le había asignado el Consejo Mayor como pensión a cambio de impartir clases de moral y religión en la academia donde se formaban los futuros pastores religiosos de la Iglesia reformada de Ginebra.

En torno a la mesa, presidida por Calvino, estaban sentados el radical Germán Colladon, hombre de la máxima confianza del reformador, el taimado Guillermo de Trie, quien le sirviera de ariete para la denuncia de Servet ante la Inquisición francesa, el fiel Guillermo Farel, que se había desplazado desde Neufchâtel, el fanático D’Arnold y el escocés Juan Knox, que había intentado introducir en ese reino católico del norte de Gran Bretaña las doctrinas calvinistas pero que, ante su fracaso, había huido para evitar correr la misma suerte que su yerno, el joven y elocuente Jorge Wishart, asesinado a los treinta y tres años de edad por predicar e intentar aplicar en la católica Escocia las reformas de Calvino.

—Debemos reaccionar, y de inmediato. Los libertinos ganan terreno día a día en el gobierno municipal; ya controlan el Consejo Mayor, donde algunos de los magistrados que lo forman se han pasado a su bando; pronto vendrán a por nosotros —advirtió Colladon, verdadera mano derecha de Juan Calvino.

—Debemos confiar en Dios —se limitó a comentar el reformador.

—Si los dejamos crecer un poco más, cambiarán las normas de elección del Pequeño Consejo, donde todavía no alcanzan la mayoría, y luego acabarán con nosotros, y vos seréis humillado, exiliado o, quién sabe, incluso ejecutado.

—Confiad en Dios y tened fe; es lo que os he enseñado.

—Señor, los libertinos nos odian. ¿Sabéis que algunos de ellos llaman a sus perros con vuestro apellido?

—Eso no me ofende; los perros también son criaturas de Dios. He oído que hay gente que dice que prefiere escuchar los ladridos de los perros antes que mis sermones; me señalan con el dedo y me identifican con el demonio cuando paseo cerca del lago; y algunos niños me persiguen por las calles y me llaman Caín.

Pese a todo, Calvino parecía tranquilo; ya había vivido una situación similar hacía unos años y la había superado.

—Señor, esos tipos han conseguido que un magistrado afecto a sus tesis presida el Pequeño Consejo, y han logrado que se apruebe una ordenanza que prohíbe que nuestros pastores ejerzan la jurisdicción civil —añadió D’Arnold—. Si no logramos que nuestras enseñanzas se apliquen en la vida cotidiana de la ciudad, ¿para qué servimos?

Calvino tosió; hacía tiempo que sufría de asma y soportaba un catarro crónico que no lograba curar.

—¿Y qué proponéis que hagamos, mis queridos amigos? —preguntó el reformador.

—Actuar con toda contundencia —espetó D’Arnold—; con toda la fuerza que tengamos si es preciso.

—¿Acaso disponemos de ella?

—Vuestras enseñanzas no han caído en balde, señor. Si os ponéis al frente de todos los que rechazan a los libertinos, la inmensa mayoría de los ginebrinos os seguirá hasta la muerte. Esa mayoría cree en todo lo que le habéis enseñado: que la tierra debe gobernarse por la ley de Cristo, que el poder de Dios ha de primar sobre el de los soberanos terrenales y que el mayor objetivo de todo gobierno tiene que ser honrar a Dios —dijo Colladon reiterando lo que tantas veces había oído predicar a su maestro.

—Para eso necesitamos fuerza, no sólo voluntad.

—O astucia —terció Guillermo Farel, que se había mantenido al margen hasta entonces.

—¿A qué os referís? —preguntó Trie, demasiado simplón como para entender las sutilezas políticas de Farel, cuya edad le otorgaba una gran experiencia.

—Si no podemos arrastrar a la gente tan sólo con las ideas, utilicemos sus estómagos. Ya se ha hecho en otras ocasiones y con éxito —dijo Farel.

Farel sabía bien lo que decía, aunque la torpeza de Trie no entendiera su sutileza. La Reforma había surgido como rechazo al acaparamiento de riquezas por parte de la Iglesia y ante el escándalo por el lujo con que vivían sus obispos y sus jerarquías, que cobraban enormes sumas de dinero a cambio de conceder indulgencias por los pecados cometidos. Lutero fue quien abrió el camino denunciando la entrega de dinero a cambio del perdón, y criticó el que muchos obispos vivieran ausentes de sus diócesis, abandonando su labor pastoral y dejando huérfanos a sus feligreses.

La Iglesia católica constituía una permanente fuente de escándalos. Hipólito d’Este, arzobispo de Milán, no visitó su sede apostólica ni una sola vez durante los treinta años en que ocupó esa sede metropolitana; y Cristóforo Madruzzo, el infausto obispo de Trento, ofreció a los padres del concilio reunido en su ciudad un banquete en el que se sirvieron hasta setenta y cuatro platos diferentes, acompañados del vino más caro que pudo encontrar, uno de Valtellina de cien años de antigüedad, lo amenizó con una orquesta integrada por los más virtuosos músicos, y pagó a decenas de mujeres públicas para que fornicaran con sus invitados en su palacio, en una fiesta en la que el mismo obispo bailó ante los ojos de los asistentes abrazado libidinosamente con varias damas y suripantas; ni en los más lascivos harenes de los más lúbricos sultanes sarracenos se había visto jamás una orgía semejante. Y entre tanto derroche, la Iglesia seguía cobrando impuestos abusivos que arruinaron a mucha gente, arrastrándola a la pobreza.

Frente a semejante despilfarro y derroche de lujo, los reformadores habían procurado poner orden en los gastos suntuarios de sus nuevas iglesias y en la moral de sus feligreses. En Ginebra se habían aprobado unas ordenanzas cuya aplicación moralizó la ciudad: los pecados mortales fueron considerados como crímenes y penados en sus códigos, los magistrados aplicaron los criterios contenidos en la Biblia y sus castigos a los actos cotidianos, nadie podía prestar dinero por encima del cinco por ciento de interés, nadie podía trabajar en domingo, toda la propiedad era privada y la riqueza había de ser fruto del trabajo honrado. Calvino había denunciado la avaricia, impuso la honestidad en las prácticas comerciales en los mercados y dio ejemplo de laboriosidad y modestia. Habiendo podido gobernar la ciudad de Ginebra como un monarca, renunció a ocupar cargo alguno, vivía con absoluta austeridad, vestía de manera humilde, era el primero en dar ejemplo de disciplina y predicaba la manera de prevenir la decadencia de la moral y la depravación de las costumbres que, decía, suelen arruinar a los pueblos.

—Si no luchamos por mantener todo esto, Ginebra caerá de nuevo en las manos del Maligno, o en las de la Iglesia católica, que es lo mismo —intervino Germán Colladon.

—Tenéis razón, todos la tenéis. Lucharemos para que la Iglesia reformada triunfe definitivamente y la luz de Dios se instale en los corazones de todos los hombres —sentenció Calvino.

El reformador era un trabajador incansable; a sus cuarenta y cuatro años había escrito tres mil textos doctrinales, casi dos mil sermones y varios libros; había predicado incesantemente en los púlpitos de los templos, había impartido clases y se había convertido en uno de los reformadores más influyentes. De la mayoría de sus obras, en algunos casos opúsculos panfletarios como el titulado Acerca de la libertad de un cristiano, se habían editado miles de ejemplares. Tenía motivos para estar orgulloso de cuanto había conseguido, pero un extraño presagio le oprimía el corazón.

Paso del Galibier, finales de junio de 1553

Servet y su criado emplearon media jornada en ascender la ladera occidental del puerto del Galibier. A sus cuarenta y dos años bien cumplidos, el médico aragonés se mantenía en buena forma, pues comía aquellos alimentos que sabía que le proporcionaban energía y salud y rechazaba los que provocaban enfermedades como la gota o los que producían obesidad.

La nieve acumulada durante el invierno en lo alto de las montañas se fundía al calor del sol y las laderas de aquellos gigantes de piedra eran surcadas por crecidos arroyos que descendían presurosos entre cascadas de agua hacia los fondos de los valles, teñidos de un verdor exuberante.

Antes de iniciar el descenso del puerto hicieron un pequeño alto en el camino para descansar y alimentarse; la bajada prometía ser tan dura o incluso más que la subida.

—¡Qué diferentes son estos paisajes a los de mi tierra! —exclamó Servet a la vista de las montañas alpinas, con las cumbres eternamente nevadas y el verdor primero de los prados y luego de los bosques inundándolo todo por debajo de los canchales de piedra que dominaban en las cumbres.

—¿Tan distinto es vuestro país natal? —le preguntó el criado.

—Villanueva se encuentra en un llano árido y seco, azotado en invierno por el cierzo, un viento frío que hiela hasta los huesos y que cuando sopla con toda su fuerza es capaz de tumbar a una carreta tirada por un par de bueyes, y abrasado en verano por un sol inclemente que convierte en polvo todo cuanto queda bajo sus rayos; aunque a una jornada de camino se alzan los montes Pirineos, unas montañas casi tan altas como estos Alpes, cuyas cumbres también albergan nieves perpetuas y sus laderas están cubiertas por bosques densísimos.

—Una tierra dura…

—En un libro que edité hace muchos años escribí una breve descripción de ella. Allí digo que es árida y que son frecuentes las sequías. La mayoría de sus habitantes no es nada inclinada al estudio, pero cualquiera que sepa leer y escribir ya se cree con méritos suficientes como para enseñar en París. Se trata de gentes con la cabeza llena de buenas ideas, que casi nunca ponen en práctica por pereza y desidia. Les gusta conversar en plazas y tabernas, pero son poco amigos de las letras, de modo que los libros más interesantes que allí se leen se han impreso en Francia. Los hombres son celosos de sus esposas, tal vez porque han heredado algunas costumbres de los tiempos en que esas tierras fueron dominadas por los moros. Las mujeres se colorean la cara con tintura de una planta llamada albaida y con minio, un óxido rojo que se extrae del plomo, porque creen que así lucen más sanas y hermosas. Son gentes austeras, tal vez a la fuerza por las carencias de la tierra, y supersticiosas, sin duda por la ignorancia secular en la que han estado sumidas. Pero hay algo en lo que resultan insuperables: el valor y el arrojo ante los peligros; por eso, hace siglos un puñado de agrestes montañeses consiguió vencer a los sarracenos y conquistar sus ciudades más populosas, y ahora han logrado extender el nombre de sus reinos por toda la superficie de la Tierra, y han sido los primeros en realizar grandes viajes y descubrimientos; por ello el Nuevo Mundo está en sus manos.

—Un país de contrastes, el vuestro —comentó el criado.

—De muchos contrastes; y no sólo en el paisaje. Ahí han nacido formidables conquistadores y magníficos soberanos, pero también individuos incultos y zafios, muy abundantes incluso entre los nobles y los potentados.

—Tal vez entre los vuestros encontréis acogida. ¿Por qué no nos dirigimos a vuestra nación? —le preguntó Benito.

—Porque allí también soy un proscrito. Hasta mi tierra han llegado las denuncias a causa del contenido de mis libros, y hace ya tiempo que la Inquisición española me busca para detenerme y juzgarme. No, no podemos ir a mi tierra natal; seguiremos hacia Italia, como estaba previsto. En Milán reside mi amigo Villamonti, médico personal del gran duque. Él nos acogerá y nos protegerá hasta que podamos seguir camino hacia el sur. Además, Milán es territorio del emperador y rey de las Españas. Cuando don Carlos derrotó en Pavía a Francisco I de Francia, incorporó ese gran ducado a sus ya extensos dominios imperiales. Fue una gran victoria que se culminó con la firma de la paz entre ambos soberanos, aunque más tarde, tras ser liberado de su prisión, Francisco I traicionó a la cristiandad aliándose con los turcos, sin duda para vengar su derrota.

»Luego, don Carlos fue coronado en Bolonia por el propio papa Clemente VII, al estilo de Carlomagno. Yo estuve allí.

—¿Asististeis a la coronación imperial?

—Sí. Tras tres años con don Juan de Quintana, estudié derecho y leyes en Toulouse, pero sufrí persecución y tuve que huir de esa ciudad, y regresé al lado de mi maestro que seguía como confesor del emperador.

»Nos integramos en la comitiva imperial, con la que durante el mes de octubre de 1529 y en una gira triunfal recorrimos varias ciudades del norte de Italia, que rendían pleitesía al emperador, aclamándolo como al verdadero dueño del mundo. Entre tanto, el papa Clemente VII se había dirigido a la ciudad de Bolonia, donde aguardó pacientemente durante varias semanas la llegada de don Carlos.

»A comienzos de noviembre nos dirigimos al encuentro con el papa Clemente VII. Los embajadores de don Carlos ya habían acordado su coronación a manos del pontífice. Llegamos a Bolonia y entramos en la ciudad por la puerta de San Felice, donde el emperador fue recibido por el papa, rodeado de veinticinco de sus cardenales y escoltado por casi medio millar de soldados de su ejército. Lo recuerdo como si hubiera sucedido ayer mismo, ¡cómo olvidarlo! Atravesamos desfilando la Puerta Mayor, decorada para la ocasión con una arcada triunfal de tres vanos. Sobre el arco central habían colocado un enorme dibujo en el que se representaba el pasaje de la Biblia en el que Samuel unge como rey de Israel a David, y había medallones con las efigies de los emperadores romanos César, Augusto y Trajano, y estatuas de Carlomagno, del emperador Segismundo y del rey Fernando de Aragón, a los que se comparaba con don Carlos, y cartelas con leyendas que lo ensalzaban como defensor de la Iglesia, protector del mundo cristiano y heraldo de la fe. El papa vestía con el lujo del más rico de los príncipes; era la imagen contraria a la que Cristo predicó en vida.

»Allí permanecí cuatro meses, el tiempo que se tomó el emperador para preparar su solemne coronación y para acordar diversos tratados con el papa. Pero Clemente VII no se comportaba como el verdadero representante de Dios en la tierra, sino como un avieso mercader dispuesto a entregar la dignidad de la Iglesia a cualquiera que le garantizara el lujo y la riqueza para él y su caterva de cardenales.

—Cristo predicó la pobreza —alegó inocente el criado.

—Así fue, pero los que dicen ser sus sucesores en la tierra se han alejado por completo de su ejemplo y viven en la opulencia y el despilfarro. Aquellos meses en Bolonia cambiaron definitivamente mi actitud hacia la jerarquía de la Iglesia católica. En los numerosos conciliábulos que cada día se celebraban en palacios y posadas, aquellos desvergonzados y egoístas cardenales no pretendían otra cosa que obtener beneficios personales. Nada les importaba la Iglesia que juraron defender, ni la fe que decían profesar, ni las gentes a las que debían pastorear. No se comportaban como pacíficos guardianes del rebaño de Cristo, sino como lobos feroces al acecho del dinero y la fortuna, y el papa era quien se encontraba a la cabeza de todos ellos y quien más conculcaba los principios contenidos en los Evangelios.

»Para entonces los que, encabezados por el monje alemán Lutero, rechazaban esa actitud de los príncipes de la Iglesia ya habían iniciado su movimiento de protesta y de reforma para acabar con aquella situación, pero los jerarcas católicos los condenaron como herejes y se produjo el cisma.

»En Bolonia se me abrieron definitivamente los ojos y pude contemplar la maldad del papa y de sus cardenales, y descubrí que eran ellos los auténticos sicarios del Anticristo anunciado en las Escrituras, si no su misma encarnación, la verdadera peste que ha contaminado y podrido a la Iglesia hasta sus raíces.

—¿Y el emperador no puso fin a esa corrupción? Se dice que es un gran hombre y justo.

—Lo que buscaba don Carlos era su coronación como emperador a manos del papa. Tras varios meses de espera, fue al fin coronado como emperador de romanos; dos días antes lo había sido también como rey de Lombardía, en una ceremonia triunfal como nunca antes se había visto. Para que la comitiva no pisara la calle, unos maestros carpinteros construyeron una enorme pasarela de madera que unía el palacio del Concejo de Bolonia con la iglesia de San Petronio. Parte de esa pasarela se vino abajo justo tras el paso del emperador, causando la muerte de tres personas y decenas de heridos. En otras circunstancias, aquello hubiera sido interpretado como un mal augurio, pero la ceremonia siguió adelante y Clemente VII colocó al fin la corona imperial sobre la cabeza de don Carlos.

—¿Y qué hicisteis entonces?

—Me indigné aún más cuando supe que el papa Clemente VII había concedido cien años de indulgencias a cuantos habían asistido a la misa de la coronación imperial. No pude soportar semejantes muestras de hipocresía y tal sarta de mentiras e imposturas. Yo era joven, tenía ideales y necesitaba respirar aire fresco, que no estuviera viciado por tanta ruindad.

—¿Abandonasteis todo aquello?

—Poco después de la coronación, abochornado por la falta de dignidad del papa y la voracidad y egoísmo de sus cardenales, dejé el cortejo del emperador. Sabía que en algunas ciudades de Alemania había sacerdotes que predicaban la Reforma, y que pretendían cambiar aquella Iglesia corrupta por una nueva Iglesia de Cristo. Me despedí de don Juan de Quintana, me marché de Bolonia y me dirigí a la ciudad de Basilea, donde enseñaba uno de los más prestigiosos maestros de la Reforma. Se trataba de Juan Häusgen, un experto hebraísta al que todos conocíamos con el apodo de Ecolampadio. Yo había oído que era un hombre cabal, además de un magnífico docente. Me presenté ante él y le expuse mis ideas sobre la malignidad que se había instalado en la Iglesia, y eso fue suficiente para que me acogiera en su casa, donde permanecí diez meses.

—¿Vivisteis en casa de un protestante? —Benito se extrañó por ello, pues él mismo había habitado con su señor en el palacio del arzobispo de Vienne antes de huir de la prisión.

—Lo hice, sí. Aquel hombre estaba equivocado en muchas de sus apreciaciones doctrinales, pero era más honrado que cualquiera de los engolados cardenales de la emponzoñada Iglesia romana; y, además, su forma de comportarse como ser humano me fascinó. Ecolampadio había conocido a Lutero, y me contó muchas cosas sobre el iniciador de la Reforma, que por entonces seguía vivo y predicando en Alemania. En Basilea entré en contacto con varios pastores reformadores y comprendí por qué se habían visto obligados a dar ese paso tan trascendental y traumático para la unidad de los cristianos. Allí entablé amistad con varios impresores, aunque años después nadie quiso editar mi último libro.

»Ecolampadio me invitó a unirme a la Reforma, pero cuando le expuse mis ideas sobre la libertad de conciencia, sobre la negación de la Trinidad y la no eternidad de la divinidad de Jesucristo se enfadó mucho conmigo. Al principio quiso convencerme de que yo estaba equivocado y que no había entendido bien el mensaje evangélico, pero cuando comprobó que me mantenía firme en mis convicciones, perdió la paciencia, y nos distanciamos uno del otro. Aquellos días residía en Basilea el gran Erasmo de Rotterdam, a quien yo tanto había leído y al que admiraba, y su presencia era, además, una de las razones principales por la cual acudí a esa ciudad. Procuré conseguir una entrevista con él, pero, dadas mis ideas y lo que le dijeron de mí, supongo, me negó el acceso a su persona. Imagino que algo tuvo que ver Ecolampadio en ello. En aquellos meses en Basilea escribí varias páginas en las que desarrollé mis ideas sobre la negación del dogma de la Trinidad, y redacté un opúsculo que titulé Jesús el Cristo, hijo de Dios, que todavía no se ha editado, aunque algunas de esas ideas las he incluido en mi libro Restitución del cristianismo.

—Y entonces tuvisteis que abandonar la casa de ese reformador, supongo.

—Así fue. Me marché de Basilea, donde había comenzado a ser mal visto por los seguidores de Ecolampadio a causa de mis ideas sobre el libre pensamiento, y me mudé a Estrasburgo, donde edité mi libro De Trinitatis erroribus. Esta obra alcanzó un gran éxito y se difundió por media Europa, provocando un verdadero revuelo y no pocas ampollas entre los jerarcas católicos. En el pasado, algunos teólogos habían negado el dogma de la Trinidad, pero nadie lo había hecho como yo lo presenté en ese libro, argumentando mis tesis con contundentes fundamentos basados en la lógica y en la razón.

»En Estrasburgo entré en contacto con Martín Bucer, quien ha fallecido hace poco más de un año, un antiguo fraile dominico admirador de Lutero y de Erasmo que ayudó mucho a poner en marcha la Reforma en Alemania y que acogió a Calvino cuando éste fue expulsado de Ginebra. Bucer era un buen hombre pero un tanto iluso, pues pretendió, en vano, conciliar a los católicos con los partidarios de Lutero, sin darse cuenta de que ambos bandos son irreconciliables. Su esfuerzo en pro del acercamiento de católicos y reformadores se vio truncado cuando los príncipes católicos alemanes desencadenaron una terrible represión y ejecutaron a numerosos reformadores con las excusas más banales.

—¿Nunca pensasteis en regresar a vuestra tierra? —le preguntó el criado.

—Sí, claro que sí. En alguna ocasión me planteé volver a Aragón y ejercer de profesor en la Escuela de Artes de Zaragoza o en el Estudio General de Huesca, pero me enteré de que la Inquisición aragonesa me buscaba, ahora con más ahínco si cabe, porque consideró herético y blasfemo mi libro sobre la Trinidad. Uno de mis hermanos, llamado Juan, quiso buscarme por Francia, según me enteré unos años después, pero desistió porque me consideraba un erasmista y los seguidores de Erasmo también estaban teniendo problemas; varios de ellos han acabado siendo perseguidos y procesados por la Inquisición en mi tierra.

»En aquellos años de juventud yo era un firme partidario de las tesis de Erasmo, y compartía sus críticas a las casas reales europeas; había leído todas sus obras, los Adagios, el Enchiridion…, y devoré con deleite el Elogio de la locura. Yo era joven, estaba lleno de vigor y sentía una enorme pasión por todas las novedades científicas y por el debate religioso que se había desencadenado por toda Europa, pero algunos eclesiásticos confundían la investigación y el ejercicio de experimentos de algunas ciencias con ciertas prácticas satánicas y decían que los investigadores no eran sino nigromantes invocadores del diablo o perversos alquimistas en busca de conocimientos que sólo competen a Dios. Uno de los sabios más insignes que ha dado mi tierra, el médico Arnaldo de Villanueva, nacido en una aldea con el mismo nombre que la mía pero ubicada en el sur de Aragón, a orillas de un río llamado Jiloca, había pensado y luego escrito eso mismo dos siglos atrás, y también fue tachado de hereje y perseguido; y algo similar le ocurrió a Ramon Llull, un sabio mallorquín al que algunos han llamado hereje impenitente, pese a que nunca fue condenado por ello. La Iglesia jamás ha consentido que se cuestionen los pilares que considera inamovibles en su doctrina.

—Y mientras mantenga el poder terrenal, no lo permitirá. —Benito sacó de su pecho un pedacito de tela que llevaba colgado del cuello con un cordoncito y lo besó.

—¿Qué llevas ahí? —le preguntó Servet.

—Un pedazo de tela del hábito de san Bernardo —respondió el criado.

—¿San Bernardo de Claraval?

—Sí, es un escapulario. Me lo entregó mi madre hace tiempo; me dijo que me protegería de todo mal; desde entonces siempre lo llevo conmigo.

—Reliquias… Otra de las grandes supercherías de la Iglesia. ¿Sabes que en Génova veneran la cola de un asno? La llevó hasta esa ciudad un inglés que aseguraba que era la del mismísimo burro sobre el que Cristo entró en Jerusalén el Domingo de Ramos. Imagino que unos astutos y sin escrúpulos clérigos genoveses pagaron una buena cantidad por ella para que muchos ingenuos acudieran a venerarla y dejaran sobre su altar una buena cantidad de limosnas. En muchas iglesias y monasterios guardan ampollitas con la leche con la que la Virgen amamantó a Jesús. Y en Lliria, en mi nación, conservan una pluma de las alas del arcángel san Miguel. ¿Te imaginas…? Reliquias… ¿Sabes que el rey Enrique de Inglaterra ordenó que se arrojaran al mar miles de ellas cuando, tras promulgar el Acta de Supremacía, decidió separarse de Roma y fundar la Iglesia anglicana? Las reliquias son otra más de las muchas mentiras en las que la Iglesia ha basado su poder, su riqueza y su engaño.

El criado se guardó el escapulario dentro del pecho, se encogió de hombros y cortó un generoso pedazo de queso para Servet y una tajada de tocino ahumado para él, y dos buenas rebanadas de pan blanco.

—Comed, don Miguel, necesitamos reponer fuerzas para iniciar enseguida el descenso de este puerto o la noche nos caerá encima en estas alturas.

Comieron con ganas y apagaron la sed con una bota de piel de cabra que contenía agua fresca recién recogida de un arroyo de la montaña.

—Bebe con cuidado y despacio; el agua helada no es buena para el vientre, puede provocar diarreas y calenturas. Incluso se dice que el rey Felipe el Hermoso, el esposo de doña Juana de Castilla, murió por beber agua demasiado fría tras estar muy sudoroso por haber practicado el juego de la pelota en el trinquete —previno Servet a su criado Benito Perrin.

—Seguro que lo envenenaron sus adversarios —bisbisó Benito mientras daba buena cuenta de su pitanza.

Acabado el almuerzo aparejaron sus zurrones y alforjas, dieron de beber a las mulas y enfilaron el descenso del puerto con celeridad. La mañana se había mantenido soleada pero en aquellas alturas el viento era muy fresco y unas nubes se pegaron a las cimas de las montañas amenazando con descargar lluvia esa misma tarde.

Ginebra, principios de julio de 1553

Calvino se enteró por uno de sus colaboradores de que Servet había sido condenado a muerte en Vienne y que, ante su inexplicable fuga y en su ausencia, se había quemado su efigie representada por un monigote en la plaza de Chèrneve, rodeada de algunos de sus libros.

—Lo andan buscando por todas partes, pero no consiguen dar con él —le informó Germán Colladon—. Los perros de la Inquisición católica han rastreado a fondo las regiones del Delfinado, Borgoña y Provenza, pero ese hereje se ha esfumado, como si se lo hubiera llevado el diablo.

—No podrá esconderse eternamente; acabará siendo detenido —comentó Guillermo de Trie, el comerciante que había servido a Calvino como instrumento para la denuncia de Servet.

—O tal vez jamás lo encuentren. Ese hombre es muy astuto. Supo escabullirse primero de los que lo perseguían en Toulouse, luego en París y ahora en Vienne. Los ha burlado a todos. Domina varias lenguas, es esforzado y parece que tiene la habilidad de un maestro en el arte del camuflaje y la ocultación —precisó Calvino.

—¿Dónde creéis que estará ahora? —le preguntó Colladon a Calvino.

—Hace ya tres meses que desapareció misteriosamente de la cárcel de Vienne. Durante este tiempo puede haber viajado hasta el rincón más apartado de la cristiandad, o incluso a tierras de infieles, a resguardo de la Inquisición; dicen que ese hombre también conoce la lengua de los mahometanos. Pero yo intuyo que no anda muy lejos.

—¿Cómo podéis saberlo, señor?

—Tengo un presentimiento; algo me dice que se halla escondido por estas montañas. Pero, aun así, ha demostrado tal habilidad en la ocultación que podría vagar por ellas el resto de su vida sin que la Inquisición papal diera con él —asentó Calvino.

—Me gustaría capturarlo y entregarlo a vuestros pies —dijo Colladon.

—Si está por aquí, tal vez eso sea posible —reflexionó Calvino.

Sus dos fieles, Colladon y Trie, se miraron sorprendidos ante el intrigante supuesto de su guía espiritual, que parecía estar tramando un plan.

—¿A qué os referís?

—Escuchadme los dos. Ese fugitivo está henchido de orgullo y soberbia. Cuando publicó el libro satánico que llamó Restitución del cristianismo, incluyó los comentarios a las cartas que nos cruzamos hace años, lo firmó con las iniciales MSV y citaba en una de las páginas el nombre de Servet, por el que algunos lo conocíamos. No tengo duda de que con ello pretendía que se reconociera que era él quien lo había escrito. Su vanidad no tiene límite, y ésa puede ser la causa de su perdición. —Aunque levemente, Calvino sonrió, lo que era muy extraño en él.

—¿Qué pretendéis, señor? —le preguntó Trie.

—Le tenderemos una trampa. Hace unos meses, tras escapar de Vienne, se refugió aquí, en Ginebra, el maestro impresor Guillermo Guéroult, el mismo que preparó la edición de ese libro de Servet. Guéroult es un hugonote, firme partidario de la Reforma, y abomina de la Iglesia romana como el que más. Trabajó durante varias semanas con Servet en la imprenta clandestina donde se editó esa maléfica obra. Pues bien, ahora podría servirnos de anzuelo para atrapar a nuestra presa.

—Pero ¿cómo lo haremos?, ni tan siquiera sabemos dónde diantre se esconde ese condenado hereje —repuso Trie.

—Ya os he dicho que lo presiento cerca. Actuaremos del siguiente modo: agentes fieles a nuestra causa recorrerán todas las regiones entre el valle del Ródano y los Alpes, e incluso en la Saboya, y harán correr el rumor de que Servet jamás se atreverá a venir a Ginebra por miedo a enfrentarse conmigo, como ya ocurriera hace años en París cuando lo reté a un debate público y no se presentó. Pero también dirán que si se presenta aquí, quedará bajo la protección del concejo, y que se le tratará bien, pues al fin y al cabo es un enemigo de Roma, como todos los reformadores. Que anuncien que su amigo el maestro Guillermo Guéroult vive en paz y en libertad en Ginebra y que ha podido desarrollar de nuevo su trabajo de impresor sin el menor contratiempo.

—Si es tan hábil como decís, no caerá en esa trampa, señor —supuso Colladon.

—Claro que lo hará. Si llegan a sus oídos esos rumores, no tardará en presentarse aquí.

—¿Tan estúpido lo consideráis?

—Su altanería y su orgullo son tan grandes que superan su sentido de la prudencia. Si lo retamos de este modo, no podrá resistir la tentación y caerá en nuestras manos.

—Pero si no se presentó a ese debate con vos cuando era más joven y, se supone, más arrojado, ¿por qué iba a hacerlo ahora?

—Por orgullo y por vanidad. Hacedles saber cuanto os he dicho a varios de nuestros hombres y que recorran los caminos contando esta historia en todas las posadas a lo largo del valle del Ródano, al otro lado de los Alpes y por todas estas montañas.

Entre tanto Calvino y sus fieles seguidores maquinaban un plan para que Servet se descubriera, los enemigos del reformador seguían ocupados en desmantelar las rígidas ordenanzas que regían en la ciudad de Ginebra.

Pedro Ameaux, miembro del Pequeño Consejo, era uno de los más activos de entre los libertinos, bien secundado por Francisco Favre, su yerno Amadeo Perrin y Sebastián Castellio. Su estrategia consistía en intentar copar todos los puestos posibles de consejeros y, una vez obtenida la mayoría suficiente, suprimir las leyes y los estatutos de la ciudad autónoma de Ginebra que habían sido inspirados por Calvino y sustituirlos por otros más permisivos. Los libertinos rechazaban las prácticas de la Iglesia romana y abominaban de las corruptelas de la jerarquía católica, pero también renegaban de la dureza normativa de los calvinistas y de la imposición de sus estrictas normas sobre la moral en todos los comportamientos públicos y privados.

—Tenemos que acabar con esta situación. Hemos logrado el control del Consejo Mayor, ahora debemos conseguir la mayoría en el Pequeño Consejo y lograr la condena de Calvino y su destierro; esta ciudad debe volver a ser lo que fue antes de que ese loco impusiera sus estrambóticas normas a todos los ginebrinos.

Quien hablaba con tanta contundencia era Pedro Ameaux, al que acompañaban Sebastián Castellio y Amadeo Perrin.

—El juez Filiberto Berthelier y el lugarteniente de la policía, el señor Pedro Tissot, están con nosotros. Si también logramos convencer a Claudio Rigot, el gobernador general, Juan Calvino puede darse por perdido —expuso el joven Perrin.

—No será tan fácil —terció Castellio—. Calvino mantiene un abundante número de fieles seguidores entre los ciudadanos de Ginebra. Todavía son muchos los que recuerdan el desgobierno en que se sumió esta ciudad cuando expulsaron a ese predicador de aquí, y cómo se vieron obligados a volver a llamarlo para que pusiera orden ante el caos que se desencadenó tras su marcha.

—¡Cómo olvidarlo! Varios de nuestros compañeros fueron decapitados por oponerse a sus normas —recordó Ameaux, que no olvidaba que fue Calvino quien hacía unos años lo condenó a pasearse semidesnudo, cubierto tan sólo con una corta camisola, y con una antorcha en la mano por las calles de Ginebra por decir públicamente que algunas doctrinas del reformador eran falsas—. Y creo que si consigue imponer de nuevo su voluntad en el Consejo Mayor, volverá a hacer lo mismo, y ahora con nuestros propios cuellos. —Tampoco olvidó que tuvo que pedir humildemente perdón por ello ante el tribunal que lo condenó. Cuando logró el poder en Ginebra, Calvino obligó a los disidentes a excusarse por sus críticas y a humillarse ante él.

—Calvino y sus reglas pacatas y puritanas son insoportables. Su obsesión por la disciplina, el cumplimiento del horario y el ejercicio de la moral que él predica son una obsesión a la que jamás renunciará. Se considera elegido por Dios y cree que así está educando a hombres nuevos, pero no hace sino formar una raza de idiotas incapaces de pensar por sí mismos —asentó Perrin.

—Para tu edad, hablas como un doctor en filosofía —le dijo Ameaux.

—He leído a Platón y a Aristóteles —se justificó Perrin.

—¿Y a Servet? —le preguntó Castellio.

—Es un hereje —precisó Perrin.

—Es un librepensador. Su libro sobre el cristianismo tiene desquiciado a Calvino y agitada a la Iglesia católica —dijo Castellio.

»Todos lo consideran un hereje, incluso ha sido quemada su efigie en Vienne.

—Parece que lo admiráis —le dijo Perrin a Castellio.

—Creo que es un hombre que busca la razón por encima de todo; es decir, lo contrario que Calvino o que el papa de Roma, que pretenden imponer sus criterios a sangre y fuego allá donde gobiernan. Por lo que he podido leer en sus libros, Servet ama la vida, esta vida, y la defiende como el bien supremo; por el contrario, calvinistas y católicos sostienen que la existencia terrenal no constituye sino un tránsito para preparar la otra, la eterna.

—¿Creéis que Calvino irá contra Servet? —preguntó Perrin.

—Si estuviera a su alcance, no me cabe la menor duda. Calvino no consiente que nadie le lleve la contraria ni que se cuestionen sus asertos, y Servet lo ha hecho de manera contundente, demostrándole con sus cartas y con su libro que sus argumentos son más sólidos y más convincentes. Y eso, un ser tan arrogante como Calvino no lo tolera. Pero creo que no hay que preocuparse por Servet. Es un hombre inteligente; a estas horas habrá puesto tierra de por medio y me lo imagino a muchos miles de millas de aquí.

Pedro Ameaux asintió ante las palabras de su amigo Castellio.

Cerca de la ciudad de Annecy, mediados de julio de 1553

Dos días más de camino y Servet y su criado alcanzarían los pies de las montañas que separaban Francia del Piamonte. El buen tiempo era propicio para atravesar los últimos pasos de los Alpes y, si todo salía conforme a lo previsto, a comienzos del mes de agosto llegarían a Milán, y allí disfrutarían de la protección de su amigo el médico del duque.

Con el pasaporte falsificado en Briançon a nombre de Miguel de Normandía, médico en París, no tendrían problemas si en la travesía de los Alpes o en el descenso hacia Italia por el valle de Aosta, mezclados con alguna caravana de mercaderes camino de las ferias de verano de la Lombardía, algún oficial les solicitaba sus credenciales.

Habían tomado aposento en la venta La Taza de Oro, en las cercanías de la ciudad de Annecy, y se disponían a cenar cuando escucharon una conversación en la mesa de al lado. Un hombre hablaba a voz en grito sobre lo ocurrido en Ginebra hacía unos días: el reformador Juan Calvino, al que tachaba de perro, había conminado en uno de sus concurridos sermones dominicales a un tal Miguel Servet para que se presentara en esa ciudad a fin de librar entre ambos un debate teológico sobre la existencia de la Trinidad.

—Claro que ese tal Servet no asistirá. Dicen que ya se retaron en París hace tiempo y que ese falsario hereje se achantó y no acudió a la cita; debe de ser un consumado cobarde. Nadie tiene la inteligencia necesaria para rebatir los argumentos de Juan Calvino, a quien el diablo lleve consigo pronto —sentenció aquel hombre, que dio un buen tiento a su vaso de vino—. ¿Y sabéis por qué? —Los que lo escuchaban callaron y aguardaron expectantes la respuesta—. Porque sus palabras las inspira el demonio, y el demonio es más listo que cualquier hombre.

Servet, desde la mesa de al lado, aguzó sus oídos a cuanto decía aquel tipo envarado y que parecía algo achispado aunque lo suficientemente sereno como para no irse de la lengua más de lo necesario.

—Habla de vos, señor —bisbisó el criado al oído de Servet.

—Sí, no estoy sordo.

Servet parecía molesto aunque interesado con lo que aquel hombre estaba contando.

—Decidlo a cuantos os crucéis en los caminos: Calvino reta a Servet a un debate en Ginebra. Y a la vez, le ofrece acogida en la ciudad, a cubierto de la Inquisición romana, como ya ha hecho con un tal Guéroult, uno de esos malditos chupatintas que ayudó a Servet a imprimir uno de sus libros, el que lo ha llevado a la hoguera en efigie en Vienne. Porque todos los enemigos del papa son bienvenidos en Ginebra. Pero descuidad, Servet se volverá a esconder como una rata y no acudirá, de modo que os perderéis el espectáculo.

Aquel hombre dio otro largo trago de vino rojo y rio a carcajadas, golpeando con el puño sobre la mesa. Luego siguió bravuconeando ante todos cuantos quisieron escuchar su relato sobre el enfrentamiento entre Calvino y Servet, maldiciendo a los herejes, a los reformadores y a cuantos se le ocurría mentar.

—Nos quedaremos aquí un par de días, de momento —le dijo de pronto Servet a su criado.

—Pero debemos avanzar cuanto sea posible, señor…

—Ya me has oído, Benito.

—Señor, si permanecemos demasiado tiempo en un mismo lugar podrían identificarnos…

—Has escuchado, como yo mismo, esa conversación. Calvino se está burlando de mí.

—¿No pensaréis dar pábulo a esas bravuconadas? —le preguntó Benito un tanto asustado.

Miguel Servet no contestó; se limitó a comer una manzana, que peló con un cuchillito. Cuando la terminó, se limpió las manos con un paño y bisbisó:

—Tal vez…

—¿Tal vez? ¿Qué queréis decir con «tal vez»?

—Que tal vez vaya a Ginebra.

—No, mi señor, no…

—La Inquisición católica ya me ha quemado en efigie en Vienne, no creo que los calvinistas hagan lo mismo en Ginebra.

—¿No estaréis hablando en serio?

—Por supuesto que sí. Incluso podría ganarme la vida como editor en Ginebra o en Basilea, donde ya viví unos meses. Suiza es una región de excelentes editores y abundan los lectores ávidos de buenos libros que cuestionan los dogmas de la Iglesia romana. Existe un buen mercado en ciudades como Zúrich y Basilea, y alemanas como Frankfurt, Colonia y Estrasburgo. En estos tiempos se están imprimiendo además muchas obras de geografía. El descubrimiento del Nuevo Mundo y las cada vez más frecuentes expediciones por el océano han provocado una notable demanda de mapas y de libros de geografía. Me podría dedicar de nuevo a ello, quizá con Guillermo Guéroult, que se ha refugiado en esa ciudad.

—¿También sabéis de geografía? —Benito Perrin no dejaba de asombrarse ante la amplísima erudición de su señor.

—Me ocupé de esa disciplina en la época en que viví en Lyon, hace dieciocho años. Para ganarme la vida trabajé como editor en esa ciudad. Fue aquel infausto año en que el vanidoso y lascivo rey Enrique de Inglaterra ejecutó al honrado Tomás Moro tras mantenerlo durante muchos meses en prisión. Trabajé dos años en la imprenta de Trechsel como corrector de textos. En aquel tiempo editamos uno de los libros más célebres de la historia: la Geografía del sabio griego Ptolomeo. Hicimos un buen trabajo. Ya existía una edición impresa por Bilibaldo Pirkeimer, pero contenía decenas de errores. Para esa nueva edición manejé varias copias a las que pude acceder gracias a otros amigos impresores, y realicé una nueva traducción del texto griego. Además, enmendé las medidas de longitud y de latitud que presentaban algunos errores en esas otras ediciones y corregí los nombres equivocados que se asignaban a algunos países, ciudades, montañas y ríos. Cotejé los libros de grandes viajeros como Anglería, Grineo o Munster e incorporé algunas de sus descripciones sobre los pueblos que ellos visitaron. El texto se editó junto a cincuenta mapas que elaboramos a partir de planchas de madera, y que hubo que corregir minuciosamente para descartar cualquier errata. Tuvo mucho éxito, hasta el punto de que imprimimos una segunda edición cuatro años después, ya en Vienne.

»Pero antes de instalarme en Vienne visité Aviñón y luego ejercí la medicina durante algo más de un año en Charlieu; y viajé a Montpelier, donde obtuve el doctorado. En Charlieu fui feliz; allí conocí a una mujer… —Servet hizo un pequeño alto en su relato al recordar a la única mujer con la que había mantenido relaciones durante algún tiempo—, y también a varios anabaptistas, a los que la Iglesia romana condena como herejes a pesar de que son tan inofensivos como una mosca.

—Os admiro, señor —se limitó a comentar el criado, que lo observaba pasmado.

La posada había quedado en calma. Aquel tipo que vociferaba sobre el reto de Calvino a Servet se había marchado, y en las mesas sólo quedaban los clientes que habían reservado habitación para esa noche en La Taza de Oro.

Servet se retiró a descansar y no tardó demasiado en quedarse dormido. En el silencio de la noche, sólo interrumpido por los ronquidos de algunos clientes de la posada y el traqueo de algún catre desplazándose sobre la tarima bajo el movimiento de los cuerpos de dos amantes, el médico hereje se despertó alterado. Estaba sudando y tenía convulsiones en brazos y piernas. Abrió los ojos y apenas pudo entrever un resquicio de pálida luz amarillenta bajo la puerta, quizá el candil de algún cliente que bajaba a aliviarse a las cuadras.

Y entonces recordó lo que acababa de soñar, la causa de su sobresalto. Juan Calvino, muy joven, de rostro acerado, mirada irónica y risa burlona, lo señalaba con el dedo y lo acusaba de cobarde por haber evitado el envite dialéctico al que lo retó en París. En su sueño, Servet se alejaba cabizbajo y derrotado a través de un largo pasillo, bajo unas bóvedas sucias y desconchadas. Humillado y herido en su orgullo, el médico aragonés no podía dejar de ver el rostro burlón de Calvino, riendo a mandíbula batiente, burlándose de su huida y llamándole cobarde una y otra vez.

Y entonces no tuvo duda. Iría a Ginebra y se las vería con el reformador. Sí, eso es lo que haría. Derrotaría de una vez a los fantasmas del pasado y aquella pesadilla no se repetiría jamás.

A la mañana siguiente Servet desayunaba pan con mantequilla, un huevo cocido con col hervida y dos manzanas, mientras su criado engullía un buen pedazo de embutido ahumado y un cuenco de gachas aliñadas con manteca de cerdo.

—Esa comida es demasiado grasienta; no es buena para la sangre —le previno Servet.

—Pero es muy sabrosa y da mucha fuerza, señor.

—Uno o dos días por semana, a lo sumo y en cantidades moderadas, tal vez no resulte demasiado perjudicial. Pero si se consume en proporciones desmedidas y a diario, provoca la putrefacción del quilo, el líquido que se genera en las venas del mesenterio, y causa la enfermedad de la gota. ¿Te has fijado en que sólo padecen esa dolencia los ricos? Eso es debido a que abusan del consumo de faisanes y de perdices, y de carne de carnero y de vaca, regada con abundante vino o cerveza.

—¿Por eso los frailes apenas padecen gota, y en cambio los cardenales sí? —supuso Benito.

—Así es. En la mayoría de los cenobios suele seguirse una buena dieta, según prescribe la regla monástica; los monjes comen cada día verduras, legumbres, pan y frutas, pero sólo consumen carne y pescado, y en cantidades moderadas, dos o tres veces a la semana —precisó Servet—. Si sigues comiendo tanta carne, cuando cumplas los cuarenta años comenzarás a tener problemas de gota, se te hincharán los pies, te saldrán úlceras en los dedos y las llagas te supurarán produciéndote un dolor insoportable.

—Como dicen que le ocurre al emperador Carlos.

—En efecto, como le ha sucedido a él. Cuando el papa lo coronó en Bolonia ya sufría intensos dolores en los pies. Entonces comenzaba su desayuno con cerveza bien fría y seguía después con empanadas de carne, lechón asado, faisán en salsa, cabeza de ternero al horno y varios platos igual de pesados e indigestos. Pero entonces era joven y fuerte; ahora sufre de hemorroides y arrastra un catarro mal curado. No quiero imaginar los dolores que lo atormentarán ahora que ya ha superado los cincuenta. Hay quien rumorea que podría estar pensando en dejar el trono de España en manos de su hijo Felipe y el imperial en las de su hermano Fernando, y así todos sus dominios quedarían en el seno de la familia de los Habsburgo.

—No creo que yo llegue a esa edad, señor.

—Si te alimentas así, ni lo dudes, Benito. Y sé bien de lo que hablo. Hace quince años publiqué un libro al que llamé Tratado universal de los jarabes, donde sostengo que muchas enfermedades se producen por la perversión de las funciones naturales, a veces causadas por la ingestión desordenada y excesiva de carne y de licores. De este modo, la enfermedad de la gota se desarrolla como consecuencia de un consumo abusivo de carnes, lo que provoca la descompensación de los cuatro humores del cuerpo. Para evitarlo, es necesario consumir alimentos vegetales, que actúan como medicinas naturales, así como disfrutar de un sueño abundante y relajado, y recibir masajes una vez a la semana —comentó Servet.

—Procuraré haceros caso.

—He decidido ir a Ginebra —soltó de pronto Servet.

Su criado dio un respingo y casi se atragantó con un pedazo de embutido.

—¿Lo habéis decidido esta noche?

—Sí; apenas he podido dormir. Me desperté mediada la madrugada y he tenido muchas horas para reflexionar sobre ello.

—Allí estaremos en grave peligro.

—Iré yo solo.

—Os acompañaré.

—Tú no vendrás conmigo.

—Pero, señor, ¿adónde puedo ir yo si no es con vos?

—A ti no te buscan.

—Quiero ir con vos; soy vuestro criado.

—Ya no lo eres.

—Pero, señor…

—Te daré sesenta coronas de oro.

—¡Sesenta coronas!

—Con ese dinero podrás vivir una larga temporada donde desees.

—¡Es una fortuna, señor!

—Te la has ganado; en Vienne te jugaste la vida por mí.

—Es mi obligación obedecer a mi señor.

—Sin tu ayuda me hubieran atrapado enseguida.

—Señor, yo preferiría seguir a vuestro lado.

—No. A donde yo voy nada puedes hacer.

—Si os vais a dedicar a ser impresor, yo podría trabajar en ese gremio.

—Desconoces ese oficio.

—Me encargaría de preparar los paquetes de los libros, de llevarlos al mercado, de…

—No, mi querido amigo, tu sitio no está en Ginebra, sino en tu tierra.

—Mi lugar está donde vos estéis.

—Cuando te contraté, me dijiste que habías nacido en una aldea de la región de Auvernia.

—Sí, allí florecen los campos de cereales y el agua es abundante y fresca.

—Bien, con este dinero podrás comprar una pequeña hacienda.

—No quiero dedicarme al cultivo de la tierra; no soy agricultor.

—Es un oficio digno y necesario.

—¿Yo, propietario? Si regreso a mi pueblo con tanto dinero creerán que lo he robado.

—Emitiré un documento en el que certificaré que es tuyo legalmente, y también las dos mulas; yo no las necesito. Lo firmaré ante un notario de esa ciudad cercana, Annecy creo que se llama. Espero que haya alguno.

Al día siguiente Servet y su criado se dirigieron a Annecy. El ventero de La Taza de Oro les confirmó que en la ciudad había tres notarios, y en casa de uno de ellos firmaron el documento por el cual el criado recibía sesenta coronas de oro y dos mulas como compensación a los años de servicio al lado de su señor, el médico Miguel de Normandía.

De regreso a la posada, Benito Perrin insistió en permanecer al lado de Miguel Servet, pero la decisión de éste era inamovible.

Tras el almuerzo, se despidieron a la puerta del establo.

—Señor, habéis sido muy generoso conmigo.

—Y tú un buen amigo.

—Pero os lo ruego, llevadme con vos.

—Acabamos de firmar un acuerdo.

—Romperé este papel, os serviré…

—No hay vuelta atrás. Regresa a tu pueblo, cásate con una muchacha de tu aldea, ten muchos hijos y recuérdame de cuando en cuando.

Benito entendió que resultaba inútil insistir, y se resignó.

—Si alguna vez tengo hijos, os prometo, señor, que mi primer vástago varón se llamará como vos.

—Te lo agradezco. Y ahora, debemos separarnos.

—Si alguna vez pasáis por Auvernia, no dejéis de visitarme.

—Así lo haré.

—Mi casa será siempre la vuestra.

—Vamos, márchate ya, tienes un largo camino por delante.

—¿Me permitís una última pregunta, señor?

—Claro —dijo Servet.

—¿Por qué habéis decidido ir a Ginebra?

—Tal vez porque no tengo ningún otro lugar a donde ir.

—Pero habíais pensado viajar a Italia, incluso al Nuevo Mundo…

—Mi destino está en Ginebra.

—Podríais venir conmigo a Auvernia.

—No me veo cultivando campos de trigo.

—Hacen faltan buenos médicos en aquellas tierras. Yo sería vuestro criado…

Servet alzó la mano silenciando a su criado. Apreciaba mucho a aquel muchacho, que durante varios años le había servido con lealtad absoluta. Le hubiera gustado mantenerlo a su lado y seguir compartiendo juntos el viaje, pero aquello estaba resultando demasiado peligroso, y aunque habían tenido mucha suerte hasta entonces, en Ginebra las cosas podían ser diferentes.

—Lo siento, Benito, sabes bien cuánto te aprecio y te considero más un amigo que un sirviente, pero a Ginebra debo ir yo solo. Eso es lo correcto.

—Pero así, de pronto… Yo quisiera permanecer a vuestro lado…

—No es posible. Deseo lo mejor para ti, y si sigues conmigo, tu vida también está en peligro. No quiero ser el causante de que te pueda ocurrir algún daño.

—Insisto, don Miguel, por última vez, dejadme ir con vos, os lo ruego, os lo suplico…

—No, nunca me perdonaría que pudieras sufrir prisión o algo peor por mi culpa. Regresa a tu pueblo y sé feliz.

Benito Perrin se convenció al fin de que no había manera alguna de persuadir a Servet para que cambiara de opinión y de lugar de destino, y mucho menos de que le dejara ir con él.

—Rezaré por vuestra alma, señor.

—Adiós, Benito, adiós.

—Id con Dios, don Miguel.

—Que Él te guíe, amigo, que Él te guíe.

Se dieron un abrazo y se alejaron en direcciones opuestas. Los dos sabían que nunca más volverían a verse.

Ginebra, finales de julio de 1553

—Ni rastro de Servet, señor —informó Germán Colladon a Calvino.

—No puede habérselo tragado la tierra —comentó el reformador.

—Nuestros agentes han rastreado los caminos de Borgoña y Provenza y los pasos hacia Saboya, y no han podido localizarlo. Yo creo que se ha marchado a su tierra, supongo que allí debe de tener familia y amigos que lo escondan y lo protejan.

—No. La Inquisición española también ha dado orden de buscarlo y detenerlo. Y además, Servet se naturalizó francés hace cinco años, de manera que en su tierra natal ahora sería considerado un extranjero. Intuyo que no está demasiado lejos. Sé que se esconde en estas montañas; lo presiento.

—Pero si no se ha dirigido a España, no tiene ningún otro sitio donde refugiarse —supuso Colladon.

—Es un hombre hábil en la huida y el disfraz, y podría permanecer oculto durante años, pero estoy seguro de que lo perderá su soberbia. No es uno de esos tipos anónimos que desean pasar el resto de su vida desapercibidos. Por lo que sé de él, le gusta mucho la notoriedad.

—Hemos hecho lo que ordenasteis. Varios de nuestros agentes han pregonado vuestro reto por ventas y tabernas y han comentado que si Servet se refugia en Ginebra gozará de inmunidad frente a la Inquisición católica. Tal vez así…

—Los libertinos son los únicos de los que se fiaría Servet. Si ellos le ofrecieran su protección, ese hereje podría aceptarla y venir a Ginebra —supuso Calvino.

—Desde luego, los libertinos han sido quienes han difundido su obra en nuestra ciudad, aunque tal vez Servet no lo sepa.

—Claro que lo sabe. En este mundo todos sabemos quién está de nuestra parte y quién es nuestro enemigo.

—Los libertinos siguen ganando terreno en el Consejo Mayor y en el Pequeño Consejo, y ya hacen ostentación de sus extravagancias del modo más impune. Imagino, señor, que los habéis visto utilizar en sus trajes los tejidos más vistosos, la lana más flexible, el algodón estampado y la seda más fina, y calarse esos estrambóticos y carísimos sombreros llenos de plumas multicolores.

—Sí, y eso repugna a los ojos de Dios. En cuanto nos hagamos de nuevo con el gobierno de la ciudad prohibiremos el uso de paños bordados con hilo de oro, el terciopelo y las telas adamascadas. Dios exige que sus hijos vistamos con decoro.

—Aunque esas telas suponen una importante fuente de riqueza para nuestra ciudad —alegó Colladon.

—Al contrario. Semejante derroche de damascos y rasos, de birretes y sombreros tocados con perlas y piedras preciosas y agujas de oro y exóticas plumas son un derroche innecesario y un lujo indecente que Dios no admite.

—Pero dejan dinero en los talleres…

—Y también hemos de acabar con esas fiestas irreverentes que repugnan a la fe. —Calvino estaba exaltado—. Hace unos días se celebró en esta ciudad la festividad de la Magdalena, el único día del año en que cierra el burdel, y yo mismo pude presenciar cómo la gente festejaba por las calles con máscaras y música, alardeando de su locura y realizando gestos procaces y voluptuosos. Incluso se ha vuelto a celebrar el impúdico baile que llaman «volte», ese en el que el hombre sujeta a la dama por un lugar indecoroso en el que se coloca un apósito de madera; y lo han hecho incluso en el interior de algunas iglesias, formados los bailarines en hileras, desfilando al modo de impúdicos ejércitos satánicos. Cada día proliferan por doquier los músicos con sus laúdes, guitarras, trompetas y timbales, que acompañan a cantantes que se mofan de la religión y la fe con canciones cuyas letras son un insulto para los creyentes y una afrenta permanente a Dios y a Su Hijo Jesucristo.

»No pasa un solo día sin que en tabernas y posadas se juegue impunemente a los dados o a los naipes; y durante esos juegos se blasfema y se menta el nombre de Dios en vano. —La indignación de Calvino crecía por momentos—. Las apuestas que se cruzan en las peleas de gallos, las carreras de caballos o los combates entre seres humanos provocan altercados cada vez más graves. Incluso los nobles han vuelto a dirimir sus diferencias batiéndose en duelos y retos a muerte que ofenden a Dios.

»Este mismo año todos hemos sido testigos de una nueva celebración del carnaval, esa maldita fiesta pagana en la que se pervierten todos los valores del cristianismo, se parodia el orden divino del mundo, se baila indecorosamente, se come y se bebe sin medida con una gula sin freno, se altera el equilibrio de las cosas y se burlan los principios de la doctrina cristiana. Todos los domingos se celebran obscenos espectáculos teatrales que incitan a la juventud al jolgorio y la alejan de la oración y de la asistencia a los oficios religiosos.

El reformador alzó su puño amenazante y prosiguió:

—Han vuelto a organizarse opíparos banquetes donde se derrocha comida y bebida con una ostentación escandalosa. Las surtidas mesas de los ricos rebosan de las viandas más exquisitas; no falta la carne de buey y de ciervo, gallinas trufadas, perdices escabechadas, capones, pollos y cisnes asados, salmones, carpas, esturiones y lucios. Entre tanto, las de los pobres carecen de un simple pedazo de pan. Comer sin mesura hasta hartarse y beber hasta resultar completamente ebrio se ha convertido para los ginebrinos en un signo de ostentación de la riqueza, algo totalmente contrario a la moderación y a la frugalidad que debe observar todo buen cristiano a la hora de alimentarse.

»La ciudad de Ginebra no puede seguir por esta senda de locura y de sinrazón. Debemos hacernos con el poder en el consejo y prohibir todas esas manifestaciones que inspira el diablo para lograr la condena eterna de las almas de los hombres.

—No sé si los ginebrinos entenderán esas medidas, señor. Recordad que cuando quisisteis ponerlas en vigor hace unos años tuvisteis que huir de la ciudad…

—Pero regresé porque el pueblo de Ginebra me reclamó. En mi ausencia, esta ciudad se convirtió en un caos y yo la devolví al orden divino. Ahora es necesario acabar la tarea que comenzamos hace tiempo.

Calvino no albergaba la menor duda de que había sido elegido por Dios para hacer cumplir el plan divino en la tierra.

En una aldea cerca de Ginebra, principios de agosto de 1553

Miguel Servet había llegado sobre una carreta hasta una aldea situada apenas a poco más de dos jornadas de viaje de la ciudad de Ginebra. Pese a algunas dudas, había decidido presentarse en la ciudad donde Juan Calvino predicaba su peculiar visión de la Reforma protestante y donde había logrado establecer una Iglesia propia.

En los últimos días se había enterado de que el partido de los libertinos estaba ganando adeptos y que la posición de los calvinistas se había debilitado mucho en los últimos meses. Aquella situación jugaba en su favor; si conseguía que los libertinos lo protegieran de Calvino, y dado que los católicos no ejercían influencia alguna en el consejo de la ciudad, tal vez pudiera encontrar en Ginebra el asilo que necesitaba, al menos por un tiempo y en espera de continuar viaje hacia el sur, donde pensaba encontrar un lugar en el que librarse definitivamente de la persecución de la Inquisición católica. Y, además, podría tener la oportunidad de derrotar dialécticamente a Calvino, a quien consideraba inferior en inteligencia y en capacidad retórica, resolviendo así veinte años después aquel encuentro pendiente desde París. Servet estaba convencido de que el vencedor en ese debate sería él mismo. Su orgullo lo había empujado hacia el encuentro con el reformador, a pesar de que sabía que era muy peligroso.

La familia de campesinos con la que se había alojado Servet habitaba una casa alejada unos mil pasos de la aldea. Las monedas que les había ofrecido el viajero por unos días de cama y comida contribuirían a mitigar la escasez de ingresos, aquel año disminuidos a causa de una mala cosecha.

En aquellas montañas era duro y difícil ganarse la vida; la tierra cultivable era escasa y apenas rentaba, de manera que muchos jóvenes suizos, sobre todo los segundones de cada familia, se veían obligados a emigrar y a alistarse como mercenarios en todos los ejércitos de Europa, donde su arrojado valor y su habilidad en el manejo de las armas eran muy apreciados, hasta tal punto que algunos generales los consideraban los mejores soldados de la cristiandad. Los que no podían heredar ya sabían desde muy jóvenes que debían aplicarse en el ejercicio de tiro con arco y con ballesta, en lo cual eran insuperables, y en el uso del mosquete y de otras armas de fuego, además de practicar la esgrima, el manejo de la lanza, la lucha cuerpo a cuerpo y diversos ejercicios físicos.

Tras varios días en aquella casa, la hija mayor del propietario, una joven de unos dieciocho años, de pelo pajizo, rostro redondo y risueño, piel lechosa y suave, pechos abundantes y carnes prietas, había intimado con Miguel. Era una joven atractiva a la que pretendían varios muchachos de la misma aldea y algunos de otras cercanas. No poseía una belleza extraordinaria, pero su aspecto era saludable, su faz risueña, sus modales agradables y su naturaleza exuberante. Sería una buena madre y daría numerosos hijos, sanos y fuertes, a su futuro marido.

Un día, al atardecer, la muchacha se acercó a Servet. El aragonés había cenado un poco de queso, un potaje de verduras y tarta de ciruelas, y tras un corto paseo por un sendero cercano se había sentado en un poyete de madera a contemplar la puesta del sol sobre las montañas azules del oeste.

—¿Puedo acompañaros? —le preguntó la joven.

—Por supuesto.

—Os he observado estos días y os he visto mirar al cielo todas las noches. ¿Qué buscáis en él?

—Respuestas.

—¿En las estrellas?

—En sus movimientos. ¿Te has fijado en ellas? Se trasladan por el firmamento, cada noche giran alrededor de la estrella polar, y lo hacen despacio pero sin cesar, y con una precisión extraordinaria. Esa perfección en sus movimientos sólo puede ser obra de Dios.

—Algunas se mueven muy deprisa; apenas se pueden seguir con la vista, y enseguida desaparecen.

—Ésas son las estrellas fugaces. Se mueven por debajo de las estrellas fijas. Y hay otras que lo hacen de forma diferente; son los planetas: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno. Mira, ¿ves aquella estrella, la más luminosa, la de luz blanca que no titila? —Servet señaló la más brillante de la media docena de estrellas que comenzaban a dibujarse en el violáceo cielo del ocaso.

—Sí. Es el lucero del atardecer.

—Es el planeta Venus.

—¿Venus?

—Los antiguos le dieron ese nombre porque es el más hermoso de los astros. Y Venus era la diosa pagana del amor, la más bella de las deidades del Olimpo.

—No os entiendo.

—Es fácil de comprender. Los antiguos griegos y romanos creían que los astros eran sus dioses, y les pusieron sus nombres. Identificaron a Venus, la diosa del amor y de la hermosura, con ese astro, porque es el más rutilante de todos tras el Sol y la Luna.

—La diosa del amor…

La oscuridad iba ganando espacio a la luz, y el cielo parecía poblado de más y más estrellas conforme el rojo resplandor del sol se apagaba tras las montañas. La noche era cálida y una suave brisa del sur impregnaba el aire de una delicada esencia a hierbas aromáticas y a frutas en sazón.

La muchacha se acercó un poco más a Miguel hasta que el médico pudo sentir su calor y el roce de su pierna.

—Supongo que habéis amado a muchas mujeres —comentó de pronto la joven.

Servet se sobresaltó.

—¿Por qué me preguntas eso?

—Se nota que sois un hombre experto, que habéis viajado mucho y que conocéis muchas cosas.

La muchacha colocó su mano sobre la rodilla de Servet y la deslizó despacio a lo largo del muslo. Cuando casi había alcanzado su entrepierna, el médico la detuvo con delicadeza.

—Lo siento… —bisbisó nervioso.

—¿No os gusto?

—No es eso…

—¿Estáis casado?

—No, no lo estoy, sigo soltero.

—¿Sois clérigo católico entonces? No me importa. Tampoco seríais el primer cura en conculcar el voto de castidad.

—No, no… Yo…

Servet estaba muy nervioso. La muchacha olía a lavanda y su generosa anatomía podría hacer las delicias de cualquier hombre…, pero no de él.

A los cinco años, Miguel Servet perdió un testículo en un accidente. Ocurrió en su aldea natal de Villanueva de Aragón, jugando con varios muchachos de su edad. Se habían subido a uno de los pocos pinos que quedaban en los Monegros, una comarca desforestada y árida pero que en otro tiempo albergó enormes bosques de pino negro. Empujado por uno de los chiquillos, Miguel resbaló, perdió el equilibrio y cayó desde lo alto del árbol golpeándose con varias ramas. Una de ellas, astillada, le rasgó el escroto y le arrancó uno de los testículos. Durante varias semanas el joven Miguel se debatió entre la vida y la muerte, pero un médico de Sariñena, una localidad cercana a Villanueva, logró salvarle la vida.

—Dejadme hacer; no soy virgen, como podéis imaginar.

Las manos de la muchacha acariciaban los muslos de Servet, que se sentía atorado y confuso.

—No puedo…

Servet se levantó y se alejó un par de pasos.

—No temáis, no soy un demonio.

—¿A qué te refieres? —le preguntó Servet.

—El párroco de la aldea dice que algunas veces los demonios se convierten en mujeres para confundir a los hombres y acostarse con ellos.

—Los llaman súcubos, demonios que adquieren la forma de una mujer para seducir a los varones, ganarse su alma y arrastrarlos al infierno. Pero yo no creo en esas patrañas. Esa añagaza la emplean los clérigos para evitar la profusión del sexo fuera del matrimonio, lo que consideran un pecado —le explicó Servet.

—Tampoco soy una bruja. Algunas muchachas, e incluso algunas mujeres ya ancianas, han sido acusadas de brujería y quemadas en la plaza de la iglesia. Los oficiales del obispo suelen venir de vez en cuando por estas aldeas de las montañas y hacen lo que ellos llaman una encuesta para descubrir qué mujeres practican la brujería. A veces han encerrado en prisión a pobres viejas que sólo se dedicaban a recoger hierbas en los campos para curar males de tripas o dolores menstruales. Hace un par de semanas se llevaron a una mujer casada con un pastor que vive a una hora de camino de aquí. La acusaron de acordar tratos con el diablo y de acostarse con él, encarnado en un macho cabrío. Pero yo la conozco bien. Es una pobre desgraciada que rechazó las pretensiones de un cura que la pretendía, y éste la acusó de bruja por no aceptar acostarse con él. Dicen que la quemarán viva muy pronto.

—En eso, luteranos, calvinistas y católicos coinciden plenamente. Todos queman a mujeres acusadas de brujería, y lo hacen porque anhelan que sea su forma de entender el cristianismo la única que se imponga. No, no creo que tú seas una bruja.

—¡Vaya!, entonces… ¿sois marica? ¿Os gustan los chicos? Conozco algunos de ésos, pero no se comportan como vos.

—No, simplemente no me atrae el sexo. La ley de Dios prohíbe las relaciones entre hombre y mujer fuera del matrimonio —se excusó Miguel.

—¡Todavía no habéis conocido mujer! Se trata de eso, ¿verdad? No os preocupéis por ello, yo sabré cómo confortaros; dejadme hacer.

—No puedo, no puedo…

—¿Acaso…?

—No soy un hombre completo… —se sinceró Servet—. Siendo un niño sufrí un accidente y perdí uno de mis testículos…

—Lo siento. No podía imaginar… Pero conserváis el otro, ¿no? Basta con uno solo para satisfacer a una mujer, mientras mantengáis intacta vuestra verga.

—Sí, mi pene está bien, pero el otro testículo también resultó dañado más tarde, con una hernia.

—Entonces, ¿no podéis erguir vuestra verga? ¿Es eso…? Dejadme que lo intente.

Era la primera vez que Miguel Servet le confesaba a una mujer sus carencias. La pérdida de su testículo y la hernia del otro lo habían dejado impotente e incapaz de eyacular, o al menos así lo había asumido desde su adolescencia. A lo largo de su vida se le habían presentado numerosas ocasiones para acostarse con mujeres, pero ni tan siquiera lo había intentado, convencido de que sus problemas físicos le impedirían completar el coito.

En una ocasión, cuando vivía en Charlieu y ya era un afamado médico, tuvo una relación con una joven dama de esa localidad. Durante varios meses la estuvo visitando e incluso llegaron a hablar de un posible matrimonio, pero aquel noviazgo se interrumpió ante el miedo de Servet a no poder consumar el acto sexual y, aun si pudiera conseguirlo, nunca podría fecundar a su esposa al carecer de semen.

Durante la práctica de su oficio se le habían insinuado e incluso ofrecido abiertamente algunas mujeres, tanto solteras como casadas, y siempre las había rechazado; a las solteras les decía que Dios sólo permitía el sexo entre esposos y con la exclusiva misión de procrear, en tanto a las casadas les recordaba que el adulterio repugnaba a los ojos de Dios y que estaba prohibido y duramente castigado por las leyes terrenales. Solía asustar a esas mujeres, que le pedían que las montara, explicándoles que Dios castigaba a los fornicadores con la terrible enfermedad de la sífilis, que provocaba tremendas heridas y enormes aflicciones a los afectados, que no tardaban en morir aquejados de dolorosos sufrimientos.

En ocasiones, y para huir de una posible tentación, recordaba una carta que el emperador don Carlos le había escrito a su hijo Felipe, el heredero de los dominios hispanos, en la que le decía que el exceso de la práctica sexual podía llegar incluso a matar a un hombre.

La muchacha obvió las palabras de Servet y siguió masajeándole los muslos hasta alcanzar la entrepierna. El médico estaba ofuscado y le dejó hacer. Las manos de la joven se introdujeron dentro del calzón y buscaron el sexo masculino. Una sensación extraña se apoderó de ella cuando alcanzó su objetivo y palpó unos atributos carentes de uno de los testículos, pero de un considerable tamaño, aunque estéril, en la única gónada existente.

La verga de Servet seguía flácida, rendida en su permanente inapetencia pese a los tocamientos de la joven. Pero la muchacha no se arredró. Le bajó los calzones hasta dejarlos a la altura de las rodillas y se introdujo el pene en la boca, lamiéndolo una y otra vez, procurando proporcionarle el mayor deleite posible. Servet, paralizado y rígido como una estaca de palo, miraba entre las sombras de la noche la cabeza de la joven, enterrada en su entrepierna, afanada en despertar aquel miembro dormido.

Tras un buen rato y numerosos intentos por enhestarla, la verga del médico continuó flácida y derrotada. Entonces, la joven también se rindió.

—Es la primera vez que me pasa. Hasta ahora ningún hombre había…

Servet le selló los labios con su mano.

—No es culpa tuya. Ya te dije que no me interesa el placer que deviene del sexo.

Miguel se subió los pantalones y se alejó sumido en un profundo desasosiego.

Las estrellas rielaban en un firmamento que ahora le parecía más oscuro y hostil que nunca.