El alférez Juan Ponce bostezaba aparatosamente sobre su caballo. No recordaba con exactitud los días que llevaba detrás de aquel carro, escoltado por catorce de sus hombres, cargado con un féretro y un pequeño arcón. Por respeto al difunto que transportaba el viaje se hacía con lentitud y le estaba resultando tedioso en extremo. Para colmo, la lluvia en aquel frío diciembre de la meseta castellana embarraba los caminos y dificultaba la marcha. Un viento helado azotaba al grupo desde que emprendiera la marcha al amanecer de aquel día, que era el último del viaje y se presentaba nublado y grisáceo. No habían madrugado, aunque el alférez quería llegar a Ávila en esa jornada con tiempo para dejar resueltos todos los asuntos relacionados con la fúnebre carga del vehículo y regresar enseguida a Lisboa, de donde venía. Sin embargo, era consciente de que los trámites de entrega del cadáver y lo cortos que eran los días invernales no le permitirían emprender el regreso hasta la jornada siguiente, en el mejor de los casos. Más que mediado el día, las murallas de Ávila aparecieron ante su vista, bastante lejos aún, pero le agradó ver la meta del viaje, aunque todavía tardaran horas en llegar. Se envolvió bien en su capa para protegerse del frío imperante y siguió al carro en su cansino caminar.
Nada más entrar en Ávila —adonde llegaron casi al anochecer por lo embarrado del camino y sin otra cosa en el cuerpo que un frugal almuerzo—, la comitiva se dirigió a la catedral y se detuvo delante de la puerta principal. Ponce descendió del caballo, le dio las riendas a uno de la escolta, disponiéndose a entrar en el templo, y advirtió:
—Esperadme aquí.
Desde la entrada vio a un sacristán que apagaba las velas de una de las capillas laterales, donde había terminado el rezo de vísperas minutos antes. Los escasos fieles, en su totalidad mujeres, empezaron a salir a la calle. El alférez se acercó al sacristán y, tras saludar, le manifestó que deseaba ver al obispo. El individuo miró al militar con superioridad y displicencia, diciéndole altivo:
—Nuestro obispo, por si no lo sabéis, se llama Luis Crespo… ¿Decís que queréis verle?
—Así es. Necesito hablar con él.
—Bien, seguidme.
El sacristán se dirigió a la sacristía. Cuando llegó, le indicó a su acompañante que esperara allí y salió por una puerta lateral. A los pocos minutos regresó, anunciando:
—El señor obispo os aguarda. Está donde suele trabajar y orar. Seguidme. Os guiaré hasta él.
Un par de minutos después el alférez se encontraba en una sobria estancia, con una ventana a la calle; al fondo había una mesa, tras la que se encontraba sentado en un sillón el obispo Luis Crespo; un tapiz suavizaba la dureza del muro que tenía a su espalda y una cruz de ébano con un crucificado de marfil presidía el testero opuesto al de la ventana; en medio de la habitación ardía un brasero que templaba el ambiente; un candelabro de cuatro brazos derramaba su luz sobre la mesa, aportando a la estancia la luz que no podía darle el encapotado día, ya próximo a su fin. Cuando entró el alférez, el obispo le señaló el asiento que tenía delante de la mesa, le invitó a sentarse y le preguntó qué deseaba.
—Mis jefes, señor obispo, me han encomendado la escolta del cadáver de uno de los generales más grandes de nuestro tiempo. Sus hazañas en Flandes hicieron que sus hombres lo llamaran el Rayo de la Guerra y desde entonces todos lo conocían como tal. Había nacido aquí, en Ávila, y yo traigo el encargo de entregar su cadáver y sus pertenencias a los familiares, pero como no sé quiénes son, he pensado que vos podríais ayudarme.
—No me habéis dicho el nombre del difunto…
El prelado había cerrado con delicadeza el libro que estaba leyendo cuando se presentó la visita, pensando más en sus cosas que en lo que el alférez le decía.
—Se llamaba Sancho Dávila, señor obispo.
Cuando oyó aquel nombre, Luis Crespo tuvo un sobresalto, pues al instante se acordó de su amigo de la infancia, Sancho Vázquez Dávila, y quiso cerciorarse:
—¿Estáis seguro?
—Por supuesto que sí. Decidme, ¿podréis ayudarme a localizar a la familia?
—Claro. La conozco muy bien…
—Os agradecería que me pusierais en contacto con ella… Debo regresar a Lisboa enseguida.
Luis Crespo estaba pensando si aquel cadáver sería el de su amigo de la infancia. La curiosidad le dominaba. Quería tiempo para ver cómo enfocaba la cuestión y poder salir de dudas. Por eso se atrevió a decir:
—Alférez, ya es muy tarde. La noche está cayendo… Dejaremos las gestiones para mañana.
—Es que había pensado salir al amanecer… Y esta noche no sé dónde dejar la carga que traigo.
Luis aprovechó la ocasión al instante:
—Eso no es problema… Podéis dejarla aquí mismo, donde permanecerá hasta que se decida cuándo y dónde se le dará sepultura, y si tanta prisa tenéis… No os preocupéis, yo me encargaré de todo y vos podréis poneros mañana en camino, tal y como teníais previsto.
Ponce no salía de su asombro, pues la propuesta del obispo le facilitaba las cosas completamente, así que agradeció la oferta y salió en busca de sus hombres para que llevaran la carga del carro a la estancia donde se encontraba el obispo.
—Como podéis ver —dijo cuando estaba de vuelta y sus hombres colocaban en el suelo, debajo del crucifijo, el féretro y a su lado el arcón más pequeño—, no es gran cosa lo que nuestro general tenía. Ahí encontraréis sus enseres. Lo más valioso, al parecer, es una espada con una esmeralda por pomo; hay también una daga, que él parecía estimar mucho… Encontraréis igualmente un memorial que pensaba enviar al rey solicitándole no sé qué merced, pero la muerte se lo impidió. Con el memorial van unos pliegos donde relataba al rey sus numerosos y significados servicios…
—Perded todo cuidado. Lo dejáis en buenas manos.
—Si nos lo permitís, señor obispo, quisiéramos retirarnos; mis hombres y yo estamos cansados; hemos de cuidar nuestras monturas y quisiéramos descansar lo más posible para emprender la marcha con el alba.
Luis Crespo asintió con la cabeza y le preguntó dónde iban a hospedarse. Como el alférez no tenía ni idea, le recomendó una posada cercana, añadiendo:
—Os acompañará el sacristán. Así, si necesito algo de vos antes de que partáis, sabré dónde encontraros.
Los soldados salieron a la calle con su jefe, que despidió al cochero, y con los caballos de las bridas siguieron al sacristán en busca de la posada recomendada. Al resolverse todo de forma tan sencilla iban contentos, pensando que tendrían tiempo de echarse unos tragos al coleto antes de dormir.
Cuando se quedó solo, Luis se acercó al arcón pequeño y lo abrió. En la parte superior, encima de todo, estaban la espada con la esmeralda y la daga. Nada más ver esta última la reconoció y sus dudas sobre la identidad del cadáver se disiparon. La colocó con la espada encima de la mesa y regresó al arcón, hurgando en su interior hasta dar con los papeles, los sacó y se sentó en el sillón, dispuesto a comprobar su contenido. Una extraña emoción le embargaba, pues le parecía ser el profanador de una tumba cuyo secreto iba a conocer por puro azar. Su conciencia se cuestionaba si le estaba permitido leer y revisar aquellos papeles, decidiendo finalmente que lo haría, pues aquel hombre había sido su amigo y muchas veces desde que se separaron había pensado en él, preguntándose cómo le iría. Con nerviosa parsimonia empezó a ojear los papeles que tenía delante. El memorial, como el alférez le había adelantado, solicitaba al rey le confirmara la merced del hábito de Santiago, prometido tiempo atrás, una petición que basaba en los servicios prestados a lo largo de su vida, exponiéndolos por orden cronológico desde su juventud, en una especie de capítulos que tenían como título una palabra, el nombre de una ciudad o un lugar. El obispo de Ávila pasó con lentitud aquellos pliegos sin leerlos, limitándose en aquel primer vistazo a cotejar las fechas y los lugares que figuraban en su contenido. Con inquietud comprobó que aquel relato presentaba silencios en ciertos años de la vida de su autor y le preocupó que no estuviera completo o se hubieran extraviado algunos pliegos, ya que no estaban numerados. Para salir de dudas llamó al sacristán y lo envió a buscar al alférez. Cuando estuvo de nuevo ante él, empezó por disculparse:
—Perdonad que os haya hecho venir, pese a vuestro cansancio y lo desapacible de la noche.
—No os preocupéis, señor obispo. ¿En qué puedo serviros?
—Veréis. He revisado los papeles que venían en el arcón y advierto en su contenido varias lagunas, como si se hubieran perdido algunos pliegos… Por ejemplo, las últimas noticias que contienen se refieren a 1577 y estamos a finales de 1583…
—No sé, señor obispo. Lo único que puedo aseguraros es que no se ha extraviado nada de su contenido, pues el arcón no se ha abierto en ningún momento del viaje y yo no lo he perdido de vista nunca… Tal vez hayan quedado algunas cosas del general en Lisboa…
—¿Podríais interesaros a vuestro regreso?
—Por supuesto que sí. Os tendré informado, y si apareciera alguna otra pertenencia suya os la haré llegar.
—Gracias. Os quedo muy reconocido —Luis se levantó y el alférez le imitó—. No quiero entreteneros más. Os ruego de nuevo que me disculpéis.
Tras la despedida de rigor, el soldado abandonó la catedral y salió a la noche que con lluvia ya había caído sobre Ávila. Se embozó la capa y se encaminó a la posada andando ligero.
Luis volvió a sentarse delante de su mesa e inició la lectura de aquellos pliegos. Al cabo de un rato unos suaves golpes en la puerta precedieron la entrada del sacristán, que llevaba una bandeja con un tazón de caldo de gallina y un pedazo de pan. La dejó sobre la mesa y recomendó al obispo:
—Deberíais retiraros. Es tarde y la noche va a ser muy fría…
—Tengo muchas cosas que hacer… Avivad ese brasero y traedme otro candelabro con velas nuevas.
El sacristán se acercó al brasero y lo dejó dispuesto para que se mantuviera aún durante horas; luego salió silenciosamente y regresó minutos después con el candelabro solicitado, dejándolo encima de la mesa. El obispo levantó los ojos del pliego que leía y, tras darle las gracias, añadió:
—Podéis retiraros… Yo permaneceré aquí aún mucho rato y no voy a necesitaros. Buenas noches.
—Buenas noches, señor obispo.
Cuando volvió a quedarse solo, Luis Crespo retomó la lectura; con intensa atención fue leyendo en aquellos papeles la síntesis que su amigo había hecho de su propia vida… Roma… Milán… Mühlberg… Palermo… Bruselas… Amberes… Moock… Acabó tan enfrascado en la lectura que era insensible al paso de las horas. Ni siquiera reparaba en las ráfagas de agua y viento que golpeaban la ventana en aquella fría noche castellana.
Cuando terminó la última hoja, Luis se retrepó sobre el respaldo del sillón e insensiblemente colocó su mano sobre el pomo de la espada. Su vista se posó en el féretro, que difícilmente percibía, pues la luz del candelabro apenas si llegaba hasta donde había sido colocado por los soldados. El llamear de las velas le permitía ver en algunos momentos y fugazmente los herrajes que reforzaban la caja, recubierta de cuero. Embargado por la emoción permaneció inmóvil, no queriendo romper el misterio de aquella atmósfera evanescente que le había hecho volver a los lejanos días de Roma, donde convivió estrechamente con su amigo, cuya alma le parecía que flotaba junto a él y percibía tan próxima como entonces… Al cabo de mucho tiempo, murmuró en un susurro cargado de admiración y añoranza:
—Sancho, amigo… mi buen Sancho…, tú, al menos, has vivido.
FIN