Vienne del Delfinado, diciembre de 1552
—Nadie debe saber qué es lo que estamos imprimiendo, ni siquiera vuestros operarios más fieles. Este libro contiene revelaciones que conmocionarán al mundo y sacudirán las bases de la Iglesia romana. —Miguel Servet dio un sorbo a su jarrita de cerveza y miró a su interlocutor.
—Descuidad. Los tres empleados que trabajan en la impresión de vuestro nuevo libro, Straton, Du Bois y Papillon, ni siquiera saben latín; pueden leer lo que están imprimiendo, pero no son capaces de enterarse de nada de cuanto habéis escrito. Además, cada día componemos las planchas y tal cual se imprimen se destruyen. Y los pliegos impresos se guardan bajo llave en un estancia secreta a la que sólo vos, mi cuñado Baltasar y yo mismo tenemos acceso.
Guillermo Guéroult, maestro impresor y cuñado de Baltasar Arnoullet, el dueño de la mejor imprenta de la ciudad de Vienne del Delfinado, conversaba en su casa con Miguel Servet, quien hacía tres meses, en la fiesta de San Miguel de septiembre, le había encargado la edición de un libro cuyo contenido iba a convulsionar los fundamentos doctrinales de la Iglesia católica.
—Mantener en secreto esta edición es imprescindible. Si la Inquisición se enterara de lo que aquí estamos haciendo, la impresión de mi libro se interrumpiría de inmediato, y se daría al traste con muchos años de trabajo y estudio —asentó Servet.
—Yo soy el principal interesado en que se guarde el más absoluto sigilo. Cuando acepté editar vuestra obra sabía bien que me jugaba algo que tengo en muy alto aprecio.
—¿Vuestro dinero?
—Mi cuello, querido amigo, mi cuello. ¿Sabéis que el impresor Étienne Bolet, uno de los más prestigiosos de París, ha sido quemado en la hoguera por imprimir libros prohibidos? ¡Maldita sea! —se lamentó Guéroult tras apurar su cerveza—, todavía no entiendo por qué acepté vuestro encargo. Soy un estúpido, y mi cuñado Baltasar también. Aún me pregunto cómo pudisteis convencerme para realizar este trabajo. Debería haber hecho lo mismo que Marrinus, ese editor de Basilea que hace unos meses se negó a imprimirlo cuando conoció el contenido de vuestro texto.
—Marrinus es un cobarde. Lo conocí en una época en la que estuve viviendo en Basilea varios meses, y creí que era un hombre arrojado y dispuesto a difundir la verdad; por eso le envié mi manuscrito para que lo editara en su taller, pues estaba convencido de que él sí se atrevería a darlo a la luz. Pero en cuanto lo leyó, me lo devolvió, renegando de mí como de la peste. Me decía en una carta que no podía editar mi libro sin contar con el visto bueno de Juan Calvino.
—¿Calvino, el reformador de la Iglesia de Ginebra?
—El mismo. Marrinus no se atreve a editar un solo libro sin la aprobación de ese hombre.
—¿Y vos os negasteis a que Calvino lo revisara?
Servet miró al maestro impresor con seriedad.
—Por supuesto. Hace unos años mantuve una seria disputa con él; de ningún modo puedo aceptar que sea Calvino quien decida si una obra mía debe publicarse o no.
—Ese editor de Basilea es un hombre sensato que huele el peligro, estima su cabeza y quiere seguir con ella sobre sus hombros. Todavía me pregunto cómo fuisteis capaz de convencerme para que montara este taller clandestino para dar rienda suelta a vuestra locura. Incluso tuve que engañar a mi cuñado Baltasar. —Guéroult alzó los brazos y los agitó en el aire, como si se tratara de las aspas de un molino—. Me costó convencerlo para que aceptara imprimir vuestro libro en condiciones tan misteriosas. Menos mal que apenas sabe latín y no alcanza a comprender del todo las ideas incendiarias que habéis puesto por escrito en vuestra obra. Mi cuñado se sorprendió cuando exigisteis que sus operarios tendrían que jurar que guardarían secreto sobre esta edición, y que no la imprimiríamos en el taller sino en ese almacén clandestino de las afueras de la ciudad, pero accedió porque imagino que vio en ello un buen negocio.
—Os sugerí adoptar esas medidas tan cautelosas porque eran imprescindibles.
Servet apoyó sus puños en la mesa y apretó sus mandíbulas, marcando los músculos de sus enjutos carrillos. Miguel Servet se había instalado en Vienne del Delfinado hacía ya casi doce años. Perseguido primero por los inquisidores de Toulouse y luego por el tribunal del Parlamento de París a causa de sus escritos, tachados de heréticos, había vagado por varias ciudades de Francia, estudiado medicina en París y Montpelier y viajado al fin hasta Vienne, donde se instaló y se convirtió en médico personal del arzobispo don Pedro Palmier. Con este prelado había trabado una sincera amistad, hasta tal punto que en la Navidad de 1548 había dejado su casa y se había trasladado a vivir a unas dependencias del palacio arzobispal.
—¿Sabéis, don Miguel?, mis tres ayudantes todavía se preguntan qué es lo que están imprimiendo. Dado el secretismo con el que trabajan, creen que se trata de un memorial contra el papa.
—Y en cierto modo, así es. Hace ya diez años que comencé a escribir este libro y es ahora cuando puedo imprimirlo al fin. En él explico y razono todas mis ideas sobre cómo debe ser el verdadero cristianismo y cuál ha sido la tergiversación que de la auténtica doctrina de Cristo han realizado los perversos papistas y los errores que han difundido los reformadores.
—Por cierto, ¿cómo pensáis titular vuestra obra?
—Christianismi restitutio —respondió Servet en latín.
—«Restitución del cristianismo» —tradujo Guéroult.
—Aquí está la que va a ser la primera página, con ese título. —Servet entregó a Guéroult el manuscrito, pues se había dejado casi para el final el primero de los cuadernillos.
El impresor cogió el folio y lanzó un bufido.
—«Restitución del cristianismo. Llamada a toda la Iglesia apostólica para volver a sus orígenes, a devolver la integridad del conocimiento de Dios, de la fe de Cristo, de nuestra justificación, de la regeneración del bautismo, del banquete de la cena del Señor. Debemos restituir el reino del cielo, acabar con la impía cautividad de Babilonia y destruir al Anticristo y a sus esbirros» —leyó Guéroult—. ¿Y estas frases en hebreo y en griego? —preguntó, pues no comprendía esas lenguas.
—«Y apareció Miguel en el cielo»; eso significa la frase en hebreo. «Y se desencadenó una batalla en el cielo»; así reza la escritura en griego —le aclaró Servet.
—Es un buen título. —Guéroult calló que aquellas frases le parecían un tanto pretenciosas, pues entendió que ese Miguel que aparecía en el cielo para librar una batalla era el propio Servet, adulándose a sí mismo.
—Que expresa perfectamente lo que pretendo alcanzar: la necesidad del regreso de la Iglesia a los limpios ideales del cristianismo primitivo, que se basaban en el verdadero amor a Dios, en la fe sincera en Cristo, sin la cual no hubiéramos podido acceder al conocimiento de Dios, y la obligada regeneración humana mediante el acto del bautismo. Y la restitución, al fin, del reino de los cielos tras la impía y pecaminosa nueva cautividad de Babilonia a que el Anticristo y sus secuaces han sometido a la Iglesia.
—¿Os referís al papa de Roma y a sus cardenales? Si es así, estamos de acuerdo.
Guéroult dejó la hoja de papel con el título encima de la mesa y se frotó las manos con energía, como si estuviera apretando entre ellas a todas las altas dignidades de la Iglesia católica.
—Por supuesto —asentó Servet—. ¿Quién si no encarna ahora a ese ser maléfico y terrible que anuncian las Escrituras? Roma se ha convertido en la gran ramera y el papa es su principal mentor. Familias como los Borgia o los Médici han contribuido a corromper, más si cabe de lo que ya estaban, al papado y a la Iglesia. Hay que acabar de una vez con esta nueva Babilonia y destruir al Anticristo y a sus acólitos, que se agazapan en las estancias del Vaticano ensuciando en sus labios el nombre de Dios y urdiendo una conjura tras otra en los lujosos salones de sus ostentosos palacios.
—Quizá católicos y reformadores lleguen a un acuerdo y vuelvan a unificarse.
—No es posible. Algunos lo han intentado pero no han conseguido que se reanude el concilio que el pasado mes de abril suspendiera el papa Julio III en la ciudad de Trento, adonde también habían acudido representantes de príncipes partidarios de la Reforma.
—El emperador don Carlos se ha dirigido a varios de ellos y les ha pedido que convenzan a los clérigos que siguen las doctrinas de Lutero para que acudan de nuevo a Trento y eviten el cisma en el seno de la Iglesia —dijo Guéroult.
—Éstos se niegan a hacerlo y recriminan a los católicos que los definan como protestantes en vez de reformadores.
—Dicen que ha habido conversaciones secretas entre ambos bandos en Hagenau, Regensburgo y Worms, incluso en presencia del propio emperador don Carlos.
—Pero no han obtenido resultado alguno, pues los reformadores siguen el ejemplo de Lutero, que jamás se retractó de sus tesis —comentó Servet—. Sus posturas son irreconciliables: para los reformadores la Iglesia católica es una impostora que ha usurpado la legitimidad del verdadero cristianismo, y para Roma los reformadores son protestantes equivocados que se han autoexcluido de la verdadera fe. No; no hay solución pacífica a este conflicto.
—En cualquier caso, con este libro os jugáis la vida, Miguel. Hasta ahora habéis tenido suerte y habéis logrado escabulliros de la Inquisición, pero en cuanto esta obra salga a la luz, los sicarios del papa se lanzarán sobre vos como aves de presa y os perseguirán sin descanso hasta que vuestros huesos se pudran en una prisión o vuestras carnes ardan en una pira de leña.
Guéroult dio unos pasos y se dirigió hacia la ventana. Era un hombre alto y fornido, de miembros poderosos. Su cabello entrecano y rizado estaba marcado por unas profundas entradas. Su mirada limpia denotaba que era un hombre de fiar.
—Sé el peligro que corro, pero tengo que hacerlo; este libro debe publicarse. Es mi legado a la razón. He invertido diez años de mi vida en escribirlo y deseo que se conozca mi trabajo y que esta obra contribuya a desenmascarar a tanto rufián como se esconde tras los hábitos religiosos.
—Al menos se editará sin firma de autor, supongo…
—Lo he pensado mucho, y lo firmaré con tres iniciales: MSV.
—Miguel Servet… ¿de Vienne?
—No. La uve hace referencia al lugar de mi nacimiento, Villanueva, en el reino de Aragón. MSV: Michael Servetus Villanovanus.
En Vienne utilizaba el nombre de Miguel de Villanueva, para evitar ser identificado por sus perseguidores, pues todavía estaba en vigor la orden de captura dictada por sendos tribunales en Toulouse y en París. Hacía ya varios años que había adoptado la nacionalidad francesa y tres que había obtenido la ciudadanía en Vienne, donde era considerado un hombre sabio, un médico notable y un ciudadano ejemplar. Su actividad profesional como físico le proporcionaba una renta suficiente para vivir con toda comodidad, poder mantener una buena casa, aunque ya no le hacía falta al haberse trasladado al palacio, y un criado.
Guéroult se echó las manos a la cabeza y sopló con fuerza.
—¿Estáis seguro? Si imprimimos esas iniciales en el libro, media Francia intuirá que el autor sois vos, y la otra media no tardará en enterarse.
—¿Eso creéis?
—Por supuesto. La Inquisición indagará por todas partes, pondrá todos sus sabuesos a rastrear y lo descubrirá enseguida; esas iniciales serán una pista que lucirá como una linterna en la noche más oscura. Los perros del papa vendrán a por vos, os apresarán y os veréis obligado bajo tormento a revelar dónde se imprimió. Y entonces nos torturarán hasta que confesemos ser servidores del mismísimo Satanás y arderemos todos en la hoguera, o colgaremos de una soga o perderemos nuestras cabezas bajo el hacha, según sea el grado de indulgencia de los inquisidores.
—Si así sucediera, yo nunca os delataré. En ese sentido podéis estar tranquilos.
—¿Sabéis cuáles son los medios que utiliza la Inquisición en sus interrogatorios para hacer hablar a los reos? —demandó Guéroult.
—Sí, los he leído, y en más de una ocasión he estado a punto de sufrirlos.
—Pero nunca los habéis probado en vuestras propias carnes. Nadie puede resistir un interrogatorio de un tribunal de la Inquisición y seguir callado tras sufrir sus pavorosos tormentos. Sus verdugos son muy eficaces en la tortura y saben bien cómo extraer del acusado hasta la más íntima de sus confesiones. El potro, la rueda… son instrumentos cuyo castigo nadie puede soportar. ¿Por qué no dejáis vuestro libro sin firma alguna? Que aparezca como un texto completamente anónimo, sin la menor pista sobre la identidad de su autor. El efecto que pretendéis desencadenar será el mismo, y no os expondréis a ser descubierto tan fácilmente.
—Eso sería una cobardía.
—¡Y qué importa! Vuestra verdadera intención es denunciar la corrupción que ha podrido a la Iglesia de Roma, y por la fe de Cristo que lo vais a conseguir con cuanto habéis escrito en este libro. Pero no es necesario que os arriesguéis a una terrible condena facilitando que descubran que vos sois el autor. Ni siquiera vuestro prestigio os salvará de una muerte cierta.
Servet era muy querido en Vienne. Con su trabajo de médico se había ganado el respeto de todos los ciudadanos y de sus colegas. Sólo un año después de quedar inscrito en el padrón como ciudadano fue elegido prior de la cofradía de San Lucas, que congregaba a los médicos de la ciudad. Él mismo había promovido que todos los miembros del gremio de médicos realizaran turnos para atender gratuitamente a pacientes y enfermos pobres que no pudieran pagar sus servicios, lo que lo había convertido en una especie de nuevo apóstol de la caridad en su ciudad.
—Se trata del más importante de cuantos trabajos he escrito hasta hoy; y debo firmarlo, aunque sólo sea con mis iniciales. Tal vez en otra época, en el futuro, entiendan lo que quiero decir y consientan que mis ideas puedan difundirse libremente. —Servet se mostró firme en su posición. Su mirada serena dejaba claro que no pensaba renunciar de ninguna manera a incluir sus iniciales en el libro.
Guéroult, al contemplar los ojos del aragonés, supo que no podría convencerlo de lo contrario, aunque realizó un último intento.
—En estos tiempos la soberbia de los escritores y de los artistas no tiene medida. Hace siglos casi nadie firmaba sus obras.
—No siempre fue así. Platón, Aristóteles, Séneca o Cicerón sí lo hicieron.
—Bueno, me refería a los autores que se han jugado la vida.
—También ésos. Recordad que Sócrates y Séneca fueron obligados a suicidarse y que Cicerón fue asesinado.
—Pues aprended de su ejemplo y escarmentad en cabeza ajena. Podéis evitar muchos problemas si os refugiáis en el anonimato, al menos por el momento. Si queréis que la posteridad os recuerde como autor de este libro, dejad legado en alguna parte que vos sois quien lo escribió, pero que quede en secreto hasta vuestra muerte o hasta que se puedan difundir vuestras ideas sin que corráis peligro de ser ejecutado.
—Está decidido: las siglas MSV figurarán en la última página del libro.
—En ese caso, es probable que estéis firmando vuestro suicidio.
—Debo hacerlo así.
—Terco aragonés… Como prefiráis; y que el cielo nos ampare —se resignó Guéroult.
Tal cual se imprimían los pliegos de Restitución del cristianismo, Miguel Servet destruía cada una de las hojas correspondientes al manuscrito original que él había comenzado a escribir a pluma diez años atrás. Una vez compuesta una plancha, se imprimía una sola copia en papel, que Servet cotejaba con el original manuscrito para, tras realizar las correcciones y eliminar las erratas, imprimir ochocientos pliegos antes de eliminar definitivamente esa plancha. En la chimenea que calentaba el taller clandestino, Servet quemaba cada día las hojas manuscritas que ya se habían compuesto e impreso, y el maestro impresor Guéroult se encargaba de destruir las planchas que se habían utilizado en la prensa editorial. Acabado este proceso, de Restitución no quedaba otra cosa que los pliegos impresos, que el propio Servet o Baltasar Arnoullet recogían con cuidado y trasladaban a un lugar secreto donde se guardaban en espera de acabar la edición de todos los cuadernillos, para proceder a la encuadernación de cada uno de los ochocientos ejemplares.
—Esta obra no está completa —soltó de pronto Servet.
—¡Cómo! —exclamó Guéroult entre aspavientos de asombro.
—Quiero incluir unos comentarios a las treinta cartas que envié a Calvino hace siete años.
—¡Os habéis vuelto loco!
Guéroult, que estaba componiendo una página, se levantó excitado. Solía ser un hombre tranquilo y sosegado, pero las últimas decisiones de Servet lo estaban sacando de quicio. Primero firmar el libro con las tres iniciales y ahora añadir más texto al contenido lo ponía nervioso.
—En la correspondencia que durante varios meses mantuve con ese reformador cuestioné y desmonté sus erradas tesis teológicas y algunas aseveraciones erróneas que desarrolla en sus libros —le comentó Servet al impresor mientras ambos examinaban un pliego recién impreso.
—Esto altera el plan de edición. ¿Se lo habéis comunicado a Baltasar?
—No. Pero estoy seguro de que aceptará este cambio.
—Si incluimos nuevos textos aumentará el número de páginas y vuestra obra no podrá estar finalizada antes de las Navidades. Si queréis recuperar el dinero invertido, el libro debe distribuirse en las ferias de primavera.
—No importa. Los comentarios a aquellas cartas deben figurar en este libro.
—¿Acaso es imprescindible para vuestra obra?
—Es necesario para mi tranquilidad.
—¿Habéis pensado que si uno de los ejemplares de vuestro libro cayera en manos de Juan Calvino, él descubriría de inmediato que el autor sois vos?
—Calvino también está perseguido por la Iglesia romana, no en vano es uno de los puntales de la Reforma. No creo que me denunciara ante la Inquisición católica.
—¿Por qué esta repentina idea de introducir vuestras disputas con Calvino?
—Tengo una deuda pendiente con él.
—Por lo que he oído, ese hombre no admite que lo contradigan. ¿Lo sabíais?
—Tengo experiencia en ello. Hace años, en París, debatí arduamente con él sobre teología.
—En ese caso, supongo que esas cartas a las que aludís son muy críticas con la doctrina de Calvino.
—Yo diría que demuelen su pensamiento y desmontan todas sus ideas.
—No contento con poner en vuestra contra a toda la Iglesia católica, pretendéis enfrentaros también con la Iglesia reformada… Permitidme que os diga que sois un insensato.
—Debo resolver esa deuda —se limitó a decir Servet.
—Como gustéis, pero este añadido retrasará el plazo de edición.
—Ya os he dicho que no me importa —asentó Servet.
—Tendré que consultarlo con mi cuñado, porque ese anexo supone más trabajo y más papel, y se encarecerá la edición.
—Por supuesto, maese Guillermo, por supuesto.
Instantes después Baltasar Arnoullet entró en la sala y saludó a los dos hombres. Parecía malhumorado.
—¡Maldita sea! —exclamó Arnoullet a la vez que se quitaba su sombrero y su capote y los sacudía para librarlos de algunos copos de nieve que se habían posado sobre ellos.
Moreno, de pelo largo y oscuro que recogía en una coleta con un lazo negro, Baltasar era un hombre apuesto que gustaba de la buena vida y de ganar dinero.
—¿Qué te ocurre, cuñado? —le preguntó Guéroult.
—Que se me acaba de escapar de las manos un gran negocio.
Arnoullet se dirigió hacia un perchero donde colgó su capa y se acercó a la chimenea para calentar sus manos en el fuego.
—¿Qué ha ocurrido?
—He estado a punto de contratar la edición de la nueva obra de François de Rabelais, nuestro mejor escritor. Acaba de finalizar un libro de aventuras llamado Pantagruel que será un éxito de ventas. Los libreros que acudan este año a la feria de Frankfurt comprarán un buen número de ejemplares. He hecho cuentas con el ábaco, y los beneficios serán extraordinarios: doscientos o tal vez doscientos cincuenta ducados en el primer año, y no menos de diez o doce ediciones en los próximos cinco años. Tenía el acuerdo casi cerrado, pero en el último momento me ha arrebatado el contrato un impresor de Lyon. ¡Maldita suerte! Ahora sólo me falta que estalle una huelga como la que paralizó durante semanas a las imprentas de París y Lyon hace ya trece años y me arruine.
—Es una pena, sí, pero de momento no nos falta trabajo —dijo Guéroult.
—Espero que sigamos así. Tengo demasiados gastos… Y además hemos tenido que alquilar esta antigua tienda para imprimir vuestro libro en secreto, trasladar a este local la prensa, adecentarlo… Tengo ganas de acabar vuestro libro cuanto antes —le dijo a Servet.
—Pues me temo que habrá algún retraso ¿Comentáis vos mismo los cambios que queréis introducir en el libro, don Miguel? —le preguntó el maestro impresor.
—¿A qué te refieres, cuñado? —demandó Arnoullet con un rictus de preocupación.
—Poco antes de vuestra llegada le estaba comentando a maese Guillermo que he decidido incluir en mi libro dos comentarios a las treinta cartas que le escribí a Calvino hace unos años —se explicó Servet.
—¿Ya habéis escrito esos comentarios? —le preguntó Arnoullet, que se alejó del fuego para colocarse a la altura de su cuñado y de Servet.
—Éste es el manuscrito. —Servet le entregó varios folios al editor.
—¿Cuántas páginas más supondrá este añadido? —le preguntó Arnoullet a su cuñado, a la vez que le entregaba el texto.
El maestro editor lo hojeó, hizo un rápido cálculo mental y concluyó:
—Ochenta páginas, tal vez algunas más.
—Eso encarecerá la edición y la retrasará unos días, quizá un par de semanas —dijo Arnoullet, siempre preocupado por el dinero, como todo editor.
—No me importa, yo correré con cuantos gastos se ocasionen.
—Además, con ese añadido, cuando el libro llegue a manos de Calvino, como así ocurrirá, ni siquiera será necesario ocultar vuestro nombre tras las iniciales MSV. Todo el mundo intuirá que vos sois el autor; o al menos lo sabrá Calvino —intervino Guéroult.
—¿Pretendéis incluir vuestras iniciales en el libro? —le preguntó Arnoullet.
—Así es, como colofón en la última página.
—Pero eso os delatará. Habíamos convenido que la obra sería anónima.
—Hace varios años que uso un nombre que no es el mío, pero no me gusta el anonimato. Quiero que aparezcan esas iniciales en mi libro.
—Por mi parte podéis hacer lo que gustéis, pero mi imprenta deberá quedar al margen, es lo acordado —dijo Arnoullet.
—Estáis jugando con fuego, don Miguel. Reconsideradlo, os lo ruego —terció Guéroult.
—Lo sé, pero mi conciencia me obliga a ello.
—Muerto no conseguiréis nada, pero si ése es vuestro deseo… —Arnoullet se encogió de hombros y regresó junto al calor de la chimenea.
—Y si no intento cambiar tanta injusticia, tampoco lograré mis propósitos.
—Al menos conservaréis la vida —terció Guéroult.
—Todos moriremos… algún día.
Vienne del Delfinado, 3 de enero de 1553
El maestro impresor Guillermo Guéroult tomó en sus manos el último pliego del libro de Servet, recién impreso. En el improvisado taller olía a tinta fresca y a cera. La vieja tienda de telas del burgo de Vienne, ubicada en una discreta calleja apenas transitada, había sido habilitada como imprenta clandestina. En el centro de la sala se había colocado la prensa de tipos móviles y en las estanterías donde en otro tiempo se apilaban los lienzos ahora lo hacían cajas de madera con todo tipo de letras, botes con tinta y resmas de papel listo para ser impreso.
Para evitar miradas curiosas, la ventana había sido tapada con un panel de madera, lo que obligaba a usar luz artificial todo el día, y un amplio biombo evitaba que pudiera verse desde la puerta lo que ocurría en el interior.
El impresor observó el pliego a la luz de los cirios y dio su visto bueno.
—Si otorgáis vuestra conformidad, podemos tirar el resto de la edición —dijo Guillermo.
Miguel Servet y Baltasar Arnoullet examinaron el pliego; en la última página, la 576, no había ninguna referencia a la imprenta donde se había impreso el libro, pero sí figuraban las iniciales MSV tras la breve conclusión y el año de edición, MDLIII. Servet comprobó que todas las erratas habían sido corregidas sobre la prueba de imprenta. Estaba perfecto. Guéroult era un profesional extraordinario, tal vez el mejor maestro impresor de todo el este de Francia, además de un notable poeta.
—Magnífico trabajo. Las iniciales miniadas con figuras humanas y con motivos vegetales son excelentes. Lamento que no pueda llevar pie de imprenta, señores —asentó Servet, que extrajo de su bolsa de cuero las cuartillas manuscritas de las últimas páginas de su libro y las arrojó al fuego de la chimenea.
—Sí, es una lástima que tan buen trabajo no pueda ser rubricado con el reconocimiento de nuestra firma como impresores.
—¿Podemos imprimir, señores? —demandó Guéroult.
—Claro, maestro Guillermo, claro, adelante con el trabajo —asintió Servet.
—Pronto tendremos listas las ochocientas copias del último pliego, y ya se podrá proceder a encuadernar los ejemplares.
—Traeremos todos los pliegos aquí. Lo haremos en un par de carretas pasado mañana, la víspera de la Epifanía. Comenzaremos a encuadernar esta obra el próximo lunes —dijo Arnoullet.
—¿No levantaremos sospechas?
—Éste es un taller de telas, querido amigo. Transportaremos los pliegos de papel ya impresos envueltos en talegas de dos codos de longitud, de manera que parezca que contienen paños de lana.
—¿Está prevista la distribución?
—Por supuesto. Mis agentes en Lyon y en Frankfurt ya han logrado colocar cien ejemplares en cada una de estas dos ciudades, que se venderán en las próximas ferias de primavera. Se trata de un pedido comprometido en firme, que abonarán de inmediato. Con eso podréis cubrir los gastos de edición, pero no habrá, por el momento, beneficios.
—¿Quién los ha comprado?
—Los destinados a Frankfurt un librero de Lyon, anticatólico y anticalvinista, acérrimo seguidor de Lutero y partidario de denunciar al papa como verdadero Anticristo y a su banda de cardenales corruptos como los esbirros del demonio. Su nombre es Juan Frellon; cada año abre un puesto en la feria de Frankfurt, donde día a día ganan espacio obras editadas en francés, alemán o italiano, y en él vende obras que ningún otro colega puede ofrecer. Controla la distribución de libros en Suiza y en el sur de Alemania, sobre todo si se trata de textos en los que se cuestiona a los papistas y a sus dogmas. Y en Lyon y en las regiones de Borgoña y Saboya lo hará otro librero, que sería capaz de vender a un cardenal un manual para cometer pecados escrito por el mismísimo Satanás si con ello consiguiera que se tambalearan los cimientos del Vaticano, y de paso embolsarse un buen puñado de monedas. Su nombre es Pedro Merrin, que además trabaja en esa ciudad como fundidor de tipos de imprenta, uno de los mejores en su oficio —respondió Arnoullet a la pregunta de Servet.
—Los conozco, sí. Ambos son muy buenos libreros, pero ¿es que sólo interesa mi obra a los enemigos del papa?
—Por el momento, esos dos libreros antipapistas son los únicos que han pagado el adelanto por la compra de ejemplares de vuestra obra, pero espero que, conforme vuestro libro se vaya conociendo, aparezcan más clientes y aumenten los pedidos. Y si la polémica se desencadena, y ojalá ocurra de esa manera, mucho mejor, pues con ello se dispararán las ventas y podremos afrontar una segunda edición. El único problema es que si se agotara este mismo año no podríamos tirar una segunda edición de inmediato, pues no hemos guardado las planchas de la primera.
—Ochocientos ejemplares serán suficientes para la demanda del mercado, por el momento —supuso Servet.
—Y bien, ¿qué queréis que hagamos con los ejemplares que no hemos distribuido?
—Enviádselos a maese Bertet; es un buen amigo. Reside en la localidad de Châtillon. Él los custodiará hasta que puedan ponerse a la venta —dijo Servet.
—¿Es de fiar ese amigo vuestro? —preguntó Arnoullet.
—Sí. Tengo plena confianza en él.
—Tened en cuenta, don Miguel, que hemos de obrar con extrema cautela. Hasta ahora a los impresores no nos ponían demasiadas pegas, pues no había ningún criterio para condenar una obra, pero en este momento los inquisidores andan por ahí husmeando sobre cualquier libro que pueda ser considerado como herético. Y, aunque no conozco el contenido, supongo que éste será valorado como tal. Además, los inquisidores y los obispos ya disponen del Índice.
—¿El Índice…?, ¿qué es el Índice? —preguntó Servet un tanto sorprendido.
—¿Todavía no os habéis enterado? Claro, en estas últimas semanas habéis estado absorto en vuestro trabajo de corrección de Christianismi restitutio —Arnoullet había leído el título del libro en los últimos pliegos impresos— y no os habéis puesto al corriente de lo que ha ocurrido en Roma. El papa Julio III ha aprobado la publicación del Índice, un listado de los libros prohibidos por la Iglesia católica que acaba de ser aprobado; su impulsor es el cardenal Juan Pedro Caraffa, el gran inquisidor, el hombre más poderoso del Vaticano, al que todos señalan como el siguiente sumo pontífice. Todas las obras cuyos títulos se encuentren citados y reseñados en el Índice deberán ser confiscadas y destruidas de inmediato por los inquisidores, y sus autores perseguidos y encarcelados; ésas son las instrucciones que se han emitido desde la curia romana —explicó Arnoullet.
—¿Y qué libros contiene ese Índice?
—Unos cuantos, y me temo que la lista irá aumentando: por ejemplo, entre esos títulos se encuentra el Enchiridion de Erasmo.
—¡Erasmo de Rotterdam! Pero si su doctrina está dentro de la ortodoxia católica; incluso estuvo a punto de ser nombrado arzobispo de Zaragoza hace treinta años.
—Pues ha caído en desgracia, y ahora algunas de sus obras figuran en ese listado de libros prohibidos. De seguir vivo, Erasmo sería ahora mismo reo de la Inquisición.
—La cultura escrita siempre ha sido fuente de poder, señores, y mucho más desde que Gutenberg inventó la imprenta de tipos móviles e hizo posible editar cuantos ejemplares se deseen en un taller que disponga de la prensa y las planchas necesarias para poder hacerlo. ¿Sabéis que en este medio siglo se han editado unos veinte mil títulos distintos en Alemania, unos diez mil en París y más de cinco mil en Venecia? Tal vez se hayan impreso en Europa alrededor de doscientos millones de ejemplares desde que Gutenberg imprimió su Biblia en Maguncia; probablemente más que manuscritos se han copiado a lo largo de toda la historia de la humanidad —explicó Guillermo Guéroult.
—Así es; gracias a la imprenta, quien quiera disponer en su casa de un libro puede hacerlo por un precio asequible. Una buena edición de la Biblia puede adquirirse en el mercado de Venecia o de París por un par de escudos. Conozco a molineros que han comprado algunas ediciones para entender la creación del mundo por Dios; o al menos eso han declarado —dijo Servet.
—O para estar atentos a lo que acontecerá en el futuro —añadió Arnoullet.
—¿A qué os referís?
—Hace unos días llegó a mis manos un libro escrito por Michael de Nostradamus, un astrólogo de París que dice ser capaz de anunciar lo que ocurrirá en el futuro. Se rumorea que se han editado más de cinco mil ejemplares de la primera edición y que se han vendido todos en apenas unos meses; un buen negocio.
—La gente se muestra intranquila por el porvenir y por eso quiere saber qué le deparará el destino. Los libros de profecías siempre han gozado de gran éxito. Yo impartí clases de astrología en París, y os prometo que jamás disfruté de tan abundante número de alumnos como entonces. Se mostraban entusiasmados cuando les explicaba las teorías del sabio musulmán Alcabitius, que vivió hace quinientos años en las ciudades de Mosul y Alepo, y su método para la adivinación del futuro según la posición que ocupaban los astros en el momento del nacimiento de una persona, o cuando les desmenuzaba el significado del Libro cumplido de los juicios de las estrellas, del gran Alí ibn Rajal. Y se asombraban al descubrir que el mismísimo Cicerón, el más sabio de los romanos, escribió un tratado en el que abordó el tema de la adivinación a partir de diversos augurios y presagios, tal cual creían los romanos —repuso Servet.
—Pero la Iglesia ha prohibido de forma terminante la práctica de la astronomía judiciaria, pues alega para ello que algunos astrónomos se han permitido predecir y juzgar el futuro, que sólo Dios conoce. Y los reformadores tampoco aceptan esas prácticas, que consideran propias del demonio —intervino Arnoullet.
—Pero, pese a todo eso, los libros de profecías basados en la astrología suelen causar a sus autores y a sus impresores menos problemas que los que desencadenan los libros de teología en los que se cuestionan los dogmas papistas, que no son sino enseñanzas del demonio —precisó Servet.
—Y más beneficios, queridos amigos, a lo que parece por las ventas de ese libro de Nostradamus —puntualizó Guéroult.
Ginebra, finales de febrero de 1553
Aquella mañana de domingo, casi cumplido el mes de febrero, Juan Calvino, como acostumbraba antes de pronunciar su primer sermón dominical, paseaba cerca de la orilla del lago Leman acompañado de su amigo Guillermo Farel, pastor de la Iglesia reformada de la ciudad de Neufchâtel.
Hijo de un juez muy severo, Calvino había estudiado leyes y teología en París. Allí había entrado en contacto con algunos reformadores que seguían las pautas dictadas por Lutero, a quien admiraban por las denuncias que este monje alemán había publicado contra las prácticas seculares de la Iglesia romana. En sus noventa y cinco tesis, Lutero se había rebelado contra la endeblez moral de la jerarquía del clero católico y se había mostrado absolutamente contrario a la concesión de indulgencias a cambio de dinero y al celibato de los clérigos.
Erigido en un firme defensor de la Reforma y convencido de que había que cambiar la Iglesia, Juan Calvino había decidido emplear toda su energía y toda su vida en la lucha por asentar en la cristiandad los valores y creencias que él consideraba justos, y que la Iglesia romana había olvidado desde hacía siglos, según denunciaban los reformadores.
Como tantos otros partidarios de la Reforma, creía que la jerarquía católica encarnaba la esencia del mal, y que los papas no se habían comportado como los vicarios de Cristo en la tierra sino como egoístas y perversos gobernantes temporales que habían corrompido y deformado en su beneficio el original mensaje evangélico.
Hacía ya ocho años que Lutero había muerto, pero sus ideas sobre la renovación de la Iglesia para recuperar el verdadero espíritu del cristianismo seguían avanzando y cosechando adeptos en el centro y el norte de Europa; cada día eran más los que se posicionaban del lado de la Reforma, el nombre que se le había dado a aquel movimiento regenerador, y los que se manifestaban en contra de los postulados tradicionales de la Iglesia de Roma.
—Cuando hace treinta y seis años Lutero clavó aquel papel con sus noventa y cinco tesis en la puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg, nos mostró el camino correcto a todos, amigo Guillermo. Y aunque yo considero que ese fraile alemán estaba equivocado en algunas de sus propuestas y que se quedó corto en las reformas necesarias, no obstante, debemos agradecerle que fuera el primero en anunciar que la oposición entre clérigos y laicos debía ser eliminada de la Iglesia, y que defendiera el derecho del hombre a entablar una relación directa con Dios al margen de cualquier intermediario, incluida la Virgen María o los santos —dijo Calvino.
—Los cristianos debemos estar atentos y vigilantes en todo momento, pues los enemigos de la fe verdadera acechan por todas partes, por eso debemos cuidarla con toda atención y perseguir a los que desean aniquilarla —añadió Farel.
—Lutero era un hombre íntegro, pero se mostró demasiado laxo con las normas morales y con su cumplimiento. Tenía razón en su repudio a las prácticas del papa y de su corrompida e indecente corte de cardenales. Como proclamara el fraile de Wittenberg, yo también reniego del pasado y de las costumbres presentes de la Iglesia romana y rechazo con todas mis fuerzas la idea de que el derecho a predicar la palabra de Dios o a dirigir el culto en el templo sea un privilegio exclusivo de los sacerdotes ungidos por esos hijos del demonio que son los papas católicos o por sus obispos acólitos.
—Roma es la nueva Babilonia, la gran ramera impúdica, el pudridero donde se amontonan todas las corrupciones y desvaríos de cuantos han detentado el poder terrenal en la Iglesia.
—Por eso Dios me ha conferido la defensa de la verdad y la misión de purificar a su verdadera Iglesia y librarla de todos los males que ahora la emponzoñan, para arrancar de raíz todo aquello que no esté conforme a las Escrituras y devolverla así a la pureza original que predicó Cristo. —Calvino hablaba con la convicción que sólo asiste a los que se creen iluminados.
—Con las indulgencias, la Iglesia vende el perdón de los pecados a cambio de un buen puñado de monedas que se destinan a construir los palacios en los que holgazanean los cardenales y los obispos, donde celebran con gula sus copiosos banquetes y fornican con sus lujuriosas meretrices en orgías escandalosas —precisó Farel.
—Roma se ha convertido en un gigantesco burdel en el que campean a sus anchas las cortesanas y las concubinas de los cardenales. El papa León X, un miembro de la corrupta familia de los Médici, empleó el dinero de las rentas eclesiásticas para construir la basílica de San Pedro en vez de atender a las urgentes necesidades de los más pobres. Hace tiempo que el papado se ha olvidado de la sangre de los mártires, cuyo reino debe ser reconstituido.
—Contad conmigo para ello, Juan, contad conmigo —apostilló Farel.
El día era frío y gris; unas gotas de aguanieve comenzaban a caer sobre la ciudad. Calvino se ajustó el cuello de su abrigo de lana negra, forrado con una piel de armiño, el único signo de lujo que se permitía en su vestuario.
El reformador de Ginebra tenía cuarenta y cuatro años; de estatura mediana, muy delgado, su rostro enjuto de rasgos adustos estaba cubierto por una larga barba en la que ya surgían algunas canas. El tono pajizo y apagado de su piel le confería un aspecto enfermizo y triste. Sus ojos profundos y negros, de mirada acuosa, denotaban fortaleza de ánimo pero a la vez transmitían una cierta desesperanza vital. La frente, amplia y recta, se prolongaba en el perfil en una nariz larga y afilada, signo, se decía, de un hombre franco y decidido a defender hasta el fin sus posiciones.
Conforme arreciaba el aguanieve, la pareja de reformadores caminó deprisa hasta llegar al templo de San Pedro, donde aquel domingo Juan Calvino debía pronunciar su primer sermón del día, tan esperado cada semana por sus incondicionales seguidores.
Desde el púlpito, su voz tronaba poderosa y firme bajo las bóvedas de piedra:
—… los sacerdotes de Cristo no deben ser meros dispensadores de los sacramentos, sino los evangelistas sinceros que anuncien y prediquen la verdadera palabra de Dios. Los buenos cristianos nos negamos a que la Iglesia y el Estado sean una misma cosa. Así lo exige la sagrada sangre de los mártires…
Acabado su sermón matutino, Calvino se dirigió a su casa, como acostumbraba a hacer tras el oficio religioso dominical y desde que regresara a Ginebra tras ser expulsado de la ciudad junto a su amigo Guillermo Farel, hacía de ello casi quince años, por el rechazo de los ginebrinos ante la rigidez de las normas que había aplicado a la práctica cotidiana de aquellos ciudadanos, acostumbrados a una vida pública más jocosa y a una intimidad personal un tanto disoluta.
Condenados al exilio, a ambos reformadores se les había prohibido el regreso, pero ante el caos que se apoderó de la ciudad tras su marcha, Calvino fue requerido de nuevo por un grupo de notables y volvió a Ginebra para hacerse cargo de la dirección de su educación moral, en tanto Guillermo Farel se había convertido en el pastor de la Iglesia reformada de la ciudad de Neufchâtel, a dos días de camino al noreste de Ginebra.
Pese al retorno de Calvino y a la recomposición de sus seguidores, el partido de los llamados libertinos seguía siendo mayoritario en el Consejo Mayor o de los Doscientos, la principal institución de gobierno de los ciudadanos de Ginebra, y había logrado mantener a raya a los enfebrecidos calvinistas, partidarios de introducir en las leyes de la ciudad el conjunto de rígidas normas de comportamiento social que preconizaba Calvino y que se enseñaba en la academia donde se formaban los pastores de su Iglesia. En las últimas semanas, los libertinos incluso habían ganado posiciones y habían conseguido levantar la excomunión dictada por Juan Calvino contra el ciudadano Filiberto Berthelier, hijo de un patriota que había entregado su vida en defensa de las libertades urbanas hacía cuatro décadas, lo que habían festejado como un gran triunfo de sus posturas, más abiertas y laxas en cuanto a las costumbres y a la moral, frente a la intransigencia doctrinal de los calvinistas.
Por todo ello, la tensión que en aquellos días se percibía en la ciudad era extrema. En los últimos meses habían acudido a Ginebra en busca de refugio algunos grupos de partidarios de la Reforma y bastantes herejes hugonotes, que huían de las persecuciones religiosas a que los inquisidores los sometían en Francia, pero también seguidores de Calvino y otros clérigos reformadores que habían tenido problemas por exponer sus ideas reformadoras en los territorios de la cristiandad controlados por los católicos. En cualquier lugar público, iglesias, tabernas y en las mismas calles y plazas, se producían constantes enfrentamientos verbales, en los que no faltaban cruces de insultos y algunos empellones entre los partidarios de una reforma moderada de la Iglesia y los radicales moralistas ciegos partidarios de Calvino. Pero aun con esos conatos de violencia, Ginebra era la única ciudad donde todavía podían convivir diferentes doctrinas, y en la que, pese a los esfuerzos de Calvino por evitarlo, se podía respirar cierto aire de libertad y de acogida para cualquier disidente.
—Buenos días, señor, han traído este envío para vos.
Su criado, el único que tenía en casa además de su cocinero, le entregó un paquete a Juan Calvino. El reformador lo revisó y comprobó que no había escrito ningún remite.
—¿Quién lo envía?
—No lo sé, señor. Lo ha entregado un correo.
—Hoy es domingo; no debería trabajar.
—Me lo ha dejado en las manos y ha salido raudo como el viento, sin dar más explicaciones.
—Gracias; puedes retirarte.
Calvino se dirigió a la sala principal, donde unos leños crepitaban al fuego de la chimenea, se quitó el abrigo, se frotó un momento las manos al calor de la lumbre y abrió el paquete.
Contenía un libro. Calvino lo examinó con cuidado y hojeó sus páginas en busca de algún billete en el que se manifestara el autor del envío, pero no encontró nada entre ellas. Lo abrió entonces por la primera página y leyó su título: Restitución del cristianismo. Por ningún sitio figuraba el nombre del autor de aquella obra. Sólo encontró unas siglas: MSV.
Juan Calvino frunció el ceño, se pasó la mano por la barbilla y se sentó frente al fuego, cerca de una ventana cuyos cristales emplomados dejaban pasar la luz grisácea y difusa del mediodía invernal ginebrino.
Y, embargado por una inquietante curiosidad, comenzó a leer…
Cerró el libro, apretó los puños, golpeó sobre la mesa y estalló lleno de ira. La lectura de aquella obra había despertado toda la cólera de Juan Calvino. Restitución del cristianismo constituía un demoledor alegato contra la doctrina y los dogmas de la Iglesia de Roma, pero también contra los postulados teológicos de la Reforma. Lutero, Melanchthon y Calvino, los tres cabecillas más influyentes del movimiento reformador, resultaban muy mal parados en aquel texto. Pero lo que peor le sentó fue ver comentadas aquellas cartas que siete años atrás se cruzara con Miguel Servet, su antiguo compañero de estudios en París, y en las que el autor aragonés lo descalificaba como teólogo, se burlaba de la inconsistencia de sus argumentos y denunciaba su endeblez intelectual.
Al pasar la última página del libro, tres días después de iniciada la lectura, Calvino dedujo que su autor no podía ser otro que Miguel Servet, con quien ya había polemizado años atrás en París, y con el que más tarde se había carteado. Aquellos dos comentarios a las cartas que se habían cruzado hace unos años no dejaban lugar a ninguna duda.
Ocupaban de la página 199 a la 286 y eran los mismos que Servet le había enviado a Calvino siete años atrás. Además, en la primera página del primero de los comentarios, uno de los dos dialogantes, de nombre Miguel, decía esta frase al otro tertuliano, de nombre Pedro: «Pedro: ¡Aquí está! Éste es: Servet, a quien yo andaba buscando.»
El reformador apretó los dientes, se levantó de su sillón y se acercó al fuego de la chimenea. Observó las llamas rojas y amarillas que serpenteaban alrededor de los troncos de leña que ardían con viveza e imaginó consumiéndose en ellas al cuerpo de su enemigo. Sí, ése era el castigo que merecía un hereje como Servet; un tipo como él, obstinado en el error y contumaz en la herejía, sólo podía acabar abrasado en el fuego purificador. Aquel feroz ataque, aquellas despiadadas burlas y aquellas tremendas injurias no podían consentirse.
Regresó a su escritorio, un austero mueble de madera con dos estanterías al frente que incorporaba un banco con un cojín de lana, levantó la tabla de la mesa, que servía a la vez de tapa de un compartimento donde guardaba algunos utensilios de escritura, cogió papel y pluma, la mojó en el tintero de cerámica encajado en el ángulo superior derecho de la mesita del escritorio y escribió dos cartas en las que demandaba a sus destinatarios sendas informaciones con toda urgencia.
Entre tanto aguardaba la respuesta, comenzó a maquinar un plan para desenmascarar al insolente autor de aquel libro cuya lectura tanto le había escocido.
A los tres días recibió la información solicitada; para entonces, Calvino ya había pertrechado su plan. Llamó a su criado y le ordenó que acudiera en busca de Guillermo de Trie y que le comunicara que había un asunto que requería de su intervención inmediata. Mientras esperaba la llegada de Trie, comió con su proverbial frugalidad un poco de queso y un pedazo de pan, a la vez que, sin dejar de fijar la vista en las llamas que crepitaban en la chimenea, reflexionaba sobre cómo aplicar el plan que había maquinado en los días anteriores.
Trie se presentó en casa del reformador al cabo de una hora.
Ese tipo, de pasado oscuro, era un mercader de Lyon que había buscado refugio en Ginebra al amparo que le ofreció Calvino. Cuando llegó a la ciudad del lago Leman aseguró que lo hacía porque estaba convencido de que la Reforma tal cual la postulaba su mentor era la única senda hacia la salvación y declaró que había tenido que huir de Lyon porque los católicos lo perseguían a causa de sus ideas reformadoras y porque había denunciado la podredumbre que campaba por toda la jerarquía de la Iglesia romana. Pero hubo quien receló de esa interesada versión, pues corrió el rumor de que este personaje había estafado a varios de sus clientes y que, en realidad, escapó de su ciudad natal porque estaba siendo investigado por la justicia a causa de los numerosos fraudes que había cometido en sus turbios negocios. No obstante, en Ginebra fue acogido y se le protegió, como se hacía con tantos otros refugiados, o que declaraban serlo.
Calvino rechazaba el lujo y la ostentación que permite la fortuna. Pero aquellos tiempos eran propicios para que los poderosos hicieran pública manifestación de su opulencia. Las riquezas fluían con abundancia entre las clases adineradas europeas. Hacía poco más de veinte años que en la floreciente ciudad de Amberes se había abierto una bolsa de contratación donde se prestaba dinero a muy corto plazo y en cuyas paredes se había colocado una inscripción que decía: «Para uso de los hombres de negocios de cualquier nación y lengua.» El descubrimiento del Nuevo Mundo, medio siglo atrás, había despertado la esperanza de abrir nuevos mercados y obtener en las nuevas tierras que se estaban explorando al otro lado del océano Atlántico abundantes cantidades de oro, plata y materias primas. Ciudades como Lisboa, Sevilla y la propia Amberes estaban creciendo al instalarse allí compañías mercantiles y empresas de burgueses que se enriquecían con el flujo de metales preciosos al abrigo de las posibilidades de negocio que llegaban de las tierras descubiertas por Cristóbal Colón y de la ruta abierta por los portugueses hacia la India bordeando África.
—Buenas tardes os dé Dios —saludó Trie a Calvino besándole la mano—. He acudido a vuestra llamada en cuanto me ha sido posible.
—Necesito vuestra ayuda —le pidió Calvino.
—Contad con ella para lo que sea; sabéis que soy vuestro más fiel servidor.
—¿Habéis comido?
—Cuando me llegó vuestra llamada estaba acabando de hacerlo, señor.
—En ese caso, sentaos y escuchad, tengo muchas cosas que contaros.
—Soy todo oídos.
Calvino miró a través de la ventana. La luz todavía era intensa, aunque unas nubes grises cubrían el cielo de Ginebra y comenzaban a caer los primeros copos de nieve. Unos niños correteaban por la calle, saltaban alegres y alzaban sus manitas al cielo como queriendo atrapar la nieve, varios viandantes aceleraban el paso para buscar refugio y un par de ancianos se apoyaban el uno en el otro caminando pesada y torpemente para escapar de la nevada.
Se frotó las manos, se dirigió a un mueble, abrió una puerta de celosía y tomó una botella de la que sirvió a su acólito un vaso de vino semidulce.
—¿Conocéis este libro? —Calvino le mostró su ejemplar de Restitución del cristianismo, que había colocado sobre la mesa en torno a la cual se habían sentado.
—No. ¿De qué trata?
—Es una obra inspirada por el diablo. La recibí el pasado domingo en mi casa; venía sin remite, aunque he sabido que algunos ejemplares están siendo distribuidos por agentes del librero Juan Frellon, uno de los más importantes de cuantos operan por esta región. No figura ni la imprenta ni el editor ni el nombre del autor, sólo unas iniciales, pero he deducido que quien lo ha escrito es uno de esos corruptores de toda moral, que quieren convertir nuestra ciudad en un estercolero infecto, patria del pecado y de toda maldad. En este libro se cuestiona todo aquello en lo que creemos, y mina los cimientos esenciales de nuestra fe cristiana. Es un libelo satánico escrito por un demonio que firma como MSV.
—¿Sabéis al menos dónde ha sido impreso?
—Por su demoníaco contenido podría haberse editado en el mismísimo infierno, aunque he podido enterarme de que se ha realizado en un taller clandestino en la ciudad de Vienne, en la región francesa del Delfinado.
—¿Y qué es lo que tanto os preocupa de esa obra?
—En ese libro se incluyen los comentarios de unas cartas dirigidas a mí. Esas misivas me fueron remitidas manuscritas hace siete años por un antiguo compañero con el que compartí estudios y no pocas polémicas en París hace casi veinte años. Se trata de un hereje impenitente llamado Miguel Servet.
—¿MSV? Entonces… se trata de una especie de clave con sus iniciales. Miguel Servet… ¿y la V?
—En efecto, MS es Miguel Servet, que es como se hacía llamar en París, pero he sabido que más tarde tuvo que cambiar su identidad porque estaba siendo buscado por la Inquisición y lo reclamaban en París, en Toulouse y Dios sabe en cuántos sitios más, pues allá por donde pasa siembra la cizaña y esparce la basura de su perversa doctrina. Creo que es originario del reino de Portugal, o de alguno de los dominios hispanos del emperador don Carlos. —Calvino confundió Portugal con el reino de Aragón, donde realmente había nacido Servet—. He averiguado que ahora vive en Vienne; allí ejerce la medicina y oculta su verdadera identidad bajo el falso nombre de Miguel de Villanueva, la V de las siglas con las que firma.
—¿Miguel Servet o Miguel de Villanueva, decís? —preguntó Trie.
—Sí; esas cartas a las que he aludido me las envió él. Estuvimos cruzándonos correspondencia durante poco más de un año sobre diversas cuestiones doctrinales y teológicas.
—¿Por qué lo hicisteis?
—Me convenció el editor y librero Juan Frellon, que se había comprometido a difundir los libros de los reformadores perseguidos por los católicos, porque, imagino, lo consideraba un negocio muy lucrativo. En las cartas que yo le envié a Servet usé el pseudónimo de Carlos Despille, por si caían en manos indeseables. —Calvino no le dijo a Trie que con la lectura de cada una de las cartas que había recibido su ánimo se encrespaba más y más—. Ante la contumacia de Servet y la magnitud de sus desvaríos mantuve la polémica y el cruce epistolar para intentar corregirlo de sus errores, aunque pronto comprendí que no existía la menor esperanza de convencerlo para que se retractase de sus pervertidas ideas, porque se trata del más pérfido de los herejes y su alma está poseída por el Maligno.
—¿Y por qué mantuvisteis una correspondencia tan prolongada con semejante individuo si lo considerabais un caso perdido? —demandó Trie.
—No lo sé. Tal vez pequé de soberbio, Dios me perdone. En sus cartas, Servet me planteaba cuestiones teológicas básicas como la edad a la que una persona debe ser bautizada, y yo me sentía en la obligación de contestarle.
—¿Os obcecasteis en la polémica?
—Sí, ése fue mi gran error, y acabé perdiendo la paciencia; en algunas de mis respuestas lo llamé blasfemo y sacrílego. Me molestó de manera especial su furibundo ataque a la Reforma y a todos sus promotores, y que negara la fe en Cristo, que es la que nos mueve a todos los reformadores. Como último recurso para intentar su conversión a la verdad le envié un ejemplar de mi obra Instituciones de la religión cristiana, recomendándole que lo leyera como guía para retornar a la senda del verdadero cristianismo. —Calvino se sirvió un vaso de agua y le dio un buen sorbo.
—Vos escribisteis ese manual como guía de la nueva religiosidad; es el libro que ilumina mi existencia. —Trie no perdía ninguna oportunidad para lisonjear a Calvino.
El reformador se levantó de la silla y alimentó el fuego de la chimenea con un par de troncos. Sobre la ciudad de Ginebra nevaba en abundancia. En la calle sólo los niños jugaban amontonando nieve sobre la que se lanzaban como si de un colchón se tratara.
—Ésa es una de las obras de la que me siento más orgulloso. En ella expuse que los sucesos que acontecen en la vida de cada hombre están dictados por los designios del mismísimo Dios, pero que es Cristo quien los elige mediante su propia mediación, y es el hombre quien debe reconocer la llamada de Dios y adecuarse a Sus planes.
—Con la brillantez argumental que os caracteriza, señor…
—También sostuve que la Iglesia ha de organizarse con rigor y que los ministros designados para dirigir el culto deben ser elegidos por la comunidad, y no escogidos por una privilegiada jerarquía.
—Supongo que tratasteis de convencer a ese hereje de la certeza de todo esto.
—Le expliqué que el comportamiento de los hombres ha de juzgarse sólo por su fe, que ha de ser el único sustento del verdadero cristianismo, y que cada hombre puede acceder personalmente a esa fe y poner a su alma en comunión directa con Cristo mediante la lectura de la Biblia.
—¿Y cómo reaccionó ese tal Servet ante vuestras doctas enseñanzas?
—A los pocos días, el muy canalla me devolvió el ejemplar que yo le había enviado, y lo hizo con abundantes anotaciones en los márgenes y con todo tipo de citas injuriosas contra mí y mis obras. Algunas semanas después recibí un manuscrito de su autoría, con una dedicatoria irónica en la que me decía que, leyéndolo, yo aprendería lecciones magníficas, y me anunciaba, lleno de altivez, que se mostraba dispuesto a acudir en persona a Ginebra para enseñármelas y para explicarme los fundamentos de la teología —dijo Calvino.
—Maldito engreído; deberíais haberlo denunciado ante la Inquisición católica. Los dominicos hubieran dado buena cuenta de ese hereje, que para eso son maestros en la práctica de la tortura —masculló Trie, antes de beber un poco de vino.
—Tras aquella última impertinencia decidí no responderle más e interrumpí mi correspondencia con él. El manuscrito que me remitió contenía muchas de las ideas expresadas en el libro que ahora ha sido impreso en Vienne con el título de Restitución del cristianismo y firmado con las siglas MSV; por eso estoy totalmente seguro de que se trata de una obra del malvado Miguel Servet.
Calvino se acercó de nuevo a la chimenea y estiró las manos para sentir el calor de la lumbre en ellas. Trie se levantó tras él y le imitó el gesto.
—Si ese hombre es tan detestable, y por cuanto habéis dicho, en verdad lo es, ¿por qué mostráis interés en ese libro? —le preguntó Guillermo de Trie.
—Porque las ideas que contiene son muy perjudiciales para nuestra fe, y todavía lo son más para nuestros intereses en el gobierno de Ginebra.
—Si de mí dependiera, arrojaría a ese engreído ahora mismo al fuego, y todos sus libros con él hasta que sólo quedara de ellos un montón de cenizas.
—Espero que ése sea su destino —sentenció Calvino.
—¿Sabéis si se han distribuido más libros como ése por aquí? —preguntó Trie señalando el ejemplar de Restitución que había quedado sobre la mesa.
—Desde luego, éste no es el único. He sabido que esta misma semana los libertinos han comprado varias decenas de ellos y que los están difundiendo entre nuestros inocentes y confiados convecinos, a los que explican las funestas ideas que contiene como si se tratara de una guía para la salvación. Es probable que hayan sido ellos mismos los que me remitieron a casa este ejemplar. Les están hablando de la necesidad del libre pensamiento, de acudir a la lógica y a la razón, y todo ello por encima de la fe y del dogma.
—Entonces… si consiguen que esas ideas triunfen en nuestra ciudad, la Reforma que vos impulsáis y en la que tantos confiamos quedará condenada al fracaso y tornarán los siniestros tiempos del dominio católico. —Trie exageraba su indignación para halagar a Calvino.
—Por eso se hace preciso desenmascarar cuanto antes al autor de ese libelo y que la justicia lo persiga hasta encarcelarlo. Hace ahora siete años juré que si algún día ese hereje de Servet se presentaba ante mí, aquí en Ginebra, y si yo tenía autoridad para hacerlo, no escaparía con vida, y así se lo confesé a mi amigo y más estrecho colaborador Guillermo Farel.
—Pues acabemos con él enseguida, señor.
—Reside en Vienne, en territorio católico francés. Ese maldito hereje queda fuera de nuestro alcance. Y, además, se ha revelado como un hombre muy hábil para escapar de situaciones comprometidas; ya lo ha hecho en otras ocasiones en el pasado. Él mismo me lo confesó en una ocasión —dijo Calvino.
—¿Llegasteis a conocerlo personalmente?
Calvino se mantuvo un buen rato en silencio. Con la mirada perdida en las llamas, sus pensamientos volaron casi veinte años atrás, a París, en el colegio de los Lombardos; ambos eran jóvenes; Servet acababa de llegar de Toulouse, de donde había huido al ser perseguido por sus ideas heréticas; se jactaba de haberse librado de la Inquisición de aquella ciudad y de haber burlado a la justicia; tuvo suerte, pues el concejo de esa ciudad aplicaba un terrible castigo a los herejes; hacía tiempo ordenó construir una jaula de hierro sobre una plataforma a orillas del río Garona donde encerraban a los acusados de herejía y blasfemia para sumergirlos en sus aguas hasta que confesaran sus crímenes o se ahogaran.
Tras viajar a esos recuerdos, Calvino respondió a la pregunta de Trie:
—Sí, lo conocí bien. Servet era entonces un joven ufano y altivo; jamás he tratado a un hombre más vanidoso. Estaba obsesionado por convertirse en un teólogo de fama, y pretendía entrevistarse con el ilustre Erasmo de Rotterdam, el cual vivía en el mismo colegio que nosotros. Ya lo había intentado un par de años antes en Basilea, pero el sabio holandés no quiso recibirlo, pues imagino que intuía qué clase de pájaro arribista era Servet; en esta segunda ocasión tampoco logró hablar con Erasmo, a quien yo sí conocí, aunque ya era un anciano sin otra ilusión que morir dignamente.
—Un engreído petimetre, ese Servet…
—En aquellos días en París, Servet se hacía llamar Miguel de Villanueva, o mejor aún Michael Villanovanus, pues prefería que se dirigieran a él en latín. Procuraba ocultar su verdadero nombre por los problemas que había tenido con la justicia en Toulouse, por lo que todavía era buscado. Recuerdo que él estudiaba el Quadrivium en la Facultad de Artes y que fue entonces cuando comenzó a mostrar una especial atención por la medicina.
—No contento con satanizar las almas, también pretendía corromper los cuerpos…
—Entonces ya era un engolado y arrogante impertinente que buscaba la polémica con todo el mundo como el recurso más rápido para alcanzar la notoriedad que ambicionaba. Hasta tal punto llegaba su altanería que incluso llegó a enfrentarse con los médicos más ilustres de París, a los que acusó de ejercer malas prácticas profesionales y de incompetencia porque decía que recetaban fármacos a sus pacientes sin siquiera examinarlos.
—¿Convivisteis mucho tiempo con él?
Calvino calló de nuevo y regresaron sus recuerdos, cuando ambos se hospedaban en unas lúgubres habitaciones destinadas a los estudiantes en el semisótano del ruinoso colegio de Montaigu, también llamado de los Lombardos, una residencia húmeda y sombría cuyos bajos olían a orines y a miseria; tan era así que los alumnos de la universidad se referían a ese colegio como «la hendidura entre los cachetes del trasero de la madre teología»; allí fue donde en una ocasión, tal vez aquejado de soledad, Servet se sinceró con Calvino y le reveló que su verdadero nombre era Miguel Servet, o Serveto en su versión hispana, y que había tenido que ocultar su identidad tras huir de Toulouse, donde fue denunciado ante la Inquisición católica junto con otros cuarenta individuos por prácticas heréticas; él figuraba como el primero de la lista de acusados por el tribunal de esa ciudad; hasta en eso le gustaba destacar; también le confesó que la causa de su persecución había sido la publicación de una obra de su autoría sobre la Trinidad, Dialogum Trinitate la llamaba, donde cuestionaba ese dogma y negaba que Cristo fuera Hijo eterno de Dios.
—Varios meses —respondió al fin Calvino.
—¿Y de qué vivía ese hereje en París? —Trie comenzaba a mostrarse interesado en la vida de Servet.
—Se ganaba la vida y se pagaba el hospedaje en el colegio impartiendo clases de matemáticas, disciplina en la que demostraba una notable habilidad, y de astronomía y astrología, la ciencia del diablo que tanto lo atraía.
Al mentar Calvino al diablo, Trie se persignó tres veces.
—¡Un enviado del Maligno, sin duda!
Otra vez regresaron los recuerdos. Calvino rememoró que Servet solía jactarse con manifiesta altanería de haber estudiado la obra, entonces todavía inédita, de Nicolás Copérnico, un notable matemático polaco a quien la Iglesia encomendó la edición de un calendario que resultara fiable; le gustaba explicar a quienes lo quisiesen escuchar que en 1514 Copérnico le presentó al papa el resultado de su trabajo como astrónomo, un libro llamado De revolutionibus orbium coelestium, que no se editó hasta treinta años después; en esa obra, Copérnico intentaba demostrar, contradiciendo cuanto enseñaban las Sagradas Escrituras, que el Sol se encontraba en el centro del universo, y que la Tierra giraba a su alrededor; y Servet se mostraba entusiasta seguidor de esas tesis, que comentaba con la soltura del más experto de los astrónomos.
Copérnico se retractó al final de su vida de lo que consideró errores de juventud, y admitió la idea de sabios como Aristóteles y Ptolomeo, que ya dejaron claro que es la Tierra la que ocupa el lugar central, porque así lo quiso Dios y así lo manifiestan Sus palabras en la Biblia. ¿Acaso no le ordenó Josué al Sol que se detuviera en su marcha por el firmamento en la conquista de Jericó? Y Dios, con Su infinito poder, lo detuvo, lo que demostraba sin equívoco alguno que es el Sol el que se mueve en torno a la Tierra.
¿Quién se atrevería, siguió Calvino con sus recuerdos, sino un necio insensato como Servet a colocar la autoridad de Copérnico por encima de la del Espíritu Santo? El Sol, como ya indicara Platón, representa la idea suprema del bien, y su luz es una creación de Dios, e incluso emana de Él mismo, pero la Tierra es el centro de todo el universo, y por eso los hombres, hechos a Su imagen y semejanza, fueron creados aquí.
—Los herejes abundan como los copos de esta nevada —dijo Calvino, que se acercó de nuevo a la ventana; en el exterior la nieve había cubierto por completo todo el suelo, los niños habían desaparecido de la calle y las nubes se habían oscurecido hasta adquirir un tono plomizo.
—¡Maldito demonio!
—Sí, Servet es un demonio, pero, pese a sus tremendos errores doctrinales y a sus graves desviaciones intelectuales, las clases de astronomía que dictaba en París siempre estaban llenas de alumnos —Calvino lo reconoció con un tono de envidia—, aunque sus enseñanzas fueran perversas y diabólicas. Ante semejantes desvaríos, se presentaron varias denuncias en las que se pedía al decano de la facultad, el maestro Jean Tagault, que suspendiera de inmediato esas lecciones insensatas que impartía Servet.
—¿Nadie denunció a ese corrupto malvado ante la fiscalía?
—Sí, las denuncias llegaron hasta la justicia parisina, que lo conminó a que las suspendiera, pero él no hizo ningún caso y continuó impartiendo sus perversas clases en el colegio de los Lombardos, por lo que fue acusado de desacato al tribunal. Para entonces, su altivez y su bravuconería no conocían límites. Llegó a predecir un eclipse de Marte por la Luna en el sector celeste de la estrella Regulus, en la constelación de Leo, jactándose por ello de ser el mejor astrónomo de la ciudad. Servet, que entonces creía en la adivinación, entendió que aquel eclipse de Marte era una señal que anunciaba que los príncipes de Europa iban a empuñar las armas muy pronto, que se desencadenaría una guerra devastadora, que sobrevendrían terribles epidemias de peste y que la Iglesia padecería persecución y muerte. Y, henchido de orgullo por el alcance de sus profecías, proclamó que los soberanos cristianos deberían dejarse guiar por los mensajes de los cuerpos celestes, y defendió la práctica de la adivinación a partir del estudio de los movimientos de las estrellas y los astros.
—¡Un verdadero insensato!
—En aquellos tiempos de estancia en París y crecido por su éxito como profesor de astronomía y astrología, Servet publicó un libro al que tituló Discurso en pro de la Astrología. Aquello le ocasionó nuevos problemas.
Calvino rememoró que Servet fue denunciado y fue juzgado en la universidad por un tribunal académico, pero resultó absuelto, pues a sus clases asistían gentes notables y de cierta influencia que salieron en su defensa y lo protegieron; mas las denuncias no cesaron, pues había gentes de bien que pretendían que se detuviera aquella locura. El Parlamento de París intervino al fin. Sus miembros no se dejaron amilanar por los amigos de Servet y se mostraron inmisericordes.
A instancias de un poderoso grupo de médicos de la ciudad, a los que Servet había criticado con dureza y tachado de ignorantes e incompetentes, los parlamentarios dictaron una resolución por la cual se confiscó aquel libro. Los médicos parisinos estaban muy molestos con Servet porque les había recriminado que no supieran astronomía y que trataran a sus pacientes con displicencia y sin profesionalidad.
Fue acusado de practicar la astrología profética y declarado culpable de ese delito, pese a que quien lo defendió fue Marillac, uno de los mejores abogados parisinos, que alegó que su defendido no había dicho nada sobre astrología judiciaria, sino que se había limitado a tratar sobre las causas naturales y que siempre se había sometido a la voluntad de Dios.
El Parlamento, presidido por el juez Pedro Lizet, se mostró inflexible y sentenció que los astros no influían para nada en el devenir de los seres humanos, pues decretó que sólo rige en ellos la voluntad de Dios. Servet había llegado a explicar que los órganos del cuerpo humano se identificaban con los astros y, sin ser médico todavía, se arrogó la prescripción de medicinas según la correlación que él estimaba que existía en los cuatro humores del cuerpo y los cuatro elementos de la naturaleza que ya señalara Aristóteles. Los ejemplares de su libro sobre astrología fueron confiscados, y Servet resultó gravemente amonestado por ejercer una profesión para la cual carecía de título. Para evitar la prisión, a la que hubiera sido conducido sin remedio de seguir el proceso adelante, tuvo que escapar de la ciudad.
—¿También en París logró sortear la justicia, como hiciera en Toulouse? —preguntó Trie.
—Imagino que fue prevenido por alguno de sus influyentes amigos, y se marchó antes de que lo prendieran.
—¿Y vos no lo volvisteis a ver?
—No. La última vez que lo vi fue dos días antes de desaparecer de París, una tarde que me crucé con él en la escalera del colegio donde ambos residíamos. Y ya no volví a tener noticias suyas hasta que años después nos enviamos esas cartas que os he comentado.
Calvino volvió a beber un largo trago de agua; la tarde declinaba. A su cabeza no cesaban de acudir recuerdos en tropel, y se quedó ensimismado observando el fuego. En su memoria, Servet aparecía como un admirador de Erasmo, el sabio de Rotterdam que era plenamente consciente de su caída en desgracia en el seno de la Iglesia, y por ello no quería conceder al papa más motivos para que la Inquisición lo condenara. Tenía miedo a morir excomulgado, de modo que nunca quiso recibir a Servet a pesar de que ambos se hospedaban en el mismo colegio, aunque Erasmo residía en el ala reservada en exclusiva a los profesores, una zona a la que no tenían acceso los estudiantes. Además, en ese tiempo Erasmo era un anciano de aspecto cansado y enfermo, que murió dos años después, desencantado con la Iglesia católica y con sus ministros, pero sin atreverse a denunciar tácitamente sus prácticas.
Servet y Calvino coincidían en las críticas a la corrupta jerarquía católica, a la pútrida Roma y a su mendaz Iglesia tan desviada del mensaje de Cristo, y ambos creían que era preciso desarrollar la Reforma y llevarla adelante aun a costa de ingentes sacrificios personales. En aquellos meses en París los unía la defensa de esas nobles ideas, y conversaron sobre ello largamente. Calvino acababa de escribir su primera obra, De clemencia, en la que aceptó la doctrina de la predestinación y denunció las prácticas viciadas del catolicismo romano. En el rechazo a las prácticas mundanas del papa de Roma, ambos jóvenes rebeldes estaban de acuerdo, de modo que al principio mantuvieron una relación cercana e incluso estrecha, pero todo cambió cuando Servet pretendió imponer su criterio y sus tesis sin admitir corrección alguna a ellas.
Calvino lo consideró entonces como un hombre altanero y ufano, henchido de soberbia y de insolencia. Servet creía que nadie lo superaba en criterio y en inteligencia. Según él, todos los reformadores estaban equivocados, todos eran una pandilla de incompetentes y de inexpertos incapaces de entender los textos sagrados y de darles una explicación lógica. Creía que sólo él entendía los arcanos más profundos de las Escrituras.
Así, los desencuentros entre ambos se intensificaron y fueron creciendo hasta que Calvino retó a Servet a un debate público para dejar al descubierto sus mentiras y embustes. Servet aceptó, y ambos acordaron que el combate dialéctico se celebraría en la iglesia de San Antonio.
—Entonces ¿el muy cobarde huyó de París? —La pregunta de Trie sacó a Calvino de sus pensamientos.
—Sí. Escapó como un ladronzuelo. Y lo hizo cuando yo lo reté a un debate sobre teología.
—Tuvo miedo de que lo derrotarais con facilidad. Sabía que iba a ser vencido por vuestra superior capacidad y tuvo miedo de enfrentarse con vos; no tenéis rival en el debate teológico. —Trie aduló a Calvino, como acostumbraba.
—Tal vez, aunque también es probable que ese individuo no quisiera adquirir más notoriedad. El concejo y la Inquisición de Toulouse lo buscaban para juzgarlo por herejía y él estaba obligado a mantener oculta su verdadera identidad para evitar la cárcel.
Calvino calló que ese mismo año de la huida de Servet de París había muerto el débil papa Clemente VII, y lo primero que hizo su sucesor, el perverso Pablo III, un destacado miembro de la poderosa familia romana de los Farnesio, al sentarse en el trono de San Pedro fue rodearse de un grupo de intelectuales católicos a los que pidió consejo sobre cómo enfrentarse doctrinalmente a los postulados que se planteaban desde la Reforma desencadenada por Lutero, a la que se fueron sumando otros muchos. Algunos de aquellos consejeros papales propusieron pactar con los luteranos y con los demás reformadores para evitar el cisma abierto en la cristiandad, pero en Roma triunfó la postura de los más intransigentes, la que preconizaba el pérfido Juan Pedro Caraffa.
Este individuo era el cardenal inquisidor, que aspiraba a convertirse en el siguiente papa. Los reformadores estaban convencidos de que algún día lo conseguiría, porque era el más podrido de los purpurados y la más perversa alimaña de cuantas se cobijaban en la guarida de fieras en que, según los reformadores, se había convertido la curia pontificia. Caraffa se había erigido en el cabecilla de los partidarios de perseguir y acabar con la Reforma y con los reformadores con toda dureza y sin la menor concesión. Aconsejado por él, Pablo III reorganizó la Inquisición y confió la defensa de la fe católica a una comisión integrada por los cardenales más corrompidos, que fueron los que nombraron a los inquisidores locales de entre los frailes dominicos más duros y reacios a cualquier cambio en la Iglesia y a cualquier intento de diálogo con los reformadores. Ésos eran los que los llamaban protestantes y herejes y quienes no admitían ni acercamiento ni diálogo alguno con los reformadores. Lo único que aceptaban era que pidieran perdón y se sometieran a Roma sin condiciones.
Universidades como las de Wurtemberg, Ginebra, Heidelberg y Leiden se habían convertido en los principales bastiones de la Reforma, en cuyas aulas se explicaba la necesidad de un cambio de rumbo en la Iglesia, pero la Roma católica reaccionó. El vendaval contrarreformador se extendió por las universidades católicas y llegó pronto a París. En el mismo colegio de Calvino y Servet también residía en aquellos días un clérigo español que preconizaba la obediencia ciega y fanática a la jerarquía de la Iglesia romana, sobre todo al papa. Se llamaba Ignacio de Loyola, considerado por algunos como un orate alunado que no paraba de perorar con toda vehemencia sobre la necesidad de dedicar todas las horas del día a la práctica de ejercicios espirituales como único modo de purificarse de los pecados y librarse del mal.
En aquellos tiempos, el tal Ignacio andaba rumiando la idea de fundar una nueva orden dentro de la Iglesia, una especie de nueva milicia de Cristo cuyos miembros, además de profesar los tres votos tradicionales de pureza, castidad y obediencia que han de jurar todos los clérigos, deberían añadir el de sumisión absoluta a la voluntad del papa y el estricto cumplimiento de sus órdenes. La pretendía llamar «Compañía de Jesús» y, cuando Calvino se asentó en Ginebra, ya lo había conseguido.
Había pasado tanto tiempo… París era en aquellos años el centro intelectual del cristianismo y quizá el único lugar donde se podía debatir con cierta libertad sobre cuestiones teológicas que en otro ámbito la jerarquía católica no hubiera consentido. Pero Roma no estaba dispuesta a permitir la menor disidencia… Por eso, precisamente, el papa reafirmó la autoridad de los tribunales de la Inquisición otorgándoles más competencias, más poder y más capacidad de decisión. La obsesión de Alejandro Farnesio, el papa Pablo III, no era otra que perseguir a todos a cuantos Roma consideraba como herejes, incluidos todos los reformadores, hasta el último rincón de la cristiandad y meterlos en una mazmorra hasta que renunciaran a sus ideas o se pudrieran en la cárcel. Precisamente aquel mismo año se produjo una terrible matanza de anabaptistas que se habían rebelado en Westfalia y habían protestado contra las imposiciones y abusos de Roma.
—Por lo que decís —Trie volvió a interrumpir los pensamientos de Calvino—, ese Servet no es sino un hijo de Satanás, un engendro del Anticristo.
—O tal vez un iluminado que no encontraba acomodo alguno en ninguna parte, fruto de su extrema vanidad, sin duda.
—Capturémoslo antes de que perpetre más daños. Yo cumpliré cuanto vos me ordenéis, señor —propuso Trie.
—No es tan sencillo. Como os he dicho, Miguel Servet reside, bajo el nombre de Miguel de Villanueva, en la ciudad de Vienne, en territorio católico, de manera que no tenemos ninguna jurisdicción sobre nuestro enemigo, ni siquiera la más remota posibilidad de ejercerla. Y bastaría que se enteraran de que nosotros tenemos interés en acusarlo para que quedara libre.
—Entonces ¿qué podemos hacer? —demandó Trie.
—He pensado que ya que no estamos en disposición de apresarlo, que sea la Inquisición romana la que se encargue de ese hereje, sin que se sepa que somos nosotros quienes nos encontramos detrás de este asunto. Y aquí es donde os necesito, amigo Guillermo.
—Brillante idea, señor. Estoy a vuestro servicio para lo que dispongáis.
Guillermo de Trie había sido acogido en Ginebra por Calvino, que lo había apoyado de tal manera y lo había promocionado con tanta fuerza que había logrado incluirlo entre los miembros del Consejo Mayor de la ciudad, en donde el comerciante lionés actuaba como testaferro del reformador.
—Escuchad mi plan. —Calvino le sirvió a Trie otra copa de vino blanco semidulce, reavivó el fuego de la chimenea removiendo las brasas y encendió un candil. En el exterior la oscuridad del ocaso comenzaba a ganar la partida diaria a la tenue luz del atardecer—. Podríamos idear alguna treta para atraerlo a esta ciudad, pero Servet jamás se atreverá a venir a Ginebra, y menos aún si sabe que yo estoy al frente de su Iglesia, de modo que tendremos que obrar con habilidad para conseguir que sean los católicos los que realicen el trabajo por nosotros.
—¿Y cómo lo lograremos? —Trie dio un sorbo de vino y se relamió los labios.
—¿Tenéis algún amigo de confianza en Vienne?
—En esa ciudad no, pero sí en la de Lyon. Allí vive mi primo Antonio Arney. Es católico y fiel a Roma, pero me ayudó a escapar de Lyon cuando los papistas quisieron ejecutarme por manifestar mi oposición al papa y a la jerarquía romana.
—¿Es de fiar ese primo vuestro? —Calvino dibujó un gesto de ironía en su rostro. Sabía que Trie había tenido que huir de Lyon por las estafas que había cometido en sus negocios comerciales, pero ahora era un peón que servía fielmente a sus intereses; y esos servicios eran precisamente los que necesitaba.
—Estoy seguro de ello. Seguimos escribiéndonos con asiduidad, aunque en cada una de sus cartas no deja de echarme en cara mi adhesión a la Reforma, me recrimina mi fervor por vos, me llama apóstata y me recomienda que me arrepienta y retorne al seno de la Iglesia romana.
—Por lo que me decís, en vuestras cartas habláis a menudo de religión.
—En todas y cada una de ellas; la religión suele ser nuestro principal tema de debate epistolar, y os aseguro que mi primo se enerva cada vez que se me ocurre emitir una crítica al papa —asentó Trie.
—Perfecto; en ese caso utilizaremos a vuestro pariente en Lyon para que sea él quien denuncie a Servet y lo desenmascare ante la Inquisición de su diócesis.
—¿Y cómo vamos a conseguirlo? Si los católicos se enteran de que vos estáis al tanto de este asunto, no sólo no perseguirán a Servet, sino que son capaces de proclamarlo santo.
—Dejadlo de mi cuenta; y coged papel. —Calvino le señaló a Trie unos pliegos sobre un estante junto a la mesa donde estaban sentados y le acercó un tintero y una pluma—. Comenzad el encabezamiento de esta carta a vuestro pariente…
—… Arney, Antonio Arney —precisó Trie.
—… Antonio Arney, como lo soléis hacer habitualmente, y copiad lo que os voy a dictar.
Trie mojó la punta de la pluma entre sus labios, la introdujo en el tintero y escribió el encabezado de la carta.
—Vos diréis, señor.
Calvino apoyó sus codos sobre la mesa, cerró los puños y descansó sobre ellos sus mejillas.
—«… Aquí no consentimos, cual hacéis vosotros, que se blasfeme sobre el nombre de Dios y que se difundan ideas demoníacas sin pudor alguno.» ¿Tomáis nota?
—Al pie de la letra, don Juan.
—«Sobre esto conozco un ejemplo que es suficiente para confundirte, querido primo.» ¿Así es como lo tratáis habitualmente?
—En efecto.
—Continuad copiando: «Ha llegado a mis oídos la noticia de que los católicos permitís actuar libremente a un hereje que merece ser quemado tanto por vosotros los papistas como por nosotros los reformadores. Se trata de un individuo que ha escrito un libro en el que se refiere a la Trinidad cual si fuera un monstruo del infierno. Ese hereje, al que consentís que viva en libertad, está demoliendo las bases de nuestra fe común, enseña y difunde los errores de los herejes más pérfidos y afirma que el bautismo es un invento del diablo. Incluso asegura que el bautismo no es necesario para la salvación, pues coloca a los profetas no bautizados en el cielo. Ese hombre malvado, que sería condenado por todas las iglesias, imprime ante vuestras narices sus libros difamadores contra la fe en Cristo, en los que abundan las más infames blasfemias y proliferan los pecados mortales, y lo hace con vuestra indiferencia, cuando no con vuestro consentimiento e incluso vuestra colaboración. Se trata de un…» —Calvino dudó un momento sobre la nación de procedencia de Servet.
—¿Un…?
—¡Vaya!, no estoy seguro de si Servet es hispano o lusitano. Dejadlo así: «Se trata de un individuo cuyo verdadero nombre es Miguel Servet, aunque ahora se hace llamar Miguel de Villanueva, que se gana la vida como médico. He podido saber que vivió algún tiempo en Lyon, pero me han informado que hace varios años que reside en Vienne, donde ha impreso su libro herético, probablemente en una imprenta clandestina propiedad, según he averiguado, de un tal Baltasar Arnoullet. Y para que compruebes que estoy en lo cierto, te adjunto con esta carta el primer pliego de esa obra que de manera tan insensata habéis permitido difundir.»
—¿Eso es todo?
—Firmadla: «En Ginebra, a veintiséis de febrero de 1553.»
—Brillante, don Juan, brillante. Pero… ¿cómo habéis averiguado el nombre del impresor? —Trie apuró su copa de vino.
—Juan Frellon, el librero que distribuye este maldito libro en Frankfurt, me debe algunos favores; gracias a mi intercesión gana mucho dinero, y si quiere seguir con su negocio y vender libros en Ginebra…
—¿Creéis que esta carta surtirá efecto? —preguntó Trie.
—Si vuestro pariente en Lyon es tan fervoroso católico como me habéis asegurado, no tardará ni un instante en acudir al tribunal de la Inquisición para presentar la denuncia. Y en ese caso, Servet es hombre muerto.
Calvino atizó el fuego, aspiró el denso olor a resina ardiendo y contempló el chisporroteo de las brasas consumiéndose en la chimenea mientras en el exterior, ya casi totalmente a oscuras, no cesaba de caer una copiosa nevada.
Trie apuró su copa, saboreando el último trago del vino semidulce procedente de cepas cultivadas en las laderas de las orillas del Rin, y se despidió con una impostada reverencia.
Cuando se quedó a solas, Juan Calvino regresó a sus pensamientos. Recordó el impacto que supuso el que Lutero publicara su traducción de la Biblia al idioma alemán, lo que enervó todavía más los ya encendidos ánimos de los obispos católicos y su animadversión contra la Reforma, pues los papistas no podían consentir que la verdadera palabra de Dios se extendiera por todo el mundo sin que ellos lo controlaran todo, ya que, hasta entonces, los prelados de Roma se proclamaban los únicos intérpretes fieles y legítimos, los únicos depositarios de las Sagradas Escrituras. Y sufrió al recordar cómo el emperador Carlos derrotó a los anabaptistas, que se oponían al poder del papa, en Münster, y cómo sus tropas asesinaron a muchos hermanos reformadores, sin distinción de creencias, cumpliendo así la voluntad de la jerarquía católica de exterminar a todos cuantos cuestionaban la dictadura de Roma.
Rememoró la historia del rey Enrique VIII de Inglaterra, quien se proclamó jefe y cabeza de la Iglesia de su reino, rompiendo relaciones con el papado, y fue por ello excomulgado. Enrique Tudor no fue precisamente un ejemplo para los reformadores; no tenía la menor intención de sustituir a la corrupta y servil jerarquía eclesiástica inglesa, cuyos obispos, en opinión de Juan Calvino, eran los más perversos canallas de toda la cristiandad, por prelados honrados y decentes; lo que realmente pretendía ese libidinoso monarca era justificar sus deseos lascivos y apoderarse de las rentas de las parroquias y obispados de Inglaterra en su beneficio. La lujuria y la avaricia fueron los principales pecados que cometió Enrique VIII, que repudió a su esposa, la gentil princesa española Catalina de Aragón, y decapitó a su segunda mujer, la pérfida Ana Bolena; luego tomó hasta cuatro esposas más, un total de seis, y alguna de ellas también sufrió su tiranía y su perversidad: la quinta, Catalina Howard, fue decapitada, como su prima Ana Bolena. Ese rey ni siquiera dudó en asesinar a Tomás Moro, el que había sido su canciller y su mejor amigo, un hombre cabal y honesto.
Absorto en su memoria, deseó que ese monarca sádico, lascivo y criminal estuviera ardiendo por toda la eternidad en el infierno.