Después del motín de 1574 Requesens había escrito a Felipe II señalando las desavenencias existentes entre Dávila y Champagney. Decía que al castellano de Amberes no le hallaba «otra culpa sino la pasión que tiene contra este otro, que cierto es grandísima; pero Champagney la tiene terrible contra toda nuestra nación y habla con tanta ponzoña, que ha hecho y hace grandísimo daño… Yo no tengo por segura esta villa si Vuestra Majestad no ocupa a Champagney en otra parte». No andaba descaminado el comendador mayor cuando hacía estas observaciones, pero Federico Perrenot, señor de Champagney, no fue relevado de su cargo y ahora mostraba una actitud completamente antiespañola. De forma que en medio del conflicto generalizado iban a enfrentarse dos hombres que se odiaban mutuamente.
Desde que llegaron a Amberes las noticias del motín de los españoles y se pudo comprobar la concentración de fuerzas sobre la ciudadela, Champagney no había tenido más obsesión que incrementar la dotación de la ciudad de manera significativa para poder neutralizar las tropas de la fortaleza y no verse otra vez en situación tan desairada como la del motín anterior. Conseguiría recibir cinco mil infantes y mil doscientos caballos, mandados por Felipe de Croy y Felipe de Egmont, hijo del noble ajusticiado al comienzo de la revuelta.
El joven Egmont había recibido un regimiento de gente de a pie y el 26 de octubre salió de Bruselas con siete banderas de dicho regimiento, en las que había unos trescientos franceses veteranos, pero el resto eran en su mayoría novatos sin experiencia. Iban a Amberes, siendo vigilados por espías de los amotinados y de la ciudadela. En su camino, Egmont y los suyos tenían que cruzar el puente de Duffel y antes de que llegaran a él los españoles falsearon algunos de los pilares y se mostraron abiertamente en la otra orilla, provocando a los del conde, que se lanzaron a la carrera para cargar contra ellos; el peso de la gente sobre el puente acabó por derribar los pilares falseados y se derrumbó causando la muerte a cuarenta de ellos. Los españoles desaparecieron entonces de la vista de sus enemigos, que tuvieron que buscar barcas para cruzar y continuar el camino hacia Amberes, siendo apoyados en su marcha por los regimientos del señor de Berssele y del de Héze, entre otros.
A medida que habían ido pasando los días desde la llegada de Alconeta y los suyos, las relaciones entre la ciudad y la ciudadela se habían hecho cada vez más tensas y difíciles; en ocasiones se habían intercambiado disparos de artillería, pero nunca se habían producido choques de importancia. Todo lo más, cuando llegaba algún contingente nuevo desde la ciudad se le recibía con fuego de arcabucería y cañonazos, pero no pasaba de ser algo meramente testimonial.
La ancha faja de tierra que había delante de la ciudadela en el lado que daba a la ciudad era la zona en la que los de Champagney empleaban el grueso de sus efectivos, protegidos por los pertinentes parapetos; mientras, en la parte opuesta y en el lado más interior también habían empezado a levantar trincheras, que se continuarían desde la muralla hacia las casas; el emplazamiento de la artillería lo habían situado delante de la iglesia de San Jorge y el Caballero, desde donde batirían la ciudadela cuando fuera preciso.
A finales de octubre y primeros de noviembre llegaban a la fortaleza los últimos efectivos; unos, desde Maastricht; otros —un grupo de españoles y alemanes— acompañaban a Antonio de Olivera. Con estos refuerzos Sancho tenía a sus órdenes dentro de la fortaleza unos cuatro mil hombres, la mitad aproximadamente que los efectivos de Champagney. Cuando los refugiados de Alost tuvieron noticia de la angustiosa situación en que se encontraba la ciudadela de Amberes no dudaron en ir en su auxilio. Su aproximación y las escaramuzas que se trabaron entre ellos y los sitiadores fueron seguidas con todo interés desde las trincheras y desde las murallas de la ciudad y de la ciudadela con el efecto de enardecer a los hombres, ansiosos por acabar con aquel estado de cosas que se alargaba durante meses y que tenía visos de hacerse eterno.
Nada más entrar en la fortaleza, Navarrete preguntó por el castellano y Martín le acompañó a su presencia. Sancho estaba en el baluarte de la punta de la fortaleza más próxima a la ciudad, desde donde había seguido la aproximación de los amotinados y sus evoluciones hasta entrar en el recinto amurallado. Fuera de la ciudadela renacía la calma, esa calma tensa y frágil, cargada de malos presagios, que amenazaba romperse en cualquier momento, pero sin que nadie pudiera prever cuándo.
—Señor castellano… —empezó a decir el electo al estar delante de Dávila.
—Navarrete, celebro que estéis aquí… Preferiría que estuvierais con vuestros oficiales, pero…
—Sí, señor. Nosotros también. Pero la situación se ha complicado por culpa del Consejo y de los burgueses de Bruselas. Cuando salimos de Zierikzee íbamos en orden y no cometimos ningún delito. Marchábamos sin violencias para aproximarnos a Bruselas, a Malinas o a alguna otra ciudad importante a fin de que nos pasaran la muestra y nos abonaran lo que nos deben. Entonces los señores del Consejo nos declararon fuera de la ley y autorizaron nuestro exterminio, animados por los burgueses de Bruselas, que no sé qué temían de nosotros. Para evitar ser muertos tuvimos que buscar un refugio y nos pareció que Alost era el más apropiado.
—Las cosas han empeorado desde entonces…
—Sí. Han empeorado para todos y sabemos que nos hacen los responsables. Reunimos las mejores condiciones para ser cabezas de turco: somos españoles y estamos amotinados. Y si esto sigue como va, el rey Felipe será severo… Pero no nos consideramos responsables de nada de lo sucedido. No podéis imaginar la presión que hemos sufrido estos meses, hasta el punto de que nos decidimos a tomar el fuerte de Laiderkerke, que como sabéis está cerca de Bruselas: era nuestra advertencia al Consejo y a la ciudad de que las cosas estaban llegando a un punto insostenible. Queríamos dejar claro que el próximo paso sería sobre la misma Bruselas. Por eso no hemos ido en ayuda de la ciudadela de Gante, porque queríamos presionar a la capital.
—¿Y por qué estáis aquí?
—Porque todos sabemos que la ciudadela de Amberes es la llave de estos territorios y no podíamos quedarnos impasibles ante el peligro de que se perdiera. Sería nuestro final. Por eso hemos venido a toda prisa en cuanto supimos lo que se preparaba. Hemos hecho ocho leguas en nada más que siete horas. Parecía que voláramos.
Después de las palabras de Navarrete se produjo un silencio. Sancho pensaba que el electo tenía razón. Las últimas noticias eran que Amsterdam y algunas otras plazas resistían, pero Gaspar Robles lo pasaba muy mal en Frisia y por aquellos días la única provincia entera que permanecía fiel al rey Felipe era el Luxemburgo. El norte estaba por la rebeldía y en los otros territorios había dificultades por doquier. Sancho miró al electo a los ojos y vio a un hombre de facciones nobles, enjuto de carnes, curtido en mil adversidades; él sabía con certeza que de haber tenido los amotinados otro electo menos sensato y experimentado que Navarrete la situación hubiera evolucionado de muy diferente forma y ahora habría muchas más cosas que lamentar. Por otra parte, pensaba que llegado era el momento de mostrar a Champagney que la ciudadela era un plato demasiado fuerte para él; tal demostración entrañaba darle una lección severa en una salida que destrozara la mayor parte de su gente y las defensas que había colocado delante de la ciudadela con ánimo de evitar ataques sorpresa de los españoles allí encerrados.
—Bueno —dijo Dávila—. Estáis aquí y eso es lo importante.
Los dos hombres se aproximaron al borde de la muralla mirando al patio de armas, donde los hombres mantenían su ardor en un estado de agitación máxima. Gritos, maldiciones, voces de ánimo, ruidos de armas, piafar de caballos… un fragor contagioso al que era imposible sustraerse. De pronto, por encima de todos los ruidos, se oyó una voz potente:
—¡Queremos morir o cenar en Amberes!
Más de cuatro mil voces se elevaron al cielo gritando: «¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡A Amberes! ¡A Amberes! ¡Muerte o gloria!», y otras expresiones similares.
Sancho miró a Navarrete interrogándolo con la mirada.
—Estamos dispuestos —Navarrete se hacía oír difícilmente entre el clamor imperante—. No necesitamos descansar. El que ha gritado eso ha sido Juan Gutiérrez, uno de los de Alost. Conozco su voz. Es inconfundible. Y ya veis el ánimo de toda la gente.
—¡Sea! —concluyó Sancho, que alzó los brazos pidiendo silencio—. ¡Saldremos! —gritó para que lo oyeran—. ¡Preparad vuestras armas! —se dirigió a la escalera y empezó a descender hacia el patio—. Navarrete, Martín, venid conmigo.
Al pie de la escalera esperaba Salvatierra, al que dijo Sancho al paso:
—Enviadme a Romero y a Alonso Vargas a la puerta principal.
Instantes después estaban reunidos en la sala que utilizaba la guardia y Sancho les habló:
—Señores, el capitán Ortiz pudo infiltrarse hace dos noches y ha recorrido las trincheras levantadas por los sitiadores. Son fuertes y recias, pero no lo suficiente. Hay algunos puntos débiles, sobre todo en las que tenemos delante en la explanada. Si cargamos con decisión es posible expulsarlos de ellas y luego, si nos abrimos hacia los lados, podremos causarles mucho daño. La primera en salir será la infantería dividida en dos grupos. Uno irá con vos, Romero, y el otro con vos, Navarrete. Golpearéis directamente a los valones viejos que están justo enfrente de la puerta. Será un ataque fulminante que rematará la caballería, que sacaréis vos, Vargas. Romero y Navarrete os facilitarán un paso para que carguéis directamente sobre las trincheras, las paséis y os despleguéis en abanico por su retaguardia. El resto ya lo sabéis. Concluiremos cuando pongamos en fuga a los supervivientes y los veamos correr de tal forma que no puedan parar hasta Bruselas. Salvatierra, Martín y yo custodiaremos la ciudadela y seremos la tercera oleada para acudir donde más falta haga si es necesario. Señores, ¡vamos allá!
En el patio continuaban la excitación y el fragor. Los hombres se agrupaban por unidades tras sus oficiales, se animaban y se enardecían. Al salir Sancho y los demás y ver los soldados que hablaban con los oficiales que iban a dirigir el ataque, las conversaciones y los gritos fueron cesando progresivamente hasta hacerse un silencio casi total, dominado por un tensión contenida, donde sólo los resoplidos de los caballos desentonaban, ajenos los animales a las decisiones de los hombres.
—Salvatierra —le dijo Sancho—, subid a la muralla y ordenad a los artilleros que disparen sobre los valones un par de andanadas. Luego saldremos. Julián, Navarrete, ¿habéis oído? —al ver sus gestos de afirmación, Sancho concluyó—: ¡Adelante!
Unos minutos después, en la mañana del 4 de noviembre de 1576 —esa misma mañana en que don Juan de Austria, hermanastro de Felipe II y nuevo capitán general de los Países Bajos, llegaba al palacio ducal de Luxemburgo—, la explanada entre la ciudadela y la ciudad de Amberes se convertía en la antesala del infierno. La primera andanada alcanzó de pleno las defensas de los valones y la segunda abrió brechas y causó muchas bajas. La puerta de la ciudadela vomitó miles de furias enardecidas a las que los valones viejos no pudieron resistir mucho tiempo; con sus primeras muestras de flaqueza apareció la caballería, que cargó decidida y superó sin mucha dificultad la línea de trincheras para desparramarse por la espalda de los valones, que ya no fiaban su salvación más que en la huida, lo que fue su perdición, pues al dar la espalda a los enemigos facilitaron su tarea exterminadora. Tal y como estaba previsto, los atacantes empezaron a abrirse en abanico, buscando el río por un lado y las murallas de la fortaleza y el canal del foso por el otro, desalojando a cuantos sitiadores encontraban a su paso.
Para entonces ya se había generalizado el cañoneo entre la artillería del cerco y la de la fortaleza, mientras los sitiadores acudían en apoyo de sus camaradas, con lo que el grueso del combate se concentraba en los extremos de la explanada y en las proximidades de las murallas de la ciudad. Entonces se produjo lo que nadie había previsto: alguien dio la orden de facilitar un acceso a la ciudad entre las trincheras que taponaban las calles para que entraran los sitiadores de la ciudadela que lo desearan. La orden estaba inspirada por el miedo, pues quien la dio desconfiaba de la victoria y esperaba que los sitiadores que se vieran en trance difícil pudieran refugiarse en Amberes y ayudar a su defensa, ya que con la victoria de los sitiados las tornas podrían cambiarse. Si eso ocurría, convendría tener el mayor número posible de defensores. Y lo que no podía saber quien dio la orden es que al abrir ese acceso abría el apocalipsis para la ciudad, pues Vargas vio la oportunidad de enviar sus fuerzas para culminar dentro de la ciudad lo que estaban a punto de alcanzar fuera; en consecuencia, lanzó a sus hombres y con su caballería entraron en Amberes los jinetes del Apocalipsis… y a los jinetes le siguieron los infantes…
Sancho veía las operaciones desde detrás del rastrillo y presintió que algo cambiaba el plan de batalla previsto; se dirigió rápidamente al baluarte de enfrente de la ciudad y cuando llegó vio una riada de furias que entraban en Amberes con fuerza incontenible, mientras muchos de los sitiadores se alejaban de lo que hasta entonces había sido el campo de batalla lanzándose al río o al canal y corriendo por fuera de las murallas, buscando la salvación en la huida. Sólo quedaban grupos aislados que resistían, mientras la artillería iba enmudeciendo, pues la acción se trasladaba a otros escenarios y el cerco de la ciudadela se desmoronaba por momentos. Sancho pensó que el infierno se había instalado en aquella parte de la tierra y entonces comprendió que sus funestos presentimientos iban a hacerse realidad. Bajó rápidamente de la muralla y se dirigió a la puerta de la fortaleza.
—Martín, haceos cargo de la seguridad de la ciudadela. Salvatierra, vamos a Amberes. Vosotros, seguidnos.
La última frase iba dirigida al grupo de soldados que estaban protegiendo el puente a las órdenes del alférez Villalobos; pensaba utilizarlos, si fuera necesario, como punta de lanza para abrirse paso hasta la casa de Agnes.
Los jinetes de Vargas irrumpieron en la ciudad como el ángel exterminador. Habían desechado las lanzas y armas de fuego para utilizar las espadas, más apropiadas para cargar contra los enemigos a pie; con golpes a diestra y siniestra, echando los caballos encima de los que corrían despavoridos delante de ellos y aplastándolos bajo los cascos de los animales enloquecidos, aquellos hombres perdieron pronto el juicio, emborrachados por el ruido y la sangre, lanzándose contra todo lo que se movía. Detrás de ellos llegó la infantería, que se abrió como las ramas de una palmera ocupando las cuatro calles principales que conducían hacia el centro de la ciudad y las transversales, pues buscaban enemigos o algo que se moviera para seguir dando suelta a la tensión acumulada durante meses y al ardor generado en lo que se llevaba de batalla. Además, en los ojos de todos brillaba la codicia que había despertado el señuelo del botín. Los primeros en darse cuenta de lo que iba a suceder fueron los tudescos de Egmont, que al comprobar cómo se extendía la riada española desertaron y se desentendieron de la batalla para ver qué oportunidades de saqueo encontraban en el torbellino que se estaba desencadenando; por eso procuraron esquivar a aquellas furias que corrían ciudad adentro y empezaron a secundar a los más rezagados, que también se olvidaron del combate y golpeaban las puertas y ventanas de las casas para abrir una vía de acceso al interior y buscar lo que pudiera saciar su codicia.
Los que entraron en la vanguardia del ataque seguían encelados en acabar con los enemigos, persiguiéndolos sin tregua; algunos de los antes sitiadores llegaron a la plaza de la catedral, cuyas puertas cerradas impidieron que encontraran refugio en su interior, por lo que tuvieron que defenderse apoyándose en sus muros, en un feroz cuerpo a cuerpo que fue para todos una vana esperanza de sobrevivir y donde muy pocos de ellos tuvieron el desesperado consuelo de morir matando. Otro grupo, bastante más numeroso, se refugió en el Ayuntamiento, cuyas casas eran unas edificaciones sólidas y recias que a los perseguidos les parecieron el reducto de su salvación. Atrancaron las puertas y las ventanas de la planta baja; se instalaron en los pisos superiores y por balcones y ventanas empezaron a lanzar todo tipo de objetos y enseres para impedir el asalto de sus perseguidores. Como los arcabuzazos eran inútiles para desalojar a los que se amparaban tras las ventanas, los de fuera decidieron prender fuego a los edificios. La medida resultó expeditiva, pues los que no se arriesgaron en una salida que no iba a ninguna parte murieron asfixiados o aplastados por los restos de los pisos que se derrumbaban comidos por las llamas. Algunos, aún menos afortunados, murieron abrasados al prenderse sus ropas y convertirse en teas humanas, que por no tener quien las apagara se lanzaban antes de morir a una carrera sin rumbo que terminaba frente a un muro o en el piso de la calle, sin fuerzas para continuar algo que inexorablemente les llevaba a la muerte. Los que salieron murieron a manos de los que los esperaban fuera, tan ensangrentados y ennegrecidos como ellos, pero implacables en sus afanes de venganza, escarmiento y exterminio.
Las llamas de las casas del Ayuntamiento desprendieron una humareda negra que se expandía por doquier y se elevaba hacia el cielo de aquel día, que había empezado claro y soleado y que se oscurecía con aquellas nubes oscuras y sucias al unirse a otras que se alzaban desde otros puntos de la ciudad, donde se recurría al fuego para solucionar episodios mucho menos heroicos y bastante más prosaicos, pues se empleaba para eliminar las puertas de una mansión rica o los accesos a una tienda o almacén bien provisto que como una cornucopia inesperada abriría de par en par sus entrañas de riquezas incalculables. Se recurrió al fuego, sencillamente, para tener acceso a donde se ocultaban mujeres y dar rienda suelta a una pasión desenfrenada y vejatoria que aparecía acompañada de la muerte, cuya guadaña evitaba a las víctimas la vergüenza del deshonor, sin que los verdugos fueran conscientes de su crueldad ni sintieran el oprobio de sus actos. Los más feroces, brutales, sicópatas o, sencillamente, los enajenados como todos los demás, pero a los que las circunstancias apocalípticas que vivían los colocaron en tales situaciones, apuñalaron por unas monedas, estrangularon o descuartizaron a niños para extorsionar a sus familias o torturaron sin saber qué perseguían.
Vargas fue uno de los primeros en llegar a la plaza del mercado, siempre bulliciosa y con unos puestos bien provistos que ahora estaban vacíos y abandonados. Los perseguidos intentaron utilizarlos como barricada, al ver que por el otro extremo de la plaza entraban jinetes tan ansiosos de sangre como sus inmediatos perseguidores; pero sólo pudieron resistir la primera acometida, pues la carga de los caballos los redujo a astillas; los que sobrevivieron buscaron cubrir sus espaldas con los edificios próximos y no pocos vieron que era mejor refugiarse en su interior, por lo que golpearon puertas y ventanas para echarlas abajo sin percatarse de que eso era ampliar el escenario del horror al entrar tras ellos sus exterminadores, algunos hasta sin desmontar de sus caballos.
El grupo más numeroso de los antes sitiadores fue empujado hacia el puerto. Ni la muralla ni los torreones les sirvieron de abrigo. Construidos como defensa de la amenaza procedente del exterior, no ofrecían ninguna posibilidad de resistencia cuando el peligro venía de dentro, como en este caso. En consecuencia, la lucha prosiguió con el mismo signo: carreras despavoridas, alaridos, gritos inútiles de clemencia, salpicones de sangre, cuellos cercenados, espaldas hendidas, entrañas desparramadas… Los más afortunados encontraron en algunas embarcaciones próximas la salvación, aunque no fueron muchos; otros fiaban en sus facultades como nadadores y buscaban navíos anclados aguas adentro. La mayoría murió bajo el acero implacable en la lucha cuerpo a cuerpo y a los que quisieron evitarlo, atrincherándose en algún torreón, el fuego los asfixió o tuvieron que saltar al agua como postrera solución antes de que su cansancio o la corriente los ahogara.
En las calles se luchaba con denuedo, enfrentándose la desesperación del sentenciado y el ansia exterminadora del verdugo, en un abigarrado conjunto donde se percibía a los arcabuceros apoyando sus armas en las horcas para mejorar su puntería, grupos de jinetes que se movían entre los infantes repartiendo la muerte a su alrededor o se buscaban entre ellos para eliminarse, piqueros que utilizaban sus armas para protegerse de las acometidas de la caballería y mantener lejos a sus enemigos, soldados que esgrimían sus espadas como defensa o ataque, nubes de humo que los envolvían impidiéndoles distinguir a los amigos de los enemigos, banderas que tremolaban para indicar una posición amiga o un reducto enemigo… Y además, cuerpos muertos que se desangraban, heridos que gemían, moribundos en los estertores de la agonía, mujeres que lloraban tratando de devolver la vida a sus seres queridos o lamentando su vergüenza, clérigos desbordados en su menester espiritual y algunos de ellos víctimas igualmente del fragor homicida… En definitiva, hombres anonadados por la magnitud de su desgracia y lo inconmensurable del horror…
El sol seguía inmutable su recorrido espacial, pero sus rayos en Amberes palidecían. Desde la ciudad se elevaban columnas de humo negro y pestilente cada vez más numerosas, referencias dramáticas de otras tantas escenas espantosas, que se elevaban a las alturas como gritos silenciosos que clamaban al cielo la protección negada. Vistas en su conjunto eran el testimonio palpable de la magnitud de un desastre incalculable e insospechado.
A medida que los soldados sitiadores eran exterminados o huían, los ciegos, iracundos e insaciables vencedores buscaban nuevos objetos de su furor e iban desplazando las ansias exterminadoras hacia los edificios y sus moradores, convirtiéndose la población civil y sus pertenencias en el principal objetivo de unos hombres que habían vivido durante demasiados años al borde de la miseria, padeciendo privaciones y sufriendo en sus carnes las consecuencias de la guerra hasta el extremo de que la ocasión que en esos momentos vivían les parecía las puertas del paraíso. Un paraíso prometedor para ellos, pero aterrador para los demás, pues se presentaba como una oferta maniquea y excluyente: el dolor, la vejación, la muerte, la tortura y el expolio de las víctimas significaban el placer, la riqueza, la alegría y la imposible saciedad de los verdugos.
Una antorcha encendida que portaban unas manos vengadoras era empleada indiscriminadamente para encender vestiduras, enseres o edificios. Una espada ensangrentada e insaciable exigía una ración más del líquido rojo que la coloreaba. Una libido contenida y olvidada durante tiempo estallaba en una demanda que se manifestaba como odio y ultraje en vez de como sentimientos compartidos. La locura se había apoderado de aquellas mentes de manera tal que se perdía la noción del bien y el mal hasta el extremo de que la tortura no era más que un medio para descubrir un secreto bien guardado; acabar con la vida de un niño consistía en un procedimiento expeditivo para arrancar a una familia la causa de su riqueza y sus posibilidades de futuro; la violación de una esposa o una hija era un modo de reducir a la nada la resistencia del esposo o padre, y lo peor de todo era que los agentes de tales atropellos ni sentían entonces ni sentirían después el menor desasosiego por sus acciones. No en vano tales actos eran las secuelas inevitables de las guerras en todos los países y aquellos hombres los habían vivido ya o habían oído hablar de ellos en unos términos en los que el horror carecía de interés; lo verdaderamente importante eran los golpes de suerte que generaban, permitiendo a quienes los tenían retirarse de la vida en campaña o aliviar durante mucho tiempo las privaciones que ese modo de vivir siempre llevaba consigo.
Sancho, Salvatierra y Villalobos con los que les seguían fueron de los últimos en entrar en la ciudad. El objetivo de Dávila era llegar rápidamente a casa de Agnes dejando a su sargento mayor con algunos hombres cerca del local donde trabajaba Gertrudis. Nada más pisar las calles de la ciudad pudieron comprobar la magnitud del desastre. Heridos y muertos yacían por todos sitios, algunas casas ardían y en otras aún duraba el saqueo. Sancho y Salvatierra caminaban el uno al lado del otro con las espadas en sus manos, detrás iba Villalobos y unos pasos rezagados los soldados que los acompañaban, que miraban a su alrededor sorprendidos y codiciosos, lamentando no estar entre sus compañeros. A medida que se adentraban en Amberes las escenas que veían sus ojos subían de punto y pasaron por algunos lugares donde se luchaba todavía, sumándose a la lucha la escolta de Sancho, al que fueron abandonando poco a poco, de forma que cuando llegaron al punto donde Salvatierra y él debían separarse para buscar a sus respectivas amantes, sólo quedaban ellos dos y Villalobos, a quien dijo Dávila:
—Id con Salvatierra. Va más lejos que yo y el lugar donde debe buscar es más comprometido que el mío.
Y sin más, siguió hacia la casa de Agnes. Sancho iba prácticamente corriendo, evitando todos los obstáculos que pudieran retrasarle en su marcha; saltaba por encima de los cadáveres y heridos, esquivaba a los saqueadores y los puntos donde aún se luchaba, protegía sus ojos y su boca del humo de los incendios y del polvo de los derrumbes de edificios, cerrando sus sentidos al horror y la desesperación que había a su alrededor, convencido de que él solo no podía remediar nada de lo que sucedía en su entorno. De pronto le salieron al paso tres tudescos, cuya actitud era tan clara que no podía dudar de sus intenciones, así que no vaciló ni un segundo. Cogió una lanza que un cadáver tenía clavada y la lanzó con fuerza contra uno de los que le cerraban el paso, que no pudo hacer nada por evitarla y se derrumbó con el pecho atravesado; aún no habían salido de su asombro los otros dos cuando uno de ellos sintió el frío del acero en sus entrañas, pues Sancho le había lanzado con acierto su daga. El tercero volvió la espalda y desapareció por la bocacalle más próxima. El castellano recogió al paso su daga, la limpió sobre el muerto y volvió a colocársela donde siempre solía llevarla, en la cintura, por la espalda, a la derecha. Sus ojos miraban vigilantes a todos lados para reaccionar con prontitud ante casos como éste y esa vigilancia le hacía ver las escenas que se desarrollaban por doquier, dominadas por la muerte, el dolor, el expolio y las vejaciones. Veía a muchos soldados con un fardo formado por el producto de su rapiña; en alguna de las casas saqueadas habían cogido un mantel, una sábana o cualquier trozo de tela grande donde habían reunido lo más valioso que habían encontrado, luego anudaron sus puntas y por el nudo lo llevaban cogido, cargado sobre sus espaldas para ponerlo a buen recaudo o aumentarlo si la suerte lo permitía. De vez en cuando Sancho oía gritos femeninos dentro de alguna casa y le era fácil imaginar lo que estaba ocurriendo, pero no se atrevía a mirar porque temía encontrar en su destino una escena semejante y nada más pensarlo ya le hería el corazón.
Cuando llegó a la calle donde vivía Agnes, varias de las casas todavía eran expoliadas y algunas ardían. Grupos de soldados estaban entregados al saqueo amenazando a los moradores de los edificios y disputando entre ellos, ciegos a todo lo que no fuera aumentar el botín que pudieran transportar. A la puerta de uno de los edificios, dos grupos dirimían a espadazos la posesión de objetos de plata y otros enseres valiosos apilados en el suelo, diferencias de opinión que cesarían con la muerte o la huida de algunos de los litigantes. No podía ver lo que ocurría más allá de la mitad de la calle porque el humo espeso que salía de un incendio se lo impedía, así que contuvo la respiración y atravesó decidido la cortina grisácea que obstaculizaba su mirada.
Cuando pudo ver de nuevo, su alma se contrajo y la angustia que le embargaba se acentuó, pues pudo distinguir a la perra Diana tendida en la calle, muerta. Al llegar a la casa se encontró con que la puerta había sido hundida y a Orión, muerto también, atravesado por una lanza. Entró en la vivienda y recorrió la planta baja aceleradamente con el corazón latiéndole en la garganta; lo que veía era descorazonador, pues todo estaba revuelto, los muebles destrozados, enseres esparcidos por los suelos, cortinas arrancadas… pero no encontraba lo que buscaba y eso no sabía cómo interpretarlo. Concluida la inspección de la planta baja, subió la escalera saltando los escalones de tres en tres y antes de llegar arriba se encontró con Bernardo. El joven tenía el pecho atravesado por varios disparos de arcabuz; los impactos de las balas lo habían hecho retroceder hasta la pared y se había desplomado, quedando con las piernas extendidas y el cuerpo inclinado a un lado recostado sobre el muro. Sancho no pudo ver su expresión, pues la cabeza la tenía inclinada sobre el pecho. Un charco de sangre mostraba que el chico ya no necesitaba ningún auxilio.
Después entró en el dormitorio y la sangre se le heló. Lo primero que vio fue a Agnes, desnuda, tendida en la cama ensangrentada, con un profundo tajo en el cuello que le iba de oreja a oreja, varios cortes en los pechos y en los muslos y una mirada que conservaba el espanto y la angustia que la mujer debió de pasar antes de ser tan brutalmente asesinada. El cuerpo tenía la rigidez y estaba adquiriendo el color verde violáceo de los cadáveres. Al apartar la vista de aquel cuadro, Sancho vio a un lado de la cama a Francisco, en el suelo, boca abajo, con las piernas encogidas y las manos recogidas sobre el vientre, de donde había escapado un gran charco de sangre.
Sancho había visto tantas escenas como aquellas que no tuvo ninguna dificultad en reconstruir lo ocurrido: algunos saqueadores derribaron la puerta de la casa; los primeros en responder a la amenaza y los primeros en morir fueron los perros; los intrusos recorrieron la vivienda buscando a sus moradores y destruyendo lo que encontraban al paso para ver si daban con el dinero o algo valioso; luego subieron por la escalera, Bernardo les salió al paso y fue abatido con rapidez sin darle opción a utilizar la espada que empuñaría y que estaba en el suelo a su lado. A Agnes la atraparon antes de que pudiera hacer nada por salvarse y la llevaron al dormitorio, donde Francisco saldría en su ayuda sin lograr otra cosa que una espada lo atravesara; después Agnes fue desnudada, ultrajada y torturada para que confesara dónde tenía su dinero; por último, la degollaron. Y con el botín abandonaron la casa.
Sancho quedó inmóvil en aquel dormitorio donde tantas veces había sido feliz. Necesitó varios minutos para asimilar la magnitud de su tragedia. El dolor que sentía era tan intenso que intentó mitigarlo vanamente llevándose una mano al pecho; en sus ojos aparecieron unas lágrimas que la angustia secó enseguida. Quedó tan anonadado que sólo encontró fuerzas para negar lo que veía. Incapaz de seguir allí, bajó la escalera dando traspiés y balbuceando «¡No! ¡No! ¡No!…». Salió a la calle vacilante y repitiendo ese monosílabo, con la espada en la mano. De pronto sintió un dolor intenso en la cabeza y un golpe en su cintura y cuanto le rodeaba dejó de existir para él, pues se sumió en un abismo negro e insondable. Sancho había sido atacado por dos soldados alemanes, no importa que fueran supervivientes de la guarnición de la ciudad o aliados de los de la ciudadela; lo cierto es que vieron salir a Dávila de la casa de Agnes y se fijaron en el pomo de su espada, donde brillaba la gran esmeralda que lo adornaba. Al ver el estado en que se encontraba el castellano y que la esmeralda era una pieza realmente excepcional, lo juzgaron presa fácil y acordaron un ataque por la espalda en el que uno lo golpearía en la cabeza con la maza y el otro en la cintura, por debajo del espaldar, con la espada. Al recibir los golpes, Sancho se derrumbó; de su espalda y de su cabeza empezó a manar sangre, convenciendo a sus atacantes de que había sido alcanzado mortalmente, por lo que recogieron la espada y continuaron con sus rapiñas.
Pese a todo, Sancho había tenido suerte, una suerte que él lamentaría porque le hubiera gustado morir allí. En efecto, la maza que buscaba su cabeza le golpeó en el casco, que amortiguó el golpe y salió despedido hacia delante haciéndole el borde un corte longitudinal desde la nuca casi hasta la frente, por el que empezó a manar abundante sangre dando a sus agresores la impresión de haber sido un golpe fatal. El espadazo que le dirigió el otro iba de abajo arriba, buscando el final del espaldar y la columna vertebral. Hubiera alcanzado su objetivo de no ser por la daga que se interpuso en la trayectoria del acero, sin impedir el corte en el costado con la consiguiente hemorragia, pero evitando que alcanzara la espina dorsal. La pérdida de conocimiento, añadida a las dos heridas que vertían abundante sangre, convenció a los agresores de que Sancho había muerto y sin más comprobación se marcharon.
Una luz blanca y brillante lo deslumbró y le hizo cerrar los ojos, dejándole sin ganas de intentar abrirlos de nuevo. Poco a poco algunos ruidos le llegaban del exterior; ruidos confusos en un rumor caótico, donde le era imposible identificar ninguno hasta que reconoció una voz que le era familiar y que decía:
—¡Señor castellano!… ¡Señor castellano!
Una ligera presión en su hombro le decidió a abrir los ojos nuevamente, recibiendo el mismo impacto cegador, por lo que amortiguó la luz con la mano y con mucho esfuerzo pudo identificar a Salvatierra. Al reconocerlo, intentó incorporarse y sintió un profundo dolor en la cabeza y en la espalda a la altura de la cintura, quedándose inmóvil. Miró a su alrededor y vio que se encontraba en su aposento de la ciudadela. El sargento mayor estaba sentado en una silla cerca de su cama y lo miraba con interés y preocupación.
—Señor castellano —decía de nuevo, y al ver que Sancho lo miraba y lo reconocía, añadió aliviado—: ¡Gracias a Dios! Nos habéis tenido muy preocupados. Creíamos que no sobreviviríais a las heridas…
—¿Cómo he llegado aquí? —le interrumpió Sancho, que poco a poco adquiría plena conciencia.
—Os trajo Villalobos.
—¿Villalobos? ¿No se fue con vos en busca de Gertrudis?
—Así fue, pero cuando llegamos al mesón donde ella trabajaba nos despedimos.
—¿Qué os encontrasteis allí?
—La casa había sido saqueada y ardía por una esquina. Varios cadáveres en su interior demostraban lo que había pasado, pero Gertrudis no estaba entre ellos… —Salvatierra hablaba entrecortadamente, pasando un amargo trago al recordar aquellos momentos—. Como no sabía por dónde empezar a buscarla, decidí revolver el edificio de arriba abajo llamándola a gritos y en un rincón del almacén del subterráneo oí que me contestaba una voz débil. Repitiendo mi llamada, pude localizarla escondida en una falsa pared, donde ella se había ocultado… —al ver la ansiedad que reflejaba la cara de Sancho, Salvatierra continuó—: Según me contó entre sollozos, se presentaron ocho o diez soldados, mataron a varios criados que intentaron oponérseles y violaron a las cuatro criadas y a la esposa del dueño, que fue torturado hasta que le arrancaron todo el oro que ocultaba; por lo menos eso creyeron ellos. El desgraciado no se recuperaría de las heridas. Gertrudis se hizo la muerta, y mientras hacían confesar al patrón ella pudo arrastrarse hasta la escalera y deslizarse al sótano, donde se ocultó usando el escondrijo que el dueño había construido para guardar sus tesoros y tener aventuras con las criadas sin que se enterara su mujer… Allí la encontré, con la ropa hecha jirones, magulladuras y varias heridas superficiales sin importancia… pero estaba anegada en llanto, temblando como un cervatillo y con el espanto en los ojos… Ahora la cuidan sus tíos… yo procuro verla todos los días cuantas veces puedo…
—Habéis tenido suerte… Mi caso ha sido muy distinto.
—Lo sé…
Entre los dos hombres se hizo un largo silencio. Cada uno de ellos estaba sumido en sus tormentosos recuerdos. Sancho dio un largo suspiro y preguntó:
—Y yo, ¿cómo he llegado aquí?
—Como os he dicho… Villalobos os encontró tumbado en la calle, sangrando, delante de la casa de Agnes, y os trajo hasta el puente de la fortaleza, donde os recogió vuestro teniente, que tuvo tiempo de oír lo que el alférez le contó antes de morir.
—¿Antes de morir? —preguntó Sancho alarmado.
—Sí… ha muerto —contestó Salvatierra.
En ese momento entró en la estancia Martín del Oyó, a quien al ver a Sancho lúcido se le iluminó la cara y dijo:
—¡Loado sea el cielo! Por fin despertáis, señor. Lo habéis pasado muy mal y temíamos por vos.
—¡Gracias, Martín! —dijo Sancho.
El teniente añadió:
—Uno de los cirujanos os ha atendido solícito día y noche… Ayer os consideró fuera de peligro y así nos lo comunicó…
—Le comentaba —señaló Salvatierra— lo sucedido con el alférez. Contádselo vos, Martín.
—Estaba en el puente, atento por si había que subirlo, pues aquí tardamos tiempo en darnos cuenta de cómo habían ido las cosas en la ciudad… y en eso apareció Villalobos, que os portaba como un costal al hombro, llevando vuestra espada en la mano… Al verlo me extrañó la torpeza con la que andaba, pues él era un hombre fornido, y me sorprendió más verlo caer… Me acerqué rápidamente y vi que llevaba un espadazo en el costado, por el que sangraba abundantemente… Me dijo que cuando dejó a Salvatierra empezó a vagar por la ciudad y que encontró a dos tudescos que llevaban vuestra espada, lo que le hizo pensar que vos habíais tenido un mal encuentro… Los abordó, ellos respondieron mal y empezaron a intercambiarse golpes, de forma que mientras él mataba a uno, el otro le alcanzó con su espada en el costado, pero en el siguiente lance Villalobos lo mató… Cogió vuestra espada y se dirigió a casa de Agnes para empezar a buscaros, encontrándoos tendido en el suelo… Os recogió y os trajo hasta aquí… él fue desangrándose por el camino y cayó exhausto a mis pies… Tuvisteis suerte, señor… De no ser él tan fuerte, ahora estaríais muerto…
—No creo haber tenido suerte, Martín. Después de lo sucedido, a mí me gustaría estar muerto… No sólo tengo el dolor de haber perdido a Agnes, pensando que tal vez pudiera haberlo evitado… Tengo además sobre mi alma el remordimiento de haber mandado a dos muchachos al matadero…
—Pero de eso no podéis culparos, señor. Cómo podíais saber…
—No, no lo sabía ni podía saberlo, pero… si mi amante no hubiera estado allí…, si yo no hubiera tenido una amiga… ellos se habrían salvado, porque hubieran estado en la fortaleza…
—No os atormentéis con esos pensamientos, señor castellano —hablaba ahora Salvatierra—. Nuestro destino está escrito en las estrellas y nada podemos hacer por evitarlo…
—No sé si tendréis razón, Salvatierra —le contestó Sancho—. Hasta ahora yo me había considerado dueño de mi destino y hacedor de mi suerte… Después de lo sucedido, empiezo a dudarlo.
Un nuevo silencio se hizo entre los tres hombres, sin que ninguno de ellos se atreviera a interrumpir los pensamientos de los otros dos. Fue Sancho quien de nuevo habló:
—¿Y la ciudad? ¿Cómo está?
—¿La ciudad? —respondió Salvatierra—. Asolada. Prácticamente destruida y casi despoblada, pues muchos de los supervivientes se han marchado. Sólo quedan aquí los que lo han perdido todo menos la vida, los que han comprado su seguridad y la de sus haciendas y los que milagrosamente han escapado ilesos de las maldiciones que han llovido estos días sobre Amberes.
—¿Días, decís? ¿Pues cuánto tiempo llevo de esta guisa?
—Nueve días, señor castellano, que habéis pasado entre delirios, alucinaciones febriles y pesadillas. Los ratos que estabais consciente eran pocos y muy cortos, sin que reconocierais a nadie… Dormir, habéis dormido poco.
—¿Nueve días? —repitió Sancho extrañado—. ¡Contadme qué ha pasado, os lo ruego!
Salvatierra y Martín se miraron, y a un gesto de éste aquél empezó a hablar:
—El infierno que vos conocéis se prolongó durante tres días, que es lo que estipula la costumbre de la guerra en todos los países. Al cabo de los cuales se pudo hacer balance: ardieron edificios magníficos, como el Ayuntamiento; ochocientas casas quedaron arruinadas por el fuego o el saqueo; siete mil personas entre vecinos y soldados murieron pasadas a cuchillo, a arcabuzazos o por la tortura; los soldados recogieron un botín incalculable entre objetos valiosos, joyas, monedas y demás… De nuestros enemigos, Everstein fue encontrado ahogado, como el señor de Bièvre. El marqués de Haure, uno de los últimos en incorporarse al cerco, se salvó por el río, como Champagney. En cambio, el joven Egmont y los señores de Capres y Coligny fueron hechos prisioneros… De los nuestros, las bajas han sido muy pocas… Como no ofrecieron resistencia apenas…
—¿Y la ciudadela?
—La ciudadela no ha tenido problemas —ahora hablaba Martín—. Ha habido cosas que nos os gustarán y que no hemos podido evitar… Tras lo sucedido en la ciudad empezaron a volver los soldados que dieron por suficiente lo cogido en el botín o estaban hartos de la orgía que estaban viviendo… Tuve que comprobar quiénes eran, en qué unidades estaban y las cuestiones que vos ya conocéis para evitar los infiltrados… Eso me llevó tiempo y me apartó en algunos momentos de la puerta, aprovechando mi ausencia algunos para introducir en la fortaleza mujeres y ocultarlas para su satisfacción y la de sus amigos…
—¿Mujeres, decís? ¿Casadas, solteras, prostitutas? —preguntó Sancho.
—Cualquiera sabe, señor —dijo Martín encogiéndose de hombros—. Lo cierto es que hemos tardado unos días en darnos cuenta y procedimos a limpiar la ciudadela en este sentido, enviándolas a Amberes… También hemos tenido que lamentar algunas muertes… como las de Villalobos y Navarrete…
—¿Navarrete, muerto? Tal vez ha sido lo mejor… Después de lo sucedido —decía Sancho—, el rey Felipe será durísimo y él era el más indicado para recibir un castigo ejemplar. Y Villalobos también muerto…
—Sí. También él. No pudo levantarse del puente, donde cayó con vos… No sé por qué, pero me parece que se sintió aliviado al recibir la muerte. ¿Vos lo conocíais? —preguntó Martín a Sancho, que replicó:
—No, ¿por qué?
—Yo empecé a tratarlo aquí en Flandes y tampoco lo conocía muy bien… Casi nunca hablaba de sí mismo. Gritaba y golpeaba como un energúmeno y por el motivo más nimio, pero por lo que pude hablar con él parecía un hombre que sufría mucho. Abandonó su pueblo huyendo de la justicia, pues su padre lo apaleaba sin piedad y reiteradamente como al resto de la familia. Un día, harto de tan mal trato, Villalobos, que ya era un mozo recio y alto, se encaró con su progenitor y lo golpeó causándole la muerte de forma accidental. Huyó y buscó refugio en el ejército… Desde entonces siempre ha querido estar en el sitio más peligroso… No le interesaba nada el botín, no recuerdo haberlo visto jugar a las cartas ni a nada, nunca estaba borracho y raramente se acompañaba de alguna mujer… Pero en el momento de la acción podíamos apostar que le encontrábamos en el sitio más peligroso… Yo creo que buscaba la muerte para redimirse de su culpa y su mal genio se debía a que la muerte, como amante esquiva que es, no acudía a su encuentro… Me entregó vuestra espada antes de morir… con la esmeralda —Martín señaló la mesa, donde Sancho pudo verla—. También hemos tenido algunas bajas después de concluir el saqueo, pues los soldados se peleaban por el botín o por los resultados de algunas partidas de cartas… Una vez terminado todo, los hombres han empezado a volver a sus destinos, la fortaleza está ya sin más gente que la que le corresponde y han llegado noticias de que se están pasado las muestras para proceder a licenciar las tropas… En fin, parece que ya todo ha vuelto a la normalidad y las cosas empiezan a ser como antes.
—Os equivocáis, Martín. Las cosas ya nunca volverán a ser como antes. Al menos para mí —decía Sancho con la mirada clavada en el suelo—. En los muchos años que he vivido en campaña, jamás he visto una cosa como el saco de Amberes… y me ha tocado vivirlo desde una posición que no se me hubiera ocurrido plantearme antes… Cuando hemos estado en acciones similares no hemos pensado nunca lo que padecían las víctimas… Éramos como personajes de una tragedia, donde cada uno teníamos nuestro papel asignado y actuábamos para que se cumpliera el destino de los otros personajes, por eso no nos importaba ni su suerte ni su muerte… Pero ahora he padecido en mi propio ser lo que esta barbarie desatada significa y eso me ha marcado para siempre, Martín… para siempre… No. Para mí ya nada será igual y me temo que me convertiré en un hombre que abomina de su destino… Agradezco a Villalobos lo que hizo por mí, pero siento que no me dejara sobre las piedras de la calle esperando la muerte…
—No seáis tan duro al juzgaros, señor castellano —hablaba ahora Salvatierra—. Tenéis razón cuando decís que ya nada será igual, pero no debéis culparos… Habéis actuado como un hombre de bien y el destino se ha burlado de vos… Como se ha burlado de mí y de todos los que aquí estamos. Yo también creo que ya nada será igual para ninguno de los que estuvimos dentro de la ciudad, pero hemos de seguir viviendo, porque el sol sale en cada amanecer…
—Por lo demás, señor, Don Juan de Austria ya ha llegado a esta tierra y es tal el escándalo originado por lo de Amberes que se está pagando a las tropas rápidamente y licenciándolas para que el olvido llegue pronto. De nuevo se negocia… ¡Veremos lo que nos toca! —concluyó Martín—. Por cierto, aquí tenéis una carta que os envía el nuevo capitán general.
Sancho cogió el papel que su teniente le alargaba y leyó. A medida que progresaba en la lectura, su cara se iba ensombreciendo y cuando concluyó, claramente contrariado, comentó:
—No tiene noticias de la situación en Flandes antes de lo de Amberes, hecho del que nos culpa, y viene con intención de cambiarlo todo. El contenido de su carta se puede resumir en estas frases —Sancho volvió la vista al escrito y leyó en voz alta—: «Hame dado, señor Sancho de Ávila, mucha pena la revuelta que en Amberes ha acaecido y mucho mayor sería si entendiese que por causa suya, o de la gente española que ahí está, hubiese sucedido, porque la intención de S. M. y mía es que estos negocios vayan por diferente camino, y ansí he venido para acomodarlos». Contestaré a esta carta en forma adecuada. ¡Traedme papel, tinta, salvadera y lacre! Salvatierra se puso en pie y dijo:
—Os lo traeré todo, señor castellano, pero también os traeré un buen caldo de gallina… Es necesario que empecéis a recuperar las fuerzas.
Sancho escribió un largo memorial donde daba todo lujo de detalles sobre las jornadas que se habían vivido en aquellas tierras desde que muriera Requesens, justificando la conducta de los españoles y señalando el desquiciamiento generalizado que se produjo cuando se enfrentaron las fuerzas de la ciudadela con las de la guarnición de la ciudad, degenerando el choque en el feroz y sangriento saqueo que se había producido. Su exposición coincidió con los informes que Jerónimo de Roda había ido dando a don Juan. Pero en cualquier caso, el tema había pasado a segundo plano en las preocupaciones del nuevo capitán general, ya que las operaciones militares continuaban sin éxitos destacados y en Frisia y Groninga ya no quedaba ni una guarnición fiel a Felipe II. En consecuencia, la gran preocupación de Don Juan era conseguir la paz y restablecer la soberanía de su hermanastro el rey. Para ello iba a aprovechar que en el bando rebelde había una facción dispuesta a escuchar sus propuestas, en clara discrepancia con la postura más firme y radical de Orange y sus seguidores, que estaban empeñados en sacudirse la tutela de Felipe II.
Unos días más tarde, Dávila se encontraba en el patio de armas, sentado en una cureña desvencijada y calentándose al tibio sol de fines de otoño. Meditaba sobre lo mucho que había perdido en aquel día aciago y no encontraba disculpa por haber enviado a Francisco y Bernardo a enfrentarse con un destino tan cruel. El ruido de los cascos de varios caballos que se acercaban lo sacó de su ensimismamiento. Los que llegaban eran Ruy y los suyos. Aquél habló el primero:
—Sancho, hemos sabido que ya estabais recuperado y venimos a despedirnos…
—¿Os marcháis? —preguntó Dávila.
—Así es. El nuevo capitán general viene con ideas diferentes, que no es que nos importen gran cosa, pero aquí va a haber grandes cambios.
—Sí —apostilló Valenzuela—. Parece que quiere negociar y tal vez lo consiga. Eso significará el fin de la guerra durante un tiempo… En vez de esperar, preferimos volver a Italia y luego… ¡ya veremos!
Sancho miró con detenimiento el grupo que componían sus seis amigos y tres acémilas cargadas con fardos perfectamente envueltos y empaquetados, de forma que no traslucían cuál podría ser su carga, pero a él no se le escapaba que era el resultado de sus «ganancias» durante aquel tiempo. Preguntó:
—¿Volveremos a vernos?
—Si servís en otra tierra —Ruy volvía a hablar— y la empresa es prometedora…, será muy probable. Ya sabéis cómo vivimos.
—Nos veremos entonces. Y ahora, ¿adonde vais?
—A Nápoles. Allí siempre hay algo que hacer que merezca la pena.
—Bien. Pues… ¡Id con Dios! Y cuidaos.
—Nos cuidaremos, Sancho, y vos debéis hacer lo mismo. Vuestro aspecto no es aún muy bueno y se os nota falto de fuerzas —Ruy hablaba mientras hacía dar la vuelta a su caballo, movimiento que imitaron los demás del grupo—. ¡Quedad con Dios y hasta que el destino vuelva a reunimos!
Con un ademán de despedida enfilaron la puerta de la ciudadela y se alejaron. Sancho los miró hasta que desaparecieron de su vista, pues lamentaba que se marcharan; habían sido unos fieles colaboradores durante los últimos años e iba a echarlos de menos, pero sabía que ninguna atadura podría retenerlos. Salvatierra se acercaba a Sancho para ver si necesitaba alguna cosa y al llegar pudo oírle decir como hablando en voz alta consigo mismo:
—¡Qué buenos soldados! Se han especializado en sobrevivir y a fe mía que lo hacen con acierto… El mismo diablo se vería en aprietos si los dejara entrar a caballo en el infierno.
Para el mes de diciembre de 1576 las negociaciones ya eran una realidad. Don Juan y los Estados buscaban una solución satisfactoria para ambas partes que pusiera fin al conflicto. En ese contexto se entiende la orden de que se hiciera una investigación sobre la cuantía de las destrucciones y pérdidas sufridas por Amberes y sus habitantes durante el saqueo, pues era intención del rey abonarles su importe. Cuando en la ciudadela se conoció tal iniciativa y se realizaban en la ciudad las primeras pesquisas, Sancho comentó con sus segundos:
—¡Qué gran absurdo va a ser éste! Nuestros hombres pasan años sin cobrar entre privaciones y miserias y el rey se propone pagar las destrucciones y robos realizados durante el saqueo… Si el dinero que va a librar para esa reparación lo hubiera enviado antes para pagar a los hombres no se hubieran producido aquellos dramáticos días… ¡Cuántas desgracias y cuánto dolor nos hubiésemos ahorrado!…
—Si el rey y el capitán general quieren la paz —hablaba Salvatierra—, tienen que resarcir a las víctimas del saqueo… No conozco nada mejor para cerrar heridas que el oro… y las heridas son enormes. He podido ver el botín de muchos de nuestros hombres y no me cabe la menor duda de que bastantes podrán vivir el resto de sus días a costa de lo que aquí han rapiñado… Si se consigue la paz, las tropas empezarán a salir de Flandes… ¡Veremos si encuentran bagajes para todo lo que han de llevar!
Los días fueron pasando con exasperante lentitud para Sancho, que no salía de la ciudadela por ningún concepto, incapaz de asumir su tragedia. Hablaba poco, con frecuencia estaba ensimismado, había perdido el sueño y a deshora deambulaba por las murallas, perdido en sus penas y dolores. Cuando lo veían en ese estado, Salvatierra y Martín se miraban y con un gesto de impotencia reconocían su incapacidad para ayudar a su jefe. Así acabó diciembre de 1576 y pasó enero de 1577. El 12 de febrero se firmó el Edicto Perpetuo de Marche-en-Fammene, donde se aceptaba la sumisión al rey Felipe II, semitolerancia religiosa, el reconocimiento de los fueros y garantías de aquellos Estados y la marcha de los españoles en un plazo de veinte días. Guillermo de Orange no había tratado con don Juan y, consecuentemente, no aceptó el Edicto, cuyo contenido se propuso cumplir de inmediato el recién llegado capitán general, quien decidió proseguir su camino hacia la capital. Fue un camino lento a causa de las reticencias y amenazas que se percibían en el ambiente. Por fin, el 1 de mayo don Juan de Austria entraba en Bruselas, donde se le recibió con frialdad. La aplicación del acuerdo pactado en febrero siguió adelante de forma implacable, aunque no tan rápidamente como todos hubieran deseado. Las guarniciones españolas recibieron orden de abandonar sus reductos y encaminarse a Maastricht, desde donde irían saliendo hacia Italia; así ocurrió con la guarnición de Utrecht, a quien se le ordenó rendirse, lo mismo que a Tordesillas y los suyos, defensores de Viennen, a Gallo, a quien se había encomendado la defensa de Culemburg, y a tantos otros, que no tenían más remedio que plegar sus banderas y, como de tapadillo, entre abucheos y escarnios, salir precipitadamente hacia Maastricht.
Sancho no iba a ser una excepción y desde la llegada de don Juan de Austria sabía que su relevo era inexcusable, pues su presencia en aquella ciudadela constituía un gran obstáculo para la búsqueda de la paz que se proponía el hermanastro del rey. Pero su cese como castellano de Amberes le producía sentimientos encontrados, ya que por una parte le permitiría salir de Flandes y olvidarse para siempre de aquellas tierras, dejando atrás su desgracia, aunque sus penas y recuerdos le acompañaran el resto de su vida, y por otra sentía una profunda indignación al tener que entregar su ciudadela sin lucha, la única forma en que los enemigos de su rey podrían conseguirla, pues mientras él estuviera al frente de ella aquello sería un bastión inexpugnable.
Cuando llegó la orden a Amberes de que los españoles dispusieran la marcha hasta Maastricht y se entregara la ciudadela al duque de Aerschot, el nuevo castellano, Sancho Dávila deseó que la tierra se abriera bajo sus pies y le evitara el trance de cederle sus poderes. Un furor creciente y sordo se fue apoderando de su ánimo, porque se negaba a admitir que tantos sacrificios y privaciones, tantos esfuerzos realizados en los últimos años, se cerraran de una manera que consideraba infamante para él y para los que había tenido a sus órdenes. Su desazón era tal que comentó el tema con Martín del Oyó, quien le contestó:
—Si se os revuelven las tripas al pensar en entregar la ciudadela no la entreguéis vos, dejadme ese trance a mí —Sancho lo miró sorprendido y él continuó hablando—. En ninguna parte de la orden se dice que seáis vos quien entregue el mando de la ciudadela. Vos podéis salir para Maastricht con los demás españoles o cuando vos queráis y yo me quedaré con los valones como guarnición y con el encargo de cederle los poderes al de Aerschot… Porque vos pensáis marcharos a Italia, ¿no es verdad?
—En efecto, Martín. Estoy deseando salir de aquí y poner tierra de por medio a ver si mis recuerdos se mitigan y mi pesar se alivia con la distancia… ¿Y vos, qué haréis?
—Entregaré la ciudadela por vos y me quedaré en Bruselas… He oído que un pequeño grupo de españoles quedará cerca de don Juan de Austria. Voy a intentar ser uno de ellos, puesto que yo no sirvo para otra cosa y nadie me espera en parte alguna… Mi padre era alférez y sirvió con el emperador en las guerras contra Francia. Yo nací en un campamento y no conocí a mi madre, pues murió en el parto; entre hombres de armas crecí hasta que tuve edad para alistarme. Cuando era cabo, me casé con la hija de un compañero de armas de mi padre y a los tres años de casado me quedé solo: mi padre murió de resultas de una herida en campaña y mi esposa malparió, muriendo ella y el niño. Desde entonces he estado solo, en ocasiones pidiéndole a la muerte que venga por mí; a veces, pensando en dejar esta profesión y dedicarme a otra cosa… Pero los años van pasando y como soldado sigo… ¡Marchaos, Sancho! Yo recibiré a Aerschot y en cuanto le entregue las llaves saldré para Bruselas.
—Así lo haré, Martín. Os lo agradezco… Mi indignación es tal, que a ese duque más que las llaves le daría un espadazo… Prepararé la marcha y en una o dos jornadas partiré.
—Pasad, Salvatierra. Pasad.
Sancho franqueaba al sargento mayor la entrada a su aposento y le indicaba una silla donde sentarse.
—Me ha dicho Martín que preparabais vuestras cosas para la marcha, que no esperaréis al nuevo castellano…
—Así es. Después de todo lo sucedido no puedo entregar la ciudadela al primero que se presente…
—¿Y qué vais a hacer?
Sancho no respondió de inmediato.
—Iré a Italia con el resto de los hombres y desde allí pasaré a España… Quiero ver al rey para que sepa de viva voz y de boca de un testigo lo que aquí ha sucedido, al tiempo de recordarle la merced que me tiene hecha y que no he recibido… ¿Y vos? ¿Qué planes tenéis?
—Voy a quedarme aquí… —Dávila le miró sorprendido—, pero no como soldado, pues dejaré el ejército…
—¿A qué os dedicaréis, entonces?
—Voy a casarme con Gertrudis y abriremos un mesón cerca del puerto —la mirada de extrañeza de Sancho se acentuó y Salvatierra siguió hablando—. Ya os dije que mi amiga sobrevivió gracias a que pudo refugiarse en el escondite secreto del cabrón de su amo… Pero lo que no os dije entonces ni he dicho a nadie hasta ahora es que mientras permaneció allí encerrada tuvo tiempo de explorar minuciosamente aquel pequeño habitáculo con la esperanza de encontrar algo valioso que aquel hijo de puta hubiera ocultado, pues entre la servidumbre del mesón se decía que tenía un tesoro escondido, cuyo paradero no había comunicado a nadie, ni siquiera a su mujer, para que no le robaran… A fuerza de tantear paredes, suelo y techo, Gertrudis dio con un cajoncillo, perfectamente disimulado en las tablas de una de las paredes, en cuyo interior había cuatro bolsas de tamaño sobrado —Salvatierra utilizaba las manos para indicarlo gráficamente— repletas de monedas de oro. Cuando acudí en su búsqueda me comunicó su hallazgo. Al conocer tal secreto me puse tan nervioso como ella y decidimos ocultarnos ambos en su escondrijo hasta que llegara el nuevo día, mientras pensábamos dónde poner a buen recaudo el tesoro encontrado… Ambos convinimos después de mucho discutir que el lugar más seguro era mi aposento en la ciudadela; así que salimos del escondrijo llevando las bolsas envueltas en mi capa, como si de mi botín se tratara, y simulando que arrastraba a Gertrudis, como si fuera otra de mis rapiñas. De esa forma la saqué de Amberes, la subí en un caballo sin jinete que encontramos al paso y se encaminó a casa de sus parientes, que viven a unas leguas de la ciudad… Yo me vine con el tesoro a la ciudadela y espero que vuelva. En cuanto esté de nuevo aquí, nos casaremos y nos estableceremos por nuestra cuenta como mesoneros.
La voz de Salvatierra había sido grave y solemne en todo momento. Sancho estaba sorprendido de lo que acababa de oír y no articulaba palabra. En la estancia se produjo un silencio que Salvatierra rompió, recuperando el tono festivo y pícaro de su voz:
—Así que, señor castellano de Amberes, cuando volváis por aquí ya sabéis dónde podréis beber y comer hasta reventar sin pagar un cuarto…
Los dos hombres sonreían abiertamente. Sancho se alegraba en el fondo de su alma de que, al fin, entre tanta tragedia se hubiera producido un hecho feliz.
Sancho Dávila abandonó la ciudadela de Amberes uno de los primeros días de mayo de 1577. Esperó a que el sol estuviera bien alto para salir a plena luz y que todo el que quisiera pudiera verlo. Martín le insinuó la posibilidad de que llevara una escolta, pero denegó el ofrecimiento, pues quería viajar solo, por eso no coordinó su viaje con el del resto de los españoles de la guarnición. Ese mismo día fue el elegido también por Salvatierra para marcharse, pues Gertrudis ya había regresado a la ciudad y le aguardaba en la casa de una amiga, camarera como ella del mesón donde la conociera el sargento mayor. Sancho descendió de su aposento. Al pie del bastión le esperaba su caballo ensillado y otro en el que dos soldados habían acomodado las pocas cosas que poseía y que constituían todo su equipaje. Revisó las ataduras de la carga para cerciorarse de que tenían la presión justa y montó en el otro animal, encaminándose a la puerta principal de la ciudadela, donde pudo advertir que aguardaban Martín y Salvatierra, éste teniendo de la brida otro caballo que tras la silla, en la grupa, llevaba un envoltorio de regulares dimensiones cuyo contenido no le costó trabajo adivinar a Sancho. Cuando llegó a la altura de sus subordinados detuvo su montura y les dijo:
—Bien, señores. Ha llegado el momento de partir… Ha sido un honor teneros a mis órdenes y me sentiré muy honrado si volvemos a servir juntos en otra ocasión futura…
—Nosotros hemos sido los afortunados en teneros como jefe —Martín se adelantó en la respuesta a Salvatierra, que asentía las palabras del teniente—. ¡Tened por cierto que acudiremos a vuestra llamada en cuanto ésta se produzca!
—Gracias, una vez más… ¡Quedad con Dios, señores!
—¡Id con Él, señor castellano!
Salvatierra y Martín respondieron a un tiempo. Sancho picó espuelas, salió por el puente, cruzó el foso y se encaminó hacia la puerta más próxima de la ciudad. Había decidido dirigirse directamente a Maastricht y desde allí pasar a Italia con el primer contingente que saliera en esa dirección. Cuando estuvo fuera de la ciudad suspiró profundamente y se lanzó al galope. En ningún momento miró hacia atrás.